Libros para leer en el baño (que hablan sobre hacer del baño)

Libros para leer en el baño (que hablan sobre hacer del baño)

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AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Lo mejor de estos tres libros (un ensayo personal, otro de divulgación científica y uno más de periodismo) es que no fueron escritos por poetas malditos que ven en la caca, los pedos y los orines una bandera para la transgresión. En cambio, estos títulos prefieren explicar las heces, nuestras ganas de ocultarlas y también reseñan varios estudios acerca de esta materia, la fecal.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Al igual que a miles de personas, me encanta leer en el baño. Y lo digo a pesar de que, como sociedad, fingimos que tal costumbre no existe. Ninguna estrategia de lectura o de promoción de un libro, hasta el momento, se ha enfocado en las ventajas de la luz que cae sobre el retrete y rara vez los lectores experimentados les transmiten a los más jóvenes consejos prácticos sobre cómo aliviar el entumecimiento de piernas, si uno está muy picado en una novela. Sin embargo, la realidad del lector es esa: nos encanta estar en el baño y, cuando uno lo piensa mejor, descubre que el cuento más emblemático acerca del acto de leer –“Continuidad de los parques” de Julio Cortázar– sería doblemente terrorífico si terminara con el asesino a punto de sorprender a su víctima sentada en el inodoro.

En días recientes, en varias de esas idas al baño, me eché tres títulos que coincidentemente tratan sobre desechos humanos –tema inagotable, si me preguntan, porque admite enfoques históricos, sociológicos, arquitectónicos, fisiológicos y literarios–. Ya sea desde el ensayo personal, la divulgación científica o el periodismo, los tres libros en cuestión disertan sobre las ansias de nuestras sociedades por ocultar la acción misma de defecar, la composición material de las heces, los procesos fisiológicos que arrojan tanta mierda al mundo y el empeño con que algunas mentes privilegiadas, y con presupuesto, han convertido todo eso en materia de estudio. Lo mejor es que los tres fueron escritos por autoras que –a diferencia de algunos poetas malditos– no ven en la caca, los pedos y los orines una bandera a la mano para la transgresión, sino que han preferido devolver a las deposiciones su carácter cotidiano, universal e inseparable de muchas otras acciones humanas.

“¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?”

Como puede constatar cualquiera que se adentre en sus Ensayos –cuyas ediciones son un poco incómodas para llevar al baño, dicho sea de paso–, el padre del género, Michel de Montaigne (1533-1592), dedicó bellísimas páginas a sus problemas con una piedra que no lo dejaba orinar en paz y habló, sin mucho pudor, de orinales ajenos o de la extendida costumbre que tienen las personas de sentirse a gusto con los malos olores salidos de su cuerpo. Pero más revelador que eso: comparó cierta vez sus propios escritos con “los excrementos de un viejo espíritu, a veces duros, a veces blandos, y siempre indigestos”, de modo que el tipo de literatura que estaba creando –una revolucionaria mezcla de reflexión, erudición y confidencia– tenía más cosas en común con el acto de evacuar que lo que muchos profesores –y otras personas que te encargan ensayos– estarían dispuestos a reconocer.

Fiel a esa tradición, Laura Sofía Rivero ha querido reencaminar el ensayo a su veta escatológica, libre y autoexploratoria, no sólo como recurso sino como tema, en Dios tiene tripas: Meditaciones sobre nuestros desechos (Tierra Adentro-FCE, 2021), un conjunto de agudas observaciones acerca de los hábitos y vergüenzas alrededor del excremento, la orina, las flatulencias y otros elementos que ni siquiera nos atrevemos a considerar partes del cuerpo. Rivero pone el foco en símbolos, objetos, dilemas cotidianos y personajes históricos para ejemplificar cómo las evacuaciones se conectan repetidamente con la vida pública, a pesar de nuestros vanos intentos por mantenerlas en secreto, encerradas en el baño.

La autora de este libro se mueve, con elegante soltura, entre el comentario irónico y los referentes culturales sin abandonar nunca la primera persona. Habla del diarreico Thomas Jefferson o de la mitología alrededor de la creación del jabón, pero también de sus propias visitas al médico y de la manera en que fisgonea en el baño ajeno, esperanzada en que aquel conjunto de champús, enjuagues y cremas antiarrugas ofrezca pistas sobre el dueño de la casa. En la que tal vez sea una de las disertaciones más agudas de su libro, Rivero se pregunta sobre nuestra relación con el papel higiénico, al que hemos entronizado como el producto que más rápido se agota durante las compras de pánico, incluso si no es verdaderamente un artículo de primera necesidad. ¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?

Rivero aporta interesantes datos sobre nuestras costumbres higiénicas –algunos espeluznantes, como el porcentaje altísimo de mexicanos que no se sabe lavar las manos–, pero sobre todo deja en el camino inteligentes preguntas acerca de una sociedad que quiere lidiar con una producción casi infinita de desechos sin liberarlos del tabú. Y acaso sean el lenguaje y su cúmulo de eufemismos para decir que vas al baño –en los que hay lugar para el guiño filosófico, como “voy a pasar de lo abstracto a lo concreto”, o inmobiliario, como “voy a desalojar al inquilino”–, el ejemplo idóneo de esa contradicción. Precisamente porque la naturalidad del acto comienza por el lenguaje, Rivero opta por una prosa transparente y desinhibida, que transita con facilidad de los cuestionamientos sobre la publicidad de los productos sanitarios a la historia de un compañero de departamento con problemas de gases y cuyo mayor sueño era que alguien inventara una “cobija neutralizadora de flatulencias”.

“La variedad de olores que expulsan las personas en el baño son tan característicos como una huella dactilar.”

Para la autora, el género ensayístico permite deshacernos de la idea de que “pensar es la palabra sinónima de investigar con pudor, de opinar con decoro”, para dar paso a una “escritura impúdica” donde la gente pueda “mostrar sus cavilaciones sin recato”. La confianza que Rivero deposita en el ensayo puede despertar la suspicacia de algunos lectores estreñidos, pero la manera en que concilia su voz personal con el camino abierto por sus admirados Quevedo, Swift, Montaigne, Aristófanes y muchos otros a los que agradece al final del libro, debería convencernos de oponer menos resistencia y, en vez de eso, dejarnos llevar. Como lectura de baño es extraordinaria y quizá por eso Tierra Adentro decidió diseñar Dios tiene tripas con un tamaño de letra que compite con las diminutas instrucciones del champú, exactamente el tipo de textos que uno lee cuando se ha olvidado de meter un libro. Es, sobra decirlo, el único pero que le pongo al volumen.

Con similar atrevimiento, sentido del humor y claridad explicativa, Giulia Enders aborda el mismo tema amparada en sus credenciales de doctora del Instituto de Microbiología de Frankfurt, pero sobre todo mostrándose como una apasionada del colon, una fascinación que nació con el ano, pero se fue extendiendo a todo el tracto intestinal, según confesó en una popular Ted Talk titulada “La increíble y entrañable ciencia de tus intestinos”. Los miles de ejemplares que llegó a vender de La digestión es la cuestión (Urano, 2015) demostraron que había muchísimas personas, al igual que ella, interesadas en sus propias tripas, no solo por motivos de salud, sino por una genuina curiosidad por “el órgano más infravalorado del cuerpo humano” que, sin embargo, es central para “organizar nuestro mundo interior”.

El libro –profusamente ilustrado por su hermana Jill– coloca nuestras evacuaciones dentro de un complejo proceso que la autora no duda en calificar de “obra maestra” y que, a mi parecer, podría servir de ejemplo a tantas empresas con problemas de comunicación interna. Para irnos directo al grano: dos esfínteres, uno a voluntad y otro inconsciente, trabajan juntos, y a pocos centímetros de distancia, para dejar salir los desechos. “Cuando los restos de nuestra digestión llegan al esfínter interno”, explica Enders, “este se abre por un mero acto reflejo. Pero no lo suelta todo hacia su compañero, el esfínter externo, sino que de entrada solo le envía un bocado de prueba. En el espacio entre el esfínter interno y el externo hay situadas varias células sensoras [que] analizan el producto entregado para comprobar si es sólido o gaseoso y remiten la información al cerebro.” Una vez recibido el reporte, el cerebro buscará a toda prisa reconocer su entorno, a través de los ojos y los oídos, en vista de que el ser humano no solo responde a sus necesidades sino también al contrato social. En caso de que el sujeto en cuestión no se encuentre en el baño sino, pongamos un caso, en la entrega de diplomas de una maestría, el cerebro podrá sugerirle al esfínter externo dejar salir un gas silencioso y mantener el resto en resguardo. Poco más adelante, el esfínter interno volverá a intentar la operación, esperando el momento apropiado para cumplir su cometido.

La forma en que deyectamos no es el único asunto que le preocupa a Enders, quien expone en su libro la entrada de alimentos por la boca, el viaje por el esófago, el papel de los jugos gástricos y el minucioso trabajo del intestino delgado por absorber nutrientes y pasar el resto al intestino grueso. Pero si nos limitamos al tema de esta reseña, tiene mucho que decir incluso sobre el paquete que hemos dejado salir. El capítulo dedicado a la materialidad de las heces –a su aspecto, composición y colores– invita al lector a ser curioso con las cosas que expulsa (más curioso, quiero decir, porque de todos modos a la gente le gusta contemplar sus desechos, quién sabe por qué). A diferencia de las dos categorías analíticas que yo conocía hasta el momento –a) “Todo indica que soy el hombre más saludable de la comarca”, b) “Dios mío, creo que me voy a morir”–, resulta que existen SIETE consistencias distintas de las heces, de acuerdo con la escala de Bristol, un sistema que existe desde 1997. A saber: tipo 1 (trozos duros, separados, como nueces, que pasan con dificultad), tipo 2 (con forma de salchicha grumosa), tipo 3 (forma de salchicha, con grietas en la superficie), tipo 4 (forma de serpiente, lisa y suave), tipo 5 (bolas suaves con bordes definidos), tipo 6 (trozos blandos y esponjosos con bordes irregulares y pastosos) y tipo 7 (totalmente líquido). En fin, que ni los inuit han tenido tantas maneras para describir la nieve.

Uno de los apartados más reveladores del trabajo de Enders está dedicado a descubrir cuál es la posición idónea para hacer del baño, de acuerdo con las más recientes investigaciones científicas. Un médico israelí, nos cuenta el libro, se tomó la molestia de examinar, cronómetro en mano, la evacuación de una treintena de voluntarios en tres posturas diferentes: sentados en un inodoro normal, agachados en un inodoro pequeño y de cuclillas al aire libre. Los resultados arrojaron que las cuclillas eran la mejor de las tres opciones, porque “nuestro aparato de oclusión intestinal no está concebido para abrir totalmente la escotilla mientras el sujeto está sentado”. ¿Qué conclusión sacamos de esto? Que la popularidad del váter obedece tanto a una falsa idea de clase (por algo será que se le conoce comúnmente como el “trono”) como a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas leer. Entre la eficiencia y “pasar el rato”, en Occidente triunfó “pasar el rato”.

Mucha gente suele desaprobar las investigaciones como la de aquel médico israelí, convencida de que la ciencia solo debería enfocarse en la cura contra el cáncer y en la respuesta al cambio climático. Lo cierto es que la curiosidad humana siempre está haciéndose preguntas y, a veces, ideando nuevos productos que vender a algún alma emprendedora. Esa búsqueda del saber en el mundo real es el hilo que guía Glup: Aventuras en el canal alimentario (Critica, 2014), de Mary Roach, una de las periodistas de ciencia más divertidas del mundo, que antes de este libro había escrito penetrantes reportajes sobre la investigación sexual (Entre piernas, Global Rhythm, 2012) y el destino médico de los cadáveres (Fiambres, Global Rhythm, 2007). El recorrido que emprende de la boca al recto haría pensar que estamos ante otra versión del libro de Enders, pero nada más alejado de la realidad. Si bien Roach describe, con fortuna, el paso de la comida a través de nuestro cuerpo, el auténtico tema de este libro son los seres humanos detrás de ese conocimiento: qué los mueve, qué han encontrado, con qué malditos procedimientos llegaron a saber eso y cuántas cosas faltan por indagar todavía.

Roach entrevista a eruditos de la saliva y estudiosos de la masticación, pero probablemente sean los científicos de flatulencias quienes formen el contingente más llamativo del libro, junto a sus extravagantes experimentos. En nuestros días se puede determinar la producción de gases gracias a una toma de aliento, pero hasta hace algunas décadas los voluntarios tenían que pasearse en batas de hospital, con un tubo que salía de las nalgas, rodeaba el cuerpo y llegaba a un globo. En otros casos, se pedía al sujeto anotar los detalles de cada “episodio”, lo que daba lugar a muchas imprecisiones, porque la gente reseña sus pedos bajo criterios muy distintos. Con todo, aquellos exámenes eran un avance respecto a los que, a principios del siglo XIX, hacía François Magendie con cadáveres de reos recién decapitados a los que la última cena les estaba haciendo apenas digestión.

“La popularidad del váter obedece a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas, leer.”

Michael Levitt, para traer a la mesa un ejemplo reciente, no era el alumno más brillante de su generación, pero consiguió volverse una autoridad científica al dedicarse a un tema que nadie quería aceptar: el estudio de los gases rectales nocivos. Entre sus logros más relevantes se encuentran la publicación de una treintena de artículos arbitrados sobre ventosidades, haber identificado los tres gases de azufre que le proporcionan al flato su pestilencia característica y, sobre todo, haberse empeñado en encontrar el santo grial –la ropa interior que atrapara los malos olores– que habría hecho feliz al roomie de Laura Sofía Rivero. A la pregunta de si había sido difícil reclutar voluntarios, Levitt responde que lo auténticamente complicado fue enlistar “jueces”, gente que evaluara la nocividad –en una escala que iba de “olor nulo” a “muy repulsivo”– de lo producido por los participantes.

La variedad de olores que expulsan las personas dentro y fuera del baño –“tan característicos como una huella dactilar”, explica el investigador Alan Kligerman, otro experto en la materia– hace complicado el desarrollo de un material que neutralice por completo el hedor. Las pruebas resultaron positivas para el carbón activado, si uno llevaba todo el tiempo un traje de astronauta, pero eran completamente inútiles si quería ir por la vida con ropa común y corriente. Una investigación paralela trataba de probar la eficacia de las cápsulas de bismuto, un “desodorante interno” que las revistas se negaban a publicitar, aterradas de llevar en sus páginas expresiones como “flatulencias pestilentes” o “deposición”. El producto, que parecía bueno, no era muy popular no solo por el veto de las publicaciones sino porque, en palabras de Kligerman, “al hablar con la gente y escarbar en el quid de la cuestión, nunca me he encontrado a nadie que, en su fuero interno, muestre objeción alguna hacia los olores corporales propios”. Montaigne siempre tuvo la razón y, según concluye Roach, la estrategia más sencilla para enfrentarse al problema de la fetidez rectal es simplemente obviar el tema.

Glup no se limita a recopilar curiosidades, sino que, en su revisión exhaustiva de investigaciones pasadas y presentes, permite al lector entender que el conocimiento del cuerpo humano lleva su tiempo y lo capacita, además, para identificar viejas ideas en costumbres nuevas. La creencia de principios del siglo XX de que era necesario expulsar los desechos lo más pronto posible para que el cuerpo no se “autoenvenenara” tiene, visto en perspectiva, conexiones con la popularidad de la ingesta de fibra durante la década de los noventa y las dietas de “desintoxicación” del siglo XXI. ¿Qué hay de cierto en todo ello? Roach aporta datos que nos hacen pensarlo dos veces antes de adoptar cualquier doctrina que alguien te venda como “saludable”.

Hay otros libros que, por su tema, merecerían estar en esta lista de lecturas para el baño, como La mayor necesidad: Un paseo por las alcantarillas del mundo (Turner, 2008), de la también periodista Rose George, que no he incluido por temor a que los lectores sientan culpa pequeñoburguesa cada vez que bajen la palanca del inodoro. Sin embargo, hay una observación de dicho libro con la que me gustaría cerrar esta reseña. Rose recoge la afirmación de numerosos expertos del saneamiento público respecto a que el inodoro es el barómetro de la civilización. La forma en que una sociedad se deshace de sus excrementos indica cuál es el trato que le da a los humanos. Y todo comienza con las palabras. Así como no se puede abordar el sida sin hablar con franqueza acerca del sexo, le dice un activista de Nepal a Rose George, no se puede mejorar el saneamiento de las ciudades sin hablar abiertamente acerca de la mierda. Cada libro aquí mencionado es una buena manera de iniciar esa conversación, sentados en el baño.

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Lo mejor de estos tres libros (un ensayo personal, otro de divulgación científica y uno más de periodismo) es que no fueron escritos por poetas malditos que ven en la caca, los pedos y los orines una bandera para la transgresión. En cambio, estos títulos prefieren explicar las heces, nuestras ganas de ocultarlas y también reseñan varios estudios acerca de esta materia, la fecal.

Al igual que a miles de personas, me encanta leer en el baño. Y lo digo a pesar de que, como sociedad, fingimos que tal costumbre no existe. Ninguna estrategia de lectura o de promoción de un libro, hasta el momento, se ha enfocado en las ventajas de la luz que cae sobre el retrete y rara vez los lectores experimentados les transmiten a los más jóvenes consejos prácticos sobre cómo aliviar el entumecimiento de piernas, si uno está muy picado en una novela. Sin embargo, la realidad del lector es esa: nos encanta estar en el baño y, cuando uno lo piensa mejor, descubre que el cuento más emblemático acerca del acto de leer –“Continuidad de los parques” de Julio Cortázar– sería doblemente terrorífico si terminara con el asesino a punto de sorprender a su víctima sentada en el inodoro.

En días recientes, en varias de esas idas al baño, me eché tres títulos que coincidentemente tratan sobre desechos humanos –tema inagotable, si me preguntan, porque admite enfoques históricos, sociológicos, arquitectónicos, fisiológicos y literarios–. Ya sea desde el ensayo personal, la divulgación científica o el periodismo, los tres libros en cuestión disertan sobre las ansias de nuestras sociedades por ocultar la acción misma de defecar, la composición material de las heces, los procesos fisiológicos que arrojan tanta mierda al mundo y el empeño con que algunas mentes privilegiadas, y con presupuesto, han convertido todo eso en materia de estudio. Lo mejor es que los tres fueron escritos por autoras que –a diferencia de algunos poetas malditos– no ven en la caca, los pedos y los orines una bandera a la mano para la transgresión, sino que han preferido devolver a las deposiciones su carácter cotidiano, universal e inseparable de muchas otras acciones humanas.

“¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?”

Como puede constatar cualquiera que se adentre en sus Ensayos –cuyas ediciones son un poco incómodas para llevar al baño, dicho sea de paso–, el padre del género, Michel de Montaigne (1533-1592), dedicó bellísimas páginas a sus problemas con una piedra que no lo dejaba orinar en paz y habló, sin mucho pudor, de orinales ajenos o de la extendida costumbre que tienen las personas de sentirse a gusto con los malos olores salidos de su cuerpo. Pero más revelador que eso: comparó cierta vez sus propios escritos con “los excrementos de un viejo espíritu, a veces duros, a veces blandos, y siempre indigestos”, de modo que el tipo de literatura que estaba creando –una revolucionaria mezcla de reflexión, erudición y confidencia– tenía más cosas en común con el acto de evacuar que lo que muchos profesores –y otras personas que te encargan ensayos– estarían dispuestos a reconocer.

Fiel a esa tradición, Laura Sofía Rivero ha querido reencaminar el ensayo a su veta escatológica, libre y autoexploratoria, no sólo como recurso sino como tema, en Dios tiene tripas: Meditaciones sobre nuestros desechos (Tierra Adentro-FCE, 2021), un conjunto de agudas observaciones acerca de los hábitos y vergüenzas alrededor del excremento, la orina, las flatulencias y otros elementos que ni siquiera nos atrevemos a considerar partes del cuerpo. Rivero pone el foco en símbolos, objetos, dilemas cotidianos y personajes históricos para ejemplificar cómo las evacuaciones se conectan repetidamente con la vida pública, a pesar de nuestros vanos intentos por mantenerlas en secreto, encerradas en el baño.

La autora de este libro se mueve, con elegante soltura, entre el comentario irónico y los referentes culturales sin abandonar nunca la primera persona. Habla del diarreico Thomas Jefferson o de la mitología alrededor de la creación del jabón, pero también de sus propias visitas al médico y de la manera en que fisgonea en el baño ajeno, esperanzada en que aquel conjunto de champús, enjuagues y cremas antiarrugas ofrezca pistas sobre el dueño de la casa. En la que tal vez sea una de las disertaciones más agudas de su libro, Rivero se pregunta sobre nuestra relación con el papel higiénico, al que hemos entronizado como el producto que más rápido se agota durante las compras de pánico, incluso si no es verdaderamente un artículo de primera necesidad. ¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?

Rivero aporta interesantes datos sobre nuestras costumbres higiénicas –algunos espeluznantes, como el porcentaje altísimo de mexicanos que no se sabe lavar las manos–, pero sobre todo deja en el camino inteligentes preguntas acerca de una sociedad que quiere lidiar con una producción casi infinita de desechos sin liberarlos del tabú. Y acaso sean el lenguaje y su cúmulo de eufemismos para decir que vas al baño –en los que hay lugar para el guiño filosófico, como “voy a pasar de lo abstracto a lo concreto”, o inmobiliario, como “voy a desalojar al inquilino”–, el ejemplo idóneo de esa contradicción. Precisamente porque la naturalidad del acto comienza por el lenguaje, Rivero opta por una prosa transparente y desinhibida, que transita con facilidad de los cuestionamientos sobre la publicidad de los productos sanitarios a la historia de un compañero de departamento con problemas de gases y cuyo mayor sueño era que alguien inventara una “cobija neutralizadora de flatulencias”.

“La variedad de olores que expulsan las personas en el baño son tan característicos como una huella dactilar.”

Para la autora, el género ensayístico permite deshacernos de la idea de que “pensar es la palabra sinónima de investigar con pudor, de opinar con decoro”, para dar paso a una “escritura impúdica” donde la gente pueda “mostrar sus cavilaciones sin recato”. La confianza que Rivero deposita en el ensayo puede despertar la suspicacia de algunos lectores estreñidos, pero la manera en que concilia su voz personal con el camino abierto por sus admirados Quevedo, Swift, Montaigne, Aristófanes y muchos otros a los que agradece al final del libro, debería convencernos de oponer menos resistencia y, en vez de eso, dejarnos llevar. Como lectura de baño es extraordinaria y quizá por eso Tierra Adentro decidió diseñar Dios tiene tripas con un tamaño de letra que compite con las diminutas instrucciones del champú, exactamente el tipo de textos que uno lee cuando se ha olvidado de meter un libro. Es, sobra decirlo, el único pero que le pongo al volumen.

Con similar atrevimiento, sentido del humor y claridad explicativa, Giulia Enders aborda el mismo tema amparada en sus credenciales de doctora del Instituto de Microbiología de Frankfurt, pero sobre todo mostrándose como una apasionada del colon, una fascinación que nació con el ano, pero se fue extendiendo a todo el tracto intestinal, según confesó en una popular Ted Talk titulada “La increíble y entrañable ciencia de tus intestinos”. Los miles de ejemplares que llegó a vender de La digestión es la cuestión (Urano, 2015) demostraron que había muchísimas personas, al igual que ella, interesadas en sus propias tripas, no solo por motivos de salud, sino por una genuina curiosidad por “el órgano más infravalorado del cuerpo humano” que, sin embargo, es central para “organizar nuestro mundo interior”.

El libro –profusamente ilustrado por su hermana Jill– coloca nuestras evacuaciones dentro de un complejo proceso que la autora no duda en calificar de “obra maestra” y que, a mi parecer, podría servir de ejemplo a tantas empresas con problemas de comunicación interna. Para irnos directo al grano: dos esfínteres, uno a voluntad y otro inconsciente, trabajan juntos, y a pocos centímetros de distancia, para dejar salir los desechos. “Cuando los restos de nuestra digestión llegan al esfínter interno”, explica Enders, “este se abre por un mero acto reflejo. Pero no lo suelta todo hacia su compañero, el esfínter externo, sino que de entrada solo le envía un bocado de prueba. En el espacio entre el esfínter interno y el externo hay situadas varias células sensoras [que] analizan el producto entregado para comprobar si es sólido o gaseoso y remiten la información al cerebro.” Una vez recibido el reporte, el cerebro buscará a toda prisa reconocer su entorno, a través de los ojos y los oídos, en vista de que el ser humano no solo responde a sus necesidades sino también al contrato social. En caso de que el sujeto en cuestión no se encuentre en el baño sino, pongamos un caso, en la entrega de diplomas de una maestría, el cerebro podrá sugerirle al esfínter externo dejar salir un gas silencioso y mantener el resto en resguardo. Poco más adelante, el esfínter interno volverá a intentar la operación, esperando el momento apropiado para cumplir su cometido.

La forma en que deyectamos no es el único asunto que le preocupa a Enders, quien expone en su libro la entrada de alimentos por la boca, el viaje por el esófago, el papel de los jugos gástricos y el minucioso trabajo del intestino delgado por absorber nutrientes y pasar el resto al intestino grueso. Pero si nos limitamos al tema de esta reseña, tiene mucho que decir incluso sobre el paquete que hemos dejado salir. El capítulo dedicado a la materialidad de las heces –a su aspecto, composición y colores– invita al lector a ser curioso con las cosas que expulsa (más curioso, quiero decir, porque de todos modos a la gente le gusta contemplar sus desechos, quién sabe por qué). A diferencia de las dos categorías analíticas que yo conocía hasta el momento –a) “Todo indica que soy el hombre más saludable de la comarca”, b) “Dios mío, creo que me voy a morir”–, resulta que existen SIETE consistencias distintas de las heces, de acuerdo con la escala de Bristol, un sistema que existe desde 1997. A saber: tipo 1 (trozos duros, separados, como nueces, que pasan con dificultad), tipo 2 (con forma de salchicha grumosa), tipo 3 (forma de salchicha, con grietas en la superficie), tipo 4 (forma de serpiente, lisa y suave), tipo 5 (bolas suaves con bordes definidos), tipo 6 (trozos blandos y esponjosos con bordes irregulares y pastosos) y tipo 7 (totalmente líquido). En fin, que ni los inuit han tenido tantas maneras para describir la nieve.

Uno de los apartados más reveladores del trabajo de Enders está dedicado a descubrir cuál es la posición idónea para hacer del baño, de acuerdo con las más recientes investigaciones científicas. Un médico israelí, nos cuenta el libro, se tomó la molestia de examinar, cronómetro en mano, la evacuación de una treintena de voluntarios en tres posturas diferentes: sentados en un inodoro normal, agachados en un inodoro pequeño y de cuclillas al aire libre. Los resultados arrojaron que las cuclillas eran la mejor de las tres opciones, porque “nuestro aparato de oclusión intestinal no está concebido para abrir totalmente la escotilla mientras el sujeto está sentado”. ¿Qué conclusión sacamos de esto? Que la popularidad del váter obedece tanto a una falsa idea de clase (por algo será que se le conoce comúnmente como el “trono”) como a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas leer. Entre la eficiencia y “pasar el rato”, en Occidente triunfó “pasar el rato”.

Mucha gente suele desaprobar las investigaciones como la de aquel médico israelí, convencida de que la ciencia solo debería enfocarse en la cura contra el cáncer y en la respuesta al cambio climático. Lo cierto es que la curiosidad humana siempre está haciéndose preguntas y, a veces, ideando nuevos productos que vender a algún alma emprendedora. Esa búsqueda del saber en el mundo real es el hilo que guía Glup: Aventuras en el canal alimentario (Critica, 2014), de Mary Roach, una de las periodistas de ciencia más divertidas del mundo, que antes de este libro había escrito penetrantes reportajes sobre la investigación sexual (Entre piernas, Global Rhythm, 2012) y el destino médico de los cadáveres (Fiambres, Global Rhythm, 2007). El recorrido que emprende de la boca al recto haría pensar que estamos ante otra versión del libro de Enders, pero nada más alejado de la realidad. Si bien Roach describe, con fortuna, el paso de la comida a través de nuestro cuerpo, el auténtico tema de este libro son los seres humanos detrás de ese conocimiento: qué los mueve, qué han encontrado, con qué malditos procedimientos llegaron a saber eso y cuántas cosas faltan por indagar todavía.

Roach entrevista a eruditos de la saliva y estudiosos de la masticación, pero probablemente sean los científicos de flatulencias quienes formen el contingente más llamativo del libro, junto a sus extravagantes experimentos. En nuestros días se puede determinar la producción de gases gracias a una toma de aliento, pero hasta hace algunas décadas los voluntarios tenían que pasearse en batas de hospital, con un tubo que salía de las nalgas, rodeaba el cuerpo y llegaba a un globo. En otros casos, se pedía al sujeto anotar los detalles de cada “episodio”, lo que daba lugar a muchas imprecisiones, porque la gente reseña sus pedos bajo criterios muy distintos. Con todo, aquellos exámenes eran un avance respecto a los que, a principios del siglo XIX, hacía François Magendie con cadáveres de reos recién decapitados a los que la última cena les estaba haciendo apenas digestión.

“La popularidad del váter obedece a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas, leer.”

Michael Levitt, para traer a la mesa un ejemplo reciente, no era el alumno más brillante de su generación, pero consiguió volverse una autoridad científica al dedicarse a un tema que nadie quería aceptar: el estudio de los gases rectales nocivos. Entre sus logros más relevantes se encuentran la publicación de una treintena de artículos arbitrados sobre ventosidades, haber identificado los tres gases de azufre que le proporcionan al flato su pestilencia característica y, sobre todo, haberse empeñado en encontrar el santo grial –la ropa interior que atrapara los malos olores– que habría hecho feliz al roomie de Laura Sofía Rivero. A la pregunta de si había sido difícil reclutar voluntarios, Levitt responde que lo auténticamente complicado fue enlistar “jueces”, gente que evaluara la nocividad –en una escala que iba de “olor nulo” a “muy repulsivo”– de lo producido por los participantes.

La variedad de olores que expulsan las personas dentro y fuera del baño –“tan característicos como una huella dactilar”, explica el investigador Alan Kligerman, otro experto en la materia– hace complicado el desarrollo de un material que neutralice por completo el hedor. Las pruebas resultaron positivas para el carbón activado, si uno llevaba todo el tiempo un traje de astronauta, pero eran completamente inútiles si quería ir por la vida con ropa común y corriente. Una investigación paralela trataba de probar la eficacia de las cápsulas de bismuto, un “desodorante interno” que las revistas se negaban a publicitar, aterradas de llevar en sus páginas expresiones como “flatulencias pestilentes” o “deposición”. El producto, que parecía bueno, no era muy popular no solo por el veto de las publicaciones sino porque, en palabras de Kligerman, “al hablar con la gente y escarbar en el quid de la cuestión, nunca me he encontrado a nadie que, en su fuero interno, muestre objeción alguna hacia los olores corporales propios”. Montaigne siempre tuvo la razón y, según concluye Roach, la estrategia más sencilla para enfrentarse al problema de la fetidez rectal es simplemente obviar el tema.

Glup no se limita a recopilar curiosidades, sino que, en su revisión exhaustiva de investigaciones pasadas y presentes, permite al lector entender que el conocimiento del cuerpo humano lleva su tiempo y lo capacita, además, para identificar viejas ideas en costumbres nuevas. La creencia de principios del siglo XX de que era necesario expulsar los desechos lo más pronto posible para que el cuerpo no se “autoenvenenara” tiene, visto en perspectiva, conexiones con la popularidad de la ingesta de fibra durante la década de los noventa y las dietas de “desintoxicación” del siglo XXI. ¿Qué hay de cierto en todo ello? Roach aporta datos que nos hacen pensarlo dos veces antes de adoptar cualquier doctrina que alguien te venda como “saludable”.

Hay otros libros que, por su tema, merecerían estar en esta lista de lecturas para el baño, como La mayor necesidad: Un paseo por las alcantarillas del mundo (Turner, 2008), de la también periodista Rose George, que no he incluido por temor a que los lectores sientan culpa pequeñoburguesa cada vez que bajen la palanca del inodoro. Sin embargo, hay una observación de dicho libro con la que me gustaría cerrar esta reseña. Rose recoge la afirmación de numerosos expertos del saneamiento público respecto a que el inodoro es el barómetro de la civilización. La forma en que una sociedad se deshace de sus excrementos indica cuál es el trato que le da a los humanos. Y todo comienza con las palabras. Así como no se puede abordar el sida sin hablar con franqueza acerca del sexo, le dice un activista de Nepal a Rose George, no se puede mejorar el saneamiento de las ciudades sin hablar abiertamente acerca de la mierda. Cada libro aquí mencionado es una buena manera de iniciar esa conversación, sentados en el baño.

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Tiempo de Lectura: 00 min

Lo mejor de estos tres libros (un ensayo personal, otro de divulgación científica y uno más de periodismo) es que no fueron escritos por poetas malditos que ven en la caca, los pedos y los orines una bandera para la transgresión. En cambio, estos títulos prefieren explicar las heces, nuestras ganas de ocultarlas y también reseñan varios estudios acerca de esta materia, la fecal.

Al igual que a miles de personas, me encanta leer en el baño. Y lo digo a pesar de que, como sociedad, fingimos que tal costumbre no existe. Ninguna estrategia de lectura o de promoción de un libro, hasta el momento, se ha enfocado en las ventajas de la luz que cae sobre el retrete y rara vez los lectores experimentados les transmiten a los más jóvenes consejos prácticos sobre cómo aliviar el entumecimiento de piernas, si uno está muy picado en una novela. Sin embargo, la realidad del lector es esa: nos encanta estar en el baño y, cuando uno lo piensa mejor, descubre que el cuento más emblemático acerca del acto de leer –“Continuidad de los parques” de Julio Cortázar– sería doblemente terrorífico si terminara con el asesino a punto de sorprender a su víctima sentada en el inodoro.

En días recientes, en varias de esas idas al baño, me eché tres títulos que coincidentemente tratan sobre desechos humanos –tema inagotable, si me preguntan, porque admite enfoques históricos, sociológicos, arquitectónicos, fisiológicos y literarios–. Ya sea desde el ensayo personal, la divulgación científica o el periodismo, los tres libros en cuestión disertan sobre las ansias de nuestras sociedades por ocultar la acción misma de defecar, la composición material de las heces, los procesos fisiológicos que arrojan tanta mierda al mundo y el empeño con que algunas mentes privilegiadas, y con presupuesto, han convertido todo eso en materia de estudio. Lo mejor es que los tres fueron escritos por autoras que –a diferencia de algunos poetas malditos– no ven en la caca, los pedos y los orines una bandera a la mano para la transgresión, sino que han preferido devolver a las deposiciones su carácter cotidiano, universal e inseparable de muchas otras acciones humanas.

“¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?”

Como puede constatar cualquiera que se adentre en sus Ensayos –cuyas ediciones son un poco incómodas para llevar al baño, dicho sea de paso–, el padre del género, Michel de Montaigne (1533-1592), dedicó bellísimas páginas a sus problemas con una piedra que no lo dejaba orinar en paz y habló, sin mucho pudor, de orinales ajenos o de la extendida costumbre que tienen las personas de sentirse a gusto con los malos olores salidos de su cuerpo. Pero más revelador que eso: comparó cierta vez sus propios escritos con “los excrementos de un viejo espíritu, a veces duros, a veces blandos, y siempre indigestos”, de modo que el tipo de literatura que estaba creando –una revolucionaria mezcla de reflexión, erudición y confidencia– tenía más cosas en común con el acto de evacuar que lo que muchos profesores –y otras personas que te encargan ensayos– estarían dispuestos a reconocer.

Fiel a esa tradición, Laura Sofía Rivero ha querido reencaminar el ensayo a su veta escatológica, libre y autoexploratoria, no sólo como recurso sino como tema, en Dios tiene tripas: Meditaciones sobre nuestros desechos (Tierra Adentro-FCE, 2021), un conjunto de agudas observaciones acerca de los hábitos y vergüenzas alrededor del excremento, la orina, las flatulencias y otros elementos que ni siquiera nos atrevemos a considerar partes del cuerpo. Rivero pone el foco en símbolos, objetos, dilemas cotidianos y personajes históricos para ejemplificar cómo las evacuaciones se conectan repetidamente con la vida pública, a pesar de nuestros vanos intentos por mantenerlas en secreto, encerradas en el baño.

La autora de este libro se mueve, con elegante soltura, entre el comentario irónico y los referentes culturales sin abandonar nunca la primera persona. Habla del diarreico Thomas Jefferson o de la mitología alrededor de la creación del jabón, pero también de sus propias visitas al médico y de la manera en que fisgonea en el baño ajeno, esperanzada en que aquel conjunto de champús, enjuagues y cremas antiarrugas ofrezca pistas sobre el dueño de la casa. En la que tal vez sea una de las disertaciones más agudas de su libro, Rivero se pregunta sobre nuestra relación con el papel higiénico, al que hemos entronizado como el producto que más rápido se agota durante las compras de pánico, incluso si no es verdaderamente un artículo de primera necesidad. ¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?

Rivero aporta interesantes datos sobre nuestras costumbres higiénicas –algunos espeluznantes, como el porcentaje altísimo de mexicanos que no se sabe lavar las manos–, pero sobre todo deja en el camino inteligentes preguntas acerca de una sociedad que quiere lidiar con una producción casi infinita de desechos sin liberarlos del tabú. Y acaso sean el lenguaje y su cúmulo de eufemismos para decir que vas al baño –en los que hay lugar para el guiño filosófico, como “voy a pasar de lo abstracto a lo concreto”, o inmobiliario, como “voy a desalojar al inquilino”–, el ejemplo idóneo de esa contradicción. Precisamente porque la naturalidad del acto comienza por el lenguaje, Rivero opta por una prosa transparente y desinhibida, que transita con facilidad de los cuestionamientos sobre la publicidad de los productos sanitarios a la historia de un compañero de departamento con problemas de gases y cuyo mayor sueño era que alguien inventara una “cobija neutralizadora de flatulencias”.

“La variedad de olores que expulsan las personas en el baño son tan característicos como una huella dactilar.”

Para la autora, el género ensayístico permite deshacernos de la idea de que “pensar es la palabra sinónima de investigar con pudor, de opinar con decoro”, para dar paso a una “escritura impúdica” donde la gente pueda “mostrar sus cavilaciones sin recato”. La confianza que Rivero deposita en el ensayo puede despertar la suspicacia de algunos lectores estreñidos, pero la manera en que concilia su voz personal con el camino abierto por sus admirados Quevedo, Swift, Montaigne, Aristófanes y muchos otros a los que agradece al final del libro, debería convencernos de oponer menos resistencia y, en vez de eso, dejarnos llevar. Como lectura de baño es extraordinaria y quizá por eso Tierra Adentro decidió diseñar Dios tiene tripas con un tamaño de letra que compite con las diminutas instrucciones del champú, exactamente el tipo de textos que uno lee cuando se ha olvidado de meter un libro. Es, sobra decirlo, el único pero que le pongo al volumen.

Con similar atrevimiento, sentido del humor y claridad explicativa, Giulia Enders aborda el mismo tema amparada en sus credenciales de doctora del Instituto de Microbiología de Frankfurt, pero sobre todo mostrándose como una apasionada del colon, una fascinación que nació con el ano, pero se fue extendiendo a todo el tracto intestinal, según confesó en una popular Ted Talk titulada “La increíble y entrañable ciencia de tus intestinos”. Los miles de ejemplares que llegó a vender de La digestión es la cuestión (Urano, 2015) demostraron que había muchísimas personas, al igual que ella, interesadas en sus propias tripas, no solo por motivos de salud, sino por una genuina curiosidad por “el órgano más infravalorado del cuerpo humano” que, sin embargo, es central para “organizar nuestro mundo interior”.

El libro –profusamente ilustrado por su hermana Jill– coloca nuestras evacuaciones dentro de un complejo proceso que la autora no duda en calificar de “obra maestra” y que, a mi parecer, podría servir de ejemplo a tantas empresas con problemas de comunicación interna. Para irnos directo al grano: dos esfínteres, uno a voluntad y otro inconsciente, trabajan juntos, y a pocos centímetros de distancia, para dejar salir los desechos. “Cuando los restos de nuestra digestión llegan al esfínter interno”, explica Enders, “este se abre por un mero acto reflejo. Pero no lo suelta todo hacia su compañero, el esfínter externo, sino que de entrada solo le envía un bocado de prueba. En el espacio entre el esfínter interno y el externo hay situadas varias células sensoras [que] analizan el producto entregado para comprobar si es sólido o gaseoso y remiten la información al cerebro.” Una vez recibido el reporte, el cerebro buscará a toda prisa reconocer su entorno, a través de los ojos y los oídos, en vista de que el ser humano no solo responde a sus necesidades sino también al contrato social. En caso de que el sujeto en cuestión no se encuentre en el baño sino, pongamos un caso, en la entrega de diplomas de una maestría, el cerebro podrá sugerirle al esfínter externo dejar salir un gas silencioso y mantener el resto en resguardo. Poco más adelante, el esfínter interno volverá a intentar la operación, esperando el momento apropiado para cumplir su cometido.

La forma en que deyectamos no es el único asunto que le preocupa a Enders, quien expone en su libro la entrada de alimentos por la boca, el viaje por el esófago, el papel de los jugos gástricos y el minucioso trabajo del intestino delgado por absorber nutrientes y pasar el resto al intestino grueso. Pero si nos limitamos al tema de esta reseña, tiene mucho que decir incluso sobre el paquete que hemos dejado salir. El capítulo dedicado a la materialidad de las heces –a su aspecto, composición y colores– invita al lector a ser curioso con las cosas que expulsa (más curioso, quiero decir, porque de todos modos a la gente le gusta contemplar sus desechos, quién sabe por qué). A diferencia de las dos categorías analíticas que yo conocía hasta el momento –a) “Todo indica que soy el hombre más saludable de la comarca”, b) “Dios mío, creo que me voy a morir”–, resulta que existen SIETE consistencias distintas de las heces, de acuerdo con la escala de Bristol, un sistema que existe desde 1997. A saber: tipo 1 (trozos duros, separados, como nueces, que pasan con dificultad), tipo 2 (con forma de salchicha grumosa), tipo 3 (forma de salchicha, con grietas en la superficie), tipo 4 (forma de serpiente, lisa y suave), tipo 5 (bolas suaves con bordes definidos), tipo 6 (trozos blandos y esponjosos con bordes irregulares y pastosos) y tipo 7 (totalmente líquido). En fin, que ni los inuit han tenido tantas maneras para describir la nieve.

Uno de los apartados más reveladores del trabajo de Enders está dedicado a descubrir cuál es la posición idónea para hacer del baño, de acuerdo con las más recientes investigaciones científicas. Un médico israelí, nos cuenta el libro, se tomó la molestia de examinar, cronómetro en mano, la evacuación de una treintena de voluntarios en tres posturas diferentes: sentados en un inodoro normal, agachados en un inodoro pequeño y de cuclillas al aire libre. Los resultados arrojaron que las cuclillas eran la mejor de las tres opciones, porque “nuestro aparato de oclusión intestinal no está concebido para abrir totalmente la escotilla mientras el sujeto está sentado”. ¿Qué conclusión sacamos de esto? Que la popularidad del váter obedece tanto a una falsa idea de clase (por algo será que se le conoce comúnmente como el “trono”) como a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas leer. Entre la eficiencia y “pasar el rato”, en Occidente triunfó “pasar el rato”.

Mucha gente suele desaprobar las investigaciones como la de aquel médico israelí, convencida de que la ciencia solo debería enfocarse en la cura contra el cáncer y en la respuesta al cambio climático. Lo cierto es que la curiosidad humana siempre está haciéndose preguntas y, a veces, ideando nuevos productos que vender a algún alma emprendedora. Esa búsqueda del saber en el mundo real es el hilo que guía Glup: Aventuras en el canal alimentario (Critica, 2014), de Mary Roach, una de las periodistas de ciencia más divertidas del mundo, que antes de este libro había escrito penetrantes reportajes sobre la investigación sexual (Entre piernas, Global Rhythm, 2012) y el destino médico de los cadáveres (Fiambres, Global Rhythm, 2007). El recorrido que emprende de la boca al recto haría pensar que estamos ante otra versión del libro de Enders, pero nada más alejado de la realidad. Si bien Roach describe, con fortuna, el paso de la comida a través de nuestro cuerpo, el auténtico tema de este libro son los seres humanos detrás de ese conocimiento: qué los mueve, qué han encontrado, con qué malditos procedimientos llegaron a saber eso y cuántas cosas faltan por indagar todavía.

Roach entrevista a eruditos de la saliva y estudiosos de la masticación, pero probablemente sean los científicos de flatulencias quienes formen el contingente más llamativo del libro, junto a sus extravagantes experimentos. En nuestros días se puede determinar la producción de gases gracias a una toma de aliento, pero hasta hace algunas décadas los voluntarios tenían que pasearse en batas de hospital, con un tubo que salía de las nalgas, rodeaba el cuerpo y llegaba a un globo. En otros casos, se pedía al sujeto anotar los detalles de cada “episodio”, lo que daba lugar a muchas imprecisiones, porque la gente reseña sus pedos bajo criterios muy distintos. Con todo, aquellos exámenes eran un avance respecto a los que, a principios del siglo XIX, hacía François Magendie con cadáveres de reos recién decapitados a los que la última cena les estaba haciendo apenas digestión.

“La popularidad del váter obedece a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas, leer.”

Michael Levitt, para traer a la mesa un ejemplo reciente, no era el alumno más brillante de su generación, pero consiguió volverse una autoridad científica al dedicarse a un tema que nadie quería aceptar: el estudio de los gases rectales nocivos. Entre sus logros más relevantes se encuentran la publicación de una treintena de artículos arbitrados sobre ventosidades, haber identificado los tres gases de azufre que le proporcionan al flato su pestilencia característica y, sobre todo, haberse empeñado en encontrar el santo grial –la ropa interior que atrapara los malos olores– que habría hecho feliz al roomie de Laura Sofía Rivero. A la pregunta de si había sido difícil reclutar voluntarios, Levitt responde que lo auténticamente complicado fue enlistar “jueces”, gente que evaluara la nocividad –en una escala que iba de “olor nulo” a “muy repulsivo”– de lo producido por los participantes.

La variedad de olores que expulsan las personas dentro y fuera del baño –“tan característicos como una huella dactilar”, explica el investigador Alan Kligerman, otro experto en la materia– hace complicado el desarrollo de un material que neutralice por completo el hedor. Las pruebas resultaron positivas para el carbón activado, si uno llevaba todo el tiempo un traje de astronauta, pero eran completamente inútiles si quería ir por la vida con ropa común y corriente. Una investigación paralela trataba de probar la eficacia de las cápsulas de bismuto, un “desodorante interno” que las revistas se negaban a publicitar, aterradas de llevar en sus páginas expresiones como “flatulencias pestilentes” o “deposición”. El producto, que parecía bueno, no era muy popular no solo por el veto de las publicaciones sino porque, en palabras de Kligerman, “al hablar con la gente y escarbar en el quid de la cuestión, nunca me he encontrado a nadie que, en su fuero interno, muestre objeción alguna hacia los olores corporales propios”. Montaigne siempre tuvo la razón y, según concluye Roach, la estrategia más sencilla para enfrentarse al problema de la fetidez rectal es simplemente obviar el tema.

Glup no se limita a recopilar curiosidades, sino que, en su revisión exhaustiva de investigaciones pasadas y presentes, permite al lector entender que el conocimiento del cuerpo humano lleva su tiempo y lo capacita, además, para identificar viejas ideas en costumbres nuevas. La creencia de principios del siglo XX de que era necesario expulsar los desechos lo más pronto posible para que el cuerpo no se “autoenvenenara” tiene, visto en perspectiva, conexiones con la popularidad de la ingesta de fibra durante la década de los noventa y las dietas de “desintoxicación” del siglo XXI. ¿Qué hay de cierto en todo ello? Roach aporta datos que nos hacen pensarlo dos veces antes de adoptar cualquier doctrina que alguien te venda como “saludable”.

Hay otros libros que, por su tema, merecerían estar en esta lista de lecturas para el baño, como La mayor necesidad: Un paseo por las alcantarillas del mundo (Turner, 2008), de la también periodista Rose George, que no he incluido por temor a que los lectores sientan culpa pequeñoburguesa cada vez que bajen la palanca del inodoro. Sin embargo, hay una observación de dicho libro con la que me gustaría cerrar esta reseña. Rose recoge la afirmación de numerosos expertos del saneamiento público respecto a que el inodoro es el barómetro de la civilización. La forma en que una sociedad se deshace de sus excrementos indica cuál es el trato que le da a los humanos. Y todo comienza con las palabras. Así como no se puede abordar el sida sin hablar con franqueza acerca del sexo, le dice un activista de Nepal a Rose George, no se puede mejorar el saneamiento de las ciudades sin hablar abiertamente acerca de la mierda. Cada libro aquí mencionado es una buena manera de iniciar esa conversación, sentados en el baño.

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Libros para leer en el baño (que hablan sobre hacer del baño)

Libros para leer en el baño (que hablan sobre hacer del baño)

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Lo mejor de estos tres libros (un ensayo personal, otro de divulgación científica y uno más de periodismo) es que no fueron escritos por poetas malditos que ven en la caca, los pedos y los orines una bandera para la transgresión. En cambio, estos títulos prefieren explicar las heces, nuestras ganas de ocultarlas y también reseñan varios estudios acerca de esta materia, la fecal.

Al igual que a miles de personas, me encanta leer en el baño. Y lo digo a pesar de que, como sociedad, fingimos que tal costumbre no existe. Ninguna estrategia de lectura o de promoción de un libro, hasta el momento, se ha enfocado en las ventajas de la luz que cae sobre el retrete y rara vez los lectores experimentados les transmiten a los más jóvenes consejos prácticos sobre cómo aliviar el entumecimiento de piernas, si uno está muy picado en una novela. Sin embargo, la realidad del lector es esa: nos encanta estar en el baño y, cuando uno lo piensa mejor, descubre que el cuento más emblemático acerca del acto de leer –“Continuidad de los parques” de Julio Cortázar– sería doblemente terrorífico si terminara con el asesino a punto de sorprender a su víctima sentada en el inodoro.

En días recientes, en varias de esas idas al baño, me eché tres títulos que coincidentemente tratan sobre desechos humanos –tema inagotable, si me preguntan, porque admite enfoques históricos, sociológicos, arquitectónicos, fisiológicos y literarios–. Ya sea desde el ensayo personal, la divulgación científica o el periodismo, los tres libros en cuestión disertan sobre las ansias de nuestras sociedades por ocultar la acción misma de defecar, la composición material de las heces, los procesos fisiológicos que arrojan tanta mierda al mundo y el empeño con que algunas mentes privilegiadas, y con presupuesto, han convertido todo eso en materia de estudio. Lo mejor es que los tres fueron escritos por autoras que –a diferencia de algunos poetas malditos– no ven en la caca, los pedos y los orines una bandera a la mano para la transgresión, sino que han preferido devolver a las deposiciones su carácter cotidiano, universal e inseparable de muchas otras acciones humanas.

“¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?”

Como puede constatar cualquiera que se adentre en sus Ensayos –cuyas ediciones son un poco incómodas para llevar al baño, dicho sea de paso–, el padre del género, Michel de Montaigne (1533-1592), dedicó bellísimas páginas a sus problemas con una piedra que no lo dejaba orinar en paz y habló, sin mucho pudor, de orinales ajenos o de la extendida costumbre que tienen las personas de sentirse a gusto con los malos olores salidos de su cuerpo. Pero más revelador que eso: comparó cierta vez sus propios escritos con “los excrementos de un viejo espíritu, a veces duros, a veces blandos, y siempre indigestos”, de modo que el tipo de literatura que estaba creando –una revolucionaria mezcla de reflexión, erudición y confidencia– tenía más cosas en común con el acto de evacuar que lo que muchos profesores –y otras personas que te encargan ensayos– estarían dispuestos a reconocer.

Fiel a esa tradición, Laura Sofía Rivero ha querido reencaminar el ensayo a su veta escatológica, libre y autoexploratoria, no sólo como recurso sino como tema, en Dios tiene tripas: Meditaciones sobre nuestros desechos (Tierra Adentro-FCE, 2021), un conjunto de agudas observaciones acerca de los hábitos y vergüenzas alrededor del excremento, la orina, las flatulencias y otros elementos que ni siquiera nos atrevemos a considerar partes del cuerpo. Rivero pone el foco en símbolos, objetos, dilemas cotidianos y personajes históricos para ejemplificar cómo las evacuaciones se conectan repetidamente con la vida pública, a pesar de nuestros vanos intentos por mantenerlas en secreto, encerradas en el baño.

La autora de este libro se mueve, con elegante soltura, entre el comentario irónico y los referentes culturales sin abandonar nunca la primera persona. Habla del diarreico Thomas Jefferson o de la mitología alrededor de la creación del jabón, pero también de sus propias visitas al médico y de la manera en que fisgonea en el baño ajeno, esperanzada en que aquel conjunto de champús, enjuagues y cremas antiarrugas ofrezca pistas sobre el dueño de la casa. En la que tal vez sea una de las disertaciones más agudas de su libro, Rivero se pregunta sobre nuestra relación con el papel higiénico, al que hemos entronizado como el producto que más rápido se agota durante las compras de pánico, incluso si no es verdaderamente un artículo de primera necesidad. ¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?

Rivero aporta interesantes datos sobre nuestras costumbres higiénicas –algunos espeluznantes, como el porcentaje altísimo de mexicanos que no se sabe lavar las manos–, pero sobre todo deja en el camino inteligentes preguntas acerca de una sociedad que quiere lidiar con una producción casi infinita de desechos sin liberarlos del tabú. Y acaso sean el lenguaje y su cúmulo de eufemismos para decir que vas al baño –en los que hay lugar para el guiño filosófico, como “voy a pasar de lo abstracto a lo concreto”, o inmobiliario, como “voy a desalojar al inquilino”–, el ejemplo idóneo de esa contradicción. Precisamente porque la naturalidad del acto comienza por el lenguaje, Rivero opta por una prosa transparente y desinhibida, que transita con facilidad de los cuestionamientos sobre la publicidad de los productos sanitarios a la historia de un compañero de departamento con problemas de gases y cuyo mayor sueño era que alguien inventara una “cobija neutralizadora de flatulencias”.

“La variedad de olores que expulsan las personas en el baño son tan característicos como una huella dactilar.”

Para la autora, el género ensayístico permite deshacernos de la idea de que “pensar es la palabra sinónima de investigar con pudor, de opinar con decoro”, para dar paso a una “escritura impúdica” donde la gente pueda “mostrar sus cavilaciones sin recato”. La confianza que Rivero deposita en el ensayo puede despertar la suspicacia de algunos lectores estreñidos, pero la manera en que concilia su voz personal con el camino abierto por sus admirados Quevedo, Swift, Montaigne, Aristófanes y muchos otros a los que agradece al final del libro, debería convencernos de oponer menos resistencia y, en vez de eso, dejarnos llevar. Como lectura de baño es extraordinaria y quizá por eso Tierra Adentro decidió diseñar Dios tiene tripas con un tamaño de letra que compite con las diminutas instrucciones del champú, exactamente el tipo de textos que uno lee cuando se ha olvidado de meter un libro. Es, sobra decirlo, el único pero que le pongo al volumen.

Con similar atrevimiento, sentido del humor y claridad explicativa, Giulia Enders aborda el mismo tema amparada en sus credenciales de doctora del Instituto de Microbiología de Frankfurt, pero sobre todo mostrándose como una apasionada del colon, una fascinación que nació con el ano, pero se fue extendiendo a todo el tracto intestinal, según confesó en una popular Ted Talk titulada “La increíble y entrañable ciencia de tus intestinos”. Los miles de ejemplares que llegó a vender de La digestión es la cuestión (Urano, 2015) demostraron que había muchísimas personas, al igual que ella, interesadas en sus propias tripas, no solo por motivos de salud, sino por una genuina curiosidad por “el órgano más infravalorado del cuerpo humano” que, sin embargo, es central para “organizar nuestro mundo interior”.

El libro –profusamente ilustrado por su hermana Jill– coloca nuestras evacuaciones dentro de un complejo proceso que la autora no duda en calificar de “obra maestra” y que, a mi parecer, podría servir de ejemplo a tantas empresas con problemas de comunicación interna. Para irnos directo al grano: dos esfínteres, uno a voluntad y otro inconsciente, trabajan juntos, y a pocos centímetros de distancia, para dejar salir los desechos. “Cuando los restos de nuestra digestión llegan al esfínter interno”, explica Enders, “este se abre por un mero acto reflejo. Pero no lo suelta todo hacia su compañero, el esfínter externo, sino que de entrada solo le envía un bocado de prueba. En el espacio entre el esfínter interno y el externo hay situadas varias células sensoras [que] analizan el producto entregado para comprobar si es sólido o gaseoso y remiten la información al cerebro.” Una vez recibido el reporte, el cerebro buscará a toda prisa reconocer su entorno, a través de los ojos y los oídos, en vista de que el ser humano no solo responde a sus necesidades sino también al contrato social. En caso de que el sujeto en cuestión no se encuentre en el baño sino, pongamos un caso, en la entrega de diplomas de una maestría, el cerebro podrá sugerirle al esfínter externo dejar salir un gas silencioso y mantener el resto en resguardo. Poco más adelante, el esfínter interno volverá a intentar la operación, esperando el momento apropiado para cumplir su cometido.

La forma en que deyectamos no es el único asunto que le preocupa a Enders, quien expone en su libro la entrada de alimentos por la boca, el viaje por el esófago, el papel de los jugos gástricos y el minucioso trabajo del intestino delgado por absorber nutrientes y pasar el resto al intestino grueso. Pero si nos limitamos al tema de esta reseña, tiene mucho que decir incluso sobre el paquete que hemos dejado salir. El capítulo dedicado a la materialidad de las heces –a su aspecto, composición y colores– invita al lector a ser curioso con las cosas que expulsa (más curioso, quiero decir, porque de todos modos a la gente le gusta contemplar sus desechos, quién sabe por qué). A diferencia de las dos categorías analíticas que yo conocía hasta el momento –a) “Todo indica que soy el hombre más saludable de la comarca”, b) “Dios mío, creo que me voy a morir”–, resulta que existen SIETE consistencias distintas de las heces, de acuerdo con la escala de Bristol, un sistema que existe desde 1997. A saber: tipo 1 (trozos duros, separados, como nueces, que pasan con dificultad), tipo 2 (con forma de salchicha grumosa), tipo 3 (forma de salchicha, con grietas en la superficie), tipo 4 (forma de serpiente, lisa y suave), tipo 5 (bolas suaves con bordes definidos), tipo 6 (trozos blandos y esponjosos con bordes irregulares y pastosos) y tipo 7 (totalmente líquido). En fin, que ni los inuit han tenido tantas maneras para describir la nieve.

Uno de los apartados más reveladores del trabajo de Enders está dedicado a descubrir cuál es la posición idónea para hacer del baño, de acuerdo con las más recientes investigaciones científicas. Un médico israelí, nos cuenta el libro, se tomó la molestia de examinar, cronómetro en mano, la evacuación de una treintena de voluntarios en tres posturas diferentes: sentados en un inodoro normal, agachados en un inodoro pequeño y de cuclillas al aire libre. Los resultados arrojaron que las cuclillas eran la mejor de las tres opciones, porque “nuestro aparato de oclusión intestinal no está concebido para abrir totalmente la escotilla mientras el sujeto está sentado”. ¿Qué conclusión sacamos de esto? Que la popularidad del váter obedece tanto a una falsa idea de clase (por algo será que se le conoce comúnmente como el “trono”) como a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas leer. Entre la eficiencia y “pasar el rato”, en Occidente triunfó “pasar el rato”.

Mucha gente suele desaprobar las investigaciones como la de aquel médico israelí, convencida de que la ciencia solo debería enfocarse en la cura contra el cáncer y en la respuesta al cambio climático. Lo cierto es que la curiosidad humana siempre está haciéndose preguntas y, a veces, ideando nuevos productos que vender a algún alma emprendedora. Esa búsqueda del saber en el mundo real es el hilo que guía Glup: Aventuras en el canal alimentario (Critica, 2014), de Mary Roach, una de las periodistas de ciencia más divertidas del mundo, que antes de este libro había escrito penetrantes reportajes sobre la investigación sexual (Entre piernas, Global Rhythm, 2012) y el destino médico de los cadáveres (Fiambres, Global Rhythm, 2007). El recorrido que emprende de la boca al recto haría pensar que estamos ante otra versión del libro de Enders, pero nada más alejado de la realidad. Si bien Roach describe, con fortuna, el paso de la comida a través de nuestro cuerpo, el auténtico tema de este libro son los seres humanos detrás de ese conocimiento: qué los mueve, qué han encontrado, con qué malditos procedimientos llegaron a saber eso y cuántas cosas faltan por indagar todavía.

Roach entrevista a eruditos de la saliva y estudiosos de la masticación, pero probablemente sean los científicos de flatulencias quienes formen el contingente más llamativo del libro, junto a sus extravagantes experimentos. En nuestros días se puede determinar la producción de gases gracias a una toma de aliento, pero hasta hace algunas décadas los voluntarios tenían que pasearse en batas de hospital, con un tubo que salía de las nalgas, rodeaba el cuerpo y llegaba a un globo. En otros casos, se pedía al sujeto anotar los detalles de cada “episodio”, lo que daba lugar a muchas imprecisiones, porque la gente reseña sus pedos bajo criterios muy distintos. Con todo, aquellos exámenes eran un avance respecto a los que, a principios del siglo XIX, hacía François Magendie con cadáveres de reos recién decapitados a los que la última cena les estaba haciendo apenas digestión.

“La popularidad del váter obedece a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas, leer.”

Michael Levitt, para traer a la mesa un ejemplo reciente, no era el alumno más brillante de su generación, pero consiguió volverse una autoridad científica al dedicarse a un tema que nadie quería aceptar: el estudio de los gases rectales nocivos. Entre sus logros más relevantes se encuentran la publicación de una treintena de artículos arbitrados sobre ventosidades, haber identificado los tres gases de azufre que le proporcionan al flato su pestilencia característica y, sobre todo, haberse empeñado en encontrar el santo grial –la ropa interior que atrapara los malos olores– que habría hecho feliz al roomie de Laura Sofía Rivero. A la pregunta de si había sido difícil reclutar voluntarios, Levitt responde que lo auténticamente complicado fue enlistar “jueces”, gente que evaluara la nocividad –en una escala que iba de “olor nulo” a “muy repulsivo”– de lo producido por los participantes.

La variedad de olores que expulsan las personas dentro y fuera del baño –“tan característicos como una huella dactilar”, explica el investigador Alan Kligerman, otro experto en la materia– hace complicado el desarrollo de un material que neutralice por completo el hedor. Las pruebas resultaron positivas para el carbón activado, si uno llevaba todo el tiempo un traje de astronauta, pero eran completamente inútiles si quería ir por la vida con ropa común y corriente. Una investigación paralela trataba de probar la eficacia de las cápsulas de bismuto, un “desodorante interno” que las revistas se negaban a publicitar, aterradas de llevar en sus páginas expresiones como “flatulencias pestilentes” o “deposición”. El producto, que parecía bueno, no era muy popular no solo por el veto de las publicaciones sino porque, en palabras de Kligerman, “al hablar con la gente y escarbar en el quid de la cuestión, nunca me he encontrado a nadie que, en su fuero interno, muestre objeción alguna hacia los olores corporales propios”. Montaigne siempre tuvo la razón y, según concluye Roach, la estrategia más sencilla para enfrentarse al problema de la fetidez rectal es simplemente obviar el tema.

Glup no se limita a recopilar curiosidades, sino que, en su revisión exhaustiva de investigaciones pasadas y presentes, permite al lector entender que el conocimiento del cuerpo humano lleva su tiempo y lo capacita, además, para identificar viejas ideas en costumbres nuevas. La creencia de principios del siglo XX de que era necesario expulsar los desechos lo más pronto posible para que el cuerpo no se “autoenvenenara” tiene, visto en perspectiva, conexiones con la popularidad de la ingesta de fibra durante la década de los noventa y las dietas de “desintoxicación” del siglo XXI. ¿Qué hay de cierto en todo ello? Roach aporta datos que nos hacen pensarlo dos veces antes de adoptar cualquier doctrina que alguien te venda como “saludable”.

Hay otros libros que, por su tema, merecerían estar en esta lista de lecturas para el baño, como La mayor necesidad: Un paseo por las alcantarillas del mundo (Turner, 2008), de la también periodista Rose George, que no he incluido por temor a que los lectores sientan culpa pequeñoburguesa cada vez que bajen la palanca del inodoro. Sin embargo, hay una observación de dicho libro con la que me gustaría cerrar esta reseña. Rose recoge la afirmación de numerosos expertos del saneamiento público respecto a que el inodoro es el barómetro de la civilización. La forma en que una sociedad se deshace de sus excrementos indica cuál es el trato que le da a los humanos. Y todo comienza con las palabras. Así como no se puede abordar el sida sin hablar con franqueza acerca del sexo, le dice un activista de Nepal a Rose George, no se puede mejorar el saneamiento de las ciudades sin hablar abiertamente acerca de la mierda. Cada libro aquí mencionado es una buena manera de iniciar esa conversación, sentados en el baño.

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Libros para leer en el baño (que hablan sobre hacer del baño)

Libros para leer en el baño (que hablan sobre hacer del baño)

24
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2022
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Lo mejor de estos tres libros (un ensayo personal, otro de divulgación científica y uno más de periodismo) es que no fueron escritos por poetas malditos que ven en la caca, los pedos y los orines una bandera para la transgresión. En cambio, estos títulos prefieren explicar las heces, nuestras ganas de ocultarlas y también reseñan varios estudios acerca de esta materia, la fecal.

Al igual que a miles de personas, me encanta leer en el baño. Y lo digo a pesar de que, como sociedad, fingimos que tal costumbre no existe. Ninguna estrategia de lectura o de promoción de un libro, hasta el momento, se ha enfocado en las ventajas de la luz que cae sobre el retrete y rara vez los lectores experimentados les transmiten a los más jóvenes consejos prácticos sobre cómo aliviar el entumecimiento de piernas, si uno está muy picado en una novela. Sin embargo, la realidad del lector es esa: nos encanta estar en el baño y, cuando uno lo piensa mejor, descubre que el cuento más emblemático acerca del acto de leer –“Continuidad de los parques” de Julio Cortázar– sería doblemente terrorífico si terminara con el asesino a punto de sorprender a su víctima sentada en el inodoro.

En días recientes, en varias de esas idas al baño, me eché tres títulos que coincidentemente tratan sobre desechos humanos –tema inagotable, si me preguntan, porque admite enfoques históricos, sociológicos, arquitectónicos, fisiológicos y literarios–. Ya sea desde el ensayo personal, la divulgación científica o el periodismo, los tres libros en cuestión disertan sobre las ansias de nuestras sociedades por ocultar la acción misma de defecar, la composición material de las heces, los procesos fisiológicos que arrojan tanta mierda al mundo y el empeño con que algunas mentes privilegiadas, y con presupuesto, han convertido todo eso en materia de estudio. Lo mejor es que los tres fueron escritos por autoras que –a diferencia de algunos poetas malditos– no ven en la caca, los pedos y los orines una bandera a la mano para la transgresión, sino que han preferido devolver a las deposiciones su carácter cotidiano, universal e inseparable de muchas otras acciones humanas.

“¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?”

Como puede constatar cualquiera que se adentre en sus Ensayos –cuyas ediciones son un poco incómodas para llevar al baño, dicho sea de paso–, el padre del género, Michel de Montaigne (1533-1592), dedicó bellísimas páginas a sus problemas con una piedra que no lo dejaba orinar en paz y habló, sin mucho pudor, de orinales ajenos o de la extendida costumbre que tienen las personas de sentirse a gusto con los malos olores salidos de su cuerpo. Pero más revelador que eso: comparó cierta vez sus propios escritos con “los excrementos de un viejo espíritu, a veces duros, a veces blandos, y siempre indigestos”, de modo que el tipo de literatura que estaba creando –una revolucionaria mezcla de reflexión, erudición y confidencia– tenía más cosas en común con el acto de evacuar que lo que muchos profesores –y otras personas que te encargan ensayos– estarían dispuestos a reconocer.

Fiel a esa tradición, Laura Sofía Rivero ha querido reencaminar el ensayo a su veta escatológica, libre y autoexploratoria, no sólo como recurso sino como tema, en Dios tiene tripas: Meditaciones sobre nuestros desechos (Tierra Adentro-FCE, 2021), un conjunto de agudas observaciones acerca de los hábitos y vergüenzas alrededor del excremento, la orina, las flatulencias y otros elementos que ni siquiera nos atrevemos a considerar partes del cuerpo. Rivero pone el foco en símbolos, objetos, dilemas cotidianos y personajes históricos para ejemplificar cómo las evacuaciones se conectan repetidamente con la vida pública, a pesar de nuestros vanos intentos por mantenerlas en secreto, encerradas en el baño.

La autora de este libro se mueve, con elegante soltura, entre el comentario irónico y los referentes culturales sin abandonar nunca la primera persona. Habla del diarreico Thomas Jefferson o de la mitología alrededor de la creación del jabón, pero también de sus propias visitas al médico y de la manera en que fisgonea en el baño ajeno, esperanzada en que aquel conjunto de champús, enjuagues y cremas antiarrugas ofrezca pistas sobre el dueño de la casa. En la que tal vez sea una de las disertaciones más agudas de su libro, Rivero se pregunta sobre nuestra relación con el papel higiénico, al que hemos entronizado como el producto que más rápido se agota durante las compras de pánico, incluso si no es verdaderamente un artículo de primera necesidad. ¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?

Rivero aporta interesantes datos sobre nuestras costumbres higiénicas –algunos espeluznantes, como el porcentaje altísimo de mexicanos que no se sabe lavar las manos–, pero sobre todo deja en el camino inteligentes preguntas acerca de una sociedad que quiere lidiar con una producción casi infinita de desechos sin liberarlos del tabú. Y acaso sean el lenguaje y su cúmulo de eufemismos para decir que vas al baño –en los que hay lugar para el guiño filosófico, como “voy a pasar de lo abstracto a lo concreto”, o inmobiliario, como “voy a desalojar al inquilino”–, el ejemplo idóneo de esa contradicción. Precisamente porque la naturalidad del acto comienza por el lenguaje, Rivero opta por una prosa transparente y desinhibida, que transita con facilidad de los cuestionamientos sobre la publicidad de los productos sanitarios a la historia de un compañero de departamento con problemas de gases y cuyo mayor sueño era que alguien inventara una “cobija neutralizadora de flatulencias”.

“La variedad de olores que expulsan las personas en el baño son tan característicos como una huella dactilar.”

Para la autora, el género ensayístico permite deshacernos de la idea de que “pensar es la palabra sinónima de investigar con pudor, de opinar con decoro”, para dar paso a una “escritura impúdica” donde la gente pueda “mostrar sus cavilaciones sin recato”. La confianza que Rivero deposita en el ensayo puede despertar la suspicacia de algunos lectores estreñidos, pero la manera en que concilia su voz personal con el camino abierto por sus admirados Quevedo, Swift, Montaigne, Aristófanes y muchos otros a los que agradece al final del libro, debería convencernos de oponer menos resistencia y, en vez de eso, dejarnos llevar. Como lectura de baño es extraordinaria y quizá por eso Tierra Adentro decidió diseñar Dios tiene tripas con un tamaño de letra que compite con las diminutas instrucciones del champú, exactamente el tipo de textos que uno lee cuando se ha olvidado de meter un libro. Es, sobra decirlo, el único pero que le pongo al volumen.

Con similar atrevimiento, sentido del humor y claridad explicativa, Giulia Enders aborda el mismo tema amparada en sus credenciales de doctora del Instituto de Microbiología de Frankfurt, pero sobre todo mostrándose como una apasionada del colon, una fascinación que nació con el ano, pero se fue extendiendo a todo el tracto intestinal, según confesó en una popular Ted Talk titulada “La increíble y entrañable ciencia de tus intestinos”. Los miles de ejemplares que llegó a vender de La digestión es la cuestión (Urano, 2015) demostraron que había muchísimas personas, al igual que ella, interesadas en sus propias tripas, no solo por motivos de salud, sino por una genuina curiosidad por “el órgano más infravalorado del cuerpo humano” que, sin embargo, es central para “organizar nuestro mundo interior”.

El libro –profusamente ilustrado por su hermana Jill– coloca nuestras evacuaciones dentro de un complejo proceso que la autora no duda en calificar de “obra maestra” y que, a mi parecer, podría servir de ejemplo a tantas empresas con problemas de comunicación interna. Para irnos directo al grano: dos esfínteres, uno a voluntad y otro inconsciente, trabajan juntos, y a pocos centímetros de distancia, para dejar salir los desechos. “Cuando los restos de nuestra digestión llegan al esfínter interno”, explica Enders, “este se abre por un mero acto reflejo. Pero no lo suelta todo hacia su compañero, el esfínter externo, sino que de entrada solo le envía un bocado de prueba. En el espacio entre el esfínter interno y el externo hay situadas varias células sensoras [que] analizan el producto entregado para comprobar si es sólido o gaseoso y remiten la información al cerebro.” Una vez recibido el reporte, el cerebro buscará a toda prisa reconocer su entorno, a través de los ojos y los oídos, en vista de que el ser humano no solo responde a sus necesidades sino también al contrato social. En caso de que el sujeto en cuestión no se encuentre en el baño sino, pongamos un caso, en la entrega de diplomas de una maestría, el cerebro podrá sugerirle al esfínter externo dejar salir un gas silencioso y mantener el resto en resguardo. Poco más adelante, el esfínter interno volverá a intentar la operación, esperando el momento apropiado para cumplir su cometido.

La forma en que deyectamos no es el único asunto que le preocupa a Enders, quien expone en su libro la entrada de alimentos por la boca, el viaje por el esófago, el papel de los jugos gástricos y el minucioso trabajo del intestino delgado por absorber nutrientes y pasar el resto al intestino grueso. Pero si nos limitamos al tema de esta reseña, tiene mucho que decir incluso sobre el paquete que hemos dejado salir. El capítulo dedicado a la materialidad de las heces –a su aspecto, composición y colores– invita al lector a ser curioso con las cosas que expulsa (más curioso, quiero decir, porque de todos modos a la gente le gusta contemplar sus desechos, quién sabe por qué). A diferencia de las dos categorías analíticas que yo conocía hasta el momento –a) “Todo indica que soy el hombre más saludable de la comarca”, b) “Dios mío, creo que me voy a morir”–, resulta que existen SIETE consistencias distintas de las heces, de acuerdo con la escala de Bristol, un sistema que existe desde 1997. A saber: tipo 1 (trozos duros, separados, como nueces, que pasan con dificultad), tipo 2 (con forma de salchicha grumosa), tipo 3 (forma de salchicha, con grietas en la superficie), tipo 4 (forma de serpiente, lisa y suave), tipo 5 (bolas suaves con bordes definidos), tipo 6 (trozos blandos y esponjosos con bordes irregulares y pastosos) y tipo 7 (totalmente líquido). En fin, que ni los inuit han tenido tantas maneras para describir la nieve.

Uno de los apartados más reveladores del trabajo de Enders está dedicado a descubrir cuál es la posición idónea para hacer del baño, de acuerdo con las más recientes investigaciones científicas. Un médico israelí, nos cuenta el libro, se tomó la molestia de examinar, cronómetro en mano, la evacuación de una treintena de voluntarios en tres posturas diferentes: sentados en un inodoro normal, agachados en un inodoro pequeño y de cuclillas al aire libre. Los resultados arrojaron que las cuclillas eran la mejor de las tres opciones, porque “nuestro aparato de oclusión intestinal no está concebido para abrir totalmente la escotilla mientras el sujeto está sentado”. ¿Qué conclusión sacamos de esto? Que la popularidad del váter obedece tanto a una falsa idea de clase (por algo será que se le conoce comúnmente como el “trono”) como a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas leer. Entre la eficiencia y “pasar el rato”, en Occidente triunfó “pasar el rato”.

Mucha gente suele desaprobar las investigaciones como la de aquel médico israelí, convencida de que la ciencia solo debería enfocarse en la cura contra el cáncer y en la respuesta al cambio climático. Lo cierto es que la curiosidad humana siempre está haciéndose preguntas y, a veces, ideando nuevos productos que vender a algún alma emprendedora. Esa búsqueda del saber en el mundo real es el hilo que guía Glup: Aventuras en el canal alimentario (Critica, 2014), de Mary Roach, una de las periodistas de ciencia más divertidas del mundo, que antes de este libro había escrito penetrantes reportajes sobre la investigación sexual (Entre piernas, Global Rhythm, 2012) y el destino médico de los cadáveres (Fiambres, Global Rhythm, 2007). El recorrido que emprende de la boca al recto haría pensar que estamos ante otra versión del libro de Enders, pero nada más alejado de la realidad. Si bien Roach describe, con fortuna, el paso de la comida a través de nuestro cuerpo, el auténtico tema de este libro son los seres humanos detrás de ese conocimiento: qué los mueve, qué han encontrado, con qué malditos procedimientos llegaron a saber eso y cuántas cosas faltan por indagar todavía.

Roach entrevista a eruditos de la saliva y estudiosos de la masticación, pero probablemente sean los científicos de flatulencias quienes formen el contingente más llamativo del libro, junto a sus extravagantes experimentos. En nuestros días se puede determinar la producción de gases gracias a una toma de aliento, pero hasta hace algunas décadas los voluntarios tenían que pasearse en batas de hospital, con un tubo que salía de las nalgas, rodeaba el cuerpo y llegaba a un globo. En otros casos, se pedía al sujeto anotar los detalles de cada “episodio”, lo que daba lugar a muchas imprecisiones, porque la gente reseña sus pedos bajo criterios muy distintos. Con todo, aquellos exámenes eran un avance respecto a los que, a principios del siglo XIX, hacía François Magendie con cadáveres de reos recién decapitados a los que la última cena les estaba haciendo apenas digestión.

“La popularidad del váter obedece a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas, leer.”

Michael Levitt, para traer a la mesa un ejemplo reciente, no era el alumno más brillante de su generación, pero consiguió volverse una autoridad científica al dedicarse a un tema que nadie quería aceptar: el estudio de los gases rectales nocivos. Entre sus logros más relevantes se encuentran la publicación de una treintena de artículos arbitrados sobre ventosidades, haber identificado los tres gases de azufre que le proporcionan al flato su pestilencia característica y, sobre todo, haberse empeñado en encontrar el santo grial –la ropa interior que atrapara los malos olores– que habría hecho feliz al roomie de Laura Sofía Rivero. A la pregunta de si había sido difícil reclutar voluntarios, Levitt responde que lo auténticamente complicado fue enlistar “jueces”, gente que evaluara la nocividad –en una escala que iba de “olor nulo” a “muy repulsivo”– de lo producido por los participantes.

La variedad de olores que expulsan las personas dentro y fuera del baño –“tan característicos como una huella dactilar”, explica el investigador Alan Kligerman, otro experto en la materia– hace complicado el desarrollo de un material que neutralice por completo el hedor. Las pruebas resultaron positivas para el carbón activado, si uno llevaba todo el tiempo un traje de astronauta, pero eran completamente inútiles si quería ir por la vida con ropa común y corriente. Una investigación paralela trataba de probar la eficacia de las cápsulas de bismuto, un “desodorante interno” que las revistas se negaban a publicitar, aterradas de llevar en sus páginas expresiones como “flatulencias pestilentes” o “deposición”. El producto, que parecía bueno, no era muy popular no solo por el veto de las publicaciones sino porque, en palabras de Kligerman, “al hablar con la gente y escarbar en el quid de la cuestión, nunca me he encontrado a nadie que, en su fuero interno, muestre objeción alguna hacia los olores corporales propios”. Montaigne siempre tuvo la razón y, según concluye Roach, la estrategia más sencilla para enfrentarse al problema de la fetidez rectal es simplemente obviar el tema.

Glup no se limita a recopilar curiosidades, sino que, en su revisión exhaustiva de investigaciones pasadas y presentes, permite al lector entender que el conocimiento del cuerpo humano lleva su tiempo y lo capacita, además, para identificar viejas ideas en costumbres nuevas. La creencia de principios del siglo XX de que era necesario expulsar los desechos lo más pronto posible para que el cuerpo no se “autoenvenenara” tiene, visto en perspectiva, conexiones con la popularidad de la ingesta de fibra durante la década de los noventa y las dietas de “desintoxicación” del siglo XXI. ¿Qué hay de cierto en todo ello? Roach aporta datos que nos hacen pensarlo dos veces antes de adoptar cualquier doctrina que alguien te venda como “saludable”.

Hay otros libros que, por su tema, merecerían estar en esta lista de lecturas para el baño, como La mayor necesidad: Un paseo por las alcantarillas del mundo (Turner, 2008), de la también periodista Rose George, que no he incluido por temor a que los lectores sientan culpa pequeñoburguesa cada vez que bajen la palanca del inodoro. Sin embargo, hay una observación de dicho libro con la que me gustaría cerrar esta reseña. Rose recoge la afirmación de numerosos expertos del saneamiento público respecto a que el inodoro es el barómetro de la civilización. La forma en que una sociedad se deshace de sus excrementos indica cuál es el trato que le da a los humanos. Y todo comienza con las palabras. Así como no se puede abordar el sida sin hablar con franqueza acerca del sexo, le dice un activista de Nepal a Rose George, no se puede mejorar el saneamiento de las ciudades sin hablar abiertamente acerca de la mierda. Cada libro aquí mencionado es una buena manera de iniciar esa conversación, sentados en el baño.

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Libros para leer en el baño (que hablan sobre hacer del baño)

Libros para leer en el baño (que hablan sobre hacer del baño)

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Tiempo de Lectura: 00 min

Lo mejor de estos tres libros (un ensayo personal, otro de divulgación científica y uno más de periodismo) es que no fueron escritos por poetas malditos que ven en la caca, los pedos y los orines una bandera para la transgresión. En cambio, estos títulos prefieren explicar las heces, nuestras ganas de ocultarlas y también reseñan varios estudios acerca de esta materia, la fecal.

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Traducción de

Al igual que a miles de personas, me encanta leer en el baño. Y lo digo a pesar de que, como sociedad, fingimos que tal costumbre no existe. Ninguna estrategia de lectura o de promoción de un libro, hasta el momento, se ha enfocado en las ventajas de la luz que cae sobre el retrete y rara vez los lectores experimentados les transmiten a los más jóvenes consejos prácticos sobre cómo aliviar el entumecimiento de piernas, si uno está muy picado en una novela. Sin embargo, la realidad del lector es esa: nos encanta estar en el baño y, cuando uno lo piensa mejor, descubre que el cuento más emblemático acerca del acto de leer –“Continuidad de los parques” de Julio Cortázar– sería doblemente terrorífico si terminara con el asesino a punto de sorprender a su víctima sentada en el inodoro.

En días recientes, en varias de esas idas al baño, me eché tres títulos que coincidentemente tratan sobre desechos humanos –tema inagotable, si me preguntan, porque admite enfoques históricos, sociológicos, arquitectónicos, fisiológicos y literarios–. Ya sea desde el ensayo personal, la divulgación científica o el periodismo, los tres libros en cuestión disertan sobre las ansias de nuestras sociedades por ocultar la acción misma de defecar, la composición material de las heces, los procesos fisiológicos que arrojan tanta mierda al mundo y el empeño con que algunas mentes privilegiadas, y con presupuesto, han convertido todo eso en materia de estudio. Lo mejor es que los tres fueron escritos por autoras que –a diferencia de algunos poetas malditos– no ven en la caca, los pedos y los orines una bandera a la mano para la transgresión, sino que han preferido devolver a las deposiciones su carácter cotidiano, universal e inseparable de muchas otras acciones humanas.

“¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?”

Como puede constatar cualquiera que se adentre en sus Ensayos –cuyas ediciones son un poco incómodas para llevar al baño, dicho sea de paso–, el padre del género, Michel de Montaigne (1533-1592), dedicó bellísimas páginas a sus problemas con una piedra que no lo dejaba orinar en paz y habló, sin mucho pudor, de orinales ajenos o de la extendida costumbre que tienen las personas de sentirse a gusto con los malos olores salidos de su cuerpo. Pero más revelador que eso: comparó cierta vez sus propios escritos con “los excrementos de un viejo espíritu, a veces duros, a veces blandos, y siempre indigestos”, de modo que el tipo de literatura que estaba creando –una revolucionaria mezcla de reflexión, erudición y confidencia– tenía más cosas en común con el acto de evacuar que lo que muchos profesores –y otras personas que te encargan ensayos– estarían dispuestos a reconocer.

Fiel a esa tradición, Laura Sofía Rivero ha querido reencaminar el ensayo a su veta escatológica, libre y autoexploratoria, no sólo como recurso sino como tema, en Dios tiene tripas: Meditaciones sobre nuestros desechos (Tierra Adentro-FCE, 2021), un conjunto de agudas observaciones acerca de los hábitos y vergüenzas alrededor del excremento, la orina, las flatulencias y otros elementos que ni siquiera nos atrevemos a considerar partes del cuerpo. Rivero pone el foco en símbolos, objetos, dilemas cotidianos y personajes históricos para ejemplificar cómo las evacuaciones se conectan repetidamente con la vida pública, a pesar de nuestros vanos intentos por mantenerlas en secreto, encerradas en el baño.

La autora de este libro se mueve, con elegante soltura, entre el comentario irónico y los referentes culturales sin abandonar nunca la primera persona. Habla del diarreico Thomas Jefferson o de la mitología alrededor de la creación del jabón, pero también de sus propias visitas al médico y de la manera en que fisgonea en el baño ajeno, esperanzada en que aquel conjunto de champús, enjuagues y cremas antiarrugas ofrezca pistas sobre el dueño de la casa. En la que tal vez sea una de las disertaciones más agudas de su libro, Rivero se pregunta sobre nuestra relación con el papel higiénico, al que hemos entronizado como el producto que más rápido se agota durante las compras de pánico, incluso si no es verdaderamente un artículo de primera necesidad. ¿Qué dice de nosotros que, durante un apocalipsis zombi, prefiramos cualquier carencia antes que limpiarnos con una sección del periódico?

Rivero aporta interesantes datos sobre nuestras costumbres higiénicas –algunos espeluznantes, como el porcentaje altísimo de mexicanos que no se sabe lavar las manos–, pero sobre todo deja en el camino inteligentes preguntas acerca de una sociedad que quiere lidiar con una producción casi infinita de desechos sin liberarlos del tabú. Y acaso sean el lenguaje y su cúmulo de eufemismos para decir que vas al baño –en los que hay lugar para el guiño filosófico, como “voy a pasar de lo abstracto a lo concreto”, o inmobiliario, como “voy a desalojar al inquilino”–, el ejemplo idóneo de esa contradicción. Precisamente porque la naturalidad del acto comienza por el lenguaje, Rivero opta por una prosa transparente y desinhibida, que transita con facilidad de los cuestionamientos sobre la publicidad de los productos sanitarios a la historia de un compañero de departamento con problemas de gases y cuyo mayor sueño era que alguien inventara una “cobija neutralizadora de flatulencias”.

“La variedad de olores que expulsan las personas en el baño son tan característicos como una huella dactilar.”

Para la autora, el género ensayístico permite deshacernos de la idea de que “pensar es la palabra sinónima de investigar con pudor, de opinar con decoro”, para dar paso a una “escritura impúdica” donde la gente pueda “mostrar sus cavilaciones sin recato”. La confianza que Rivero deposita en el ensayo puede despertar la suspicacia de algunos lectores estreñidos, pero la manera en que concilia su voz personal con el camino abierto por sus admirados Quevedo, Swift, Montaigne, Aristófanes y muchos otros a los que agradece al final del libro, debería convencernos de oponer menos resistencia y, en vez de eso, dejarnos llevar. Como lectura de baño es extraordinaria y quizá por eso Tierra Adentro decidió diseñar Dios tiene tripas con un tamaño de letra que compite con las diminutas instrucciones del champú, exactamente el tipo de textos que uno lee cuando se ha olvidado de meter un libro. Es, sobra decirlo, el único pero que le pongo al volumen.

Con similar atrevimiento, sentido del humor y claridad explicativa, Giulia Enders aborda el mismo tema amparada en sus credenciales de doctora del Instituto de Microbiología de Frankfurt, pero sobre todo mostrándose como una apasionada del colon, una fascinación que nació con el ano, pero se fue extendiendo a todo el tracto intestinal, según confesó en una popular Ted Talk titulada “La increíble y entrañable ciencia de tus intestinos”. Los miles de ejemplares que llegó a vender de La digestión es la cuestión (Urano, 2015) demostraron que había muchísimas personas, al igual que ella, interesadas en sus propias tripas, no solo por motivos de salud, sino por una genuina curiosidad por “el órgano más infravalorado del cuerpo humano” que, sin embargo, es central para “organizar nuestro mundo interior”.

El libro –profusamente ilustrado por su hermana Jill– coloca nuestras evacuaciones dentro de un complejo proceso que la autora no duda en calificar de “obra maestra” y que, a mi parecer, podría servir de ejemplo a tantas empresas con problemas de comunicación interna. Para irnos directo al grano: dos esfínteres, uno a voluntad y otro inconsciente, trabajan juntos, y a pocos centímetros de distancia, para dejar salir los desechos. “Cuando los restos de nuestra digestión llegan al esfínter interno”, explica Enders, “este se abre por un mero acto reflejo. Pero no lo suelta todo hacia su compañero, el esfínter externo, sino que de entrada solo le envía un bocado de prueba. En el espacio entre el esfínter interno y el externo hay situadas varias células sensoras [que] analizan el producto entregado para comprobar si es sólido o gaseoso y remiten la información al cerebro.” Una vez recibido el reporte, el cerebro buscará a toda prisa reconocer su entorno, a través de los ojos y los oídos, en vista de que el ser humano no solo responde a sus necesidades sino también al contrato social. En caso de que el sujeto en cuestión no se encuentre en el baño sino, pongamos un caso, en la entrega de diplomas de una maestría, el cerebro podrá sugerirle al esfínter externo dejar salir un gas silencioso y mantener el resto en resguardo. Poco más adelante, el esfínter interno volverá a intentar la operación, esperando el momento apropiado para cumplir su cometido.

La forma en que deyectamos no es el único asunto que le preocupa a Enders, quien expone en su libro la entrada de alimentos por la boca, el viaje por el esófago, el papel de los jugos gástricos y el minucioso trabajo del intestino delgado por absorber nutrientes y pasar el resto al intestino grueso. Pero si nos limitamos al tema de esta reseña, tiene mucho que decir incluso sobre el paquete que hemos dejado salir. El capítulo dedicado a la materialidad de las heces –a su aspecto, composición y colores– invita al lector a ser curioso con las cosas que expulsa (más curioso, quiero decir, porque de todos modos a la gente le gusta contemplar sus desechos, quién sabe por qué). A diferencia de las dos categorías analíticas que yo conocía hasta el momento –a) “Todo indica que soy el hombre más saludable de la comarca”, b) “Dios mío, creo que me voy a morir”–, resulta que existen SIETE consistencias distintas de las heces, de acuerdo con la escala de Bristol, un sistema que existe desde 1997. A saber: tipo 1 (trozos duros, separados, como nueces, que pasan con dificultad), tipo 2 (con forma de salchicha grumosa), tipo 3 (forma de salchicha, con grietas en la superficie), tipo 4 (forma de serpiente, lisa y suave), tipo 5 (bolas suaves con bordes definidos), tipo 6 (trozos blandos y esponjosos con bordes irregulares y pastosos) y tipo 7 (totalmente líquido). En fin, que ni los inuit han tenido tantas maneras para describir la nieve.

Uno de los apartados más reveladores del trabajo de Enders está dedicado a descubrir cuál es la posición idónea para hacer del baño, de acuerdo con las más recientes investigaciones científicas. Un médico israelí, nos cuenta el libro, se tomó la molestia de examinar, cronómetro en mano, la evacuación de una treintena de voluntarios en tres posturas diferentes: sentados en un inodoro normal, agachados en un inodoro pequeño y de cuclillas al aire libre. Los resultados arrojaron que las cuclillas eran la mejor de las tres opciones, porque “nuestro aparato de oclusión intestinal no está concebido para abrir totalmente la escotilla mientras el sujeto está sentado”. ¿Qué conclusión sacamos de esto? Que la popularidad del váter obedece tanto a una falsa idea de clase (por algo será que se le conoce comúnmente como el “trono”) como a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas leer. Entre la eficiencia y “pasar el rato”, en Occidente triunfó “pasar el rato”.

Mucha gente suele desaprobar las investigaciones como la de aquel médico israelí, convencida de que la ciencia solo debería enfocarse en la cura contra el cáncer y en la respuesta al cambio climático. Lo cierto es que la curiosidad humana siempre está haciéndose preguntas y, a veces, ideando nuevos productos que vender a algún alma emprendedora. Esa búsqueda del saber en el mundo real es el hilo que guía Glup: Aventuras en el canal alimentario (Critica, 2014), de Mary Roach, una de las periodistas de ciencia más divertidas del mundo, que antes de este libro había escrito penetrantes reportajes sobre la investigación sexual (Entre piernas, Global Rhythm, 2012) y el destino médico de los cadáveres (Fiambres, Global Rhythm, 2007). El recorrido que emprende de la boca al recto haría pensar que estamos ante otra versión del libro de Enders, pero nada más alejado de la realidad. Si bien Roach describe, con fortuna, el paso de la comida a través de nuestro cuerpo, el auténtico tema de este libro son los seres humanos detrás de ese conocimiento: qué los mueve, qué han encontrado, con qué malditos procedimientos llegaron a saber eso y cuántas cosas faltan por indagar todavía.

Roach entrevista a eruditos de la saliva y estudiosos de la masticación, pero probablemente sean los científicos de flatulencias quienes formen el contingente más llamativo del libro, junto a sus extravagantes experimentos. En nuestros días se puede determinar la producción de gases gracias a una toma de aliento, pero hasta hace algunas décadas los voluntarios tenían que pasearse en batas de hospital, con un tubo que salía de las nalgas, rodeaba el cuerpo y llegaba a un globo. En otros casos, se pedía al sujeto anotar los detalles de cada “episodio”, lo que daba lugar a muchas imprecisiones, porque la gente reseña sus pedos bajo criterios muy distintos. Con todo, aquellos exámenes eran un avance respecto a los que, a principios del siglo XIX, hacía François Magendie con cadáveres de reos recién decapitados a los que la última cena les estaba haciendo apenas digestión.

“La popularidad del váter obedece a la oportunidad que nos brinda de hacer otras cosas, entre ellas, leer.”

Michael Levitt, para traer a la mesa un ejemplo reciente, no era el alumno más brillante de su generación, pero consiguió volverse una autoridad científica al dedicarse a un tema que nadie quería aceptar: el estudio de los gases rectales nocivos. Entre sus logros más relevantes se encuentran la publicación de una treintena de artículos arbitrados sobre ventosidades, haber identificado los tres gases de azufre que le proporcionan al flato su pestilencia característica y, sobre todo, haberse empeñado en encontrar el santo grial –la ropa interior que atrapara los malos olores– que habría hecho feliz al roomie de Laura Sofía Rivero. A la pregunta de si había sido difícil reclutar voluntarios, Levitt responde que lo auténticamente complicado fue enlistar “jueces”, gente que evaluara la nocividad –en una escala que iba de “olor nulo” a “muy repulsivo”– de lo producido por los participantes.

La variedad de olores que expulsan las personas dentro y fuera del baño –“tan característicos como una huella dactilar”, explica el investigador Alan Kligerman, otro experto en la materia– hace complicado el desarrollo de un material que neutralice por completo el hedor. Las pruebas resultaron positivas para el carbón activado, si uno llevaba todo el tiempo un traje de astronauta, pero eran completamente inútiles si quería ir por la vida con ropa común y corriente. Una investigación paralela trataba de probar la eficacia de las cápsulas de bismuto, un “desodorante interno” que las revistas se negaban a publicitar, aterradas de llevar en sus páginas expresiones como “flatulencias pestilentes” o “deposición”. El producto, que parecía bueno, no era muy popular no solo por el veto de las publicaciones sino porque, en palabras de Kligerman, “al hablar con la gente y escarbar en el quid de la cuestión, nunca me he encontrado a nadie que, en su fuero interno, muestre objeción alguna hacia los olores corporales propios”. Montaigne siempre tuvo la razón y, según concluye Roach, la estrategia más sencilla para enfrentarse al problema de la fetidez rectal es simplemente obviar el tema.

Glup no se limita a recopilar curiosidades, sino que, en su revisión exhaustiva de investigaciones pasadas y presentes, permite al lector entender que el conocimiento del cuerpo humano lleva su tiempo y lo capacita, además, para identificar viejas ideas en costumbres nuevas. La creencia de principios del siglo XX de que era necesario expulsar los desechos lo más pronto posible para que el cuerpo no se “autoenvenenara” tiene, visto en perspectiva, conexiones con la popularidad de la ingesta de fibra durante la década de los noventa y las dietas de “desintoxicación” del siglo XXI. ¿Qué hay de cierto en todo ello? Roach aporta datos que nos hacen pensarlo dos veces antes de adoptar cualquier doctrina que alguien te venda como “saludable”.

Hay otros libros que, por su tema, merecerían estar en esta lista de lecturas para el baño, como La mayor necesidad: Un paseo por las alcantarillas del mundo (Turner, 2008), de la también periodista Rose George, que no he incluido por temor a que los lectores sientan culpa pequeñoburguesa cada vez que bajen la palanca del inodoro. Sin embargo, hay una observación de dicho libro con la que me gustaría cerrar esta reseña. Rose recoge la afirmación de numerosos expertos del saneamiento público respecto a que el inodoro es el barómetro de la civilización. La forma en que una sociedad se deshace de sus excrementos indica cuál es el trato que le da a los humanos. Y todo comienza con las palabras. Así como no se puede abordar el sida sin hablar con franqueza acerca del sexo, le dice un activista de Nepal a Rose George, no se puede mejorar el saneamiento de las ciudades sin hablar abiertamente acerca de la mierda. Cada libro aquí mencionado es una buena manera de iniciar esa conversación, sentados en el baño.

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