Y ahí voy de nuevo a hablar de lo que como y no como y cómo me lo como. A hablar de que en la precaria balanza de mi pensamiento lo que le sucedió a mi cuerpo pasó desapercibido aunque era en verdad muy obvio: tuve pica y todavía no sé cómo fue penetrando en mí hasta hacerme creer que esos antojos que me hacían ponerme literalmente de rodillas eran algo normal, común y sin consecuencias.
Un día cualquiera (digamos que fue un miércoles) pasé frente a la lavadora que estaba haciendo lo suyo. Es de carga frontal y tiene una ventana de plástico transparente donde puede verse lo que pasa dentro. Y lo que pasaba ese miércoles era espuma, mucha espuma blanca, espesa. Sin proponérmelo y sin estar muy consciente de lo que hacía, me senté en el suelo a contemplarla, salivando. Dejé mi lugar frente a la lavadora únicamente para ir por un suéter y por la caja de detergente. Mientras la espuma giraba, yo hundía mi nariz en la caja de polvo multicolor, llenándome los pulmones y las papilas gustativas del perfume dulce, acre y tóxico del jabón para la ropa.
En menos de lo que dices qué está pasando ya lamía yo barras de Zote. No me gustaba el sabor, así que después daba tragos a algo que lo borrara (casi siempre un Electrolit, a la mano, de sabores intensos); a pesar de eso, seguí lamiendo barras. En el supermercado encontré un jabón negro de lavandería; era francés y me pareció muy caro hasta que lo acerqué a mi nariz: el olor* me hizo comprar una decena y no me puse a chuparlo en esos pasillos poblados de personas nomás porque pensé en mi madre y en lo que hubiera dicho si me viera.
Transité del jabón al barro de forma casi automática y fue hasta entonces que supuse que algo en mí no estaba bien. Como me pongo y me quito etiquetas con mucha facilidad, decidí hacer caso omiso de esos antojos crueles. Hincada, movía mis uñas suavemente sobre la superficie roja de las macetas que están afuera de mi área de trabajo. Ese barro cocido, al humedecerse, desprendía el olor más irresistible del mundo; delicioso, sensual y necesario. Pegué muchas veces la lengua al macetón en el que crece un durazno y al salitre acumulado en manchones aleatorios. Lo hacía a escondidas, a sabiendas de que se trataba de un deseo que no sería ni bien visto ni comprendido. Cuando empezaron las lluvias, comencé por hundir las manos en la tierra húmeda. Resistí un poco antes de llevarme una migaja de tierra oscura a la boca. Su sabor no se relacionaba con la voracidad que sentía, no tenía que ver con el anhelo que me provocaban su aroma y su textura. Aún así, la mastiqué despacito y con tal felicidad, que tuve que decirle a G.: mira, hice esto. Ahí vino una primera sacudida porque la tierra, dijo G., podía tener gusanos y podían crecerme solitarias en las tripas y sólo Dios sabía cuántas alimañas más podrían encontrar en mis intestinos un espacio para vivir. ¿Eso es lo que quieres?, me dijo. Si de por sí tienes restricciones, para qué quieres más, ¿para qué quieres intoxicarte con medicinas para matar las lombrices?
La tierra, entonces, fue territorio vedado por la imaginación que le metía lombrices. Compré un bidón de barro cocido sin barnizar, panzudo y con una tacita para servir agua fresca. Mi lengua se adhería a ese barro todo el tiempo. Servía el agua no tanto para beberla como para inhalar el olor de la tierra. En lugar de poner música o ver cortos de películas en YouTube, veía videos de personas haciendo cerámica o de gente trabajando con barro o arando la tierra y desmoronando con cuidado grandes terrones para sembrar un árbol o me clavaba con videos de espuma. Y todo parecía normal; inquietante si lo analizaba como colección de sucesos, pero normal. Mucho de mi tiempo se disolvía en estas inclinaciones sin que yo le diera relevancia, hasta que empecé a chupar las paredes.
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El médico me miró intrigado. Empecé a narrar otros síntomas generales: me sentía cansada todo el tiempo, no podía moverme bien, tenía taquicardias constantes y sentía que mi corazón daba saltos desacompasados nada más porque sí. Me tomó la presión, miró dentro de mis ojos, nariz y orejas, pegó con sus dedos sobrepuestos en mi vientre… me auscultó, pues. Hasta que me revisó por completo le dije que tenía antojos raros. ¿Cómo raros? Raros: de tierra, de jabón, de barro, del yeso bajo la pintura en las paredes, de gises, de cerámica cruda, de cristales de sal. Volvió a revisarme toda, anotó. Análisis, dijo, hay que hacer análisis. Eso, siguió, se llama pica. Les da a los niños, a algunas mujeres embarazadas y a personas muy desnutridas. Es chistoso que tú lo tengas, vamos a ver por qué.
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La palabra tiene un sonido ligero y amable, de pajaritos que bajan a comer migajas a un jardín. Supongo que sí es chistoso que una persona adulta, que se considera saludable, tenga la pica que les da a los organismos maltratados por la desnutrición. Las personas anoréxicas y bulímicas pueden tener pica. Sus cuerpos están en el límite del funcionamiento y carecen de los minerales necesarios para subsistir. Lo mismo pasa con quienes viven hambre auténtica por pobreza y desatención. Me sacaron siete tubos de sangre y, en lo que llegaban mis resultados, pensé que eso que me pasaba era imposible de curar y que tendría que adaptar mis antojos a la realidad concreta, pero algunos olores despertaban en mí un deseo difícil de contener.
El regreso de las lluvias me puso nuevamente de rodillas. No digo esto con orgullo: en ese momento lo viví como una derrota. Estar con las manos hundidas en la tierra mojada, con la lengua pegada a una maceta, con un trocito de pared humedeciéndose junto a una encía, un dedo sumergido en la mezcla de cemento de quien reparaba la banqueta o masticando hielos a pesar del dolor en los dientes, me hacía sentir subhumana. La lluvia volvió sin preguntarle a nadie y la tierra, las banquetas y las macetas emanaban olores que me sacudían incluso cuando yo estaba en junta con un cliente, por ejemplo. No ahondaré en las sensaciones que eso me provocaba porque también para mí son desconcertantes y tengo pocas herramientas para describirlas.
Los resultados volvieron. Tenía anemia, una severa. Las causas se revelarían más tarde y no tienen cabida aquí. Con la hemoglobina por los suelos y el hierro en plan inexistente, un mecanismo instintivo se había despertado en mí, obligándome a buscar sustitutos para los nutrientes perdidos. Es una trampa fisiológica, porque llevarse terrones a la boca o masticar macetas no restaura los niveles saludables de nada. Había que darme hierro, ácido fólico, complejo B, vitaminas A, C, D, carne roja, caldos de huesos, lentejas… La dieta y los suplementos no surtirían efecto inmediato, pero sí debía parar inmediatamente el consumo de jabón en escamas si pensaba recuperarme.
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Un trozo de carne roja, un pedazo de res sobre una tabla, lograba el truco. Un ardor metálico en la boca, al fondo de mi mandíbula inferior, dio la señal. Estaba ahí, salada, y escurría sangre. Iría muy pronto a la parrilla, se convertiría en un “corte” y se esperaba que yo tuviera paciencia para comérmela hasta que tuviera las orillas doradas y el centro rosado. Pero era imposible: ni siquiera el prurito de comer animales me salvó esa vez. Me cercioré de que no hubiera nadie cerca y apliqué mi lengua a la sangre. No me supo bien, pero nada que no fuera muy dulce o muy grasoso o muy salado me sabía bien en esos días. A pesar del rechazo inicial —que vencí como había vencido el miedo a probar detergente—, un gozo intenso penetró mis fosas nasales y me hizo sentir bien.
Soñaba con cosas así: sangre, glaciares, tierra húmeda a la que meterle la lengua. Una persona primitiva habitaba mis deseos mientras yo tenía que leer, editar, escribir, coordinar, revisar tablas en Excel. Mi capacidad de concentración era bajísima; estaba en un sopor constante, anhelando el momento de llevarme a la boca algo que me sacara de ese estado.
El tratamiento tardaba. Se equivocó la dosis o no pegó. El resultado primero de las inyecciones intramusculares fueron unos moretones en las nalgas: dos rondeles púrpura que se volvieron negros porque el hierro acumulado en el tejido se transforma en algo parecido a un tatuaje. Esas marcas están apenas disolviéndose. Se decidió que el hierro fuera intravenoso, en dosis inmensas. Mi dieta neolítica era apenas un consuelo. Comía a diario trozos de carne casi cruda y me detenía en la masticación de forma meditativa para aguantar más esa proteína en mi boca; echaba sal directamente a mi lengua; licuaba manojos de espinacas crudas con algún trozo de fruta para que cada trago me supiera a metal y a tierra; raspaba con la tapa de una pluma las macetas de la terraza para chupar algo de su barro, aunque me lo hubieran prohibido.
Los antojos que habían sido parte natural de mi repertorio durante décadas dejaron de aparecer en mis fantasías. Los éclairs de chocolate y los profiteroles rellenos de helado, el risotto milanés, la pasta carbonara, el mole oaxaqueño, las quesadillas de flor, una pechuga de pato, las tostadas de pollo, el ceviche y el guacamole dejaron de ser los protagonistas en mi mesa y mis sueños. A algunas de esas cosas había renunciado desde antes porque padezco del reflujo que se llevó a Iván Illich y a Saturnino Herrán. No puedo comer chilaquiles, pero puedo desearlos. En el año de la pica, sin embargo, pensaba en las cajas de gises de mi infancia, en los cubos que las gimnastas usan en las manos para no resbalarse sobre las barras paralelas, en lodo, en la tiza para billar… y salivaba.
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Poco a poco se reorganizaron los glóbulos rojos en mis venas, se alinearon e incrementaron su cantidad y tamaño. Un día la sangre me supo a sangre y no me gustó. Sin darme mucha cuenta, dejé de acariciar el jabón negro, de mirar con ganas la espuma revolvente, de sentir en el cuerpo el deseo imperativo de sumirme en barro, en lodo, en hielo. Pensé de nuevo —mi organismo pensó de nuevo— en la comida que los demás comían de forma cotidiana y en la que se consumía en las ocasiones especiales (para mí, previa medicación): en crepas forestière, en tlayudas con asiento o bocoles veracruzanos, barbacoa con salsa borracha y croquetas como las que hacía mi abuela. Pensé, por primera vez después de muchos meses, en esas ocasiones especiales como posibles celebraciones de vida: para brindar con Mariatinto, para preparar un chocolate espumoso, una cerveza o saludar al sol con un Tío Pepe. Se había acabado el año de la pica.
* El jabón negro se elabora con potasio, necesario para todos, pero más para quienes padecen desnutrición; en este caso, además, aceite de oliva.