Memoria, la frontera sensorial

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Este febrero llega a las salas de cine el reciente largometraje del tailandés Apichatpong Weersethakul, Memoria, protagonizado por Tilda Swinton. La historia de una mujer inglesa que, en su paso por Colombia, descubre en un desorden sensorial una puerta a la realidad.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

A grandes y reducidos rasgos, Martin Heidegger concluyó en Der Ursprung des Kunstwerkes que en las obras de arte conviven los conceptos “mundo” y “tierra”; en otras palabras, de manera muy simplificada, que una pintura contiene la tensión entre lo que el artista percibe y lo que presenta la realidad. Vemos y no, oímos y no. El cuerpo nos deja percibir el azul del cielo y el rumor del mar pero también impide recibirlos como realmente son. Es bien sabido que, a diferencia de los perros, los humanos vemos colores, pero la ciencia sugiere, además, que mi verde podría ser el rojo de otra persona. El arte, entonces, captura lo que un artista percibe y razona —y también lo que no—, y por eso los poemas, las películas, enrarecen el mundo: lo que vemos en el hiperrealismo puede parecerse a los espacios y a los personajes de nuestras vidas pero no son su equivalente, los representa a partir de una consciencia limitada.

Esta exposición mínima y torpe de las ideas de Heidegger me importa para describir la inteligencia sin fondo del director Apichatpong Weerasethakul, que a lo largo de una carrera de poco más de veinte años desde su primer largometraje, Mysterious object at noon (2000), ya un clásico del cine tailandés junto con Uncle Boonmee who can recall his past lives (2010), se ha dedicado a construir imágenes fenomenológicas, es decir, una filmografía que en su apéndice más reciente, Memoria (2021), continúa su exploración del lenguaje cinematográfico como aparato sensorial. A partir del sonido, los planos y la evocación del tacto, Weerasethakul ha captado la naturaleza misma de los sentidos y ha dicho así más de lo que una trama convencional es capaz de expresar, aunque Memoria sí cuenta con una.

Jessica (Tilda Swinton), una mujer inglesa que vive en Colombia, visita a su hermana internada en un hospital de lo que parece ser Bogotá y sufre de un síndrome inusual que ha padecido también el director: en momentos aleatorios del día un ruido indescifrable explota en su cabeza. Durante un buen rato eso describe todo porque, inspirada por una sonámbula llamada Jessica, del clásico de Jacques Tourneur I walked with a Zombie (1943), la protagonista de Memoria solamente deambula y conversa con su cuñado y un par de amigos nuevos: un ingeniero de sonido y una antropóloga.

Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

Volvamos a la fenomenología para inspeccionar un plano aparentemente trivial pero que dura lo suficiente para señalar su relevancia: en el interior de un edificio, Jessica mira un patio interior luminoso, contenido por un vidrio; ella está parada en el concreto oscuro que rodea la luz. Si el síntoma que comparte con Weerasethakul nos sugiere un vínculo entre la protagonista y su creador, esta imagen termina por confirmar que ella es un alter ego: Jessica se encuentra en la posición del artista, mirando un territorio desde otro —uno, el mundo; el otro, la tierra, de Heidegger—, separada por un vidrio que parece expresar los límites de su consciencia. Por azar o por diseño, este plano coincide con el filósofo alemán y resume los intereses fenomenológicos de Weerasethakul: lo más importante en su obra no es lo que narra sino lo que nos hace palpar; no es el mensaje, expresado con toda claridad, sino los misterios que insinúa.

La tensión entre lo real y lo percibido, lo representado y lo oculto, aparece también en una escena donde Jessica intenta explicarle a Hernán (Juan Pablo Urrego), el ingeniero de sonido, cómo se oye su malestar. La descripción es poética por demostrar el fracaso conmovedor del lenguaje para describir una sensación: “Es como una bola de concreto”, explica la protagonista, “que cae en un fondo de metal, rodeada de agua de mar”. Imitar el mundo requiere de palabras, de imágenes, de signos, que lo terminan deformando, pero que también dan una posibilidad de rescatar la vida, a rebanadas, de la destrucción. Algún día la Colombia que aparece en Memoria será distinta pero podremos ver en estas imágenes cómo la absorbió Weerasethakul. El espacio guarda una relación con el tiempo, entonces, y en esa relación es donde el título de la película adquiere sentido.

Durante una visita a su hermana hospitalizada, Jessica conoce a la antropóloga Agnes (Jeanne Balibar), que le enseña restos de gente antigua; después veremos el túnel donde brotan estos huesos que un día abrazaron a alguien, que mataron a algún animal, evocando una escena de Roma (1972), donde Federico Fellini muestra el pasmo de unos trabajadores que se topan con frescos del antiguo imperio, tan frágiles que el aire podría borrarlos. Bajo los caminos y en las piedras está incrustado el tiempo de otros; de los monos y de las plantas: el mundo entero es memoria y, por eso, una historia en constante narración.

Memoria (2021).
Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

El estilo de Weerasethakul es un símil de esta cualidad al actuar como un espacio sensorial que contiene la narrativa. El sonido, por ejemplo, tiene una elocuencia inusual, en combinación con algunas acciones. Casi al principio de la película, el escape defectuoso de un camión se confunde con un balazo y un hombre se avienta al suelo. Basta un ruido para hablar del pasado violento de Colombia, vivo todavía en la gente y sus evocaciones. El trauma es una materia que cubre todo pero que no se cura con olvido o con píldoras —una doctora se rehúsa a darle Xanax a Jessica para curar su síndrome porque, le explica, Dalí no usaba drogas para pintar— sino empleando la percepción para recordar el dolor y extirparlo.

Las últimas dos escenas de Jessica duran casi una hora, es decir, poco menos de la mitad del metraje. En ambas aparece otro Hernán (Elkin Díaz), una especie de Funes, como el de Borges, que lo recuerda todo, incluso el tiempo antes de nacer. Él y Jessica conversan; ella lo ve dormir; juntos hacen del sonido un viaje en el tiempo. El drama es significativo pero las sensaciones son el meollo del argumento. Weerasetakul hace del tiempo una dimensión traslúcida al dejarlo correr en paralelo con los ruidos de la selva, del río: es importante percibirlo y sentir el espacio con la vista y la audición, incluso con el tacto simulado por las imágenes: presenciarlo. Sólo así el descubrimiento de la protagonista puede adquirir un sentido irracional e indecible.

Al potenciar nuestros sentidos con sus formas, Memoria se convierte en aquello que representa: un fenómeno que insinúa la realidad pero que exige nuestra participación para abrirla toda, aunque esa misma percepción nos los impida. Verla es la forma inesperada de no verla.

Alonso Díaz de la Vega. Crítico cinematográfico. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, El Universal, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once.

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Este febrero llega a las salas de cine el reciente largometraje del tailandés Apichatpong Weersethakul, Memoria, protagonizado por Tilda Swinton. La historia de una mujer inglesa que, en su paso por Colombia, descubre en un desorden sensorial una puerta a la realidad.

A grandes y reducidos rasgos, Martin Heidegger concluyó en Der Ursprung des Kunstwerkes que en las obras de arte conviven los conceptos “mundo” y “tierra”; en otras palabras, de manera muy simplificada, que una pintura contiene la tensión entre lo que el artista percibe y lo que presenta la realidad. Vemos y no, oímos y no. El cuerpo nos deja percibir el azul del cielo y el rumor del mar pero también impide recibirlos como realmente son. Es bien sabido que, a diferencia de los perros, los humanos vemos colores, pero la ciencia sugiere, además, que mi verde podría ser el rojo de otra persona. El arte, entonces, captura lo que un artista percibe y razona —y también lo que no—, y por eso los poemas, las películas, enrarecen el mundo: lo que vemos en el hiperrealismo puede parecerse a los espacios y a los personajes de nuestras vidas pero no son su equivalente, los representa a partir de una consciencia limitada.

Esta exposición mínima y torpe de las ideas de Heidegger me importa para describir la inteligencia sin fondo del director Apichatpong Weerasethakul, que a lo largo de una carrera de poco más de veinte años desde su primer largometraje, Mysterious object at noon (2000), ya un clásico del cine tailandés junto con Uncle Boonmee who can recall his past lives (2010), se ha dedicado a construir imágenes fenomenológicas, es decir, una filmografía que en su apéndice más reciente, Memoria (2021), continúa su exploración del lenguaje cinematográfico como aparato sensorial. A partir del sonido, los planos y la evocación del tacto, Weerasethakul ha captado la naturaleza misma de los sentidos y ha dicho así más de lo que una trama convencional es capaz de expresar, aunque Memoria sí cuenta con una.

Jessica (Tilda Swinton), una mujer inglesa que vive en Colombia, visita a su hermana internada en un hospital de lo que parece ser Bogotá y sufre de un síndrome inusual que ha padecido también el director: en momentos aleatorios del día un ruido indescifrable explota en su cabeza. Durante un buen rato eso describe todo porque, inspirada por una sonámbula llamada Jessica, del clásico de Jacques Tourneur I walked with a Zombie (1943), la protagonista de Memoria solamente deambula y conversa con su cuñado y un par de amigos nuevos: un ingeniero de sonido y una antropóloga.

Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

Volvamos a la fenomenología para inspeccionar un plano aparentemente trivial pero que dura lo suficiente para señalar su relevancia: en el interior de un edificio, Jessica mira un patio interior luminoso, contenido por un vidrio; ella está parada en el concreto oscuro que rodea la luz. Si el síntoma que comparte con Weerasethakul nos sugiere un vínculo entre la protagonista y su creador, esta imagen termina por confirmar que ella es un alter ego: Jessica se encuentra en la posición del artista, mirando un territorio desde otro —uno, el mundo; el otro, la tierra, de Heidegger—, separada por un vidrio que parece expresar los límites de su consciencia. Por azar o por diseño, este plano coincide con el filósofo alemán y resume los intereses fenomenológicos de Weerasethakul: lo más importante en su obra no es lo que narra sino lo que nos hace palpar; no es el mensaje, expresado con toda claridad, sino los misterios que insinúa.

La tensión entre lo real y lo percibido, lo representado y lo oculto, aparece también en una escena donde Jessica intenta explicarle a Hernán (Juan Pablo Urrego), el ingeniero de sonido, cómo se oye su malestar. La descripción es poética por demostrar el fracaso conmovedor del lenguaje para describir una sensación: “Es como una bola de concreto”, explica la protagonista, “que cae en un fondo de metal, rodeada de agua de mar”. Imitar el mundo requiere de palabras, de imágenes, de signos, que lo terminan deformando, pero que también dan una posibilidad de rescatar la vida, a rebanadas, de la destrucción. Algún día la Colombia que aparece en Memoria será distinta pero podremos ver en estas imágenes cómo la absorbió Weerasethakul. El espacio guarda una relación con el tiempo, entonces, y en esa relación es donde el título de la película adquiere sentido.

Durante una visita a su hermana hospitalizada, Jessica conoce a la antropóloga Agnes (Jeanne Balibar), que le enseña restos de gente antigua; después veremos el túnel donde brotan estos huesos que un día abrazaron a alguien, que mataron a algún animal, evocando una escena de Roma (1972), donde Federico Fellini muestra el pasmo de unos trabajadores que se topan con frescos del antiguo imperio, tan frágiles que el aire podría borrarlos. Bajo los caminos y en las piedras está incrustado el tiempo de otros; de los monos y de las plantas: el mundo entero es memoria y, por eso, una historia en constante narración.

Memoria (2021).
Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

El estilo de Weerasethakul es un símil de esta cualidad al actuar como un espacio sensorial que contiene la narrativa. El sonido, por ejemplo, tiene una elocuencia inusual, en combinación con algunas acciones. Casi al principio de la película, el escape defectuoso de un camión se confunde con un balazo y un hombre se avienta al suelo. Basta un ruido para hablar del pasado violento de Colombia, vivo todavía en la gente y sus evocaciones. El trauma es una materia que cubre todo pero que no se cura con olvido o con píldoras —una doctora se rehúsa a darle Xanax a Jessica para curar su síndrome porque, le explica, Dalí no usaba drogas para pintar— sino empleando la percepción para recordar el dolor y extirparlo.

Las últimas dos escenas de Jessica duran casi una hora, es decir, poco menos de la mitad del metraje. En ambas aparece otro Hernán (Elkin Díaz), una especie de Funes, como el de Borges, que lo recuerda todo, incluso el tiempo antes de nacer. Él y Jessica conversan; ella lo ve dormir; juntos hacen del sonido un viaje en el tiempo. El drama es significativo pero las sensaciones son el meollo del argumento. Weerasetakul hace del tiempo una dimensión traslúcida al dejarlo correr en paralelo con los ruidos de la selva, del río: es importante percibirlo y sentir el espacio con la vista y la audición, incluso con el tacto simulado por las imágenes: presenciarlo. Sólo así el descubrimiento de la protagonista puede adquirir un sentido irracional e indecible.

Al potenciar nuestros sentidos con sus formas, Memoria se convierte en aquello que representa: un fenómeno que insinúa la realidad pero que exige nuestra participación para abrirla toda, aunque esa misma percepción nos los impida. Verla es la forma inesperada de no verla.

Alonso Díaz de la Vega. Crítico cinematográfico. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, El Universal, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once.

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A grandes y reducidos rasgos, Martin Heidegger concluyó en Der Ursprung des Kunstwerkes que en las obras de arte conviven los conceptos “mundo” y “tierra”; en otras palabras, de manera muy simplificada, que una pintura contiene la tensión entre lo que el artista percibe y lo que presenta la realidad. Vemos y no, oímos y no. El cuerpo nos deja percibir el azul del cielo y el rumor del mar pero también impide recibirlos como realmente son. Es bien sabido que, a diferencia de los perros, los humanos vemos colores, pero la ciencia sugiere, además, que mi verde podría ser el rojo de otra persona. El arte, entonces, captura lo que un artista percibe y razona —y también lo que no—, y por eso los poemas, las películas, enrarecen el mundo: lo que vemos en el hiperrealismo puede parecerse a los espacios y a los personajes de nuestras vidas pero no son su equivalente, los representa a partir de una consciencia limitada.

Esta exposición mínima y torpe de las ideas de Heidegger me importa para describir la inteligencia sin fondo del director Apichatpong Weerasethakul, que a lo largo de una carrera de poco más de veinte años desde su primer largometraje, Mysterious object at noon (2000), ya un clásico del cine tailandés junto con Uncle Boonmee who can recall his past lives (2010), se ha dedicado a construir imágenes fenomenológicas, es decir, una filmografía que en su apéndice más reciente, Memoria (2021), continúa su exploración del lenguaje cinematográfico como aparato sensorial. A partir del sonido, los planos y la evocación del tacto, Weerasethakul ha captado la naturaleza misma de los sentidos y ha dicho así más de lo que una trama convencional es capaz de expresar, aunque Memoria sí cuenta con una.

Jessica (Tilda Swinton), una mujer inglesa que vive en Colombia, visita a su hermana internada en un hospital de lo que parece ser Bogotá y sufre de un síndrome inusual que ha padecido también el director: en momentos aleatorios del día un ruido indescifrable explota en su cabeza. Durante un buen rato eso describe todo porque, inspirada por una sonámbula llamada Jessica, del clásico de Jacques Tourneur I walked with a Zombie (1943), la protagonista de Memoria solamente deambula y conversa con su cuñado y un par de amigos nuevos: un ingeniero de sonido y una antropóloga.

Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

Volvamos a la fenomenología para inspeccionar un plano aparentemente trivial pero que dura lo suficiente para señalar su relevancia: en el interior de un edificio, Jessica mira un patio interior luminoso, contenido por un vidrio; ella está parada en el concreto oscuro que rodea la luz. Si el síntoma que comparte con Weerasethakul nos sugiere un vínculo entre la protagonista y su creador, esta imagen termina por confirmar que ella es un alter ego: Jessica se encuentra en la posición del artista, mirando un territorio desde otro —uno, el mundo; el otro, la tierra, de Heidegger—, separada por un vidrio que parece expresar los límites de su consciencia. Por azar o por diseño, este plano coincide con el filósofo alemán y resume los intereses fenomenológicos de Weerasethakul: lo más importante en su obra no es lo que narra sino lo que nos hace palpar; no es el mensaje, expresado con toda claridad, sino los misterios que insinúa.

La tensión entre lo real y lo percibido, lo representado y lo oculto, aparece también en una escena donde Jessica intenta explicarle a Hernán (Juan Pablo Urrego), el ingeniero de sonido, cómo se oye su malestar. La descripción es poética por demostrar el fracaso conmovedor del lenguaje para describir una sensación: “Es como una bola de concreto”, explica la protagonista, “que cae en un fondo de metal, rodeada de agua de mar”. Imitar el mundo requiere de palabras, de imágenes, de signos, que lo terminan deformando, pero que también dan una posibilidad de rescatar la vida, a rebanadas, de la destrucción. Algún día la Colombia que aparece en Memoria será distinta pero podremos ver en estas imágenes cómo la absorbió Weerasethakul. El espacio guarda una relación con el tiempo, entonces, y en esa relación es donde el título de la película adquiere sentido.

Durante una visita a su hermana hospitalizada, Jessica conoce a la antropóloga Agnes (Jeanne Balibar), que le enseña restos de gente antigua; después veremos el túnel donde brotan estos huesos que un día abrazaron a alguien, que mataron a algún animal, evocando una escena de Roma (1972), donde Federico Fellini muestra el pasmo de unos trabajadores que se topan con frescos del antiguo imperio, tan frágiles que el aire podría borrarlos. Bajo los caminos y en las piedras está incrustado el tiempo de otros; de los monos y de las plantas: el mundo entero es memoria y, por eso, una historia en constante narración.

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Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

El estilo de Weerasethakul es un símil de esta cualidad al actuar como un espacio sensorial que contiene la narrativa. El sonido, por ejemplo, tiene una elocuencia inusual, en combinación con algunas acciones. Casi al principio de la película, el escape defectuoso de un camión se confunde con un balazo y un hombre se avienta al suelo. Basta un ruido para hablar del pasado violento de Colombia, vivo todavía en la gente y sus evocaciones. El trauma es una materia que cubre todo pero que no se cura con olvido o con píldoras —una doctora se rehúsa a darle Xanax a Jessica para curar su síndrome porque, le explica, Dalí no usaba drogas para pintar— sino empleando la percepción para recordar el dolor y extirparlo.

Las últimas dos escenas de Jessica duran casi una hora, es decir, poco menos de la mitad del metraje. En ambas aparece otro Hernán (Elkin Díaz), una especie de Funes, como el de Borges, que lo recuerda todo, incluso el tiempo antes de nacer. Él y Jessica conversan; ella lo ve dormir; juntos hacen del sonido un viaje en el tiempo. El drama es significativo pero las sensaciones son el meollo del argumento. Weerasetakul hace del tiempo una dimensión traslúcida al dejarlo correr en paralelo con los ruidos de la selva, del río: es importante percibirlo y sentir el espacio con la vista y la audición, incluso con el tacto simulado por las imágenes: presenciarlo. Sólo así el descubrimiento de la protagonista puede adquirir un sentido irracional e indecible.

Al potenciar nuestros sentidos con sus formas, Memoria se convierte en aquello que representa: un fenómeno que insinúa la realidad pero que exige nuestra participación para abrirla toda, aunque esa misma percepción nos los impida. Verla es la forma inesperada de no verla.

Alonso Díaz de la Vega. Crítico cinematográfico. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, El Universal, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once.

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Este febrero llega a las salas de cine el reciente largometraje del tailandés Apichatpong Weersethakul, Memoria, protagonizado por Tilda Swinton. La historia de una mujer inglesa que, en su paso por Colombia, descubre en un desorden sensorial una puerta a la realidad.

A grandes y reducidos rasgos, Martin Heidegger concluyó en Der Ursprung des Kunstwerkes que en las obras de arte conviven los conceptos “mundo” y “tierra”; en otras palabras, de manera muy simplificada, que una pintura contiene la tensión entre lo que el artista percibe y lo que presenta la realidad. Vemos y no, oímos y no. El cuerpo nos deja percibir el azul del cielo y el rumor del mar pero también impide recibirlos como realmente son. Es bien sabido que, a diferencia de los perros, los humanos vemos colores, pero la ciencia sugiere, además, que mi verde podría ser el rojo de otra persona. El arte, entonces, captura lo que un artista percibe y razona —y también lo que no—, y por eso los poemas, las películas, enrarecen el mundo: lo que vemos en el hiperrealismo puede parecerse a los espacios y a los personajes de nuestras vidas pero no son su equivalente, los representa a partir de una consciencia limitada.

Esta exposición mínima y torpe de las ideas de Heidegger me importa para describir la inteligencia sin fondo del director Apichatpong Weerasethakul, que a lo largo de una carrera de poco más de veinte años desde su primer largometraje, Mysterious object at noon (2000), ya un clásico del cine tailandés junto con Uncle Boonmee who can recall his past lives (2010), se ha dedicado a construir imágenes fenomenológicas, es decir, una filmografía que en su apéndice más reciente, Memoria (2021), continúa su exploración del lenguaje cinematográfico como aparato sensorial. A partir del sonido, los planos y la evocación del tacto, Weerasethakul ha captado la naturaleza misma de los sentidos y ha dicho así más de lo que una trama convencional es capaz de expresar, aunque Memoria sí cuenta con una.

Jessica (Tilda Swinton), una mujer inglesa que vive en Colombia, visita a su hermana internada en un hospital de lo que parece ser Bogotá y sufre de un síndrome inusual que ha padecido también el director: en momentos aleatorios del día un ruido indescifrable explota en su cabeza. Durante un buen rato eso describe todo porque, inspirada por una sonámbula llamada Jessica, del clásico de Jacques Tourneur I walked with a Zombie (1943), la protagonista de Memoria solamente deambula y conversa con su cuñado y un par de amigos nuevos: un ingeniero de sonido y una antropóloga.

Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

Volvamos a la fenomenología para inspeccionar un plano aparentemente trivial pero que dura lo suficiente para señalar su relevancia: en el interior de un edificio, Jessica mira un patio interior luminoso, contenido por un vidrio; ella está parada en el concreto oscuro que rodea la luz. Si el síntoma que comparte con Weerasethakul nos sugiere un vínculo entre la protagonista y su creador, esta imagen termina por confirmar que ella es un alter ego: Jessica se encuentra en la posición del artista, mirando un territorio desde otro —uno, el mundo; el otro, la tierra, de Heidegger—, separada por un vidrio que parece expresar los límites de su consciencia. Por azar o por diseño, este plano coincide con el filósofo alemán y resume los intereses fenomenológicos de Weerasethakul: lo más importante en su obra no es lo que narra sino lo que nos hace palpar; no es el mensaje, expresado con toda claridad, sino los misterios que insinúa.

La tensión entre lo real y lo percibido, lo representado y lo oculto, aparece también en una escena donde Jessica intenta explicarle a Hernán (Juan Pablo Urrego), el ingeniero de sonido, cómo se oye su malestar. La descripción es poética por demostrar el fracaso conmovedor del lenguaje para describir una sensación: “Es como una bola de concreto”, explica la protagonista, “que cae en un fondo de metal, rodeada de agua de mar”. Imitar el mundo requiere de palabras, de imágenes, de signos, que lo terminan deformando, pero que también dan una posibilidad de rescatar la vida, a rebanadas, de la destrucción. Algún día la Colombia que aparece en Memoria será distinta pero podremos ver en estas imágenes cómo la absorbió Weerasethakul. El espacio guarda una relación con el tiempo, entonces, y en esa relación es donde el título de la película adquiere sentido.

Durante una visita a su hermana hospitalizada, Jessica conoce a la antropóloga Agnes (Jeanne Balibar), que le enseña restos de gente antigua; después veremos el túnel donde brotan estos huesos que un día abrazaron a alguien, que mataron a algún animal, evocando una escena de Roma (1972), donde Federico Fellini muestra el pasmo de unos trabajadores que se topan con frescos del antiguo imperio, tan frágiles que el aire podría borrarlos. Bajo los caminos y en las piedras está incrustado el tiempo de otros; de los monos y de las plantas: el mundo entero es memoria y, por eso, una historia en constante narración.

Memoria (2021).
Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

El estilo de Weerasethakul es un símil de esta cualidad al actuar como un espacio sensorial que contiene la narrativa. El sonido, por ejemplo, tiene una elocuencia inusual, en combinación con algunas acciones. Casi al principio de la película, el escape defectuoso de un camión se confunde con un balazo y un hombre se avienta al suelo. Basta un ruido para hablar del pasado violento de Colombia, vivo todavía en la gente y sus evocaciones. El trauma es una materia que cubre todo pero que no se cura con olvido o con píldoras —una doctora se rehúsa a darle Xanax a Jessica para curar su síndrome porque, le explica, Dalí no usaba drogas para pintar— sino empleando la percepción para recordar el dolor y extirparlo.

Las últimas dos escenas de Jessica duran casi una hora, es decir, poco menos de la mitad del metraje. En ambas aparece otro Hernán (Elkin Díaz), una especie de Funes, como el de Borges, que lo recuerda todo, incluso el tiempo antes de nacer. Él y Jessica conversan; ella lo ve dormir; juntos hacen del sonido un viaje en el tiempo. El drama es significativo pero las sensaciones son el meollo del argumento. Weerasetakul hace del tiempo una dimensión traslúcida al dejarlo correr en paralelo con los ruidos de la selva, del río: es importante percibirlo y sentir el espacio con la vista y la audición, incluso con el tacto simulado por las imágenes: presenciarlo. Sólo así el descubrimiento de la protagonista puede adquirir un sentido irracional e indecible.

Al potenciar nuestros sentidos con sus formas, Memoria se convierte en aquello que representa: un fenómeno que insinúa la realidad pero que exige nuestra participación para abrirla toda, aunque esa misma percepción nos los impida. Verla es la forma inesperada de no verla.

Alonso Díaz de la Vega. Crítico cinematográfico. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, El Universal, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once.

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A grandes y reducidos rasgos, Martin Heidegger concluyó en Der Ursprung des Kunstwerkes que en las obras de arte conviven los conceptos “mundo” y “tierra”; en otras palabras, de manera muy simplificada, que una pintura contiene la tensión entre lo que el artista percibe y lo que presenta la realidad. Vemos y no, oímos y no. El cuerpo nos deja percibir el azul del cielo y el rumor del mar pero también impide recibirlos como realmente son. Es bien sabido que, a diferencia de los perros, los humanos vemos colores, pero la ciencia sugiere, además, que mi verde podría ser el rojo de otra persona. El arte, entonces, captura lo que un artista percibe y razona —y también lo que no—, y por eso los poemas, las películas, enrarecen el mundo: lo que vemos en el hiperrealismo puede parecerse a los espacios y a los personajes de nuestras vidas pero no son su equivalente, los representa a partir de una consciencia limitada.

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Jessica (Tilda Swinton), una mujer inglesa que vive en Colombia, visita a su hermana internada en un hospital de lo que parece ser Bogotá y sufre de un síndrome inusual que ha padecido también el director: en momentos aleatorios del día un ruido indescifrable explota en su cabeza. Durante un buen rato eso describe todo porque, inspirada por una sonámbula llamada Jessica, del clásico de Jacques Tourneur I walked with a Zombie (1943), la protagonista de Memoria solamente deambula y conversa con su cuñado y un par de amigos nuevos: un ingeniero de sonido y una antropóloga.

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Volvamos a la fenomenología para inspeccionar un plano aparentemente trivial pero que dura lo suficiente para señalar su relevancia: en el interior de un edificio, Jessica mira un patio interior luminoso, contenido por un vidrio; ella está parada en el concreto oscuro que rodea la luz. Si el síntoma que comparte con Weerasethakul nos sugiere un vínculo entre la protagonista y su creador, esta imagen termina por confirmar que ella es un alter ego: Jessica se encuentra en la posición del artista, mirando un territorio desde otro —uno, el mundo; el otro, la tierra, de Heidegger—, separada por un vidrio que parece expresar los límites de su consciencia. Por azar o por diseño, este plano coincide con el filósofo alemán y resume los intereses fenomenológicos de Weerasethakul: lo más importante en su obra no es lo que narra sino lo que nos hace palpar; no es el mensaje, expresado con toda claridad, sino los misterios que insinúa.

La tensión entre lo real y lo percibido, lo representado y lo oculto, aparece también en una escena donde Jessica intenta explicarle a Hernán (Juan Pablo Urrego), el ingeniero de sonido, cómo se oye su malestar. La descripción es poética por demostrar el fracaso conmovedor del lenguaje para describir una sensación: “Es como una bola de concreto”, explica la protagonista, “que cae en un fondo de metal, rodeada de agua de mar”. Imitar el mundo requiere de palabras, de imágenes, de signos, que lo terminan deformando, pero que también dan una posibilidad de rescatar la vida, a rebanadas, de la destrucción. Algún día la Colombia que aparece en Memoria será distinta pero podremos ver en estas imágenes cómo la absorbió Weerasethakul. El espacio guarda una relación con el tiempo, entonces, y en esa relación es donde el título de la película adquiere sentido.

Durante una visita a su hermana hospitalizada, Jessica conoce a la antropóloga Agnes (Jeanne Balibar), que le enseña restos de gente antigua; después veremos el túnel donde brotan estos huesos que un día abrazaron a alguien, que mataron a algún animal, evocando una escena de Roma (1972), donde Federico Fellini muestra el pasmo de unos trabajadores que se topan con frescos del antiguo imperio, tan frágiles que el aire podría borrarlos. Bajo los caminos y en las piedras está incrustado el tiempo de otros; de los monos y de las plantas: el mundo entero es memoria y, por eso, una historia en constante narración.

Memoria (2021).
Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

El estilo de Weerasethakul es un símil de esta cualidad al actuar como un espacio sensorial que contiene la narrativa. El sonido, por ejemplo, tiene una elocuencia inusual, en combinación con algunas acciones. Casi al principio de la película, el escape defectuoso de un camión se confunde con un balazo y un hombre se avienta al suelo. Basta un ruido para hablar del pasado violento de Colombia, vivo todavía en la gente y sus evocaciones. El trauma es una materia que cubre todo pero que no se cura con olvido o con píldoras —una doctora se rehúsa a darle Xanax a Jessica para curar su síndrome porque, le explica, Dalí no usaba drogas para pintar— sino empleando la percepción para recordar el dolor y extirparlo.

Las últimas dos escenas de Jessica duran casi una hora, es decir, poco menos de la mitad del metraje. En ambas aparece otro Hernán (Elkin Díaz), una especie de Funes, como el de Borges, que lo recuerda todo, incluso el tiempo antes de nacer. Él y Jessica conversan; ella lo ve dormir; juntos hacen del sonido un viaje en el tiempo. El drama es significativo pero las sensaciones son el meollo del argumento. Weerasetakul hace del tiempo una dimensión traslúcida al dejarlo correr en paralelo con los ruidos de la selva, del río: es importante percibirlo y sentir el espacio con la vista y la audición, incluso con el tacto simulado por las imágenes: presenciarlo. Sólo así el descubrimiento de la protagonista puede adquirir un sentido irracional e indecible.

Al potenciar nuestros sentidos con sus formas, Memoria se convierte en aquello que representa: un fenómeno que insinúa la realidad pero que exige nuestra participación para abrirla toda, aunque esa misma percepción nos los impida. Verla es la forma inesperada de no verla.

Alonso Díaz de la Vega. Crítico cinematográfico. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, El Universal, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once.

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Memoria, la frontera sensorial

Memoria, la frontera sensorial

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Este febrero llega a las salas de cine el reciente largometraje del tailandés Apichatpong Weersethakul, Memoria, protagonizado por Tilda Swinton. La historia de una mujer inglesa que, en su paso por Colombia, descubre en un desorden sensorial una puerta a la realidad.

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Fotografía de
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Traducción de

A grandes y reducidos rasgos, Martin Heidegger concluyó en Der Ursprung des Kunstwerkes que en las obras de arte conviven los conceptos “mundo” y “tierra”; en otras palabras, de manera muy simplificada, que una pintura contiene la tensión entre lo que el artista percibe y lo que presenta la realidad. Vemos y no, oímos y no. El cuerpo nos deja percibir el azul del cielo y el rumor del mar pero también impide recibirlos como realmente son. Es bien sabido que, a diferencia de los perros, los humanos vemos colores, pero la ciencia sugiere, además, que mi verde podría ser el rojo de otra persona. El arte, entonces, captura lo que un artista percibe y razona —y también lo que no—, y por eso los poemas, las películas, enrarecen el mundo: lo que vemos en el hiperrealismo puede parecerse a los espacios y a los personajes de nuestras vidas pero no son su equivalente, los representa a partir de una consciencia limitada.

Esta exposición mínima y torpe de las ideas de Heidegger me importa para describir la inteligencia sin fondo del director Apichatpong Weerasethakul, que a lo largo de una carrera de poco más de veinte años desde su primer largometraje, Mysterious object at noon (2000), ya un clásico del cine tailandés junto con Uncle Boonmee who can recall his past lives (2010), se ha dedicado a construir imágenes fenomenológicas, es decir, una filmografía que en su apéndice más reciente, Memoria (2021), continúa su exploración del lenguaje cinematográfico como aparato sensorial. A partir del sonido, los planos y la evocación del tacto, Weerasethakul ha captado la naturaleza misma de los sentidos y ha dicho así más de lo que una trama convencional es capaz de expresar, aunque Memoria sí cuenta con una.

Jessica (Tilda Swinton), una mujer inglesa que vive en Colombia, visita a su hermana internada en un hospital de lo que parece ser Bogotá y sufre de un síndrome inusual que ha padecido también el director: en momentos aleatorios del día un ruido indescifrable explota en su cabeza. Durante un buen rato eso describe todo porque, inspirada por una sonámbula llamada Jessica, del clásico de Jacques Tourneur I walked with a Zombie (1943), la protagonista de Memoria solamente deambula y conversa con su cuñado y un par de amigos nuevos: un ingeniero de sonido y una antropóloga.

Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

Volvamos a la fenomenología para inspeccionar un plano aparentemente trivial pero que dura lo suficiente para señalar su relevancia: en el interior de un edificio, Jessica mira un patio interior luminoso, contenido por un vidrio; ella está parada en el concreto oscuro que rodea la luz. Si el síntoma que comparte con Weerasethakul nos sugiere un vínculo entre la protagonista y su creador, esta imagen termina por confirmar que ella es un alter ego: Jessica se encuentra en la posición del artista, mirando un territorio desde otro —uno, el mundo; el otro, la tierra, de Heidegger—, separada por un vidrio que parece expresar los límites de su consciencia. Por azar o por diseño, este plano coincide con el filósofo alemán y resume los intereses fenomenológicos de Weerasethakul: lo más importante en su obra no es lo que narra sino lo que nos hace palpar; no es el mensaje, expresado con toda claridad, sino los misterios que insinúa.

La tensión entre lo real y lo percibido, lo representado y lo oculto, aparece también en una escena donde Jessica intenta explicarle a Hernán (Juan Pablo Urrego), el ingeniero de sonido, cómo se oye su malestar. La descripción es poética por demostrar el fracaso conmovedor del lenguaje para describir una sensación: “Es como una bola de concreto”, explica la protagonista, “que cae en un fondo de metal, rodeada de agua de mar”. Imitar el mundo requiere de palabras, de imágenes, de signos, que lo terminan deformando, pero que también dan una posibilidad de rescatar la vida, a rebanadas, de la destrucción. Algún día la Colombia que aparece en Memoria será distinta pero podremos ver en estas imágenes cómo la absorbió Weerasethakul. El espacio guarda una relación con el tiempo, entonces, y en esa relación es donde el título de la película adquiere sentido.

Durante una visita a su hermana hospitalizada, Jessica conoce a la antropóloga Agnes (Jeanne Balibar), que le enseña restos de gente antigua; después veremos el túnel donde brotan estos huesos que un día abrazaron a alguien, que mataron a algún animal, evocando una escena de Roma (1972), donde Federico Fellini muestra el pasmo de unos trabajadores que se topan con frescos del antiguo imperio, tan frágiles que el aire podría borrarlos. Bajo los caminos y en las piedras está incrustado el tiempo de otros; de los monos y de las plantas: el mundo entero es memoria y, por eso, una historia en constante narración.

Memoria (2021).
Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul.

El estilo de Weerasethakul es un símil de esta cualidad al actuar como un espacio sensorial que contiene la narrativa. El sonido, por ejemplo, tiene una elocuencia inusual, en combinación con algunas acciones. Casi al principio de la película, el escape defectuoso de un camión se confunde con un balazo y un hombre se avienta al suelo. Basta un ruido para hablar del pasado violento de Colombia, vivo todavía en la gente y sus evocaciones. El trauma es una materia que cubre todo pero que no se cura con olvido o con píldoras —una doctora se rehúsa a darle Xanax a Jessica para curar su síndrome porque, le explica, Dalí no usaba drogas para pintar— sino empleando la percepción para recordar el dolor y extirparlo.

Las últimas dos escenas de Jessica duran casi una hora, es decir, poco menos de la mitad del metraje. En ambas aparece otro Hernán (Elkin Díaz), una especie de Funes, como el de Borges, que lo recuerda todo, incluso el tiempo antes de nacer. Él y Jessica conversan; ella lo ve dormir; juntos hacen del sonido un viaje en el tiempo. El drama es significativo pero las sensaciones son el meollo del argumento. Weerasetakul hace del tiempo una dimensión traslúcida al dejarlo correr en paralelo con los ruidos de la selva, del río: es importante percibirlo y sentir el espacio con la vista y la audición, incluso con el tacto simulado por las imágenes: presenciarlo. Sólo así el descubrimiento de la protagonista puede adquirir un sentido irracional e indecible.

Al potenciar nuestros sentidos con sus formas, Memoria se convierte en aquello que representa: un fenómeno que insinúa la realidad pero que exige nuestra participación para abrirla toda, aunque esa misma percepción nos los impida. Verla es la forma inesperada de no verla.

Alonso Díaz de la Vega. Crítico cinematográfico. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, El Universal, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once.

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