Libros sobre el humor: Eagleton, Freud y los chistes de Zizek

Los libros sobre el humor no me hacen reír

Una broma puede sacarnos carcajadas en un momento y desagradarnos profundamente en otro. El humor es inestable, como un edificio endeble. Esa es una de las conclusiones a las que se puede llegar leyendo estos libros que intentan explicar los mecanismos de los chistes.

Tiempo de lectura: 9 minutos

A la gente le preocupa el humor. Sus alcances, su futuro, sus limitaciones. Un comediante recibe un sopapo por un chiste y, al día siguiente, se publican cincuenta análisis sobre la responsabilidad del cómico o la naturaleza anárquica de la risa. “Mi comentario acerca de qué está pasando con el humor” debería ser ya una categoría en las columnas de opinión, junto con “Todos los populistas se parecen” o “Los neoliberales te hicieron daño, ¡no los escuches ahora!” Es quizás ese interés por los asuntos humorísticos lo que ha llevado, en las últimas décadas, a una proliferación de libros relacionados de algún modo con la risa. Textos teóricos, históricos, de caso, memorias de cómicos, recetarios para escribir gags.

“Hay un montón de estudios sobre el humor que comienzan reconociendo, con cierta vergüenza, que analizar un chiste equivale a matarlo”, asegura Terry Eagleton en Humor (Taurus, 2021), el libro con el que por fin se enfrenta al tema escurridizo por excelencia y no menos peliagudo que Dios o el sentido de la vida, asuntos de su abultada bibliografía. A pesar de las reservas del caso, el británico rompe de inmediato una lanza por el análisis académico: “entender cómo funciona un chiste no tiene por qué arruinarlo, del mismo modo que entender cómo funciona un poema no lo estropea”.

Si bien a Eagleton le sobra razón, la coexistencia de humor y análisis del humor es un territorio pantanoso. No porque la explicación de un chiste le quite la gracia, sino porque los chistes que se citan a menudo no la tienen. Está, por ejemplo, este que consigna Freud en su clásico El chiste y su relación con lo inconsciente: “El médico que viene de examinar a la señora enferma dice, moviendo la cabeza, al marido que lo acompaña: ‘No me gusta nada su señora’. ‘Hace mucho que tampoco a mí me gusta’, se apresura a asentir aquel”.

Como sabe toda persona que haya escrito un ensayo acerca de lo cómico, los libros sobre el humor –entre los que sobresalen El chiste y su relación con lo inconsciente, La risa de Bergson y Sobre la comedia de Zupančič– están entre las lecturas más penetrantes y, a la vez, menos divertidas que pueden hacerse en la vida respecto a cualquier tema. Esa peculiaridad, que parece un asunto nimio, se convierte con el tiempo en un problema de argumentación: así como un profesor fracasaría en el empeño de explicar el teorema de Pitágoras utilizando un círculo, quienes atendemos a la lección de qué es el humor leyendo ejemplos que no dan risa nos sentimos víctimas de un fraude.

Todo llevaba a imaginar que sería Terry Eagleton el pensador llamado a romper esa maldición. Autor de libros a contracorriente como Después de la teoría o Por qué Marx tenía razón, el británico había mostrado las credenciales necesarias para abordar la dimensión social de la comedia, en tanto convencido practicante del catolicismo, el marxismo y los buenos chistes, tres aspectos que, combinados, convierten a cualquiera en un marginal. Sin embargo, la naturaleza inestable del humor y las bromas demasiado arraigadas al idioma original –como prueban los esfuerzos sobrehumanos del traductor de Eagleton, Mariano Peyrou, o las incontables notas al pie de los editores del libro de Freud– no siempre benefician a un género que necesita de la economía verbal para salir avante.

A cambio de todas las veces en que cuenta chistes ininteligibles, Eagleton ofrece agudas observaciones que distienden el tono académico de su ensayo y, en particular, historias reales que sirven como ejemplos de humor y como metáforas de sus mecanismos. “Una vez, un sociólogo que conozco entró en su departamento de la universidad y se encontró a su secretaria llorando. Tras intentar consolarla, se fue por el pasillo y echó un vistazo al interior de otro despacho, donde vio a otra secretaria llorando. ‘Una secretaria llorando es una tragedia –me dijo–. Dos, es sociología’.” La anécdota –no propiamente un chiste, pero qué importa– dibuja por un lado a cierto sector académico insensible al dolor humano y por el otro nos recuerda que la comedia trabaja con generalizaciones de ese tipo y, a menudo, con la misma falta de empatía.

El uso de chistes, como forma y no solo como contenido, emparienta a Eagleton con otros pensadores de las últimas décadas que han utilizado el humor para expresar tesis incendiarias o explicar términos teóricos difíciles de digerir. El caso paradigmático es Slavoj Žižek, que en uno de sus libros cuenta el mismo chiste de Eagleton sobre Bill Clinton y el papa, de modo que no sabemos si Eagleton se lo robó a Žižek, si fue al revés o si ese es el tipo de cosas que uno aprende leyendo El manifiesto comunista.

Por si fuera poco, un editor reunió algunos de los relatos cómicos de Žižek en Mis chistes, mi filosofía (Anagrama, 2015), un libro que nunca deja en claro cómo ha de ser leído. A lo largo de su trayectoria, el filósofo esloveno ha saqueado todo tipo de historias que bordean lo picante, lo grotesco, lo tonto y lo herético para hablar por igual de la tríada hegeliana que de las medidas del Fondo Monetario Internacional, lo que otorga a Mis chistes, mi filosofía la sensación de haber sido escrito por un señor que no sabe cómo contar algo con gracia. Esto puede ser injusto, porque algunos chistes, en particular los del periodo soviético, son de verdad muy buenos, como el de los dos desconocidos que coinciden en un vagón del tren. “Tras un prolongado silencio, uno se dirige al otro: ‘¿Alguna vez se ha follado a un perro?’. Sorprendido, el otro contesta: ‘No, ¿y usted?’. ‘Por supuesto que no. Es algo asqueroso. Solo pretendía entablar conversación’.”

Como todos los elementos de Mis chistes, mi filosofía pertenecen a diversas tradiciones y no quieren ser simplemente bromas en el vacío, da la impresión de que el editor quiso aprovechar el potencial cómico de cada chiste y al mismo tiempo “desactivarlo” (para usar una palabra que me daban unas ganas tremendas de teclear cuando hablara sobre Žižek). Después de haber “recontextualizado” una historia cómica a fin de ilustrar una idea sobre Lacan, es raro verla otra vez en un “libro de chistes”. El procedimiento es comparable a robarse del museo el inodoro de Duchamp, usarlo para lo que sirven los inodoros y ponerlo de nuevo en exhibición.

En contraste, Mike Reiss –uno de los 151 guionistas que han tenido Los Simpson durante sus más de treinta años de existencia– ofrece uno de los enfoques más interesantes sobre los alcances y limitaciones de la risa en Springfield confidencial (Roca Editorial, 2019), su libro de memorias, chistes, chismes y opiniones. Mientras Eagleton y Žižek entienden el humor como una expresión social o una herramienta conceptual, Reiss lo ve como un trabajo por el que te pueden pagar, a veces extraordinariamente bien. El estadounidense no siente ninguna vergüenza al describir su labor creativa como la de un obrero que dedica doce horas al día a fabricar un único engrane, cuyo funcionamiento depende de la buena mano de otros treinta obreros más y de la aprobación de un excesivo número de supervisores. El proceso total –idea, guion, algunas mesas de lectura, cinco o seis reescrituras, un storyboard, grabaciones de audio y animación– puede durar meses, en los que el chiste tiene que seguir haciendo reír. Es lo más parecido y, al mismo tiempo, lo menos parecido a un empleo. A la distancia, sin embargo, Reiss se jacta de lo bien que ha envejecido un puñado de capítulos de Los Simpson, incluso si no puede recordar con qué gags contribuyó a cada uno.

Como habla desde la cadena de montaje y no desde el aula, Reiss es bastante escéptico respecto a los profesores que imparten materias sobre un programa que él conoce como pocos y que ellos parecen no haber visto con atención. Su libro se burla de aquellos catedráticos que desarrollan una filosofía o una teoría política a partir de interpretaciones libres de Los Simpson o que teorizan sobre el humor pero son incapaces de pescar un buen chiste: “No me importa que enseñen Los Simpson”, asegura. “Lo que me preocupa es que lo estén entendiendo mal. Y si no entienden Los Simpson, ¿qué posibilidades hay de que entiendan de física?”

No obstante, es precisamente en los momentos en que Reiss intenta desentrañar los mecanismos de la comedia donde el libro se muestra titubeante, como si el autor –un experto en la materia, qué duda cabe– no encontrara el ejemplo idóneo para explicar cómo opera un chiste por dentro. Mucho más entretenidas resultan, en cambio, aquellas historias acerca de qué significa ser un conferenciante cómico. Enfrentado a un público que puede responder a sus comentarios con grandes carcajadas o con un silencio sepulcral, Reiss expone las fragilidades del humor: las barreras culturales, la susceptibilidad de la gente o la falta de referentes en común. La comedia es un edificio endeble, fugaz y las posibilidades de que algo salga mal son tan grandes que sorprende que insistamos tanto en ella.

A propósito de los inconvenientes del humor, siempre me han resultado gozosos los libros que hablan sobre “chistes que se decían los siervos en tiempos de la peste negra” o “cosas que eran divertidas en el ágora griega”, un poco para recordarme que todo humor está condenado al deterioro y que las sociedades se explican en buena medida por las bromas que las hacían reír. Del conjunto, mis favoritos son, sin duda, aquellos libros que quieren explicarnos el humor de la Biblia, no solo porque la Biblia llega con frecuencia a nuestras vidas asociada al llanto y al crujir de dientes sino porque, en varios pasajes, parecería que a Dios, a su hijo, a sus profetas y a muchísimos de los implicados en Su Obra les desagrada que la gente ría.

Are we amused? Humour about women in the biblical world (T&T Clark International, 2003) y On humour and the comic in the Hebrew Bible (The Almond Press, 1990), ambos editados por Athalya Brenner (el segundo al lado de Yehuda T. Radday), ofrecen algunas de las interpretaciones más hilarantes de la palabra de Dios, a partir de situaciones, diálogos o personajes que, bien mirados, no desentonarían en un sketch. A lo largo de la Biblia, por ejemplo, los reyes se muestran ridículamente conscientes de su poder y, a la vez, temerosos de la más pequeña amenaza. Herodes organiza una de las empresas logísticas más sanguinarias y torpes de la historia para deshacerse de un menor de edad (Mateo 2:1-18) y Nabucodonosor llama a una serie de magos, hechiceros, videntes y astrólogos para que interpreten un sueño que, paradójicamente, no lo deja dormir. “Cuéntenos el sueño y nosotros le diremos qué significa”, le ofrecen los magos. “¿No que son adivinos?”, les responde el soberano en el colmo de la desesperación,“adivinen qué soñé si no quieren que los despelleje” (Daniel 2:1-6). En otro pasaje (Génesis 18:16-33), Abraham comienza un intercambio absurdo con Yahvé en el que le pide abandonar su plan de destruir Sodoma a fin de que los justos no paguen por los pecadores.

–Si encuentro a cincuenta justos en Sodoma, por ellos perdonaré a la ciudad –dice el Señor.
–¿Y si solo hubiera 45? –inquiere Abraham.
–Si encuentro 45 justos, no la destruiré –contesta el Señor.
–Tal vez se encuentren solo cuarenta –insiste Abraham. El Señor sorprendentemente cede y la cantidad de justos va bajando poco a poco hasta llegar a diez. ¿Por qué el mismo Dios que en otros momentos no tendrá empacho en ahogar a millones de personas en el diluvio universal o en matar a primogénitos egipcios se muestra tan participativo en un juego de ingenio con una de sus criaturas? Pero más desconcertante aún: ¿por qué Abraham no lleva la oferta hasta las últimas consecuencias: la salvación de Sodoma por un solo justo? La escena final, en la que el Señor y Abraham se van cada uno por su lado, nos dice que el humor de la Biblia es bastante más triste y kafkiano de lo que suponemos.

Lo que funciona en estos libros, a diferencia de los estudios convencionales sobre la risa, es que analizan las Escrituras desde una lente humorística. Es decir: con la mirada puesta en el absurdo, los juegos verbales, los enredos, las obscenidades y los personajes ridículos que no necesariamente fueron puestos en el mundo para hacernos reír. Los análisis tradicionales del humor dan por sentada la efectividad de un chiste, pero los exégetas bíblicos trabajan con las posibilidades de recepción más que con los propósitos. El humor es un cambio de perspectiva –a veces inesperado, en ocasiones chocante– que necesita de cierta disposición para ver las cosas de otro modo. Por eso, cuando Aod le dice al infame Eglón: “Traigo la palabra de Dios para ti”, antes de clavarle un cuchillo (Jueces 3:20-21), la frase puede parecernos naturalmente espeluznante, aunque no menos cómica si pensamos en ella como en el tipo de cosas que diría Bruce Willis en Duro de matar o alguno de esos justicieros del cine de acción que sueltan chistes mientras acaban con los terroristas.

El ejemplo más célebre de este “cambio de perspectiva” de un texto bíblico es La vida de Brian, la película de Monty Python que no se ríe de Jesús –como muchos grupos religiosos pensaron en su momento– sino de la narrativa acerca de Jesús. Sus anacronismos, nombres ridículos y espejeos entre el Imperio romano y el Imperio británico ridiculizan cierta manera canónica de acercarse a la figura de Cristo y a su época –de los Evangelios a las películas de Semana Santa, como Ben Hur– y explotan, hasta el delirio, el proceso de actualización que sufren todos los textos. Para los Monty Python, una ligera desviación en la narrativa, un elemento extraño o un énfasis determinado pueden dejar salir la potencia cómica de un relato que hemos escuchado una y otra vez a lo largo de los siglos. A book about the film Monty Python’s Life of Brian: All the references from Assyrians to Zeffirelli (R&L, 2018), del profesor Darl Larsen, por ejemplo, rastrea –escena por escena– todas las alusiones históricas y culturales de la película en su afán de comprender su efectividad cómica, pero también para dejar en claro que la sátira de los Python respondió a un momento político determinado y que decenas y decenas de sus referencias son ya incomprensibles para el espectador contemporáneo. Una pérdida que sufre siempre el humor desde que nace.

Hay, desde luego, un conflicto imposible de resolver entre los elementos perdurables de un buen chiste (eso que los estudiosos de mayor edad siguen llamando “lo humano”) y aquellos recursos que “envejecen mal” o terminan por oler rancio. No es siquiera un defecto del humor, sino su mayor fortuna. El humor es una apuesta que puede salir terriblemente mal. Nos recuerda, incluso en los chistes fallidos o en los estudios académicos sobre el tema, que nada está garantizado.

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