El oro es lo más fácil de vender en el mundo. En las calles del Centro Histórico proliferan comerciantes que se aprovechan de la necesidad de la gente, al comprar todo tipo de pedacería y centenarios muy por debajo de su valor real. Todas estas piezas se funden y terminan en barras de mayoreo. En tiempos de Covid, esta es la crónica de un negocio en la clandestinidad.
En mi monedero llevo un arete de oro que desde hace un par de años quedó huérfano. Una noche, al llegar a casa, me percaté de que sólo llevaba uno puesto. Busqué el otro por todos lados, pero fue inútil, jamás volví a saber de él. Desde entonces no uso aretes, porque siempre uno de ellos emprende un viaje sin retorno.
Camino por el Centro Histórico de la Ciudad de México, una mañana de julio de 2020. En el primer cuadro, la presencia de los compradores informales de oro pasa desapercibida a primera vista, pero basta con bajar un poco la mirada y caminar más lento para que los “coyotes”, como comúnmente se les conoce a quienes están a la caza de gente que quiera vender pedacería de oro, aparezcan en cuestión de segundos ofreciendo sus servicios: “¿Qué vende?”, “Pásele, le damos buen precio”, “Relojes, cadenas, ¿qué trae?”, rezan a quien camina sobre la calle de Palma, a unos cuantos metros del Zócalo, donde se levanta el Palacio Nacional, la sede del gobierno federal.
Algunos les prestan atención y se dejan conducir a sus improvisados locales para que les coticen sus pertenencias, mientras que otros aceleran el paso, temerosos.
Me abro paso entre letreros amarillos con la leyenda de “Compro oro, plata, alhajas, relojes, monedas”, y entre personas que custodian ambas aceras. Antes de la emergencia sanitaria, aquí se veía el ir y venir de camionetas y autos de lujo que esperaban a políticos y empresarios que comían en el restaurante El Cardenal, también sobre Palma. Ahora la vista es otra: el paso a los autos está restringido y el arroyo vehicular está dividido entre automovilistas y peatones, a fin de que éstos puedan guardar la sana distancia. Entre antiguos edificios, muchos de ellos ocupados como bodegas u oficinas, sigo caminando junto a los coyotes que me ven y ofrecen “un buen precio”. Los vendedores hablan entre ellos, por el celular o la radio; otros más sólo observan. Sin duda este bullicio llama la atención cuando los capitalinos suman varios meses en confinamiento a causa de la Covid-19.
Me dirijo a la esquina de Palma y Tacuba, donde está el edificio Burgos. En su planta baja y primer piso alberga una plaza comercial con locales y vitrinas que anuncian la compra de oro. Una década atrás, antes de su remodelación, en este espacio se vendían ropa, bolsas, discos. Dudo si meterme o sólo rodear la esquina en busca de una cara amable. En segundos, una chica de no más de 25 años, de pelo corto y negro, me sonríe y hace señas para que me acerque a su exhibidor. Comenzamos la plática, yo parada en la banqueta y ella sentada en una silla destartalada detrás de su vitrina.
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—Ando buscando dónde me puedan hacer un arete —le digo—. Uno se me perdió, pero como fue un regalo especial quiero seguir usándolos.
Me observa y me pide ver la pieza.
Saco el arete de mi monedero y se lo entrego. Lo comienza a revisar y, antes de decirme algo, levanta la cara y le murmulla a alguien que sólo estoy pidiendo informes. Volteo y advierto a un joven alto detrás de mí. Aunque traigo una mascarilla, le sonrío. Pero él me observa inexpresivo.
—Es mi hermano—la chica se apresura a comentar y continúa “calando” mi arete. En el broche advierte que es una pieza de 14 quilates, por lo que hace una seña a su hermano, quien rodea para ingresar a la plaza.
La joven explica que sí me podrían hacer un arete idéntico, pero que saldría muy caro, además de que ellos no se harían responsables si la pieza se pierde porque lo llevarían a un taller.
—Aquí, lo que te conviene es venderlo —suelta sin el menor titubeo.
Aunque dudo un poco y le reitero que es una pieza que tiene valor sentimental, le pregunto que, en caso de venderlo, cuánto me darían. De su exhibidor saca una báscula que más bien parece una cartera, mientras el hermano continúa examinando el arete. Abre la pequeña báscula y lo pesa. No alcanzo a ver lo que dice, así que pregunto. Me indica que son 2.5 gramos.
Saca una calculadora y hace una operación. El hermano observa. Ella borra los números y lo repite, pero levanta el aparato para que yo no pueda ver lo que hace. Parece que no le convence, vuelve a tomar el arete y lo avienta una vez más. Hace otra operación mientras se secretea con el hermano. No está segura y no me dice nada. Yo sólo observo. Se inclina y saca otra báscula, más pequeña, y vuelve a pesar el arete.
—No coinciden —murmulla.
Tras unos minutos de hacer lo mismo, parece que han llegado a un acuerdo y me informan que, a reserva de “calar” el oro con unos ácidos que ahí tiene, por el arete me podrían dar 1 173 pesos. Dudo una vez más y les digo que voy a pensarlo. Acceden y me dan una tarjeta con un número de celular con el que puedo ponerme en contacto con la dueña del negocio porque “el oro cambia todos los días: mañana, como le podemos ofrecer más, puede ser menos”, advierte la joven.
Tomo mi arete, lo llevo en mi mano cerrada en puño y apenas doy vuelta sobre Palma, el pregonar de los vendedores se hace cada vez más fuerte. Aparecen nuevos coyotes y dejo que uno me conduzca a su local. Caminamos unos 10 metros. Para mi sorpresa, el establecimiento, como tal, no existe. Se trata de la entrada de un edificio viejo: al fondo de un reducido pasillo advierto unas escaleras ennegrecidas que se abren como abanico y permiten subir hacia la izquierda o la derecha del inmueble. Antes de las escaleras, colocaron cuatro vitrinas donde distintas personas se dedican a la compra de oro. La suya es la última, ahí donde la luz del sol ya no llega. Cuelga un foco largo e ilumina su espacio. Apenas le doy el arete, me pregunta:
—¿Cuánto te ofrecieron?
—1 173 pesos—respondo con honestidad.
Lo observa, lo pesa (2.5 gramos) y hace una operación en su calculadora que, igual que la joven, acomoda de tal manera que no me muestra el resultado.
—Te doy 1 300, ahorita.
Me excuso diciendo que “voy a checar” y salgo a toda prisa.
Por la mañana había visitado una casa de empeño para saber cuánto valía mi arete. El valuador me había confirmado que la pieza era de 14 quilates y que recientemente el oro había subido su valor de forma sostenida así que, si quería venderlo ese día, no podía aceptar menos de 2 000 pesos. El peso confirmado de la pieza era de 2.6 gramos.
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La compraventa de joyas en México y, especialmente, en el Centro Histórico, es una actividad que suma varios siglos, a tal grado que la calle Madero, el corredor peatonal más importante de la ciudad, anteriormente se llamaba Plateros en honor a quienes se dedicaban a este oficio. Basta poner atención mientras se camina la calle histórica para advertir la antigua nomenclatura.
Luis González Obregón explica en Las calles de México que, en 1638, Lope Díaz de Armendáriz, virrey de la Nueva España, expidió la ordenanza número 26 relativa a la platería, donde ordenó que todos los plateros se debían establecer en el mismo espacio: “que todos los plateros se congreguen en la Calle de San Francisco y fuera de ella no puedan tener sus tiendas con penas”, decía la ley. La calle antiguamente se conocía como San Francisco, por los franciscanos que construyeron su convento en 1525 al poniente. Así que, con este mandato, los orfebres de la Nueva España se congregaron en el primer tramo de la actual Madero, principalmente, entre el Zócalo y Palma.
Al paso de los años, esta actividad se ha tenido que adecuar a las circunstancias y necesidades del mundo actual. Famosas y grandes joyerías como La Duquesa, La Princesa, el Palais Royal o la antigua joyería La Esmeralda —que inauguró Porfirio Díaz en 1892 y a donde acudía la burguesía a comprar joyas y cristalería para adornar los salones de sus casas— tuvieron que cerrar. Hasta los años sesenta, La Esmeralda permaneció abierta. “Pueden ser varios factores, incluyendo las rentas”, comenta Carlos Villasana, miembro del Colegio de Cronistas de la Ciudad de México, al preguntarle la razón del quiebre de estos espacios. Desde entonces, el inmueble ha operado como oficina gubernamental o como una discoteca que se conocía como La Opulencia. Fue hasta inicios del siglo XXI que se llevó a cabo un proceso de recuperación integral del inmueble para abrir el Museo del Estanquillo que muestra la obra del escritor Carlos Monsiváis.
Los talleres de orfebrería prácticamente han desaparecido y los joyeros formales han tenido que buscar opciones para dar batalla a la bisutería que ha inundado el mercado. Así es como joyerías formales y compradores informales de oro conviven día a día en esta zona de la Ciudad de México.
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Reconocer quién es quién en este mercado no resulta nada complicado. Los joyeros formales muestran sus aparadores llenos de aretes, anillos, dijes y cadenas, mientras que los informales apenas tienen una vitrina con unos cuantos productos de fantasía o billetes y monedas antiguas.
En México, la compraventa de metales preciosos (oro, plata y platino) no es una actividad ilegal y se puede llevar a cabo sin tener que dar aviso a las autoridades; sin embargo, si sus transacciones son superiores a los 69 938 pesos, se consideran “actividades vulnerables” de acuerdo con la Ley Federal para la Prevención e Identificación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita, comúnmente llamada “Ley antilavado”. Si la compraventa supera los 129 442 pesos, debe ser reportada obligatoriamente a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.
Así que en el Centro Histórico proliferan los negocios informales en los que igual se puede vender un arete como un centenario sin ningún inconveniente, aunque los montos que ofrecen son muy menores al precio real de las piezas. Para el economista, experto en oro y editor del boletín financiero Top Money Report, Guillermo Barba, la actividad de los coyotes no es ilegal, porque en sentido estricto no están cometiendo un delito, pero sí es una actividad informal: “Tú no puedes prohibir la venta de oro porque lo que se crea es un mercado negro”, sostiene, “el problema aquí es la informalidad y que poca gente esté informada”.
La falta de información les permite estafar a quienes deciden vender sus joyas para cubrir necesidades básicas y pagarles hasta la mitad del valor de sus piezas. ¿Cuántos negocios ilegales de compraventa de oro hay en el centro de la Ciudad de México?, y ¿cuáles son las ganancias que deja esta actividad?, son preguntas que no tienen respuesta, porque ni las autoridades locales ni federales acceden a responder.
Entre el primer cuadro histórico la presencia de los compradores informales de oro pareciera pasar desapercibida. Pero basta con bajar un poco la mirada, y caminar más lento para que los coyotes aparezcan en segundos ofreciendo sus servicios.
Contrario a otros negocios que necesitan cumplir una serie de requisitos que establecen las alcaldías y la Ley de Establecimientos Mercantiles de la Ciudad, además de estar sujetos a distintos procedimientos de verificación, estos vendedores informales sólo montan y desmontan sus vitrinas en los centros joyeros —plazas con decenas de locales—, entradas de negocios, edificios y casas donde adquieren joyas a menores precios.
Al no haber ninguna regulación al respecto, en estos sitios no sólo acuden personas que buscan vender sus alhajas para cubrir sus necesidades, sino también quienes cometieron algún robo. En estos espacios se puede vender sin ningún problema el mejor botín porque sin importar de lo que se trate, los compradores no solicitan ningún tipo de factura que acredite la legal posesión de las mercancías.
“El oro es lo más fácil de vender en el mundo. El oro, que es una mercancía que tiene valor universal, le cae bien a cualquiera, porque es dinero”, acepta Barba.
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—Nomás tengo que atraer a la clientela, por eso me pagan ––me dice Ángel, uno de los coyotes que trabaja en el centro y que accede a platicarme detalles sobre este trabajo. Mientras caminamos hacia la Alameda Central, el joven de 32 años, alto, con cabello corto y que viste jeans y una sudadera roja, me aclara que no tiene mucho tiempo porque debe regresar a la chamba.
—No vaya a poner mi nombre, póngale otro, uno que le guste. Ángel me gusta —dice antes de iniciar la conversación.
Cuenta que un amigo que era coyote lo metió a este negocio. Su trabajo sólo es atraer a los clientes y estar al pendiente para que otros no se los ganen. Debe estar afuera de una plaza comercial en la que principalmente se compre pedacería de oro para persuadir a la gente de que el mejor trato lo tendrán con él. Ángel sólo tiene que preguntar qué pieza quieren vender y si la traen consigo en ese momento.
Hace menos de un año que se dedica a esto y, por cada cliente que lleva y que vende su pieza de oro, él recibe una comisión, dependiendo del monto de la compra. Lo mínimo que le dan son 50 pesos.
—¿Y qué le hacen al oro? —le pregunto.
Busca esquivar la pregunta subrayando que él sólo lleva a los clientes, pero luego accede y confirma que se lo revenden a otras personas, “donde según lo funden para hacer barras, como los lingotes”, dice. Afirma que él no participa en esa actividad, pero que “sí deja buen dinero”.
—Esto del oro es buen “bisne”, se gana bien. Por eso a nosotros nos contratan, para que las personas no se arrepientan y sí dejen sus joyas —apunta.
Le digo que las compran muy baratas y no al precio que valen. Y una vez más busca darle la vuelta a mi pregunta, aunque concede y lo resume en una sola frase:
—La gente tiene urgencia de dinero y aquí rápido lo consigue.
Ángel sostiene que, así como hay días buenos, hay malos, pero que en las últimas semanas ha habido mucho movimiento, que cada vez hay más personas interesadas en vender sus joyas.
—Aceptamos todo, no importa si es mucho o poquito —indica— aunque venga roto o dañado se recibe: al último, acaba fundido.
Entre más detalles busco, más nervioso se pone Ángel, que no deja de revisar su celular. Quiero saber si alguna autoridad realiza operativos, así que termino la conversación con el tema de seguridad. Dice que el centro es una zona segura y que nadie se mete con ellos, ni la policía.
—Aquí no hay amistad, puro “bisne”, pero entre todos nos cuidamos: si vemos a alguien raro, damos el pitazo.
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“No soy monedita de oro para caerle bien a todos”, dice la canción. Y es que el oro, al tratarse de un “activo refugio”, es decir, una inversión segura, sin importar la turbulencia de los mercados, siempre se convertirá en dinero. Por eso no hay mercancía más fácil de vender en el mundo. Su valor es universal y se determina en dólares.
En México, el precio del oro ha tenido un alza mucho más acelerada por el aumento del dólar contra el peso y el alza del oro contra el dólar. Para dimensionar el impacto, ubiquémonos en la crisis económica de 2011, cuando la onza de oro cerró en 1 564 dólares. El 31 de diciembre de ese año, el dólar se vendió en 13.97 pesos; es decir, si alguien hubiera querido vender una onza de oro habría recibido 21 849 pesos.
Para el 31 de julio de este 2020, la onza de oro alcanzó un máximo histórico al cotizarse en 1 974 dólares. Ese mismo día, el dólar cerró en 22.21 pesos; la onza alcanzó entonces un valor de 43 842 pesos: más del doble.
En tiempos de Covid, cuando la mayoría de las economías del mundo ha entrado en recesión, la venta informal de oro es un negocio privilegiado, pues el valor de éste está en permanente incremento. Incluso, se estima que este año la onza podría alcanzar hasta los 2 300 dólares. De acuerdo con el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), se ha perdido más de un millón de empleos formales por la pandemia, aunque cabe decir que no se sabe el impacto que ésta ha tenido en la economía informal, en la que se desempeña 60% de la población.
Según datos de la Encuesta Telefónica sobre Covid-19 y Mercado Laboral (ECovid-ML), que llevó a cabo el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en 30.4% de los hogares mexicanos, por lo menos un integrante perdió su trabajo por la pandemia y en 65.1% hubo pérdida de ingresos. De estos últimos, 37.4% (6.2 millones de hogares) tuvo que vender algún bien, pedir prestado o recurrir a sus ahorros para poder hacerle frente a la disminución de ingresos.
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—Ya no veo cómo hacerle —comenta Marisol. La estética en la que trabajaba “ya no aguantó y cerró” —. Tenía un guardadito, poquito, pero ya no puedo más.
Esta mujer de unos 45 años y madre de dos hijos acudió al Centro Histórico a vender una pulserita. Luego de coincidir en una pequeña plaza comercial, la abordo a la salida y mientras caminamos sobre la calle 5 de Mayo me cuenta que era un regalo que le había hecho a su hija cuando cumplió 15 años. La joven dejó de usarla a petición de su madre, que tenía miedo de que en el transporte público la asaltaran para quitársela. Aunque para Marisol tenía mucho valor sentimental, la pulsera terminó en las manos de los coyotes, que saben que, cuando las personas tienen necesidad aceptan, casi siempre, cualquier oferta.
La gente tiende primero a empeñar su oro antes que venderlo. Prefiere conservarlo. “Al ser una garantía, les permite acceder al financiamiento no bancario. Paga, recupera sus joyas y sabe que las puede volver a empeñar en un futuro”, explica el economista Guillermo Barba. Hay datos de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) que confirman que las casas de empeño han reportado, entre marzo y mayo de 2020, 81 000 empeños de joyas en la Ciudad de México (contra 40 000 registrados en esos mismos meses en 2019); sin embargo, en este caso, muchas personas saben de antemano que, al haber perdido su fuente de ingresos, es probable que no tengan manera de recuperar las joyas empeñadas.
La incertidumbre mundial por la Covid-19, así como las tensiones económicas entre Estados Unidos y China, explica Ana Azuara, especialista de Banco BASE en mercado de commodities, han hecho que el oro alcance precios máximos que no se tenían desde septiembre de 2011. El 22 de julio, cuando conversamos, la onza se cotizaba en 1 870.62 dólares y la experta no dudó en asegurar que este año superaría los 2 000 dólares. Y aunque estos factores hacen que el mercado de joyas caiga, significa un área de oportunidad para quienes compran oro “reciclado”. “En la recesión de 2008 y de 2011, incrementó el precio del oro y se observó que la reventa de éste aumentó porque mucha gente, sobre todo en situaciones de pérdida de empleo, va y vende su oro para obtener algún ingreso”, explica Azuara.
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El Centro Histórico ha comenzado a retomar sus actividades, luego de que las autoridades pidieran cerrar negocios con el fin de evitar la propagación de la Covid-19. Aunque algunos comerciantes no han levantado sus cortinas del todo, en la calle de Palma —entre 16 de Septiembre y Tacuba— el ir y venir no cesa. “La gente anda necesitada y viene a vender sus cosas”, dice un comprador informal de oro.
Tres días después del primer intento, regreso a la calle de Palma con el objetivo de comparar las primeras cotizaciones que recibí sobre mi arete. Esta ocasión opto por entrar a un centro joyero se ubica en el número 5. Me dirijo a una vitrina con un rótulo que dice ahí se compra oro, plata, platino, monedas, relojes y todo tipo de pedacería. Un hombre joven de no más de 30 años me atiende. Su local es sombrío: las paredes se ven dañadas, la pintura se empieza a caer. Él, de sudadera azul y gorra blanca, detrás de una vitrina casi vacía, examina el arete y lo pesa en una báscula que arroja 2.3 gramos. Saca una lupa y verifica.
—Es de 14 quilates—confirma.
Pero de pronto parece lo llaman desde el interior del negocio y dice que “va a checar” y que “ahorita viene”. Alcanzo a verlo desaparecer por unas escaleras que están a un costado. De pie, frente a un exhibidor con billetes y monedas antiguas, espero a que vuelva con mi arete. Un par de minutos después regresa con una mala noticia:
—Es de 10 quilates, no de 14.
Aunque algunos comerciantes no han levantado sus cortinas del todo, en la calle de Palma el ir y venir no cesa. “La gente anda necesitada y viene a vender sus cosas”, dice un comprador informal de oro.
Lo vuelve a pesar y después de hacer unas operaciones en su celular me informa que el valor de la pieza es de 1 063 pesos.
Tres días antes, en distintos puestos me ofrecieron 1 173 y 1 300 pesos, confirmando que era de 14 quilates. Ahora, dicen que es de 10.
Decido regresar al primer local que visité días atrás. Para mi sorpresa, no está la chica que me había atendido, sino otra joven. Delgada y con cabello rubio, juega con su celular mientras bebe agua de un vaso de unicel. Tuve que narrarle toda la historia: primero quería que hicieran un arete igual pero como está complicado y caro, me había decidido a venderlo.
Como si ya lo supiera, me pregunta cuánto me habían ofrecido en otros lugares. Al igual que en las otras ocasiones contesto con sinceridad: “1 063 pesos”. Lo observa, pero sin siquiera hacer algún calculo, me ofrece sin pensarlo 1 070 pesos.
“Mira, lo que te están ofreciendo está muy bien, yo te lo cerraría en 1 070 y te comes un helado. Es que nos vamos cinco, diez pesos, no puede variar más porque aquí está la competencia”, argumenta.
Entre lo que tomo una decisión advierto que la joven recibe una visita: el mismo chico con el que había ido al local de Palma 5 hace unos minutos. Algo se susurran y cuando vuelve tras bambalinas, me dice que tiene que verificar bien la pieza por lo que un “ayudante” la llevará a otro local. Con el mismo modus operandi que la experiencia anterior, la nueva “revisión” arrojó que el arete ya no era de 14 quilates, sino de 10 y lo más que me podían ofrecer era 1 000 pesos.
No cerré el trato. Pedí que me regresaran el arete y me marché. En realidad, ya no tenía ganas de buscar otra opción, pero mientras caminaba hacia 16 de Septiembre, vi un pequeño local repleto de personas y decidí entrar. Como si fuera una experta, le dije directamente a la mujer del mostrador:
—¿Cuánto me ofrecen por él?
Ella lo revisó, confirmó que era de 14 quilates y procedió a hacer la operación.
—Te daría 1 545 pesos —me informó.
De todas las ofertas, ésta era la más atractiva, pero al igual que en todas las experiencias anteriores, no tardaron las objeciones. Sacó lo que parecía una lima de uñas y comenzó a tallar el arete. No fue pequeña la marca que le dejó. Luego le puso ácido, intercambió algunas palabras con otra mujer en el local y me dijo:
—No, es menos, es de 12 [quilates]. Te daría 800 pesos.
Me regresaron la pieza dañada. Las otras pruebas que le habían hecho al arete habían sido muy pequeñas y cercanas al broche, a fin de que no se vieran; sin embargo, en esta ocasión, la marca era sumamente visible.
Decidí volver al primer local que había visitado. El arete estaba dañado y aún me faltaba saber, para este reportaje, cómo concluye este tipo de operaciones.
Una vez más parada sobre Tacuba le digo a la joven y al muchacho que ya me había cansado de dar vueltas y que necesitaba el dinero, por lo que aceptaba los 1 000 pesos. Para mi sorpresa, me pidieron que esperara, pues no tenían el dinero ahí. El joven tomó el arete y se fue. Para romper la tensión, intenté entablar una plática con la joven en el negocio.
—¿También compran centenarios? —pregunté.
—Sí, todo lo que sea de oro, ––confirma y me entrega una tarjeta de presentación rosa con un número de WhatsApp, la misma que me habían dado días atrás.
—Si tienes otra cosa que vender ahí escribes y te decimos cuánto.
Después de unos minutos, el joven volvió y me entregó dos billetes de 500, enrollados. Guardé el dinero en mi bolsa y caminé hasta el Zócalo en donde di un par de vueltas sólo para hacer tiempo. Me habían pagado la mitad de lo que en la casa de empeño habían valuado mi arete. La mitad y, sin duda, pudo haber sido menos.
“Lo que ellos están buscando [los coyotes] es pagarte lo menos, porque lo que van a hacer inmediatamente es venderla al peso y precio correcto: ahí está su ganancia”, puntualiza Barba.
***
Con 25 años dedicándose a la joyería, José, a quien así nombraremos por seguridad, es un empresario que se dedica a la venta formal de joyería chapada en oro en el Centro Histórico. Luego de hablarme sobre las pérdidas que ha tenido durante la pandemia, ya que las joyerías establecidas de la zona agonizan, accede a contarme algunos detalles de cómo operan los coyotes.
—Es un buen negocio [la compra de oro], pero hay que hacerlo bien, con una máquina de rayos X; ésas dicen sin error los quilates y metales de la pieza —explica—. Pero aquí siguen haciéndolo con los ácidos —reprueba—. Ellos no saben calar el oro; son puros intermediarios que luego luego lo revenden a otros, que saben más y tienen años haciendo lo mismo.
José cuenta que en su familia hubo muchos joyeros que sí trabajaban con oro y plata, hacían sus propias joyas para venderlas, pero que poco a poco el negocio se fue terminando y tuvieron que vender sus herramientas y cerrar el taller que tenían. Luego de que un familiar se involucrara con la venta de bisutería, que le dejaba una buena ganancia, José decidió aliarse con él y emprender un negocio que ya les ha permitido abrir joyerías en otros estados del país. Su negocio, como todos los establecidos conforme a la ley, está dado de alta en el SAT (Servicio de Administración Tributaria) y tiene asegurados a sus trabajadores.
José explica que la gran mayoría de las personas que está en estas plazas y vitrinas son intermediarios que tienen la instrucción de comprar las piezas lo más barato posible, por eso es muy común que te digan que las joyas son de un quilataje menor.
—Por cada venta y depende de cuánto pese la joya ellos reciben su comisión… 100 o 200 pesos que les den son muy buenos. Los patrones son los que en verdad le ganan —agrega.
—Nada de que se te antojó andar comprando oro: aquí el negocio es de unos cuantos —advierte cuando le pregunto qué tan fácil es poner un negocio como estos.
Prácticamente la totalidad de las piezas que se compra de manera informal en el Centro se funde y se convierte en barras de mayoreo que se exportan. Ya sea que ellos mismos las fundan —en el menor de los casos— o que a su vez lo revendan a empresas nacionales que se dedican a ello, éste es el destino de las piezas que se comercializan en esta zona. Así nada se desperdicia. El oro termina reciclándose y revendiéndose de nuevo en joyerías establecidas.
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Aunque la compraventa de oro es un negocio redituable, las ganancias de estos comercios informales son totalmente desconocidas. Ni las autoridades locales ni las federales consultadas proporcionaron ningún tipo de información. Ante el cuestionamiento de si había alguna verificación a esta actividad, la solicitud de Gatopardo ha pasado de dependencia a dependencia, sin recibir datos.
Para Ana Azuara, el impacto que tienen estos negocios en el mercado es mínimo, porque dichas transacciones son a pequeña escala; sin embargo, apunta, hay que atender el hecho de que los coyotes estafan a la gente.
Para confirmar cuánto dinero se puede mover en una sola transacción, regreso a Palma. Es un viernes primero de agosto de 2020 y las primeras gotas de lluvia del año comienzan a caer. Los comercios del primer cuadro sobreviven a cuestas. Alrededor de 20% de los 27 000 giros comerciales ubicados aquí no volverán a abrir sus puertas a causa de la Covid-19, de acuerdo con Alejandro Gazal, presidente de la asociación comercial Procentrhico. Con la lluvia, los visitantes comienzan a correr para guarecerse. Los coyotes permanecen afuera de sus locales, sentados en bancos y sillas.
Un hombre, quizá de 40 años, está sentado en un banco de madera y entre sus manos sostiene una pequeña libreta. Sé que la única manera de poder entablar una conversación con él es ofreciéndole algo que vender, así que me aventuro y le digo que quiero vender un centenario.
—¿Lo trae? —me pregunta.
Digo que no, argumentando que, por seguridad, quería preguntar primero. Antes de que diga algo más, me adelanto y le informo que no cuento con la factura de la moneda y pregunto si eso sería un inconveniente.
Prácticamente la totalidad de las piezas que se compran de manera informal en el Centro Histórico son fundidas y convertidas en barras de mayoreo que se exportan. Nada se desperdicia, al final de día, el oro termina reciclándose y revendiéndose de nuevo en joyerías establecidas.
—Aquí no hay problema: no somos como los empeños, no necesitamos que traiga factura—agrega. Toma su celular y empieza a mandar algunos mensajes. Después se aleja de donde estoy y recibe una llamada.
—No lo trae, sólo está preguntando —alcanzo a escuchar que murmura.
Unos segundos después vuelve y me confirma que me pagaría 34 000 pesos, y sigue intercambiando mensajes por celular.
Al observar que hay varias patrullas estacionadas sobre Palma y Tacuba, le pregunto si había caído algún operativo, a lo que me responde que nadie se mete con ellos; dice que las patrullas están allí porque hubo una manifestación. Y, cambiando de tema, dice:
—En efectivo le pagamos por el centenario —con ánimo de convencerme a cerrar el trato.
Pregunto si me puede hacer una transferencia bancaria porque es muy peligroso andar con ese dinero en la bolsa, a lo contesta con una negativa rotunda.
—Aquí nadie maneja eso de transferencias, todo se hace al momento y en efectivo —me aclara—, lo más que puedo hacer es acompañarla al banco. Aquí en la esquina hay uno. Para que usted lo deposite en su cuenta.
Saca de su libreta una tarjeta de presentación. Me pide que le avisae qué día puedo ir con el centenario, para que ellos tengan listo el dinero. Regresando a casa reviso el precio del centenario que ofrecen los bancos. La mejor oferta la tiene BBVA México, que compra la moneda en 46 350 pesos.
Basta una simple transacción como ésta para realizar una estafa a plena luz del día y a la vista de las autoridades. Los coyotes lo saben, que el desconocimiento y la urgencia son el coctel perfecto para hacer un buen “bisne”. Y entonces resuena en mi cabeza aquella frase de Ángel, el coyote: “La gente tiene urgencia de dinero y aquí rápido lo consigue”.
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