El rey siempre está por encima del pueblo, un libro de Daniel Alarcón

Un migrante es siempre migrante

El rey siempre está por encima del pueblo, un libro de Daniel Alarcón

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En agosto de 2009, Barack Obama tenía escasos ocho meses como presidente de Estados Unidos; sus políticas liberales y carisma tenían dominada la escena mundial, las primeras planas de los diarios, los noticieros de radio, cualquier espacio en la televisión era territorio de Obama; los intelectuales estudiaban sus discursos como si fueran manuscritos perdidos de la historia, dignos de análisis, disección e interpretación profunda. Estábamos prontos a encariñarnos con su nuevo perro, Bo. De 2009 a 2017, Obama fue presidente, rockstar, cantante casi profesional, meme exitoso, líder inequívoco, esposo perfecto, padre envidiable, jefe admirable, presidente digno del país más poderoso del mundo. El rey siempre está por encima del pueblo.

En agosto de 2009, los mexicanos teníamos escasos meses como sobrevivientes épicos de la epidemia de influenza AH1N1, estábamos prontos a enterarnos de la muerte de Arturo Beltrán Leyva y estábamos en el justo medio de la llamada Guerra contra el Narco, de la cual ni nosotros ni el entonces presidente, Felipe Calderón, alcanzábamos a ver la magnitud, mucho menos el fin. Calderón se mantuvo firme, hasta el último día de su gobierno, en su decisión de perseguir al narco sin plan, sin control, sin aprobación popular. El rey siempre está por encima del pueblo.

En agosto de 2009, el tema de migración era una carta más en la mesa de la relación México-Estados Unidos; si alguien hablaba de latinos en Estados Unidos era para celebrar la llegada de Sonia Sotomayor a la Suprema Corte de Justicia, la primera mujer hispana en hacerlo. Las cartas importantes las jugaban el carisma de Obama y el desastre de seguridad doméstica de Calderón. El rey siempre está por encima del pueblo.

El rey siempre está por encima del pueblo (Alfaguara).

Y aún así, en agosto de 2009, un peruano-americano llegado a Estados Unidos con tres años, publicó un libro de relatos cortos dominados por el personalísimo camino de migrar, cargando la vida entera de un lugar a otro. Hoy, en medio del debate migratorio más duro para los latinos buscando mejores oportunidades en Estados Unidos, Alfaguara en español y Riverhead Books en inglés, han reeditado El rey siempre está por encima del pueblo, con la voz honesta y casi fácil de Daniel Alarcón.

Alarcón inició su carrera mientras era todavía estudiante, cuando The New Yorker publicó “City of Clowns”, un relato corto acerca de la muerte, el origen, el punto de quiebre en la vida de un adolescente y sobre todo, acerca de no pertenecer ni a un lugar ni a otro pero formar parte de ambos; esta dualidad entre lo peruano y lo gringo que las letras de Alarcón alertaron a sus 26 son hasta hoy, su más grande característica como escritor. Tras ese texto del New Yorker vinieron shortlists, premios literarios, becas, su primer libro War by Candelight dos años después, Lost City Radio en 2007 y At night we walk in circles, en 2013. Traducciones varias, críticas más, alumnos, un podcast exitosísimo. Y ahí en medio, volaba El rey siempre está por encima del pueblo.

Con la reedición publicada este año, leer los relatos de Alarcón es leer las noticias con palabras más poéticas, es cambiar el nombre de una historia cercana por la de un personaje de su libro, es sentir en carne propia la necesidad de dejar un lugar para llegar a otro. La necesidad, no el gusto. El primer relato es fantástico: un pueblo casi nómada llega a un paraje desierto y en una noche sin luna, construye casas, traza calles, prende fuegos, hace hogar; a medio día del día siguiente un gobierno superado desiste del desalojo y la comunidad de Los Miles encuentra la posteridad. Es ahí donde, varios relatos más tarde, sabemos que Ramón y Matilde, ambos ciegos, mueren al caer de un puente derrumbado horas antes por un conductor de camión con problemas para calcular la altura. En Los Miles, Ramón y Matilde habían depositado todo el esfuerzo físico y económico de una vida, como lo descubre su medio sobrino, que acomodado en su vida de clase media alta legada por un padre corrupto y su devoradora sombra, descubre en la pequeña casa de Los Miles –la única con la puerta pintada de amarillo– que un hogar le sería más que suficiente porque a veces, tanta casa y tanta cosa, sobra.

No así para Nelson, hijo pequeño y menos prodigioso que aquel hermano mayor acomodado en California y trabajando para un gringo. Nelson vive en una ciudad del lado incorrecto de la frontera, en casa de sus padres, con una novia poco sofisticada y mucho menos enamorada. Nelson y su padre se arrastran a la provincia para recuperar lo poco que deja su difunto hermano y ahí Nelson descubre que de él nada sabe nadie, incluido su papá, pero de Francisco su hermano se han hecho historias heroicas en un pueblo sin más noticia que el movimiento en la plaza central. Nelson encuentra que basta con hacerse pasar por Francisco, ese exitoso medio gringo que tiene un business partner e inabarcable conocimiento del mundo, al que llama hermano. En este relato el camino difícil no es de la capital a la provincia ni de la capital al lado correcto de la frontera, el tortuoso trayecto de Nelson es el regreso a sí mismo después de probar la dulce admiración de los demás.

El rey siempre está por encima del pueblo

Alarcón crea a un Rey que está por encima del pueblo en cada retrato; en épocas de terror para los migrantes, a la primera lectura quise pensar que el Rey es esa invisible carga social, económica y política que aplasta al pueblo y lo hace encontrar en el movimiento la respuesta. Pero con una relectura es fácil cuestionarse si el Rey es un padre aplastante, la muerte que mueve la realidad de un segundo a otro, si es un gobierno corrupto o si es, tan solo el dictador colgado en una plaza pública que se convierte en souvenir del puerto porque, aún sin vida y en la humillación de su muerte, sigue estando por encima del pueblo.

Diez años hay entre los relatos originales de Daniel Alarcón y la realidad que nos despierta todas las mañanas. Y no deja de sorprenderme que aún en medio de dos lugares, dos identidades, dos vidas, un migrante es siempre migrante. Quien se mueve de un lugar a otro motivado por la carga social, por la muerte, por el padre, no olvida que el camino hace la vida.

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