The Crown, temporada 5: los dimes y diretes de la realeza

The Crown, temporada 5: Los dimes y diretes de la realeza

La última temporada de la serie muestra los primeros signos del envejecimiento de la reina Isabel, algo que sin duda interesará a los espectadores, pues el fallecimiento de la monarca ocurrió hace apenas dos meses. La trama también se separa de Isabel II para representar los conflictos de otros miembros de la realeza, como Diana y Carlos. La serie recalca cómo los cambios convulsos de esta época —por ejemplo, la acentuada condición de celebridad— han sacudido y transformado a la familia real.

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El 8 de septiembre de 2022, a sus 96 años, Isabel II murió. Además de los diez días oficiales de luto y ceremonias, alrededor del mundo se llevó a cabo un sinfín de actos y homenajes, se emitieron coberturas, circularon incontables comentarios, textos, imágenes y, por supuesto, memes. Hay algo inquietante en las reacciones globales frente a la muerte de una mujer cuya figura tuvo un lugar más relevante en otra época y cuya relación con el público, definida por una serie de cambios a una velocidad sin precedentes, tuvo que ser replanteada en varias ocasiones. Decir que con la muerte de la reina culminó una era es, entonces, un lugar común poco preciso: ¿cuántas eras caben en setenta años? Mientras la serie The Crown se aproxima al tiempo presente, estos cambios impactan en el tono y la dirección del relato. Bajo la luz de los eventos más recientes, su quinta temporada ofrece múltiples niveles de lectura, algunos más atractivos que otros.

Esta temporada, que abarca de 1992 a 1997, un período particularmente complejo en la historia de la familia real, apuntala la tensión entre una institución tradicional y la actualidad. Esta vez The Crown inicia con un símbolo contundente: mientras nos enteramos de que el yate real Brittania, tras varias décadas, se ha vuelto insostenible y obsoleto —y, por lo tanto, ya no será mantenido por los impuestos del pueblo—, la reina descubre algunos signos de envejecimiento en su propio cuerpo. A lo largo de los diez episodios de la temporada, la reina se enfrentará una y otra vez con más choques de realidad como estos. Si bien este asunto ya se vislumbraba desde la temporada anterior —que le dedicó más tiempo y atención a los conflictos y la evolución de Diana, incluso cerrando el último capítulo con una toma de su rostro—, el desplazamiento de la reina es en esta temporada el eje conductor. Vemos así el retrato de una mujer, interpretada con dignidad y contención por Imelda Staunton, cuyo universo se resquebraja irremediablemente.

The Crown se ha caracterizado desde el inicio por retratar a los miembros de la familia real en su dimensión humana, con sus pasiones, emociones, miedos, arrebatos y su falibilidad. Ofrece, así, la sensación de mostrarnos las costuras de una institución que siempre ha pugnado por aparentar ser un frente unido e impecable. En esta temporada, mientras estallan varios conflictos protagonizados por distintos miembros de la familia, la serie salta entre puntos de vista de manera confusa. Tenemos, además del relato del declive físico y emocional de la reina, el hilo narrativo de Felipe, el duque de Edimburgo, que busca perseguir intereses que lo mantendrán vivo; el de la princesa Ana, que exige poder divorciarse para perseguir un nuevo amor; el de John Mayor, primer ministro de Inglaterra en ese entonces, quien tiene que conciliar entre las exigencias de la realeza y las necesidades del país; el de Mohamed Al-Fayed y su hijo, que hacen hasta lo imposible para pertenecer a la élite; el de Diana lejos de Carlos, el de Carlos lejos de Diana; el del príncipe William frente al conflicto de sus padres, y muchos otros más. Esto también sucede con otros hilos narrativos circundantes, como el del esclarecimiento de la muerte de los Románov, los dilemas al interior de la BBC y las parejas divorciadas en la misma época que Carlos y Diana. En un afán por pintar un panorama completo de una época convulsa y por no descartar las motivaciones de ningún involucrado, la quinta temporada de The Crown termina siendo un relato desbordado y excesivo, donde hay solo dos puntos que reciben un desarrollo suficiente: el declive de la reina y la separación de Carlos y Diana.

The Crown, Netflix.

La realeza se ha perfilado en las últimas décadas como parte de la cultura pop internacional. De manera más evidente a partir de la llegada de la princesa Diana, la gente común —dentro y fuera del Reino Unido— se comenzó a relacionar con la familia real con una fascinación e idolatría similares a las causadas por personajes de la industria del espectáculo. La relación entre Diana y Carlos, originalmente presentada al publico como un cuento de hadas, se convirtió en algo turbio mientras el mundo entero observaba atento y consumía el relato día tras día. Este mismo carácter pop ha influido en la atención que han recibido las últimas dos temporadas de The Crown, en las que la princesa Diana juega un rol central. Muchas de las escenas recreadas son parte de la memoria popular, como el famoso vestido de la venganza, la llamada sexual entre Carlos y Camila, las grabaciones detrás del libro sobre la princesa Diana o la fatal entrevista que le dio a la BBC y que finalmente detonó su proceso de divorcio. El contraste entre lo que sucede en la esfera pública y el espacio privado juega un papel fundamental en la manera en que The Crown aborda estos sucesos: si bien gran parte del tiempo en pantalla se destina a seguir la guerra mediática entre los príncipes de Gales, es hasta que su separación se ha vuelto oficial que los vemos discutiendo frente a frente, sin cámaras ni reporteros cerca. En esta conversación, que pudo o no haber sucedido, Carlos y Diana no son representantes de un sistema ni íconos pop, sino una pareja que se desintegra, con el dolor y el miedo ante el futuro que eso conlleva.

Los medios, y particularmente la televisión, están presentes como un elemento clave no solo en lo que se dice sobre la relación entre Carlos y Diana, sino también en su papel como herramienta para presenciar —e intentar comprender— una realidad constantemente cambiante. “Hasta la televisión es una metáfora en este lugar”, dice la reina cuando decide contratar un servicio de cable porque la señal análoga está cada vez peor. Por si no hubiera quedado claro, en una secuencia, comienza a pasar los canales enfrentándose con un mundo que le parece completamente ajeno —mujeres semidesnudas bailando, programas de acción, una escena de Ren y Stimpy—, para pedirle a su nieto William que mejor busque la vieja confiable BBC. Quien diría que esa misma reina, un par de décadas después, llegaría en un helicóptero con James Bond a la inauguración de los Juegos Olímpicos o tomaría el té con Paddington en el Palacio de Buckingham.

La muerte de la reina Isabel no solo agitó los ánimos en el Reino Unido, en el Commonwealth y en Europa, sino también en regiones que poco tienen que ver con la tradición de la monarquía. Así como sucedió con la muerte de la princesa Diana, o más recientemente con el distanciamiento de Harry y Meghan con la Corona y los desplantes del ahora rey Carlos III, los sucesos relacionados con la realeza parecen pertenecer cada vez más a la esfera del chisme y el entretenimiento. Mientras el hilo narrativo de The Crown se acerca más al presente —y a la última temporada de la serie—, era predecible que su estilo respondiera a estas necesidades y se tambaleara, como lo hizo en esta temporada. La decadencia que se anuncia en la quinta temporada de The Crown adquiere así un tono especialmente ominoso frente a los eventos de los últimos meses, es el preludio a un tiempo en el que hay gente llorando por la muerte de Isabel II y por la pérdida de lo que ella simbolizaba.

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