Claudia Sainte-Luce transgrede todo un catálogo de normas de la comedia mexicana tradicional. Su burla hacia lo más desesperante y vacuo del universo clasemediero (y regiomontano, para colmo) es liberadora, pero deja espacio a la compasión y demás gestos profundamente humanos.
La expectativa general ante una comedia es que nos dará risa y, más importante, satisfacción. Es común resolver un mal día con una película de Charles Chaplin o Ben Stiller y, sin embargo, esta decisión tiende a obviar el hecho de que el humor es siempre una tortura. Si bien el arco clásico de la comedia nos muestra a un personaje trasladándose del error o la infelicidad a la transformación, el camino está pavimentando por desgracias de las que el público se burlará hasta que el protagonista cambie y satisfaga así sus deseos, o se conforme con lo que tiene. Estructuralmente es casi lo mismo que la tragedia, salvo por el tono más leve y el final feliz. Parece que la mexicana Claudia Sainte-Luce dirigió Amor y matemáticas (2022) con plena consciencia de esta similitud: en su humor melancólico, a veces perverso (es un halago), la película muestra una comprensión total de las convenciones y un deseo de transgredirlas.
Ciertos comediantes hablan de la transgresión humorística como una herramienta estrictamente moral y, por ello, se ríen de la clase trabajadora, las personas gay, lesbianas o trans; de quienes padecen una enfermedad o un defecto físico. No se equivocan en cuanto a que el humor implica una contradicción entre la expectativa y una realidad, pero su error está en asumir que todas las personas que enumeré son accidentes, y que reírse de su diferencia es convivir de forma saludable. Esta no es la disposición del comediante, sino del agresor que usa los mecanismos del chiste para atacar lo que rebasa su idea de normalidad. Las comedias mexicanas se han comportado de este modo durante décadas porque reflejan la perspectiva de quienes controlan los medios de comunicación, producción y distribución en el país. Es raro ver que una película nacional ataque a la burguesía o a los que aspiran a ella y a sus marcadores de clase, porque se ha establecido como norma que el humor solo pegue hacia abajo. También en este sentido Amor y matemáticas es transgresora.
La trama sigue a Billy Lozano (Roberto Quijano), un padre y esposo regio que pasa la mayor parte del día cuidando a su bebé y jugando PlayStation 5. Billy alguna vez fue miembro de una banda adolescente al estilo de Mercurio o Uff, llamada Equinoccio, y su vida actual de apariencias y superficialidades parece una continuación del rol que desempeñó en el grupo musical: no era solista y coreaba temas que alguien más escribió. Su esposa, Lucía (Daniela Salinas), tiene un trabajo de tiempo completo, pero su mayor satisfacción es un chihuahueño peludo llamado Lucas, a quien describe en algún momento como su hijo. La vida de Billy comienza a alterarse cuando llegan unos vecinos nuevos, Chema (Jorge Alberto Silva) y Mónica (Diana Bovio), sobre todo debido a ella, que de adolescente admiraba tanto a Billy que hizo un cuaderno entero de recortes y dibujos sobre él. Ni hablar de que aún se sabe las coreografías de Equinoccio.
Ya desde la sinopsis podemos detectar personajes inusuales en el cine mexicano. El norte clásico de Piporro ha cedido su lugar a narrativas sobre el narcotráfico, pero Amor y matemáticas no es ni lo uno ni lo otro. La sola representación de personajes regiomontanos de la clase media alta implica un giro en las tendencias del cine nacional que remata su originalidad con una franqueza devastadora: Sainte-Luce observa a sus personajes en un suburbio ubicado bajo el Cerro de la Silla, hecho de casas pálidas, minimalistas, que expresan la represión bajo la que viven sus habitantes. El amor de Lucía a su carrera y su perrito desplazan a Billy y lo obligan a someterse a ella, cuando lo que él querría en el fondo sería cantar otra vez. Si bien Lucía parece tener el hogar perfecto y un esposo ideal, su obsesión con Lucas sugiere carencias que la mascota alivia. Pero Amor y matemáticas no es una comedia sobre sujetos desligados de su mundo, sino sobre personajes que expresan tanto sus penas individuales como las del universo al que pertenecen.
Quizá por esta razón es tan importante para Sainte-Luce —veracruzana, pero movida por el guion de la regiomontana Adriana Pelusi— observar Monterrey y la cultura de su clase media en detalles como los espacios, que abarcan un supermercado, un Oxxo, un centro comercial, todos lugares de consumo. También importa el vestuario, como el del hermano de Billy, un emprendedor inútil que usa playeras Polo con el cuello levantado. Su sueño de enriquecerse vendiendo perritos de peluche que parecen respirar sugiere otra vez los delirios de un grupo que prefiere la ilusión por encima de la realidad, y tal vez por eso mismo Lucía imagina que los zapatos Burberry que usa una vecina se deben seguramente a que su esposo es un narco: vestirse es una competencia y se gana hasta con inventos cuando el guardarropa no alcanza. Por otro lado, Billy y Mónica creen que su vínculo de estrella y admiradora puede salvarlos del arrepentimiento y la normalidad, pero la realidad se venga de quienes la rechazan.
Esta melancolía define otro aspecto inusual de Amor y matemáticas: un sentido del humor que flota sobre el agua quieta pero asfixiante de la rutina. Hay escenas en las que no sucede casi nada; las más de las veces Sainte-Luce captura un mundo silencioso, inmóvil, que no describe un tono cómico usual sino una transgresión de la norma. Incluso la musicalización actúa en este sentido: o no se oye nada en el fondo o interviene en algunos momentos una pista que suena a herrumbre y choques eléctricos, cuyo tono sugiere más bien una película de terror. Si la comedia es tan cercana a la tragedia, experimentarla o identificarse con ella es doloroso (aunque verla sea divertido para el espectador), pero aun así, y a pesar del deleite de contemplar cómo se tortura a personajes tan usualmente excusados por el humor mexicano, Amor y matemáticas no les niega sus deseos e incluso parece desearles la felicidad, si tan solo dejaran de ser tan ilusos.
De entre todos los personajes Mónica encarna particularmente esta esperanza gracias a la sorprendente interpretación de Diana Bovio. En su mirada hay una ingenuidad atónita cuando Billy canta para ella: los ojos parecen a punto de salírsele, pero no de forma grotesca, sino conmovidos al borde de la exageración, listos para derramarse en lágrimas como si atestiguaran un milagro. Bovio se ubica justo en la frontera entre la caricatura de una señora suburbana que ha encontrado al fin un escape y la conmiseración ante su personaje, que Sainte-Luce comparte al filmarla en imágenes originales, pero concentradas en el interés humano por encima de la experimentación.
En un plano que acentúa el aburrimiento de Billy en medio de una cena, la cámara gira sobre el centro de la mesa para observar cómo los personajes se van pasando la palabra; sin embargo, el ritmo del diálogo y de los actores no obedece del todo al de la cámara y crea una imagen extraña pero no artificiosa o forzada, la cual resultaría de encuadrar a cada personaje durante su turno de hablar. También en estas decisiones Sainte-Luce demuestra un deseo de hacer imágenes cómicas con el lenguaje cinematográfico, en vez de basarse solamente en el guion, y así se crea una diferencia más entre el humor burdo de la industria y un acto de sabotaje para reformar la comedia mexicana. Pero de nada sirve imprimir un imaginario único en la pantalla si no hay quien lo vea: el colaborador más importante en la insurgencia de Sainte-Luce es su público.