Gracias por aceptar. La encomienda es que escribas sobre lo que es ser mujer hoy…
Aunque parezca etérea, la escritura es materia, cuerpos que escriben; también surge de la polifonía de madres y abuelas como una tierra de oportunidades. Este ensayo forma parte de Tsunami 3, editado por Sexto Piso.
Para mi siguiente texto necesitaré por lo menos cuatro cosas: que la enunciante exista, que la escritura exista, que las mujeres existan, que el presente exista.
Veamos.
La enunciante existe. Sí, existe. La enunciante es un cuerpo orgánico, vivo aunque perecedero, y con tendencia al movimiento. La enunciante se conduce autónoma en el mundo, ocupando el espacio que considera razonable, y cuando está cerca de otras personas se pliega sobre sí misma para no perturbar el de las demás. La enunciante confunde autonomía con autarquía y a menudo las empareja con otra sensación incómoda, con algo parecido a la soledad, al desamparo. Sin embargo, la enunciante no brotó de la nada. Nada surge de la nada. Para que la enunciante exista, hubieron de suceder varios hechos. Alguien debió alimentarla, arroparla y cuidarla. Alguien la hizo posible. Y, luego, alguien debió ponerla al tanto. Por eso ahora la enunciante camina, habla y escribe, consciente de que camina, de que habla y de que escribe.
La escritura existe. Sí, existe. La escritura es una modalidad del lenguaje y un acto comunicativo. La escritura es posible si, y solo si, ciertas condiciones materiales específicas están dadas, pues requiere un cuerpo que la soporte. Se le considera democratizadora si permite amplitud, ensanchamiento, novedad, y prescriptiva si construye o ayuda a la construcción de una historia única. La escritura se adapta a las condiciones contextuales y no al revés. La escritura está en constante movimiento.
El habla y la imagen son escrituras. La escritura en la era digital es polísona, efímera, memética, horizontal, oral y visual. La escritura es un acto social. La escritura es un ciclo interminable de intensificar el dolor y aliviarlo, creando significado a partir de la experiencia. La escritura requiere de la escritora, que a su vez es la enunciante, que a su vez es un cuerpo vivo. La escritura no existe en solitario. No se aprende a escribir, alguien lo enseña. No se aprende un idioma, se hereda, se presta, se imita, se expropia.
Mi abuela me enseñó a escribir mi nombre. Mi mamá me explicó que había que escribirlo con tilde. Alaíde. Se pronuncia Alaíde. No Alaide. No Alaidé. Las palabras son importantes. El nombre propio es una abstracción del yo.
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Los conceptos existen. Sí, existen, son convenciones. Las palabras, lo más cercano a su materialidad. Todas están imbricadas y, aunque en teoría debería ser posible rastrear una epidemiología de las ideas, esta sería meramente descriptiva y no predictiva. La enunciante hereda un diccionario que alguien más escribió, con el cual se le enseña a aceptar que una palabra significa una cosa y no otra. De manera un tanto velada, también se le enseña a categorizar el entorno según el perfil de cada concepto; esto es, la forma en que su cultura ordena los elementos del mundo. Se le indica que la naturaleza se divide en reinos y familias y que ella, la enunciante, es un animal mamífero del orden de los primates, una mona, una changa, pero dotada de palabra y entendimiento, y que ahí radica la diferencia. A la enunciante no budista, la gramática le indicará que algunas experiencias son objetos y algunas otras, sucesos. A la enunciante occidental del capitalismo tardío, la convención la intentará convencer, en una sorpresiva, involuntaria, redundancia, de que el individuo es la medida de todas las cosas; el yo singular masculino, el centro del mundo. Pero quizás la enunciante tenga suerte y su corporalidad, organismo que necesita de otros organismos, genere una resistencia. Porque el concepto de comunidad existe y su diccionario debió incluirlo. Comunal, comunidad, comunión, comunismo, cada existencia se comprende y comprende a las demás.
Me cuidaron mujeres. Me prestaron su tiempo y su trabajo. También me dieron historias, o a lo mejor no me las dieron, a lo mejor solo las tiraban al aire y yo las tomé, como frutos del árbol vecino. Pienso en esto constantemente.
Las mujeres existen. Sí, existen. La gramática requiere plasticidad para abarcarlas. La enunciante es una mujer no budista que, sin embargo, se concibe como objeto y suceso al mismo tiempo, generando un espacio de perturbación. Las experiencias personales se integran en este, su organismo vivo, perecedero y mujer. Comienzan muy temprano como una percepción corporal y se transforman en un sentido de las cosas. Por ejemplo, la incomodidad ante la atención no deseada de los hombres. Por ejemplo, un abrazo que se sienta como un candado. La piel se pone de gallina (la gallina, por cierto, es otra modalidad del ser mujer). La enunciante, socializada para ser chica, se achica. La ansiedad se deposita en el cuerpo, se aloja en la memoria recóndita.
Pasan años.
A veces pasan días que se perciben como años.
Y, de pronto, un murmullo. Voces chillonas que desobedecen al ideal civilizatorio con puro exceso. Si el patrimonio de la escritura es la imaginación y volver a ver por medio de la memoria, su ejercicio nos rescata. La documentación es la vía para desafiar lo universal, lo que creíamos universal, y para rehabilitar el pasado mediante la suma de historias.
A la enunciante, la escritura la sitúa en el mundo. A mí me situó.
Crecí entre cábulas y confidencias, tretas del débil, poética del grito pelado. Fueron mujeres quienes me ayudaron a brotar una consciencia. Mujeres desbordadas y maníacas. La consciencia de una consciencia. Y devino la ansiedad. Yo, también, desbordada y maníaca. Cuando camino y estoy al tanto de que camino, tropiezo. Cuando escribo, y cuando mentalmente me veo escribir que escribo, pienso en las mujeres que me hicieron posible, irremediablemente, y en ti, lectora, en tu cuerpo orgánico y perecedero, y se me olvida lo que estaba diciendo.
Aunque parezca etérea, la escritura es materia, cuerpos que escriben. Hay un poder que deriva de compartir el conocimiento, la experiencia, el goce y el sufrimiento. Los cuerpos requieren de una comunidad para lograr la supervivencia, para aplacar la angustia de vivir en los márgenes. Hablo por mí. Habla por mí este cuerpo migrante que se ha agenciado una lengua propia, segunda versión del diccionario heredado, ahora repleto de tachones y adendas. De manera oficial, cada lengua pertenece a un país específico, pero las lenguas son inquietas: migran y se difunden, igual que los cuerpos. La comunidad recibe, acoge, agrupa y genera identidad a través de su propio código. Si la enunciante escribe, no es solo porque alguien la sostuvo económica y emocionalmente, porque alguien hizo las tareas necesarias para que la escritura fuera una posibilidad real, sino porque una comunidad la soporta en el presente, una comunidad de mujeres le da sentido y episteme. El lenguaje tiene ese poder. La escritura tiene esa deuda.
El presente existe. Sí, existe. El presente es la emergencia. Algo separado de las condiciones previas y que al mismo tiempo las engloba. Es el tiempo de las casualidades, del movimiento, de los escalofríos, de las escrituras efímeras, autónomas, posautónomas, disautónomas. Alrededor de una mesa dialogan voces de múltiples tiempos; el presente invoca al pasado a través de la palabra. Los presentes existen, coexisten, conviven. Twitter. Un artículo académico cargado de citaciones. La polifonía del chisme. Fíjate que dicen que dijeron que alguien dijo. Un altoparlante invita a más enunciantes a acercarse a la mesa. Si la enunciante escribe es, también, gracias al respaldo de las que la precedieron, las que soportaron menosprecios y olvidos y crearon los espacios que ella ocupa ahora. La escritora tiene esa deuda con las que mantuvieron unida a la tribu a base de historias, las que crearon las circunstancias desde las cuales hoy emerge esta voz. Capas y capas y capas y capas. Escribir no es inventar, acaso sea hacer visible. Acaso escribir, algún día, restaure algo. Quién sabe. Capaz no. Pero toca intentarlo.
Escribo estas palabras desde la cocina de mi departamento en este otro México que se llama Estados Unidos. Las fronteras son heridas, requieren suturas, la escritura puede ser una. El mapa de un desierto partido por la mitad. La vida en el hyphen. Hablas Spanish? Pero, ya en seriously, ¿de dónde eres? Migrar: tener que mentir. Aprender a vivir permanentemente a prueba. Cuando por fin conoces las respuestas, alguien cambia las preguntas. Alguien que te apunta con una lupa en refracción. Alguien que detesta a la gente café. La migrante es material y al mismo tiempo es efímera. Está y no está. Pero están sus huellas. La escritura da cuenta de todo esto. La escritura es la verdadera tierra de las oportunidades.
Nos merecemos un vocerío más recio y más tupido, un chismerío horizontal, coloquio de fantasmas en sobremesa interminable. No hay escritura en solitario. It takes a village.
Mi patria existe y desde aquí escribo. Lo de la enunciante es de Sara Uribe. El Ex nihilo nihil fit es de Parménides, el griego, no el veracruzano. Lo de plegar el cuerpo es de Roxanne Gay. Lo de arroparlo y cuidarlo, de Gabriela Damián. Lo de la consciencia, de Thích Nhất Hạnh. Lo de las condiciones materiales de la escritura, de Cristina Rivera Garza. Lo de la historia única, de Chimamanda Ngozie Adichie. Lo del patrimonio memoria, de Annie Ernaux. Lo del espacio de perturbación, de Sara Ahmed. Lo del idioma que se expropia, de Jhumpa Lahiri. Lo de intensificar el dolor, de Gloria Anzaldúa. Lo de las categorías, de Lisa Feldman. Lo de las voces chillonas, de Gabriela Weiner. Lo de la generación de presentes, de Josefina Ludmer. Lo de la tribu, de Grace Paley. Lo de migrar y mentir, de Camila Krauss. Lo de restaurar, de Sylvia Aguilar Zéleny. Lo demás es mío, pero nada es realmente mío, todo lo debo. Mi deuda es con las mujeres que me cuidaron, que me educaron, que me dieron lenguaje y materialidades, las que teorizaron los conceptos que hoy tomo en préstamo, las que idearon, las que traman, las que luchan, las que no escriben porque sus búsquedas son de otro tipo, las madres rastreadoras y sus hijas que no han vuelto a casa.
ALAÍDE VENTURA MEDINA es una escritora veracruzana, autora de Como caracol, Premio de Literatura Juvenil Gran Angular 2018, y de Entre los rotos, Premio Mauricio Achar-Random House 2019. Actualmente estudia el doctorado en Escritura Creativa en español en la Universidad de Houston.
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