Lo que hemos aprendido de Ursula K. Le Guin

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Tiempo de Lectura: 00 min

Aunque la escritora Ursula K. Le Guin era parte del entusiasta y generoso mundo friki de la literatura fantástica y la ciencia ficción, logró convertirse en una autora célebre y muy leída. Tanto el crítico Harold Bloom como la pensadora Donna Haraway reconocieron la sabiduría y belleza de su escritura. A cinco años de su muerte, este texto hace un repaso de sus libros y sus temas. Ursula K. Le Guin nos enseñó a repensar nuestro lugar en el relato del planeta, a ser críticos del colonialismo, ella misma fue rabiosamente pacifista y nos animó a pensar en futuros construidos sobre la base de un sustento real de esperanza.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ursula Le Guin. Fotografía de Marian Wood Kolisch / Oregon State University.

En El relato, novela escrita y publicada en la víspera del cambio de milenio e inspirada por la historia reciente de China, Ursula Le Guin imaginó una sociedad forzada a olvidar sus creencias milenarias, similares al taoísmo, en aras del progreso económico. En ella existe una figura peculiar: la de la gente maz, caracterizada por una “obstinada modestia” y cuyo oficio consiste únicamente en narrar historias: “Contaban, volvían a contar, leían, recitaban, comentaban, explicaban e inventaban. El material infinito de sus palabras no estaba fijado y no podía determinarse. Y seguía creciendo, incluso ahora, porque no todos los textos provenían de otros, no todas las historias provenían de días antiguos, no todos los pensamientos y las ideas se habían transmitido a lo largo de los años”. La gente maz, como era de esperarse, es perseguida por el poder al ser indeseables guardianes de la memoria espiritual, provocadores de la imaginación que fomentan la unión de todo lo que forma parte de El relato, algo así como La Historia en nuestros términos. Pero el miedo al castigo no es la causa de su humildad: desde hace milenios, solo durante el acto de narrar, los maz se ponen un manto sobre los hombros como señal de que en ese momento ostentan una especie de poder sagrado dentro de un ritual de comunión y amor. Al terminar de contar, se lo quitan, siguen con sus vidas y no permiten que nadie les venere. Son, después de todo, personas falibles. Aunque asuman su responsabilidad con alegría, saben que es el acto de urdir el relato, y no ellas en sí mismas, lo que tiene ese valor. “¡Nadie puede llevar el manto todo el tiempo!”, explica una de las yoz, es decir, una escucha. El acto de contar, con todo su peso, no tiene ningún valor sin el acto equivalente de escuchar.

En la Tierra futurista y el planeta Aka de El relato, en su amor por el oficio de narrar y en la importancia de encontrarnos humanamente dentro de él, es inevitable distinguir el acercamiento que Ursula Le Guin tuvo hacia las nociones de imaginación, autoría, literatura, comunidades lectoras e incluso al acto mismo de publicar, sobre el que tuvo opiniones desafiantes. Hoy, a cinco años de su muerte, Le Guin es una maz con muchos más yoz de los que tuvo en su momento, cuando recibió todos los premios del mundo de la ficción especulativa (Hugo, Nebula, World Fantasy, James Tiptree, Jr.), pero, aunque la calidad de su producción lo mereciera, ni de chiste era considerada para la terna de los Nobel. “Bueno, tal vez me den el de la Paz”, bromeaba. Hoy incluso forma parte de un canon que le parecía negado por provenir, descarada y felizmente, de los “bajos fondos” literarios, con varias de sus obras tanto de fantasía como de ciencia ficción editadas en la lujosa colección de la National Library of America.

Siempre predecible, el mundo ha empezado a escuchar esa potente obra que había ignorado hasta que ocurrieron, a mi parecer, tres cosas: la primera es que la innegable belleza y sabiduría contenida en cada uno de sus libros ya había sido notada no solo por el generoso y entusiasta mundo friki de la fantasía y la ciencia ficción, sino por críticos respetados del mainstream literario, como Harold Bloom, y por gente fundamental para la construcción del pensamiento del siglo XXI que hoy goza, por fin, de más visibilidad, como Donna Haraway, quien reconoce la influencia de Ursula Le Guin respecto a sus ideas de generar parentesco con otras especies y de repensar nuestro lugar en el relato del planeta. Desde la narrativa y el ensayo, género en el que también fue prolífica, Ursula Le Guin propuso ideas que hoy son un apoyo importante para entender las propuestas científicas y filosóficas de autoras como Haraway, en textos como La autoría de las semillas de acacia y otros extractos del diario de la Sociedad de Zoolingüistas, cuento donde especula con la tesis de que los seres humanos no somos la única especie productora de arte y pensamiento en la Tierra, y La teoría de la ficción de la bolsa para transportar, ensayo en el que desplaza el origen de la estructura narrativa del viaje del héroe masculino, con la lanza y la dominación como su centro, al de la bolsa de las personas que recolectaban —quizá, más bien, mujeres—, capaz de contener no solo el sustento nutricio, sino de llevar de un lado a otro cierta sabiduría pacífica, la reflexión y la supervivencia a través del acto de contar.

La segunda razón es que cada vez hay más personas notables dentro del panorama de la cultura popular que siguieron sus huellas (Neil Gaiman, Hayao Miyazaki, Michael Chabon, Nora Jemisin; en México, Verónica Murguía y Odo Ediciones), trayendo al presente o bien la herencia de su estilo o cuestiones que Ursula Le Guin abordó hace décadas con asombrosa lucidez, pero que, lamentablemente, siguen teniendo vigencia: el racismo, el sexismo, el costo de la guerra y del uso indiscriminado de la tecnología. Incluso es evidente su influencia en blockbusters como Avatar, de James Cameron, quien sin reconocerlo llevó al lenguaje cinematográfico hollywoodense las ideas de El nombre del mundo es bosque, una novela que ella escribió en 1972 con la indignación provocada por la guerra de Vietnam. Si la audiencia se queja de ver a Pocahontas desvirtuada en ella, también podría quejarse de ver la influencia desvirtuada de Ursula Le Guin, pues uno de los motivos más grandes de su obra fue el trabajo de reflexión sobre el colonialismo que sus padres hicieron desde la antropología. En esta novela la conclusión es rabiosamente pacifista, valga el oxímoron. La gente del planeta Athse conoce fatalmente a lo peor de la especie humana: una flota militar que planea esclavizar y convertir su mundo-bosque, con el que se comunican en sueños, en un astillero. Cuando Selver, uno de los athsianos, se enfrenta al violento capitán Davidson, uno de los estadounidenses más odiosos de la literatura, le arroja uno de los muchos discursos pacifistas, pero incendiarios, que caracterizaron el pensamiento de Ursula Le Guin: “Los dos somos dioses, usted y yo. Usted es un dios demente y yo no sé si estoy cuerdo o no. Pero somos dioses. Nunca habrá en el bosque un encuentro semejante, y como es costumbre entre dioses, nos hemos traído regalos. Usted me trajo un don, la posibilidad de matar a seres de mi misma especie, el homicidio. Ahora, hasta donde me es posible, yo le ofrezco a usted el don de mi pueblo, que es el de no matar. Creo que a cada uno de nosotros le pesará cargar con el don del otro”.

Además de que sus historias siempre fueron protagonizadas sobre todo por personas de piel oscura, de etnias no blancas, para sorpresa de su audiencia, Ursula Le Guin manifestó un genuino interés por especular qué habría sido del territorio en que ella nació y de sus pobladores sin la devastación y el genocidio cometido por los colonizadores. Una de sus obras más interesantes es precisamente en la que explora esta posibilidad hasta sus últimas consecuencias: El eterno regreso a casa (1985), un experimento literario bastante incomprendido aunque magistral, un falso tratado antropológico del pueblo kesh, una versión de los habitantes originarios de California, pero futurista, que incluye muestras de sus usos y costumbres, organización política, arte, profecías, dibujos, crónicas, un glosario de su lengua e incluso grabaciones de sus cantos y poesía, interpretados en complicidad con el músico Todd Barton.

La tercera razón por la que hoy la voz de Ursula Le Guin se escucha más fuerte es quizá la urgencia por saber cómo diablos haremos frente a la catástrofe ecológica, económica, social, individual que se cierne sobre la humanidad desde hace décadas, pero que ahora es una amenaza perceptible por cualquiera que no haya puesto atención antes: la vida en la Tierra corre peligro. Un cambio radical en nuestra manera de habitarla se hace indispensable, y la imaginación de Ursula Le Guin está llena de posibilidades, de viejas formas de ser y hacer que de pronto parecen nuevas, de futuros abiertos construidos a partir de, como ella misma diría, un sustento real para la esperanza. En Los desposeídos. Una utopía ambigua, ella quiso elaborar una utopía anarquista en la que el cambio radical es evidente hasta en el lenguaje: no existen los pronombres posesivos porque no existe el propietariado, no existe la palabra violación porque eso no ocurre en Anarres, la luna precaria del planeta Urras a la que los odonianos se largaron para fundar su propia sociedad bajo el principio del apoyo mutuo, libres del Estado y de la acumulación del capital. “Sabemos que para nosotros no hay otra salida que ayudarnos los unos a los otros, que ninguna mano nos salvará si nosotros mismos no nos tendemos la mano [...] No puedes comprar la revolución. No puedes hacer la revolución. Solo puedes ser la revolución. Está en tu espíritu, o no está en ninguna parte”, dice Shevek, el científico que revolucionará el pensamiento con una nueva teoría sobre el tiempo y la invención del ansible, el dispositivo de comunicación simultánea desde cualquier punto del universo. Después de escribirla, Ursula Le Guin se percató de que nuestra idea de utopía hoy debería contener al menos una serie de alternativas prácticas: de ahí que El eterno regreso a casa, escrita una década después, proponga poner nuestra atención en otros modos de vida, como los de los pueblos originarios de América que, desde la perspectiva de las sociedades industrializadas e hipertecnologizadas, se consideran “primitivas” a pesar de, finalmente, haber sobrevivido con mucha más sabiduría, en armonía con su entorno, pese a todo pronóstico.

Quizá uno de los aprendizajes más interesantes que nos ha proporcionado Ursula Le Guin es el hecho de que la profundidad de sus ideas y la belleza de su manufactura literaria provienen de una experiencia del mundo bastante asequible, humilde en la mejor acepción de la palabra: cercano a la tierra, al humus. Tanto sus brillantes disquisiciones políticas como sus metáforas, sintéticas y precisas, tienen origen en la curiosidad, el humor y la ligereza propias de quien se regocija en las alegrías del mundo natural y, muchas veces, del doméstico: en el territorio de la infancia, de la crianza, el llamado mundo de las mujeres, a veces en compañía de cierta clase de hombres, serenos, atemperados (quizá un reflejo de su matrimonio con Charles Le Guin). “No quiero lo que tienen los hombres. Me alegra dejar que hagan su trabajo y hablen. Pero no quiero ni permitiré que digan o piensen que el suyo es el único trabajo o discurso adecuado para la humanidad. Que no nos quiten nuestro trabajo, nuestras palabras. Si pueden, si quieren, que trabajen con nosotras y hablen con nosotras.”

Cuando escribió La mano izquierda de la oscuridad, quizá Ursula Le Guin no había desarrollado una postura feminista con la profundidad y lucidez académica o activista de autoras de ciencia ficción feminista como Joanna Russ, y sin embargo la asombrosa sociedad ambisexual que imaginó colocó sorpresivamente a la cuestión del género en otro nivel de la conversación cultural. Las colegas de su tiempo le lanzaron feroces críticas (que no fue lo suficientemente arriesgada, que su lenguaje y su neutralidad aún eran las del llamado “masculino universal”), a lo que respondió que bueno, sí, ella era una ama de casa burguesa, después de todo. Pero no se quedó en el refunfuño: Ursula Le Guin volvió sobre sus pasos no para reescribir su obra, sino para escuchar con atención lo que su propia mirada había ignorado por haber estado sumergida en la cultura patriarcal y para complejizar sus mundos ficticios a partir de ahí. En el documental que Arwen Curry hizo sobre su vida y obra, Worlds of Ursula K. Le Guin, la autora reconoce: “Lo que había estado haciendo como escritora era ser una mujer que fingía pensar como un hombre... Tuve que repensar todo mi enfoque para escribir ficción... era importante pensar en el privilegio, el poder y la dominación, en términos de género, algo que la ciencia ficción y la fantasía no habían hecho [...] Todo lo que cambié fue el punto de vista. De repente estamos viendo Terramar [una de sus series más conocidas] desde el punto de vista de quienes no tienen poder”.

Este cambio de perspectiva la hizo más consciente de la discriminación que sufrían, ya no digamos la literatura de subgénero, sino también la escritura de las mujeres y la que estaba destinada a las audiencias más jóvenes. Porque, en este afán de colocar su obra donde merece, de no restarle importancia y “prestigio”, poco se menciona que la originalidad y profundidad de sus obras más relevantes muy probablemente se deban a la práctica irrenunciable de la fantasía, desde la saga de Terramar hasta los cuentos infantiles más sencillos, pasando por las reflexiones en torno a cómo la modernidad rechaza tanto la imaginación pese a que es la forma más antigua, más verdadera y perdurable de la ficción. Es en la fantasía donde la espiritualidad taoísta de Ursula Le Guin, que recorre toda su obra como un caudaloso río subterráneo, está más presente. En ella, como describe David Naimon en Conversaciones sobre la escritura (el libro que hicieron juntos para Tin House, una editorial pequeña, independiente), “lo real y lo imaginado eran inseparables, era una escritora con los pies bien puestos en la tierra cuya imaginación se ramificaba hasta el cielo. Sin embargo, cuanto más aprendía sobre la forma en que Ursula estaba en el mundo fuera de sus libros, más me parecía que era lo invisible, lo imaginario dentro de ellos, lo que animaba lo real, y no al revés. Incluso lo aparentemente mundano de las cosas —la gramática, la sintaxis, la estructura de la oración— están animados por algo invisible, me atrevo a decir mágico, detrás y más allá de ellos [...] y cada uno podría ser un bloque de construcción, un gesto concreto, para bien o para mal, hacia un mundo futuro imaginado”.

La congruencia de Ursula Le Guin es palpable en todo lo que dejó atrás: fue buena amiga de otras autoras, rechazó premios y publicaciones por ser poco éticos y utilizó su buen nombre o los reconocimientos que le daban para visibilizar a quienes no tenían poder o a las injusticias, como cuando escribió a los directivos de la librería Powell’s para decir que “se sentiría muy feliz de saber que compra sus libros en una librería cuyos trabajadores están sindicalizados”, cuando rechazó el premio Nebula por haber discriminado a Stanislaw Lem en el contexto de la Guerra Fría o cuando en su discurso de aceptación del National Book Award dijo que necesitamos autoras(es) que conozcan la diferencia entre arte y mercancía: “Producir material de lectura acorde con estrategias de venta para maximizar las ganancias corporativas y los ingresos publicitarios no es escribir y publicar responsablemente [...] Vivimos en el capitalismo, su poder parece inescapable. También lo parecía el derecho divino de los reyes”.

Con este discurso, hecho cuatro años antes de su muerte, Ursula quería dejar muy claro que, pese a lo que pareciera decirnos la usura del ecosistema literario, tanto en su vertiente snob y pretenciosa como en la mercadológica, la literatura no está separada de la vida de la gente común. La literatura nos pertenece como la garganta o la mano de la que brota el lenguaje, es nuestra como son nuestras las palabras y el alivio que nos traen cuando enunciamos eso que largamente estuvimos pensando, cuando expresamos por fin esa urgente emoción que nos robó el sueño. La literatura, pese al estado de abandono en el que se encuentran las bibliotecas públicas, pese al precio prohibitivo de ciertos libros, pese a la falta de reseñas que pongan en común el trabajo intelectual, emocional, creativo, corporal, palpitante de quienes escriben, editan, ilustran, corrigen, imprimen, encuadernan, distribuyen y leen y analizan los libros, implica en mayor o menor medida disciplina, amor, sueños, cuidados, orden, insomnio, fortaleza, ansiedad, inteligencia, sensibilidad, dinero, en fin: vida. Escrita desde donde sea, publicada de cualquier manera, cumple una función más profunda, indispensable y humana que las simplificaciones esgrimidas por las autoridades oficiales que se arrogan la propiedad de los libros: es El relato. La literatura y su vehículo tecnológico más efectivo y humilde, el libro, esa bolsa para transportar, ofrece una colección de recordatorios fundamentales para la vida (y sobrevivencia) humana. Los que Ursula Le Guin recogió en sus textos no caben en unas cuantas líneas, pero vale la pena echar unos cuantos en la bolsa. ¿Qué hemos aprendido de ella, a cinco años de tenerla danzando allá, en el otro viento? Que el dolor nos une, pero la alegría también. La gente traiciona, pero vale la pena amarla. La vida es ardua, lo es mucho menos si nos acompañamos. Que nuestra especie no está sola, tenemos una familia: son los animales. La imaginación es la herramienta humana más poderosa. Todo poder humano puede confrontarse con la resistencia y el cambio de los seres humanos. El cambio, a menudo, comienza en el arte, y muy a menudo comienza en nuestro arte: el arte de las palabras.

Y, sobre todo, esto: que la gente que no cree en los dragones suele ser devorada por ellos. Desde dentro.

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Aunque la escritora Ursula K. Le Guin era parte del entusiasta y generoso mundo friki de la literatura fantástica y la ciencia ficción, logró convertirse en una autora célebre y muy leída. Tanto el crítico Harold Bloom como la pensadora Donna Haraway reconocieron la sabiduría y belleza de su escritura. A cinco años de su muerte, este texto hace un repaso de sus libros y sus temas. Ursula K. Le Guin nos enseñó a repensar nuestro lugar en el relato del planeta, a ser críticos del colonialismo, ella misma fue rabiosamente pacifista y nos animó a pensar en futuros construidos sobre la base de un sustento real de esperanza.

En El relato, novela escrita y publicada en la víspera del cambio de milenio e inspirada por la historia reciente de China, Ursula Le Guin imaginó una sociedad forzada a olvidar sus creencias milenarias, similares al taoísmo, en aras del progreso económico. En ella existe una figura peculiar: la de la gente maz, caracterizada por una “obstinada modestia” y cuyo oficio consiste únicamente en narrar historias: “Contaban, volvían a contar, leían, recitaban, comentaban, explicaban e inventaban. El material infinito de sus palabras no estaba fijado y no podía determinarse. Y seguía creciendo, incluso ahora, porque no todos los textos provenían de otros, no todas las historias provenían de días antiguos, no todos los pensamientos y las ideas se habían transmitido a lo largo de los años”. La gente maz, como era de esperarse, es perseguida por el poder al ser indeseables guardianes de la memoria espiritual, provocadores de la imaginación que fomentan la unión de todo lo que forma parte de El relato, algo así como La Historia en nuestros términos. Pero el miedo al castigo no es la causa de su humildad: desde hace milenios, solo durante el acto de narrar, los maz se ponen un manto sobre los hombros como señal de que en ese momento ostentan una especie de poder sagrado dentro de un ritual de comunión y amor. Al terminar de contar, se lo quitan, siguen con sus vidas y no permiten que nadie les venere. Son, después de todo, personas falibles. Aunque asuman su responsabilidad con alegría, saben que es el acto de urdir el relato, y no ellas en sí mismas, lo que tiene ese valor. “¡Nadie puede llevar el manto todo el tiempo!”, explica una de las yoz, es decir, una escucha. El acto de contar, con todo su peso, no tiene ningún valor sin el acto equivalente de escuchar.

En la Tierra futurista y el planeta Aka de El relato, en su amor por el oficio de narrar y en la importancia de encontrarnos humanamente dentro de él, es inevitable distinguir el acercamiento que Ursula Le Guin tuvo hacia las nociones de imaginación, autoría, literatura, comunidades lectoras e incluso al acto mismo de publicar, sobre el que tuvo opiniones desafiantes. Hoy, a cinco años de su muerte, Le Guin es una maz con muchos más yoz de los que tuvo en su momento, cuando recibió todos los premios del mundo de la ficción especulativa (Hugo, Nebula, World Fantasy, James Tiptree, Jr.), pero, aunque la calidad de su producción lo mereciera, ni de chiste era considerada para la terna de los Nobel. “Bueno, tal vez me den el de la Paz”, bromeaba. Hoy incluso forma parte de un canon que le parecía negado por provenir, descarada y felizmente, de los “bajos fondos” literarios, con varias de sus obras tanto de fantasía como de ciencia ficción editadas en la lujosa colección de la National Library of America.

Siempre predecible, el mundo ha empezado a escuchar esa potente obra que había ignorado hasta que ocurrieron, a mi parecer, tres cosas: la primera es que la innegable belleza y sabiduría contenida en cada uno de sus libros ya había sido notada no solo por el generoso y entusiasta mundo friki de la fantasía y la ciencia ficción, sino por críticos respetados del mainstream literario, como Harold Bloom, y por gente fundamental para la construcción del pensamiento del siglo XXI que hoy goza, por fin, de más visibilidad, como Donna Haraway, quien reconoce la influencia de Ursula Le Guin respecto a sus ideas de generar parentesco con otras especies y de repensar nuestro lugar en el relato del planeta. Desde la narrativa y el ensayo, género en el que también fue prolífica, Ursula Le Guin propuso ideas que hoy son un apoyo importante para entender las propuestas científicas y filosóficas de autoras como Haraway, en textos como La autoría de las semillas de acacia y otros extractos del diario de la Sociedad de Zoolingüistas, cuento donde especula con la tesis de que los seres humanos no somos la única especie productora de arte y pensamiento en la Tierra, y La teoría de la ficción de la bolsa para transportar, ensayo en el que desplaza el origen de la estructura narrativa del viaje del héroe masculino, con la lanza y la dominación como su centro, al de la bolsa de las personas que recolectaban —quizá, más bien, mujeres—, capaz de contener no solo el sustento nutricio, sino de llevar de un lado a otro cierta sabiduría pacífica, la reflexión y la supervivencia a través del acto de contar.

La segunda razón es que cada vez hay más personas notables dentro del panorama de la cultura popular que siguieron sus huellas (Neil Gaiman, Hayao Miyazaki, Michael Chabon, Nora Jemisin; en México, Verónica Murguía y Odo Ediciones), trayendo al presente o bien la herencia de su estilo o cuestiones que Ursula Le Guin abordó hace décadas con asombrosa lucidez, pero que, lamentablemente, siguen teniendo vigencia: el racismo, el sexismo, el costo de la guerra y del uso indiscriminado de la tecnología. Incluso es evidente su influencia en blockbusters como Avatar, de James Cameron, quien sin reconocerlo llevó al lenguaje cinematográfico hollywoodense las ideas de El nombre del mundo es bosque, una novela que ella escribió en 1972 con la indignación provocada por la guerra de Vietnam. Si la audiencia se queja de ver a Pocahontas desvirtuada en ella, también podría quejarse de ver la influencia desvirtuada de Ursula Le Guin, pues uno de los motivos más grandes de su obra fue el trabajo de reflexión sobre el colonialismo que sus padres hicieron desde la antropología. En esta novela la conclusión es rabiosamente pacifista, valga el oxímoron. La gente del planeta Athse conoce fatalmente a lo peor de la especie humana: una flota militar que planea esclavizar y convertir su mundo-bosque, con el que se comunican en sueños, en un astillero. Cuando Selver, uno de los athsianos, se enfrenta al violento capitán Davidson, uno de los estadounidenses más odiosos de la literatura, le arroja uno de los muchos discursos pacifistas, pero incendiarios, que caracterizaron el pensamiento de Ursula Le Guin: “Los dos somos dioses, usted y yo. Usted es un dios demente y yo no sé si estoy cuerdo o no. Pero somos dioses. Nunca habrá en el bosque un encuentro semejante, y como es costumbre entre dioses, nos hemos traído regalos. Usted me trajo un don, la posibilidad de matar a seres de mi misma especie, el homicidio. Ahora, hasta donde me es posible, yo le ofrezco a usted el don de mi pueblo, que es el de no matar. Creo que a cada uno de nosotros le pesará cargar con el don del otro”.

Además de que sus historias siempre fueron protagonizadas sobre todo por personas de piel oscura, de etnias no blancas, para sorpresa de su audiencia, Ursula Le Guin manifestó un genuino interés por especular qué habría sido del territorio en que ella nació y de sus pobladores sin la devastación y el genocidio cometido por los colonizadores. Una de sus obras más interesantes es precisamente en la que explora esta posibilidad hasta sus últimas consecuencias: El eterno regreso a casa (1985), un experimento literario bastante incomprendido aunque magistral, un falso tratado antropológico del pueblo kesh, una versión de los habitantes originarios de California, pero futurista, que incluye muestras de sus usos y costumbres, organización política, arte, profecías, dibujos, crónicas, un glosario de su lengua e incluso grabaciones de sus cantos y poesía, interpretados en complicidad con el músico Todd Barton.

La tercera razón por la que hoy la voz de Ursula Le Guin se escucha más fuerte es quizá la urgencia por saber cómo diablos haremos frente a la catástrofe ecológica, económica, social, individual que se cierne sobre la humanidad desde hace décadas, pero que ahora es una amenaza perceptible por cualquiera que no haya puesto atención antes: la vida en la Tierra corre peligro. Un cambio radical en nuestra manera de habitarla se hace indispensable, y la imaginación de Ursula Le Guin está llena de posibilidades, de viejas formas de ser y hacer que de pronto parecen nuevas, de futuros abiertos construidos a partir de, como ella misma diría, un sustento real para la esperanza. En Los desposeídos. Una utopía ambigua, ella quiso elaborar una utopía anarquista en la que el cambio radical es evidente hasta en el lenguaje: no existen los pronombres posesivos porque no existe el propietariado, no existe la palabra violación porque eso no ocurre en Anarres, la luna precaria del planeta Urras a la que los odonianos se largaron para fundar su propia sociedad bajo el principio del apoyo mutuo, libres del Estado y de la acumulación del capital. “Sabemos que para nosotros no hay otra salida que ayudarnos los unos a los otros, que ninguna mano nos salvará si nosotros mismos no nos tendemos la mano [...] No puedes comprar la revolución. No puedes hacer la revolución. Solo puedes ser la revolución. Está en tu espíritu, o no está en ninguna parte”, dice Shevek, el científico que revolucionará el pensamiento con una nueva teoría sobre el tiempo y la invención del ansible, el dispositivo de comunicación simultánea desde cualquier punto del universo. Después de escribirla, Ursula Le Guin se percató de que nuestra idea de utopía hoy debería contener al menos una serie de alternativas prácticas: de ahí que El eterno regreso a casa, escrita una década después, proponga poner nuestra atención en otros modos de vida, como los de los pueblos originarios de América que, desde la perspectiva de las sociedades industrializadas e hipertecnologizadas, se consideran “primitivas” a pesar de, finalmente, haber sobrevivido con mucha más sabiduría, en armonía con su entorno, pese a todo pronóstico.

Quizá uno de los aprendizajes más interesantes que nos ha proporcionado Ursula Le Guin es el hecho de que la profundidad de sus ideas y la belleza de su manufactura literaria provienen de una experiencia del mundo bastante asequible, humilde en la mejor acepción de la palabra: cercano a la tierra, al humus. Tanto sus brillantes disquisiciones políticas como sus metáforas, sintéticas y precisas, tienen origen en la curiosidad, el humor y la ligereza propias de quien se regocija en las alegrías del mundo natural y, muchas veces, del doméstico: en el territorio de la infancia, de la crianza, el llamado mundo de las mujeres, a veces en compañía de cierta clase de hombres, serenos, atemperados (quizá un reflejo de su matrimonio con Charles Le Guin). “No quiero lo que tienen los hombres. Me alegra dejar que hagan su trabajo y hablen. Pero no quiero ni permitiré que digan o piensen que el suyo es el único trabajo o discurso adecuado para la humanidad. Que no nos quiten nuestro trabajo, nuestras palabras. Si pueden, si quieren, que trabajen con nosotras y hablen con nosotras.”

Cuando escribió La mano izquierda de la oscuridad, quizá Ursula Le Guin no había desarrollado una postura feminista con la profundidad y lucidez académica o activista de autoras de ciencia ficción feminista como Joanna Russ, y sin embargo la asombrosa sociedad ambisexual que imaginó colocó sorpresivamente a la cuestión del género en otro nivel de la conversación cultural. Las colegas de su tiempo le lanzaron feroces críticas (que no fue lo suficientemente arriesgada, que su lenguaje y su neutralidad aún eran las del llamado “masculino universal”), a lo que respondió que bueno, sí, ella era una ama de casa burguesa, después de todo. Pero no se quedó en el refunfuño: Ursula Le Guin volvió sobre sus pasos no para reescribir su obra, sino para escuchar con atención lo que su propia mirada había ignorado por haber estado sumergida en la cultura patriarcal y para complejizar sus mundos ficticios a partir de ahí. En el documental que Arwen Curry hizo sobre su vida y obra, Worlds of Ursula K. Le Guin, la autora reconoce: “Lo que había estado haciendo como escritora era ser una mujer que fingía pensar como un hombre... Tuve que repensar todo mi enfoque para escribir ficción... era importante pensar en el privilegio, el poder y la dominación, en términos de género, algo que la ciencia ficción y la fantasía no habían hecho [...] Todo lo que cambié fue el punto de vista. De repente estamos viendo Terramar [una de sus series más conocidas] desde el punto de vista de quienes no tienen poder”.

Este cambio de perspectiva la hizo más consciente de la discriminación que sufrían, ya no digamos la literatura de subgénero, sino también la escritura de las mujeres y la que estaba destinada a las audiencias más jóvenes. Porque, en este afán de colocar su obra donde merece, de no restarle importancia y “prestigio”, poco se menciona que la originalidad y profundidad de sus obras más relevantes muy probablemente se deban a la práctica irrenunciable de la fantasía, desde la saga de Terramar hasta los cuentos infantiles más sencillos, pasando por las reflexiones en torno a cómo la modernidad rechaza tanto la imaginación pese a que es la forma más antigua, más verdadera y perdurable de la ficción. Es en la fantasía donde la espiritualidad taoísta de Ursula Le Guin, que recorre toda su obra como un caudaloso río subterráneo, está más presente. En ella, como describe David Naimon en Conversaciones sobre la escritura (el libro que hicieron juntos para Tin House, una editorial pequeña, independiente), “lo real y lo imaginado eran inseparables, era una escritora con los pies bien puestos en la tierra cuya imaginación se ramificaba hasta el cielo. Sin embargo, cuanto más aprendía sobre la forma en que Ursula estaba en el mundo fuera de sus libros, más me parecía que era lo invisible, lo imaginario dentro de ellos, lo que animaba lo real, y no al revés. Incluso lo aparentemente mundano de las cosas —la gramática, la sintaxis, la estructura de la oración— están animados por algo invisible, me atrevo a decir mágico, detrás y más allá de ellos [...] y cada uno podría ser un bloque de construcción, un gesto concreto, para bien o para mal, hacia un mundo futuro imaginado”.

La congruencia de Ursula Le Guin es palpable en todo lo que dejó atrás: fue buena amiga de otras autoras, rechazó premios y publicaciones por ser poco éticos y utilizó su buen nombre o los reconocimientos que le daban para visibilizar a quienes no tenían poder o a las injusticias, como cuando escribió a los directivos de la librería Powell’s para decir que “se sentiría muy feliz de saber que compra sus libros en una librería cuyos trabajadores están sindicalizados”, cuando rechazó el premio Nebula por haber discriminado a Stanislaw Lem en el contexto de la Guerra Fría o cuando en su discurso de aceptación del National Book Award dijo que necesitamos autoras(es) que conozcan la diferencia entre arte y mercancía: “Producir material de lectura acorde con estrategias de venta para maximizar las ganancias corporativas y los ingresos publicitarios no es escribir y publicar responsablemente [...] Vivimos en el capitalismo, su poder parece inescapable. También lo parecía el derecho divino de los reyes”.

Con este discurso, hecho cuatro años antes de su muerte, Ursula quería dejar muy claro que, pese a lo que pareciera decirnos la usura del ecosistema literario, tanto en su vertiente snob y pretenciosa como en la mercadológica, la literatura no está separada de la vida de la gente común. La literatura nos pertenece como la garganta o la mano de la que brota el lenguaje, es nuestra como son nuestras las palabras y el alivio que nos traen cuando enunciamos eso que largamente estuvimos pensando, cuando expresamos por fin esa urgente emoción que nos robó el sueño. La literatura, pese al estado de abandono en el que se encuentran las bibliotecas públicas, pese al precio prohibitivo de ciertos libros, pese a la falta de reseñas que pongan en común el trabajo intelectual, emocional, creativo, corporal, palpitante de quienes escriben, editan, ilustran, corrigen, imprimen, encuadernan, distribuyen y leen y analizan los libros, implica en mayor o menor medida disciplina, amor, sueños, cuidados, orden, insomnio, fortaleza, ansiedad, inteligencia, sensibilidad, dinero, en fin: vida. Escrita desde donde sea, publicada de cualquier manera, cumple una función más profunda, indispensable y humana que las simplificaciones esgrimidas por las autoridades oficiales que se arrogan la propiedad de los libros: es El relato. La literatura y su vehículo tecnológico más efectivo y humilde, el libro, esa bolsa para transportar, ofrece una colección de recordatorios fundamentales para la vida (y sobrevivencia) humana. Los que Ursula Le Guin recogió en sus textos no caben en unas cuantas líneas, pero vale la pena echar unos cuantos en la bolsa. ¿Qué hemos aprendido de ella, a cinco años de tenerla danzando allá, en el otro viento? Que el dolor nos une, pero la alegría también. La gente traiciona, pero vale la pena amarla. La vida es ardua, lo es mucho menos si nos acompañamos. Que nuestra especie no está sola, tenemos una familia: son los animales. La imaginación es la herramienta humana más poderosa. Todo poder humano puede confrontarse con la resistencia y el cambio de los seres humanos. El cambio, a menudo, comienza en el arte, y muy a menudo comienza en nuestro arte: el arte de las palabras.

Y, sobre todo, esto: que la gente que no cree en los dragones suele ser devorada por ellos. Desde dentro.

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Aunque la escritora Ursula K. Le Guin era parte del entusiasta y generoso mundo friki de la literatura fantástica y la ciencia ficción, logró convertirse en una autora célebre y muy leída. Tanto el crítico Harold Bloom como la pensadora Donna Haraway reconocieron la sabiduría y belleza de su escritura. A cinco años de su muerte, este texto hace un repaso de sus libros y sus temas. Ursula K. Le Guin nos enseñó a repensar nuestro lugar en el relato del planeta, a ser críticos del colonialismo, ella misma fue rabiosamente pacifista y nos animó a pensar en futuros construidos sobre la base de un sustento real de esperanza.

En El relato, novela escrita y publicada en la víspera del cambio de milenio e inspirada por la historia reciente de China, Ursula Le Guin imaginó una sociedad forzada a olvidar sus creencias milenarias, similares al taoísmo, en aras del progreso económico. En ella existe una figura peculiar: la de la gente maz, caracterizada por una “obstinada modestia” y cuyo oficio consiste únicamente en narrar historias: “Contaban, volvían a contar, leían, recitaban, comentaban, explicaban e inventaban. El material infinito de sus palabras no estaba fijado y no podía determinarse. Y seguía creciendo, incluso ahora, porque no todos los textos provenían de otros, no todas las historias provenían de días antiguos, no todos los pensamientos y las ideas se habían transmitido a lo largo de los años”. La gente maz, como era de esperarse, es perseguida por el poder al ser indeseables guardianes de la memoria espiritual, provocadores de la imaginación que fomentan la unión de todo lo que forma parte de El relato, algo así como La Historia en nuestros términos. Pero el miedo al castigo no es la causa de su humildad: desde hace milenios, solo durante el acto de narrar, los maz se ponen un manto sobre los hombros como señal de que en ese momento ostentan una especie de poder sagrado dentro de un ritual de comunión y amor. Al terminar de contar, se lo quitan, siguen con sus vidas y no permiten que nadie les venere. Son, después de todo, personas falibles. Aunque asuman su responsabilidad con alegría, saben que es el acto de urdir el relato, y no ellas en sí mismas, lo que tiene ese valor. “¡Nadie puede llevar el manto todo el tiempo!”, explica una de las yoz, es decir, una escucha. El acto de contar, con todo su peso, no tiene ningún valor sin el acto equivalente de escuchar.

En la Tierra futurista y el planeta Aka de El relato, en su amor por el oficio de narrar y en la importancia de encontrarnos humanamente dentro de él, es inevitable distinguir el acercamiento que Ursula Le Guin tuvo hacia las nociones de imaginación, autoría, literatura, comunidades lectoras e incluso al acto mismo de publicar, sobre el que tuvo opiniones desafiantes. Hoy, a cinco años de su muerte, Le Guin es una maz con muchos más yoz de los que tuvo en su momento, cuando recibió todos los premios del mundo de la ficción especulativa (Hugo, Nebula, World Fantasy, James Tiptree, Jr.), pero, aunque la calidad de su producción lo mereciera, ni de chiste era considerada para la terna de los Nobel. “Bueno, tal vez me den el de la Paz”, bromeaba. Hoy incluso forma parte de un canon que le parecía negado por provenir, descarada y felizmente, de los “bajos fondos” literarios, con varias de sus obras tanto de fantasía como de ciencia ficción editadas en la lujosa colección de la National Library of America.

Siempre predecible, el mundo ha empezado a escuchar esa potente obra que había ignorado hasta que ocurrieron, a mi parecer, tres cosas: la primera es que la innegable belleza y sabiduría contenida en cada uno de sus libros ya había sido notada no solo por el generoso y entusiasta mundo friki de la fantasía y la ciencia ficción, sino por críticos respetados del mainstream literario, como Harold Bloom, y por gente fundamental para la construcción del pensamiento del siglo XXI que hoy goza, por fin, de más visibilidad, como Donna Haraway, quien reconoce la influencia de Ursula Le Guin respecto a sus ideas de generar parentesco con otras especies y de repensar nuestro lugar en el relato del planeta. Desde la narrativa y el ensayo, género en el que también fue prolífica, Ursula Le Guin propuso ideas que hoy son un apoyo importante para entender las propuestas científicas y filosóficas de autoras como Haraway, en textos como La autoría de las semillas de acacia y otros extractos del diario de la Sociedad de Zoolingüistas, cuento donde especula con la tesis de que los seres humanos no somos la única especie productora de arte y pensamiento en la Tierra, y La teoría de la ficción de la bolsa para transportar, ensayo en el que desplaza el origen de la estructura narrativa del viaje del héroe masculino, con la lanza y la dominación como su centro, al de la bolsa de las personas que recolectaban —quizá, más bien, mujeres—, capaz de contener no solo el sustento nutricio, sino de llevar de un lado a otro cierta sabiduría pacífica, la reflexión y la supervivencia a través del acto de contar.

La segunda razón es que cada vez hay más personas notables dentro del panorama de la cultura popular que siguieron sus huellas (Neil Gaiman, Hayao Miyazaki, Michael Chabon, Nora Jemisin; en México, Verónica Murguía y Odo Ediciones), trayendo al presente o bien la herencia de su estilo o cuestiones que Ursula Le Guin abordó hace décadas con asombrosa lucidez, pero que, lamentablemente, siguen teniendo vigencia: el racismo, el sexismo, el costo de la guerra y del uso indiscriminado de la tecnología. Incluso es evidente su influencia en blockbusters como Avatar, de James Cameron, quien sin reconocerlo llevó al lenguaje cinematográfico hollywoodense las ideas de El nombre del mundo es bosque, una novela que ella escribió en 1972 con la indignación provocada por la guerra de Vietnam. Si la audiencia se queja de ver a Pocahontas desvirtuada en ella, también podría quejarse de ver la influencia desvirtuada de Ursula Le Guin, pues uno de los motivos más grandes de su obra fue el trabajo de reflexión sobre el colonialismo que sus padres hicieron desde la antropología. En esta novela la conclusión es rabiosamente pacifista, valga el oxímoron. La gente del planeta Athse conoce fatalmente a lo peor de la especie humana: una flota militar que planea esclavizar y convertir su mundo-bosque, con el que se comunican en sueños, en un astillero. Cuando Selver, uno de los athsianos, se enfrenta al violento capitán Davidson, uno de los estadounidenses más odiosos de la literatura, le arroja uno de los muchos discursos pacifistas, pero incendiarios, que caracterizaron el pensamiento de Ursula Le Guin: “Los dos somos dioses, usted y yo. Usted es un dios demente y yo no sé si estoy cuerdo o no. Pero somos dioses. Nunca habrá en el bosque un encuentro semejante, y como es costumbre entre dioses, nos hemos traído regalos. Usted me trajo un don, la posibilidad de matar a seres de mi misma especie, el homicidio. Ahora, hasta donde me es posible, yo le ofrezco a usted el don de mi pueblo, que es el de no matar. Creo que a cada uno de nosotros le pesará cargar con el don del otro”.

Además de que sus historias siempre fueron protagonizadas sobre todo por personas de piel oscura, de etnias no blancas, para sorpresa de su audiencia, Ursula Le Guin manifestó un genuino interés por especular qué habría sido del territorio en que ella nació y de sus pobladores sin la devastación y el genocidio cometido por los colonizadores. Una de sus obras más interesantes es precisamente en la que explora esta posibilidad hasta sus últimas consecuencias: El eterno regreso a casa (1985), un experimento literario bastante incomprendido aunque magistral, un falso tratado antropológico del pueblo kesh, una versión de los habitantes originarios de California, pero futurista, que incluye muestras de sus usos y costumbres, organización política, arte, profecías, dibujos, crónicas, un glosario de su lengua e incluso grabaciones de sus cantos y poesía, interpretados en complicidad con el músico Todd Barton.

La tercera razón por la que hoy la voz de Ursula Le Guin se escucha más fuerte es quizá la urgencia por saber cómo diablos haremos frente a la catástrofe ecológica, económica, social, individual que se cierne sobre la humanidad desde hace décadas, pero que ahora es una amenaza perceptible por cualquiera que no haya puesto atención antes: la vida en la Tierra corre peligro. Un cambio radical en nuestra manera de habitarla se hace indispensable, y la imaginación de Ursula Le Guin está llena de posibilidades, de viejas formas de ser y hacer que de pronto parecen nuevas, de futuros abiertos construidos a partir de, como ella misma diría, un sustento real para la esperanza. En Los desposeídos. Una utopía ambigua, ella quiso elaborar una utopía anarquista en la que el cambio radical es evidente hasta en el lenguaje: no existen los pronombres posesivos porque no existe el propietariado, no existe la palabra violación porque eso no ocurre en Anarres, la luna precaria del planeta Urras a la que los odonianos se largaron para fundar su propia sociedad bajo el principio del apoyo mutuo, libres del Estado y de la acumulación del capital. “Sabemos que para nosotros no hay otra salida que ayudarnos los unos a los otros, que ninguna mano nos salvará si nosotros mismos no nos tendemos la mano [...] No puedes comprar la revolución. No puedes hacer la revolución. Solo puedes ser la revolución. Está en tu espíritu, o no está en ninguna parte”, dice Shevek, el científico que revolucionará el pensamiento con una nueva teoría sobre el tiempo y la invención del ansible, el dispositivo de comunicación simultánea desde cualquier punto del universo. Después de escribirla, Ursula Le Guin se percató de que nuestra idea de utopía hoy debería contener al menos una serie de alternativas prácticas: de ahí que El eterno regreso a casa, escrita una década después, proponga poner nuestra atención en otros modos de vida, como los de los pueblos originarios de América que, desde la perspectiva de las sociedades industrializadas e hipertecnologizadas, se consideran “primitivas” a pesar de, finalmente, haber sobrevivido con mucha más sabiduría, en armonía con su entorno, pese a todo pronóstico.

Quizá uno de los aprendizajes más interesantes que nos ha proporcionado Ursula Le Guin es el hecho de que la profundidad de sus ideas y la belleza de su manufactura literaria provienen de una experiencia del mundo bastante asequible, humilde en la mejor acepción de la palabra: cercano a la tierra, al humus. Tanto sus brillantes disquisiciones políticas como sus metáforas, sintéticas y precisas, tienen origen en la curiosidad, el humor y la ligereza propias de quien se regocija en las alegrías del mundo natural y, muchas veces, del doméstico: en el territorio de la infancia, de la crianza, el llamado mundo de las mujeres, a veces en compañía de cierta clase de hombres, serenos, atemperados (quizá un reflejo de su matrimonio con Charles Le Guin). “No quiero lo que tienen los hombres. Me alegra dejar que hagan su trabajo y hablen. Pero no quiero ni permitiré que digan o piensen que el suyo es el único trabajo o discurso adecuado para la humanidad. Que no nos quiten nuestro trabajo, nuestras palabras. Si pueden, si quieren, que trabajen con nosotras y hablen con nosotras.”

Cuando escribió La mano izquierda de la oscuridad, quizá Ursula Le Guin no había desarrollado una postura feminista con la profundidad y lucidez académica o activista de autoras de ciencia ficción feminista como Joanna Russ, y sin embargo la asombrosa sociedad ambisexual que imaginó colocó sorpresivamente a la cuestión del género en otro nivel de la conversación cultural. Las colegas de su tiempo le lanzaron feroces críticas (que no fue lo suficientemente arriesgada, que su lenguaje y su neutralidad aún eran las del llamado “masculino universal”), a lo que respondió que bueno, sí, ella era una ama de casa burguesa, después de todo. Pero no se quedó en el refunfuño: Ursula Le Guin volvió sobre sus pasos no para reescribir su obra, sino para escuchar con atención lo que su propia mirada había ignorado por haber estado sumergida en la cultura patriarcal y para complejizar sus mundos ficticios a partir de ahí. En el documental que Arwen Curry hizo sobre su vida y obra, Worlds of Ursula K. Le Guin, la autora reconoce: “Lo que había estado haciendo como escritora era ser una mujer que fingía pensar como un hombre... Tuve que repensar todo mi enfoque para escribir ficción... era importante pensar en el privilegio, el poder y la dominación, en términos de género, algo que la ciencia ficción y la fantasía no habían hecho [...] Todo lo que cambié fue el punto de vista. De repente estamos viendo Terramar [una de sus series más conocidas] desde el punto de vista de quienes no tienen poder”.

Este cambio de perspectiva la hizo más consciente de la discriminación que sufrían, ya no digamos la literatura de subgénero, sino también la escritura de las mujeres y la que estaba destinada a las audiencias más jóvenes. Porque, en este afán de colocar su obra donde merece, de no restarle importancia y “prestigio”, poco se menciona que la originalidad y profundidad de sus obras más relevantes muy probablemente se deban a la práctica irrenunciable de la fantasía, desde la saga de Terramar hasta los cuentos infantiles más sencillos, pasando por las reflexiones en torno a cómo la modernidad rechaza tanto la imaginación pese a que es la forma más antigua, más verdadera y perdurable de la ficción. Es en la fantasía donde la espiritualidad taoísta de Ursula Le Guin, que recorre toda su obra como un caudaloso río subterráneo, está más presente. En ella, como describe David Naimon en Conversaciones sobre la escritura (el libro que hicieron juntos para Tin House, una editorial pequeña, independiente), “lo real y lo imaginado eran inseparables, era una escritora con los pies bien puestos en la tierra cuya imaginación se ramificaba hasta el cielo. Sin embargo, cuanto más aprendía sobre la forma en que Ursula estaba en el mundo fuera de sus libros, más me parecía que era lo invisible, lo imaginario dentro de ellos, lo que animaba lo real, y no al revés. Incluso lo aparentemente mundano de las cosas —la gramática, la sintaxis, la estructura de la oración— están animados por algo invisible, me atrevo a decir mágico, detrás y más allá de ellos [...] y cada uno podría ser un bloque de construcción, un gesto concreto, para bien o para mal, hacia un mundo futuro imaginado”.

La congruencia de Ursula Le Guin es palpable en todo lo que dejó atrás: fue buena amiga de otras autoras, rechazó premios y publicaciones por ser poco éticos y utilizó su buen nombre o los reconocimientos que le daban para visibilizar a quienes no tenían poder o a las injusticias, como cuando escribió a los directivos de la librería Powell’s para decir que “se sentiría muy feliz de saber que compra sus libros en una librería cuyos trabajadores están sindicalizados”, cuando rechazó el premio Nebula por haber discriminado a Stanislaw Lem en el contexto de la Guerra Fría o cuando en su discurso de aceptación del National Book Award dijo que necesitamos autoras(es) que conozcan la diferencia entre arte y mercancía: “Producir material de lectura acorde con estrategias de venta para maximizar las ganancias corporativas y los ingresos publicitarios no es escribir y publicar responsablemente [...] Vivimos en el capitalismo, su poder parece inescapable. También lo parecía el derecho divino de los reyes”.

Con este discurso, hecho cuatro años antes de su muerte, Ursula quería dejar muy claro que, pese a lo que pareciera decirnos la usura del ecosistema literario, tanto en su vertiente snob y pretenciosa como en la mercadológica, la literatura no está separada de la vida de la gente común. La literatura nos pertenece como la garganta o la mano de la que brota el lenguaje, es nuestra como son nuestras las palabras y el alivio que nos traen cuando enunciamos eso que largamente estuvimos pensando, cuando expresamos por fin esa urgente emoción que nos robó el sueño. La literatura, pese al estado de abandono en el que se encuentran las bibliotecas públicas, pese al precio prohibitivo de ciertos libros, pese a la falta de reseñas que pongan en común el trabajo intelectual, emocional, creativo, corporal, palpitante de quienes escriben, editan, ilustran, corrigen, imprimen, encuadernan, distribuyen y leen y analizan los libros, implica en mayor o menor medida disciplina, amor, sueños, cuidados, orden, insomnio, fortaleza, ansiedad, inteligencia, sensibilidad, dinero, en fin: vida. Escrita desde donde sea, publicada de cualquier manera, cumple una función más profunda, indispensable y humana que las simplificaciones esgrimidas por las autoridades oficiales que se arrogan la propiedad de los libros: es El relato. La literatura y su vehículo tecnológico más efectivo y humilde, el libro, esa bolsa para transportar, ofrece una colección de recordatorios fundamentales para la vida (y sobrevivencia) humana. Los que Ursula Le Guin recogió en sus textos no caben en unas cuantas líneas, pero vale la pena echar unos cuantos en la bolsa. ¿Qué hemos aprendido de ella, a cinco años de tenerla danzando allá, en el otro viento? Que el dolor nos une, pero la alegría también. La gente traiciona, pero vale la pena amarla. La vida es ardua, lo es mucho menos si nos acompañamos. Que nuestra especie no está sola, tenemos una familia: son los animales. La imaginación es la herramienta humana más poderosa. Todo poder humano puede confrontarse con la resistencia y el cambio de los seres humanos. El cambio, a menudo, comienza en el arte, y muy a menudo comienza en nuestro arte: el arte de las palabras.

Y, sobre todo, esto: que la gente que no cree en los dragones suele ser devorada por ellos. Desde dentro.

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Lo que hemos aprendido de Ursula K. Le Guin

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Realización de
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Traducción de
Ursula Le Guin. Fotografía de Marian Wood Kolisch / Oregon State University.
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Aunque la escritora Ursula K. Le Guin era parte del entusiasta y generoso mundo friki de la literatura fantástica y la ciencia ficción, logró convertirse en una autora célebre y muy leída. Tanto el crítico Harold Bloom como la pensadora Donna Haraway reconocieron la sabiduría y belleza de su escritura. A cinco años de su muerte, este texto hace un repaso de sus libros y sus temas. Ursula K. Le Guin nos enseñó a repensar nuestro lugar en el relato del planeta, a ser críticos del colonialismo, ella misma fue rabiosamente pacifista y nos animó a pensar en futuros construidos sobre la base de un sustento real de esperanza.

En El relato, novela escrita y publicada en la víspera del cambio de milenio e inspirada por la historia reciente de China, Ursula Le Guin imaginó una sociedad forzada a olvidar sus creencias milenarias, similares al taoísmo, en aras del progreso económico. En ella existe una figura peculiar: la de la gente maz, caracterizada por una “obstinada modestia” y cuyo oficio consiste únicamente en narrar historias: “Contaban, volvían a contar, leían, recitaban, comentaban, explicaban e inventaban. El material infinito de sus palabras no estaba fijado y no podía determinarse. Y seguía creciendo, incluso ahora, porque no todos los textos provenían de otros, no todas las historias provenían de días antiguos, no todos los pensamientos y las ideas se habían transmitido a lo largo de los años”. La gente maz, como era de esperarse, es perseguida por el poder al ser indeseables guardianes de la memoria espiritual, provocadores de la imaginación que fomentan la unión de todo lo que forma parte de El relato, algo así como La Historia en nuestros términos. Pero el miedo al castigo no es la causa de su humildad: desde hace milenios, solo durante el acto de narrar, los maz se ponen un manto sobre los hombros como señal de que en ese momento ostentan una especie de poder sagrado dentro de un ritual de comunión y amor. Al terminar de contar, se lo quitan, siguen con sus vidas y no permiten que nadie les venere. Son, después de todo, personas falibles. Aunque asuman su responsabilidad con alegría, saben que es el acto de urdir el relato, y no ellas en sí mismas, lo que tiene ese valor. “¡Nadie puede llevar el manto todo el tiempo!”, explica una de las yoz, es decir, una escucha. El acto de contar, con todo su peso, no tiene ningún valor sin el acto equivalente de escuchar.

En la Tierra futurista y el planeta Aka de El relato, en su amor por el oficio de narrar y en la importancia de encontrarnos humanamente dentro de él, es inevitable distinguir el acercamiento que Ursula Le Guin tuvo hacia las nociones de imaginación, autoría, literatura, comunidades lectoras e incluso al acto mismo de publicar, sobre el que tuvo opiniones desafiantes. Hoy, a cinco años de su muerte, Le Guin es una maz con muchos más yoz de los que tuvo en su momento, cuando recibió todos los premios del mundo de la ficción especulativa (Hugo, Nebula, World Fantasy, James Tiptree, Jr.), pero, aunque la calidad de su producción lo mereciera, ni de chiste era considerada para la terna de los Nobel. “Bueno, tal vez me den el de la Paz”, bromeaba. Hoy incluso forma parte de un canon que le parecía negado por provenir, descarada y felizmente, de los “bajos fondos” literarios, con varias de sus obras tanto de fantasía como de ciencia ficción editadas en la lujosa colección de la National Library of America.

Siempre predecible, el mundo ha empezado a escuchar esa potente obra que había ignorado hasta que ocurrieron, a mi parecer, tres cosas: la primera es que la innegable belleza y sabiduría contenida en cada uno de sus libros ya había sido notada no solo por el generoso y entusiasta mundo friki de la fantasía y la ciencia ficción, sino por críticos respetados del mainstream literario, como Harold Bloom, y por gente fundamental para la construcción del pensamiento del siglo XXI que hoy goza, por fin, de más visibilidad, como Donna Haraway, quien reconoce la influencia de Ursula Le Guin respecto a sus ideas de generar parentesco con otras especies y de repensar nuestro lugar en el relato del planeta. Desde la narrativa y el ensayo, género en el que también fue prolífica, Ursula Le Guin propuso ideas que hoy son un apoyo importante para entender las propuestas científicas y filosóficas de autoras como Haraway, en textos como La autoría de las semillas de acacia y otros extractos del diario de la Sociedad de Zoolingüistas, cuento donde especula con la tesis de que los seres humanos no somos la única especie productora de arte y pensamiento en la Tierra, y La teoría de la ficción de la bolsa para transportar, ensayo en el que desplaza el origen de la estructura narrativa del viaje del héroe masculino, con la lanza y la dominación como su centro, al de la bolsa de las personas que recolectaban —quizá, más bien, mujeres—, capaz de contener no solo el sustento nutricio, sino de llevar de un lado a otro cierta sabiduría pacífica, la reflexión y la supervivencia a través del acto de contar.

La segunda razón es que cada vez hay más personas notables dentro del panorama de la cultura popular que siguieron sus huellas (Neil Gaiman, Hayao Miyazaki, Michael Chabon, Nora Jemisin; en México, Verónica Murguía y Odo Ediciones), trayendo al presente o bien la herencia de su estilo o cuestiones que Ursula Le Guin abordó hace décadas con asombrosa lucidez, pero que, lamentablemente, siguen teniendo vigencia: el racismo, el sexismo, el costo de la guerra y del uso indiscriminado de la tecnología. Incluso es evidente su influencia en blockbusters como Avatar, de James Cameron, quien sin reconocerlo llevó al lenguaje cinematográfico hollywoodense las ideas de El nombre del mundo es bosque, una novela que ella escribió en 1972 con la indignación provocada por la guerra de Vietnam. Si la audiencia se queja de ver a Pocahontas desvirtuada en ella, también podría quejarse de ver la influencia desvirtuada de Ursula Le Guin, pues uno de los motivos más grandes de su obra fue el trabajo de reflexión sobre el colonialismo que sus padres hicieron desde la antropología. En esta novela la conclusión es rabiosamente pacifista, valga el oxímoron. La gente del planeta Athse conoce fatalmente a lo peor de la especie humana: una flota militar que planea esclavizar y convertir su mundo-bosque, con el que se comunican en sueños, en un astillero. Cuando Selver, uno de los athsianos, se enfrenta al violento capitán Davidson, uno de los estadounidenses más odiosos de la literatura, le arroja uno de los muchos discursos pacifistas, pero incendiarios, que caracterizaron el pensamiento de Ursula Le Guin: “Los dos somos dioses, usted y yo. Usted es un dios demente y yo no sé si estoy cuerdo o no. Pero somos dioses. Nunca habrá en el bosque un encuentro semejante, y como es costumbre entre dioses, nos hemos traído regalos. Usted me trajo un don, la posibilidad de matar a seres de mi misma especie, el homicidio. Ahora, hasta donde me es posible, yo le ofrezco a usted el don de mi pueblo, que es el de no matar. Creo que a cada uno de nosotros le pesará cargar con el don del otro”.

Además de que sus historias siempre fueron protagonizadas sobre todo por personas de piel oscura, de etnias no blancas, para sorpresa de su audiencia, Ursula Le Guin manifestó un genuino interés por especular qué habría sido del territorio en que ella nació y de sus pobladores sin la devastación y el genocidio cometido por los colonizadores. Una de sus obras más interesantes es precisamente en la que explora esta posibilidad hasta sus últimas consecuencias: El eterno regreso a casa (1985), un experimento literario bastante incomprendido aunque magistral, un falso tratado antropológico del pueblo kesh, una versión de los habitantes originarios de California, pero futurista, que incluye muestras de sus usos y costumbres, organización política, arte, profecías, dibujos, crónicas, un glosario de su lengua e incluso grabaciones de sus cantos y poesía, interpretados en complicidad con el músico Todd Barton.

La tercera razón por la que hoy la voz de Ursula Le Guin se escucha más fuerte es quizá la urgencia por saber cómo diablos haremos frente a la catástrofe ecológica, económica, social, individual que se cierne sobre la humanidad desde hace décadas, pero que ahora es una amenaza perceptible por cualquiera que no haya puesto atención antes: la vida en la Tierra corre peligro. Un cambio radical en nuestra manera de habitarla se hace indispensable, y la imaginación de Ursula Le Guin está llena de posibilidades, de viejas formas de ser y hacer que de pronto parecen nuevas, de futuros abiertos construidos a partir de, como ella misma diría, un sustento real para la esperanza. En Los desposeídos. Una utopía ambigua, ella quiso elaborar una utopía anarquista en la que el cambio radical es evidente hasta en el lenguaje: no existen los pronombres posesivos porque no existe el propietariado, no existe la palabra violación porque eso no ocurre en Anarres, la luna precaria del planeta Urras a la que los odonianos se largaron para fundar su propia sociedad bajo el principio del apoyo mutuo, libres del Estado y de la acumulación del capital. “Sabemos que para nosotros no hay otra salida que ayudarnos los unos a los otros, que ninguna mano nos salvará si nosotros mismos no nos tendemos la mano [...] No puedes comprar la revolución. No puedes hacer la revolución. Solo puedes ser la revolución. Está en tu espíritu, o no está en ninguna parte”, dice Shevek, el científico que revolucionará el pensamiento con una nueva teoría sobre el tiempo y la invención del ansible, el dispositivo de comunicación simultánea desde cualquier punto del universo. Después de escribirla, Ursula Le Guin se percató de que nuestra idea de utopía hoy debería contener al menos una serie de alternativas prácticas: de ahí que El eterno regreso a casa, escrita una década después, proponga poner nuestra atención en otros modos de vida, como los de los pueblos originarios de América que, desde la perspectiva de las sociedades industrializadas e hipertecnologizadas, se consideran “primitivas” a pesar de, finalmente, haber sobrevivido con mucha más sabiduría, en armonía con su entorno, pese a todo pronóstico.

Quizá uno de los aprendizajes más interesantes que nos ha proporcionado Ursula Le Guin es el hecho de que la profundidad de sus ideas y la belleza de su manufactura literaria provienen de una experiencia del mundo bastante asequible, humilde en la mejor acepción de la palabra: cercano a la tierra, al humus. Tanto sus brillantes disquisiciones políticas como sus metáforas, sintéticas y precisas, tienen origen en la curiosidad, el humor y la ligereza propias de quien se regocija en las alegrías del mundo natural y, muchas veces, del doméstico: en el territorio de la infancia, de la crianza, el llamado mundo de las mujeres, a veces en compañía de cierta clase de hombres, serenos, atemperados (quizá un reflejo de su matrimonio con Charles Le Guin). “No quiero lo que tienen los hombres. Me alegra dejar que hagan su trabajo y hablen. Pero no quiero ni permitiré que digan o piensen que el suyo es el único trabajo o discurso adecuado para la humanidad. Que no nos quiten nuestro trabajo, nuestras palabras. Si pueden, si quieren, que trabajen con nosotras y hablen con nosotras.”

Cuando escribió La mano izquierda de la oscuridad, quizá Ursula Le Guin no había desarrollado una postura feminista con la profundidad y lucidez académica o activista de autoras de ciencia ficción feminista como Joanna Russ, y sin embargo la asombrosa sociedad ambisexual que imaginó colocó sorpresivamente a la cuestión del género en otro nivel de la conversación cultural. Las colegas de su tiempo le lanzaron feroces críticas (que no fue lo suficientemente arriesgada, que su lenguaje y su neutralidad aún eran las del llamado “masculino universal”), a lo que respondió que bueno, sí, ella era una ama de casa burguesa, después de todo. Pero no se quedó en el refunfuño: Ursula Le Guin volvió sobre sus pasos no para reescribir su obra, sino para escuchar con atención lo que su propia mirada había ignorado por haber estado sumergida en la cultura patriarcal y para complejizar sus mundos ficticios a partir de ahí. En el documental que Arwen Curry hizo sobre su vida y obra, Worlds of Ursula K. Le Guin, la autora reconoce: “Lo que había estado haciendo como escritora era ser una mujer que fingía pensar como un hombre... Tuve que repensar todo mi enfoque para escribir ficción... era importante pensar en el privilegio, el poder y la dominación, en términos de género, algo que la ciencia ficción y la fantasía no habían hecho [...] Todo lo que cambié fue el punto de vista. De repente estamos viendo Terramar [una de sus series más conocidas] desde el punto de vista de quienes no tienen poder”.

Este cambio de perspectiva la hizo más consciente de la discriminación que sufrían, ya no digamos la literatura de subgénero, sino también la escritura de las mujeres y la que estaba destinada a las audiencias más jóvenes. Porque, en este afán de colocar su obra donde merece, de no restarle importancia y “prestigio”, poco se menciona que la originalidad y profundidad de sus obras más relevantes muy probablemente se deban a la práctica irrenunciable de la fantasía, desde la saga de Terramar hasta los cuentos infantiles más sencillos, pasando por las reflexiones en torno a cómo la modernidad rechaza tanto la imaginación pese a que es la forma más antigua, más verdadera y perdurable de la ficción. Es en la fantasía donde la espiritualidad taoísta de Ursula Le Guin, que recorre toda su obra como un caudaloso río subterráneo, está más presente. En ella, como describe David Naimon en Conversaciones sobre la escritura (el libro que hicieron juntos para Tin House, una editorial pequeña, independiente), “lo real y lo imaginado eran inseparables, era una escritora con los pies bien puestos en la tierra cuya imaginación se ramificaba hasta el cielo. Sin embargo, cuanto más aprendía sobre la forma en que Ursula estaba en el mundo fuera de sus libros, más me parecía que era lo invisible, lo imaginario dentro de ellos, lo que animaba lo real, y no al revés. Incluso lo aparentemente mundano de las cosas —la gramática, la sintaxis, la estructura de la oración— están animados por algo invisible, me atrevo a decir mágico, detrás y más allá de ellos [...] y cada uno podría ser un bloque de construcción, un gesto concreto, para bien o para mal, hacia un mundo futuro imaginado”.

La congruencia de Ursula Le Guin es palpable en todo lo que dejó atrás: fue buena amiga de otras autoras, rechazó premios y publicaciones por ser poco éticos y utilizó su buen nombre o los reconocimientos que le daban para visibilizar a quienes no tenían poder o a las injusticias, como cuando escribió a los directivos de la librería Powell’s para decir que “se sentiría muy feliz de saber que compra sus libros en una librería cuyos trabajadores están sindicalizados”, cuando rechazó el premio Nebula por haber discriminado a Stanislaw Lem en el contexto de la Guerra Fría o cuando en su discurso de aceptación del National Book Award dijo que necesitamos autoras(es) que conozcan la diferencia entre arte y mercancía: “Producir material de lectura acorde con estrategias de venta para maximizar las ganancias corporativas y los ingresos publicitarios no es escribir y publicar responsablemente [...] Vivimos en el capitalismo, su poder parece inescapable. También lo parecía el derecho divino de los reyes”.

Con este discurso, hecho cuatro años antes de su muerte, Ursula quería dejar muy claro que, pese a lo que pareciera decirnos la usura del ecosistema literario, tanto en su vertiente snob y pretenciosa como en la mercadológica, la literatura no está separada de la vida de la gente común. La literatura nos pertenece como la garganta o la mano de la que brota el lenguaje, es nuestra como son nuestras las palabras y el alivio que nos traen cuando enunciamos eso que largamente estuvimos pensando, cuando expresamos por fin esa urgente emoción que nos robó el sueño. La literatura, pese al estado de abandono en el que se encuentran las bibliotecas públicas, pese al precio prohibitivo de ciertos libros, pese a la falta de reseñas que pongan en común el trabajo intelectual, emocional, creativo, corporal, palpitante de quienes escriben, editan, ilustran, corrigen, imprimen, encuadernan, distribuyen y leen y analizan los libros, implica en mayor o menor medida disciplina, amor, sueños, cuidados, orden, insomnio, fortaleza, ansiedad, inteligencia, sensibilidad, dinero, en fin: vida. Escrita desde donde sea, publicada de cualquier manera, cumple una función más profunda, indispensable y humana que las simplificaciones esgrimidas por las autoridades oficiales que se arrogan la propiedad de los libros: es El relato. La literatura y su vehículo tecnológico más efectivo y humilde, el libro, esa bolsa para transportar, ofrece una colección de recordatorios fundamentales para la vida (y sobrevivencia) humana. Los que Ursula Le Guin recogió en sus textos no caben en unas cuantas líneas, pero vale la pena echar unos cuantos en la bolsa. ¿Qué hemos aprendido de ella, a cinco años de tenerla danzando allá, en el otro viento? Que el dolor nos une, pero la alegría también. La gente traiciona, pero vale la pena amarla. La vida es ardua, lo es mucho menos si nos acompañamos. Que nuestra especie no está sola, tenemos una familia: son los animales. La imaginación es la herramienta humana más poderosa. Todo poder humano puede confrontarse con la resistencia y el cambio de los seres humanos. El cambio, a menudo, comienza en el arte, y muy a menudo comienza en nuestro arte: el arte de las palabras.

Y, sobre todo, esto: que la gente que no cree en los dragones suele ser devorada por ellos. Desde dentro.

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Lo que hemos aprendido de Ursula K. Le Guin

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Aunque la escritora Ursula K. Le Guin era parte del entusiasta y generoso mundo friki de la literatura fantástica y la ciencia ficción, logró convertirse en una autora célebre y muy leída. Tanto el crítico Harold Bloom como la pensadora Donna Haraway reconocieron la sabiduría y belleza de su escritura. A cinco años de su muerte, este texto hace un repaso de sus libros y sus temas. Ursula K. Le Guin nos enseñó a repensar nuestro lugar en el relato del planeta, a ser críticos del colonialismo, ella misma fue rabiosamente pacifista y nos animó a pensar en futuros construidos sobre la base de un sustento real de esperanza.

En El relato, novela escrita y publicada en la víspera del cambio de milenio e inspirada por la historia reciente de China, Ursula Le Guin imaginó una sociedad forzada a olvidar sus creencias milenarias, similares al taoísmo, en aras del progreso económico. En ella existe una figura peculiar: la de la gente maz, caracterizada por una “obstinada modestia” y cuyo oficio consiste únicamente en narrar historias: “Contaban, volvían a contar, leían, recitaban, comentaban, explicaban e inventaban. El material infinito de sus palabras no estaba fijado y no podía determinarse. Y seguía creciendo, incluso ahora, porque no todos los textos provenían de otros, no todas las historias provenían de días antiguos, no todos los pensamientos y las ideas se habían transmitido a lo largo de los años”. La gente maz, como era de esperarse, es perseguida por el poder al ser indeseables guardianes de la memoria espiritual, provocadores de la imaginación que fomentan la unión de todo lo que forma parte de El relato, algo así como La Historia en nuestros términos. Pero el miedo al castigo no es la causa de su humildad: desde hace milenios, solo durante el acto de narrar, los maz se ponen un manto sobre los hombros como señal de que en ese momento ostentan una especie de poder sagrado dentro de un ritual de comunión y amor. Al terminar de contar, se lo quitan, siguen con sus vidas y no permiten que nadie les venere. Son, después de todo, personas falibles. Aunque asuman su responsabilidad con alegría, saben que es el acto de urdir el relato, y no ellas en sí mismas, lo que tiene ese valor. “¡Nadie puede llevar el manto todo el tiempo!”, explica una de las yoz, es decir, una escucha. El acto de contar, con todo su peso, no tiene ningún valor sin el acto equivalente de escuchar.

En la Tierra futurista y el planeta Aka de El relato, en su amor por el oficio de narrar y en la importancia de encontrarnos humanamente dentro de él, es inevitable distinguir el acercamiento que Ursula Le Guin tuvo hacia las nociones de imaginación, autoría, literatura, comunidades lectoras e incluso al acto mismo de publicar, sobre el que tuvo opiniones desafiantes. Hoy, a cinco años de su muerte, Le Guin es una maz con muchos más yoz de los que tuvo en su momento, cuando recibió todos los premios del mundo de la ficción especulativa (Hugo, Nebula, World Fantasy, James Tiptree, Jr.), pero, aunque la calidad de su producción lo mereciera, ni de chiste era considerada para la terna de los Nobel. “Bueno, tal vez me den el de la Paz”, bromeaba. Hoy incluso forma parte de un canon que le parecía negado por provenir, descarada y felizmente, de los “bajos fondos” literarios, con varias de sus obras tanto de fantasía como de ciencia ficción editadas en la lujosa colección de la National Library of America.

Siempre predecible, el mundo ha empezado a escuchar esa potente obra que había ignorado hasta que ocurrieron, a mi parecer, tres cosas: la primera es que la innegable belleza y sabiduría contenida en cada uno de sus libros ya había sido notada no solo por el generoso y entusiasta mundo friki de la fantasía y la ciencia ficción, sino por críticos respetados del mainstream literario, como Harold Bloom, y por gente fundamental para la construcción del pensamiento del siglo XXI que hoy goza, por fin, de más visibilidad, como Donna Haraway, quien reconoce la influencia de Ursula Le Guin respecto a sus ideas de generar parentesco con otras especies y de repensar nuestro lugar en el relato del planeta. Desde la narrativa y el ensayo, género en el que también fue prolífica, Ursula Le Guin propuso ideas que hoy son un apoyo importante para entender las propuestas científicas y filosóficas de autoras como Haraway, en textos como La autoría de las semillas de acacia y otros extractos del diario de la Sociedad de Zoolingüistas, cuento donde especula con la tesis de que los seres humanos no somos la única especie productora de arte y pensamiento en la Tierra, y La teoría de la ficción de la bolsa para transportar, ensayo en el que desplaza el origen de la estructura narrativa del viaje del héroe masculino, con la lanza y la dominación como su centro, al de la bolsa de las personas que recolectaban —quizá, más bien, mujeres—, capaz de contener no solo el sustento nutricio, sino de llevar de un lado a otro cierta sabiduría pacífica, la reflexión y la supervivencia a través del acto de contar.

La segunda razón es que cada vez hay más personas notables dentro del panorama de la cultura popular que siguieron sus huellas (Neil Gaiman, Hayao Miyazaki, Michael Chabon, Nora Jemisin; en México, Verónica Murguía y Odo Ediciones), trayendo al presente o bien la herencia de su estilo o cuestiones que Ursula Le Guin abordó hace décadas con asombrosa lucidez, pero que, lamentablemente, siguen teniendo vigencia: el racismo, el sexismo, el costo de la guerra y del uso indiscriminado de la tecnología. Incluso es evidente su influencia en blockbusters como Avatar, de James Cameron, quien sin reconocerlo llevó al lenguaje cinematográfico hollywoodense las ideas de El nombre del mundo es bosque, una novela que ella escribió en 1972 con la indignación provocada por la guerra de Vietnam. Si la audiencia se queja de ver a Pocahontas desvirtuada en ella, también podría quejarse de ver la influencia desvirtuada de Ursula Le Guin, pues uno de los motivos más grandes de su obra fue el trabajo de reflexión sobre el colonialismo que sus padres hicieron desde la antropología. En esta novela la conclusión es rabiosamente pacifista, valga el oxímoron. La gente del planeta Athse conoce fatalmente a lo peor de la especie humana: una flota militar que planea esclavizar y convertir su mundo-bosque, con el que se comunican en sueños, en un astillero. Cuando Selver, uno de los athsianos, se enfrenta al violento capitán Davidson, uno de los estadounidenses más odiosos de la literatura, le arroja uno de los muchos discursos pacifistas, pero incendiarios, que caracterizaron el pensamiento de Ursula Le Guin: “Los dos somos dioses, usted y yo. Usted es un dios demente y yo no sé si estoy cuerdo o no. Pero somos dioses. Nunca habrá en el bosque un encuentro semejante, y como es costumbre entre dioses, nos hemos traído regalos. Usted me trajo un don, la posibilidad de matar a seres de mi misma especie, el homicidio. Ahora, hasta donde me es posible, yo le ofrezco a usted el don de mi pueblo, que es el de no matar. Creo que a cada uno de nosotros le pesará cargar con el don del otro”.

Además de que sus historias siempre fueron protagonizadas sobre todo por personas de piel oscura, de etnias no blancas, para sorpresa de su audiencia, Ursula Le Guin manifestó un genuino interés por especular qué habría sido del territorio en que ella nació y de sus pobladores sin la devastación y el genocidio cometido por los colonizadores. Una de sus obras más interesantes es precisamente en la que explora esta posibilidad hasta sus últimas consecuencias: El eterno regreso a casa (1985), un experimento literario bastante incomprendido aunque magistral, un falso tratado antropológico del pueblo kesh, una versión de los habitantes originarios de California, pero futurista, que incluye muestras de sus usos y costumbres, organización política, arte, profecías, dibujos, crónicas, un glosario de su lengua e incluso grabaciones de sus cantos y poesía, interpretados en complicidad con el músico Todd Barton.

La tercera razón por la que hoy la voz de Ursula Le Guin se escucha más fuerte es quizá la urgencia por saber cómo diablos haremos frente a la catástrofe ecológica, económica, social, individual que se cierne sobre la humanidad desde hace décadas, pero que ahora es una amenaza perceptible por cualquiera que no haya puesto atención antes: la vida en la Tierra corre peligro. Un cambio radical en nuestra manera de habitarla se hace indispensable, y la imaginación de Ursula Le Guin está llena de posibilidades, de viejas formas de ser y hacer que de pronto parecen nuevas, de futuros abiertos construidos a partir de, como ella misma diría, un sustento real para la esperanza. En Los desposeídos. Una utopía ambigua, ella quiso elaborar una utopía anarquista en la que el cambio radical es evidente hasta en el lenguaje: no existen los pronombres posesivos porque no existe el propietariado, no existe la palabra violación porque eso no ocurre en Anarres, la luna precaria del planeta Urras a la que los odonianos se largaron para fundar su propia sociedad bajo el principio del apoyo mutuo, libres del Estado y de la acumulación del capital. “Sabemos que para nosotros no hay otra salida que ayudarnos los unos a los otros, que ninguna mano nos salvará si nosotros mismos no nos tendemos la mano [...] No puedes comprar la revolución. No puedes hacer la revolución. Solo puedes ser la revolución. Está en tu espíritu, o no está en ninguna parte”, dice Shevek, el científico que revolucionará el pensamiento con una nueva teoría sobre el tiempo y la invención del ansible, el dispositivo de comunicación simultánea desde cualquier punto del universo. Después de escribirla, Ursula Le Guin se percató de que nuestra idea de utopía hoy debería contener al menos una serie de alternativas prácticas: de ahí que El eterno regreso a casa, escrita una década después, proponga poner nuestra atención en otros modos de vida, como los de los pueblos originarios de América que, desde la perspectiva de las sociedades industrializadas e hipertecnologizadas, se consideran “primitivas” a pesar de, finalmente, haber sobrevivido con mucha más sabiduría, en armonía con su entorno, pese a todo pronóstico.

Quizá uno de los aprendizajes más interesantes que nos ha proporcionado Ursula Le Guin es el hecho de que la profundidad de sus ideas y la belleza de su manufactura literaria provienen de una experiencia del mundo bastante asequible, humilde en la mejor acepción de la palabra: cercano a la tierra, al humus. Tanto sus brillantes disquisiciones políticas como sus metáforas, sintéticas y precisas, tienen origen en la curiosidad, el humor y la ligereza propias de quien se regocija en las alegrías del mundo natural y, muchas veces, del doméstico: en el territorio de la infancia, de la crianza, el llamado mundo de las mujeres, a veces en compañía de cierta clase de hombres, serenos, atemperados (quizá un reflejo de su matrimonio con Charles Le Guin). “No quiero lo que tienen los hombres. Me alegra dejar que hagan su trabajo y hablen. Pero no quiero ni permitiré que digan o piensen que el suyo es el único trabajo o discurso adecuado para la humanidad. Que no nos quiten nuestro trabajo, nuestras palabras. Si pueden, si quieren, que trabajen con nosotras y hablen con nosotras.”

Cuando escribió La mano izquierda de la oscuridad, quizá Ursula Le Guin no había desarrollado una postura feminista con la profundidad y lucidez académica o activista de autoras de ciencia ficción feminista como Joanna Russ, y sin embargo la asombrosa sociedad ambisexual que imaginó colocó sorpresivamente a la cuestión del género en otro nivel de la conversación cultural. Las colegas de su tiempo le lanzaron feroces críticas (que no fue lo suficientemente arriesgada, que su lenguaje y su neutralidad aún eran las del llamado “masculino universal”), a lo que respondió que bueno, sí, ella era una ama de casa burguesa, después de todo. Pero no se quedó en el refunfuño: Ursula Le Guin volvió sobre sus pasos no para reescribir su obra, sino para escuchar con atención lo que su propia mirada había ignorado por haber estado sumergida en la cultura patriarcal y para complejizar sus mundos ficticios a partir de ahí. En el documental que Arwen Curry hizo sobre su vida y obra, Worlds of Ursula K. Le Guin, la autora reconoce: “Lo que había estado haciendo como escritora era ser una mujer que fingía pensar como un hombre... Tuve que repensar todo mi enfoque para escribir ficción... era importante pensar en el privilegio, el poder y la dominación, en términos de género, algo que la ciencia ficción y la fantasía no habían hecho [...] Todo lo que cambié fue el punto de vista. De repente estamos viendo Terramar [una de sus series más conocidas] desde el punto de vista de quienes no tienen poder”.

Este cambio de perspectiva la hizo más consciente de la discriminación que sufrían, ya no digamos la literatura de subgénero, sino también la escritura de las mujeres y la que estaba destinada a las audiencias más jóvenes. Porque, en este afán de colocar su obra donde merece, de no restarle importancia y “prestigio”, poco se menciona que la originalidad y profundidad de sus obras más relevantes muy probablemente se deban a la práctica irrenunciable de la fantasía, desde la saga de Terramar hasta los cuentos infantiles más sencillos, pasando por las reflexiones en torno a cómo la modernidad rechaza tanto la imaginación pese a que es la forma más antigua, más verdadera y perdurable de la ficción. Es en la fantasía donde la espiritualidad taoísta de Ursula Le Guin, que recorre toda su obra como un caudaloso río subterráneo, está más presente. En ella, como describe David Naimon en Conversaciones sobre la escritura (el libro que hicieron juntos para Tin House, una editorial pequeña, independiente), “lo real y lo imaginado eran inseparables, era una escritora con los pies bien puestos en la tierra cuya imaginación se ramificaba hasta el cielo. Sin embargo, cuanto más aprendía sobre la forma en que Ursula estaba en el mundo fuera de sus libros, más me parecía que era lo invisible, lo imaginario dentro de ellos, lo que animaba lo real, y no al revés. Incluso lo aparentemente mundano de las cosas —la gramática, la sintaxis, la estructura de la oración— están animados por algo invisible, me atrevo a decir mágico, detrás y más allá de ellos [...] y cada uno podría ser un bloque de construcción, un gesto concreto, para bien o para mal, hacia un mundo futuro imaginado”.

La congruencia de Ursula Le Guin es palpable en todo lo que dejó atrás: fue buena amiga de otras autoras, rechazó premios y publicaciones por ser poco éticos y utilizó su buen nombre o los reconocimientos que le daban para visibilizar a quienes no tenían poder o a las injusticias, como cuando escribió a los directivos de la librería Powell’s para decir que “se sentiría muy feliz de saber que compra sus libros en una librería cuyos trabajadores están sindicalizados”, cuando rechazó el premio Nebula por haber discriminado a Stanislaw Lem en el contexto de la Guerra Fría o cuando en su discurso de aceptación del National Book Award dijo que necesitamos autoras(es) que conozcan la diferencia entre arte y mercancía: “Producir material de lectura acorde con estrategias de venta para maximizar las ganancias corporativas y los ingresos publicitarios no es escribir y publicar responsablemente [...] Vivimos en el capitalismo, su poder parece inescapable. También lo parecía el derecho divino de los reyes”.

Con este discurso, hecho cuatro años antes de su muerte, Ursula quería dejar muy claro que, pese a lo que pareciera decirnos la usura del ecosistema literario, tanto en su vertiente snob y pretenciosa como en la mercadológica, la literatura no está separada de la vida de la gente común. La literatura nos pertenece como la garganta o la mano de la que brota el lenguaje, es nuestra como son nuestras las palabras y el alivio que nos traen cuando enunciamos eso que largamente estuvimos pensando, cuando expresamos por fin esa urgente emoción que nos robó el sueño. La literatura, pese al estado de abandono en el que se encuentran las bibliotecas públicas, pese al precio prohibitivo de ciertos libros, pese a la falta de reseñas que pongan en común el trabajo intelectual, emocional, creativo, corporal, palpitante de quienes escriben, editan, ilustran, corrigen, imprimen, encuadernan, distribuyen y leen y analizan los libros, implica en mayor o menor medida disciplina, amor, sueños, cuidados, orden, insomnio, fortaleza, ansiedad, inteligencia, sensibilidad, dinero, en fin: vida. Escrita desde donde sea, publicada de cualquier manera, cumple una función más profunda, indispensable y humana que las simplificaciones esgrimidas por las autoridades oficiales que se arrogan la propiedad de los libros: es El relato. La literatura y su vehículo tecnológico más efectivo y humilde, el libro, esa bolsa para transportar, ofrece una colección de recordatorios fundamentales para la vida (y sobrevivencia) humana. Los que Ursula Le Guin recogió en sus textos no caben en unas cuantas líneas, pero vale la pena echar unos cuantos en la bolsa. ¿Qué hemos aprendido de ella, a cinco años de tenerla danzando allá, en el otro viento? Que el dolor nos une, pero la alegría también. La gente traiciona, pero vale la pena amarla. La vida es ardua, lo es mucho menos si nos acompañamos. Que nuestra especie no está sola, tenemos una familia: son los animales. La imaginación es la herramienta humana más poderosa. Todo poder humano puede confrontarse con la resistencia y el cambio de los seres humanos. El cambio, a menudo, comienza en el arte, y muy a menudo comienza en nuestro arte: el arte de las palabras.

Y, sobre todo, esto: que la gente que no cree en los dragones suele ser devorada por ellos. Desde dentro.

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Ursula Le Guin. Fotografía de Marian Wood Kolisch / Oregon State University.

Lo que hemos aprendido de Ursula K. Le Guin

Lo que hemos aprendido de Ursula K. Le Guin

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Tiempo de Lectura: 00 min

Aunque la escritora Ursula K. Le Guin era parte del entusiasta y generoso mundo friki de la literatura fantástica y la ciencia ficción, logró convertirse en una autora célebre y muy leída. Tanto el crítico Harold Bloom como la pensadora Donna Haraway reconocieron la sabiduría y belleza de su escritura. A cinco años de su muerte, este texto hace un repaso de sus libros y sus temas. Ursula K. Le Guin nos enseñó a repensar nuestro lugar en el relato del planeta, a ser críticos del colonialismo, ella misma fue rabiosamente pacifista y nos animó a pensar en futuros construidos sobre la base de un sustento real de esperanza.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

En El relato, novela escrita y publicada en la víspera del cambio de milenio e inspirada por la historia reciente de China, Ursula Le Guin imaginó una sociedad forzada a olvidar sus creencias milenarias, similares al taoísmo, en aras del progreso económico. En ella existe una figura peculiar: la de la gente maz, caracterizada por una “obstinada modestia” y cuyo oficio consiste únicamente en narrar historias: “Contaban, volvían a contar, leían, recitaban, comentaban, explicaban e inventaban. El material infinito de sus palabras no estaba fijado y no podía determinarse. Y seguía creciendo, incluso ahora, porque no todos los textos provenían de otros, no todas las historias provenían de días antiguos, no todos los pensamientos y las ideas se habían transmitido a lo largo de los años”. La gente maz, como era de esperarse, es perseguida por el poder al ser indeseables guardianes de la memoria espiritual, provocadores de la imaginación que fomentan la unión de todo lo que forma parte de El relato, algo así como La Historia en nuestros términos. Pero el miedo al castigo no es la causa de su humildad: desde hace milenios, solo durante el acto de narrar, los maz se ponen un manto sobre los hombros como señal de que en ese momento ostentan una especie de poder sagrado dentro de un ritual de comunión y amor. Al terminar de contar, se lo quitan, siguen con sus vidas y no permiten que nadie les venere. Son, después de todo, personas falibles. Aunque asuman su responsabilidad con alegría, saben que es el acto de urdir el relato, y no ellas en sí mismas, lo que tiene ese valor. “¡Nadie puede llevar el manto todo el tiempo!”, explica una de las yoz, es decir, una escucha. El acto de contar, con todo su peso, no tiene ningún valor sin el acto equivalente de escuchar.

En la Tierra futurista y el planeta Aka de El relato, en su amor por el oficio de narrar y en la importancia de encontrarnos humanamente dentro de él, es inevitable distinguir el acercamiento que Ursula Le Guin tuvo hacia las nociones de imaginación, autoría, literatura, comunidades lectoras e incluso al acto mismo de publicar, sobre el que tuvo opiniones desafiantes. Hoy, a cinco años de su muerte, Le Guin es una maz con muchos más yoz de los que tuvo en su momento, cuando recibió todos los premios del mundo de la ficción especulativa (Hugo, Nebula, World Fantasy, James Tiptree, Jr.), pero, aunque la calidad de su producción lo mereciera, ni de chiste era considerada para la terna de los Nobel. “Bueno, tal vez me den el de la Paz”, bromeaba. Hoy incluso forma parte de un canon que le parecía negado por provenir, descarada y felizmente, de los “bajos fondos” literarios, con varias de sus obras tanto de fantasía como de ciencia ficción editadas en la lujosa colección de la National Library of America.

Siempre predecible, el mundo ha empezado a escuchar esa potente obra que había ignorado hasta que ocurrieron, a mi parecer, tres cosas: la primera es que la innegable belleza y sabiduría contenida en cada uno de sus libros ya había sido notada no solo por el generoso y entusiasta mundo friki de la fantasía y la ciencia ficción, sino por críticos respetados del mainstream literario, como Harold Bloom, y por gente fundamental para la construcción del pensamiento del siglo XXI que hoy goza, por fin, de más visibilidad, como Donna Haraway, quien reconoce la influencia de Ursula Le Guin respecto a sus ideas de generar parentesco con otras especies y de repensar nuestro lugar en el relato del planeta. Desde la narrativa y el ensayo, género en el que también fue prolífica, Ursula Le Guin propuso ideas que hoy son un apoyo importante para entender las propuestas científicas y filosóficas de autoras como Haraway, en textos como La autoría de las semillas de acacia y otros extractos del diario de la Sociedad de Zoolingüistas, cuento donde especula con la tesis de que los seres humanos no somos la única especie productora de arte y pensamiento en la Tierra, y La teoría de la ficción de la bolsa para transportar, ensayo en el que desplaza el origen de la estructura narrativa del viaje del héroe masculino, con la lanza y la dominación como su centro, al de la bolsa de las personas que recolectaban —quizá, más bien, mujeres—, capaz de contener no solo el sustento nutricio, sino de llevar de un lado a otro cierta sabiduría pacífica, la reflexión y la supervivencia a través del acto de contar.

La segunda razón es que cada vez hay más personas notables dentro del panorama de la cultura popular que siguieron sus huellas (Neil Gaiman, Hayao Miyazaki, Michael Chabon, Nora Jemisin; en México, Verónica Murguía y Odo Ediciones), trayendo al presente o bien la herencia de su estilo o cuestiones que Ursula Le Guin abordó hace décadas con asombrosa lucidez, pero que, lamentablemente, siguen teniendo vigencia: el racismo, el sexismo, el costo de la guerra y del uso indiscriminado de la tecnología. Incluso es evidente su influencia en blockbusters como Avatar, de James Cameron, quien sin reconocerlo llevó al lenguaje cinematográfico hollywoodense las ideas de El nombre del mundo es bosque, una novela que ella escribió en 1972 con la indignación provocada por la guerra de Vietnam. Si la audiencia se queja de ver a Pocahontas desvirtuada en ella, también podría quejarse de ver la influencia desvirtuada de Ursula Le Guin, pues uno de los motivos más grandes de su obra fue el trabajo de reflexión sobre el colonialismo que sus padres hicieron desde la antropología. En esta novela la conclusión es rabiosamente pacifista, valga el oxímoron. La gente del planeta Athse conoce fatalmente a lo peor de la especie humana: una flota militar que planea esclavizar y convertir su mundo-bosque, con el que se comunican en sueños, en un astillero. Cuando Selver, uno de los athsianos, se enfrenta al violento capitán Davidson, uno de los estadounidenses más odiosos de la literatura, le arroja uno de los muchos discursos pacifistas, pero incendiarios, que caracterizaron el pensamiento de Ursula Le Guin: “Los dos somos dioses, usted y yo. Usted es un dios demente y yo no sé si estoy cuerdo o no. Pero somos dioses. Nunca habrá en el bosque un encuentro semejante, y como es costumbre entre dioses, nos hemos traído regalos. Usted me trajo un don, la posibilidad de matar a seres de mi misma especie, el homicidio. Ahora, hasta donde me es posible, yo le ofrezco a usted el don de mi pueblo, que es el de no matar. Creo que a cada uno de nosotros le pesará cargar con el don del otro”.

Además de que sus historias siempre fueron protagonizadas sobre todo por personas de piel oscura, de etnias no blancas, para sorpresa de su audiencia, Ursula Le Guin manifestó un genuino interés por especular qué habría sido del territorio en que ella nació y de sus pobladores sin la devastación y el genocidio cometido por los colonizadores. Una de sus obras más interesantes es precisamente en la que explora esta posibilidad hasta sus últimas consecuencias: El eterno regreso a casa (1985), un experimento literario bastante incomprendido aunque magistral, un falso tratado antropológico del pueblo kesh, una versión de los habitantes originarios de California, pero futurista, que incluye muestras de sus usos y costumbres, organización política, arte, profecías, dibujos, crónicas, un glosario de su lengua e incluso grabaciones de sus cantos y poesía, interpretados en complicidad con el músico Todd Barton.

La tercera razón por la que hoy la voz de Ursula Le Guin se escucha más fuerte es quizá la urgencia por saber cómo diablos haremos frente a la catástrofe ecológica, económica, social, individual que se cierne sobre la humanidad desde hace décadas, pero que ahora es una amenaza perceptible por cualquiera que no haya puesto atención antes: la vida en la Tierra corre peligro. Un cambio radical en nuestra manera de habitarla se hace indispensable, y la imaginación de Ursula Le Guin está llena de posibilidades, de viejas formas de ser y hacer que de pronto parecen nuevas, de futuros abiertos construidos a partir de, como ella misma diría, un sustento real para la esperanza. En Los desposeídos. Una utopía ambigua, ella quiso elaborar una utopía anarquista en la que el cambio radical es evidente hasta en el lenguaje: no existen los pronombres posesivos porque no existe el propietariado, no existe la palabra violación porque eso no ocurre en Anarres, la luna precaria del planeta Urras a la que los odonianos se largaron para fundar su propia sociedad bajo el principio del apoyo mutuo, libres del Estado y de la acumulación del capital. “Sabemos que para nosotros no hay otra salida que ayudarnos los unos a los otros, que ninguna mano nos salvará si nosotros mismos no nos tendemos la mano [...] No puedes comprar la revolución. No puedes hacer la revolución. Solo puedes ser la revolución. Está en tu espíritu, o no está en ninguna parte”, dice Shevek, el científico que revolucionará el pensamiento con una nueva teoría sobre el tiempo y la invención del ansible, el dispositivo de comunicación simultánea desde cualquier punto del universo. Después de escribirla, Ursula Le Guin se percató de que nuestra idea de utopía hoy debería contener al menos una serie de alternativas prácticas: de ahí que El eterno regreso a casa, escrita una década después, proponga poner nuestra atención en otros modos de vida, como los de los pueblos originarios de América que, desde la perspectiva de las sociedades industrializadas e hipertecnologizadas, se consideran “primitivas” a pesar de, finalmente, haber sobrevivido con mucha más sabiduría, en armonía con su entorno, pese a todo pronóstico.

Quizá uno de los aprendizajes más interesantes que nos ha proporcionado Ursula Le Guin es el hecho de que la profundidad de sus ideas y la belleza de su manufactura literaria provienen de una experiencia del mundo bastante asequible, humilde en la mejor acepción de la palabra: cercano a la tierra, al humus. Tanto sus brillantes disquisiciones políticas como sus metáforas, sintéticas y precisas, tienen origen en la curiosidad, el humor y la ligereza propias de quien se regocija en las alegrías del mundo natural y, muchas veces, del doméstico: en el territorio de la infancia, de la crianza, el llamado mundo de las mujeres, a veces en compañía de cierta clase de hombres, serenos, atemperados (quizá un reflejo de su matrimonio con Charles Le Guin). “No quiero lo que tienen los hombres. Me alegra dejar que hagan su trabajo y hablen. Pero no quiero ni permitiré que digan o piensen que el suyo es el único trabajo o discurso adecuado para la humanidad. Que no nos quiten nuestro trabajo, nuestras palabras. Si pueden, si quieren, que trabajen con nosotras y hablen con nosotras.”

Cuando escribió La mano izquierda de la oscuridad, quizá Ursula Le Guin no había desarrollado una postura feminista con la profundidad y lucidez académica o activista de autoras de ciencia ficción feminista como Joanna Russ, y sin embargo la asombrosa sociedad ambisexual que imaginó colocó sorpresivamente a la cuestión del género en otro nivel de la conversación cultural. Las colegas de su tiempo le lanzaron feroces críticas (que no fue lo suficientemente arriesgada, que su lenguaje y su neutralidad aún eran las del llamado “masculino universal”), a lo que respondió que bueno, sí, ella era una ama de casa burguesa, después de todo. Pero no se quedó en el refunfuño: Ursula Le Guin volvió sobre sus pasos no para reescribir su obra, sino para escuchar con atención lo que su propia mirada había ignorado por haber estado sumergida en la cultura patriarcal y para complejizar sus mundos ficticios a partir de ahí. En el documental que Arwen Curry hizo sobre su vida y obra, Worlds of Ursula K. Le Guin, la autora reconoce: “Lo que había estado haciendo como escritora era ser una mujer que fingía pensar como un hombre... Tuve que repensar todo mi enfoque para escribir ficción... era importante pensar en el privilegio, el poder y la dominación, en términos de género, algo que la ciencia ficción y la fantasía no habían hecho [...] Todo lo que cambié fue el punto de vista. De repente estamos viendo Terramar [una de sus series más conocidas] desde el punto de vista de quienes no tienen poder”.

Este cambio de perspectiva la hizo más consciente de la discriminación que sufrían, ya no digamos la literatura de subgénero, sino también la escritura de las mujeres y la que estaba destinada a las audiencias más jóvenes. Porque, en este afán de colocar su obra donde merece, de no restarle importancia y “prestigio”, poco se menciona que la originalidad y profundidad de sus obras más relevantes muy probablemente se deban a la práctica irrenunciable de la fantasía, desde la saga de Terramar hasta los cuentos infantiles más sencillos, pasando por las reflexiones en torno a cómo la modernidad rechaza tanto la imaginación pese a que es la forma más antigua, más verdadera y perdurable de la ficción. Es en la fantasía donde la espiritualidad taoísta de Ursula Le Guin, que recorre toda su obra como un caudaloso río subterráneo, está más presente. En ella, como describe David Naimon en Conversaciones sobre la escritura (el libro que hicieron juntos para Tin House, una editorial pequeña, independiente), “lo real y lo imaginado eran inseparables, era una escritora con los pies bien puestos en la tierra cuya imaginación se ramificaba hasta el cielo. Sin embargo, cuanto más aprendía sobre la forma en que Ursula estaba en el mundo fuera de sus libros, más me parecía que era lo invisible, lo imaginario dentro de ellos, lo que animaba lo real, y no al revés. Incluso lo aparentemente mundano de las cosas —la gramática, la sintaxis, la estructura de la oración— están animados por algo invisible, me atrevo a decir mágico, detrás y más allá de ellos [...] y cada uno podría ser un bloque de construcción, un gesto concreto, para bien o para mal, hacia un mundo futuro imaginado”.

La congruencia de Ursula Le Guin es palpable en todo lo que dejó atrás: fue buena amiga de otras autoras, rechazó premios y publicaciones por ser poco éticos y utilizó su buen nombre o los reconocimientos que le daban para visibilizar a quienes no tenían poder o a las injusticias, como cuando escribió a los directivos de la librería Powell’s para decir que “se sentiría muy feliz de saber que compra sus libros en una librería cuyos trabajadores están sindicalizados”, cuando rechazó el premio Nebula por haber discriminado a Stanislaw Lem en el contexto de la Guerra Fría o cuando en su discurso de aceptación del National Book Award dijo que necesitamos autoras(es) que conozcan la diferencia entre arte y mercancía: “Producir material de lectura acorde con estrategias de venta para maximizar las ganancias corporativas y los ingresos publicitarios no es escribir y publicar responsablemente [...] Vivimos en el capitalismo, su poder parece inescapable. También lo parecía el derecho divino de los reyes”.

Con este discurso, hecho cuatro años antes de su muerte, Ursula quería dejar muy claro que, pese a lo que pareciera decirnos la usura del ecosistema literario, tanto en su vertiente snob y pretenciosa como en la mercadológica, la literatura no está separada de la vida de la gente común. La literatura nos pertenece como la garganta o la mano de la que brota el lenguaje, es nuestra como son nuestras las palabras y el alivio que nos traen cuando enunciamos eso que largamente estuvimos pensando, cuando expresamos por fin esa urgente emoción que nos robó el sueño. La literatura, pese al estado de abandono en el que se encuentran las bibliotecas públicas, pese al precio prohibitivo de ciertos libros, pese a la falta de reseñas que pongan en común el trabajo intelectual, emocional, creativo, corporal, palpitante de quienes escriben, editan, ilustran, corrigen, imprimen, encuadernan, distribuyen y leen y analizan los libros, implica en mayor o menor medida disciplina, amor, sueños, cuidados, orden, insomnio, fortaleza, ansiedad, inteligencia, sensibilidad, dinero, en fin: vida. Escrita desde donde sea, publicada de cualquier manera, cumple una función más profunda, indispensable y humana que las simplificaciones esgrimidas por las autoridades oficiales que se arrogan la propiedad de los libros: es El relato. La literatura y su vehículo tecnológico más efectivo y humilde, el libro, esa bolsa para transportar, ofrece una colección de recordatorios fundamentales para la vida (y sobrevivencia) humana. Los que Ursula Le Guin recogió en sus textos no caben en unas cuantas líneas, pero vale la pena echar unos cuantos en la bolsa. ¿Qué hemos aprendido de ella, a cinco años de tenerla danzando allá, en el otro viento? Que el dolor nos une, pero la alegría también. La gente traiciona, pero vale la pena amarla. La vida es ardua, lo es mucho menos si nos acompañamos. Que nuestra especie no está sola, tenemos una familia: son los animales. La imaginación es la herramienta humana más poderosa. Todo poder humano puede confrontarse con la resistencia y el cambio de los seres humanos. El cambio, a menudo, comienza en el arte, y muy a menudo comienza en nuestro arte: el arte de las palabras.

Y, sobre todo, esto: que la gente que no cree en los dragones suele ser devorada por ellos. Desde dentro.

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