Un continente llamado Pablo Neruda

Un continente llamado Pablo Neruda

El chileno Pablo Neruda, autor de una obra inabarcable, fue poeta durante medio siglo. En cincuenta años caben muchos giros y contradicciones, distintos estilos y hasta el acto de reconciliarse con sus primeros libros. Su lirismo encontró opositores pertinentes e ingeniosos, sin embargo, Neruda no solo escribió versos cursis y solemnes. Aquí, un repaso de su escritura.

Tiempo de lectura: 7 minutos

¿Cómo abordar al inabarcable Pablo Neruda? ¿Para qué leerlo? Su vida y su obra son un torrente colmado de sombras e iridiscencias. Aquella redondez prominente, coronada con una boina sempiterna y una pipa injertada en la simetría esférica, forma uno de los rostros más icónicos del siglo XX latinoamericano. Ese semblante es casi tan famoso como sus choteadísimos versos de juventud: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” o “Me gusta cuando callas porque estás como ausente”.

Pero Pablo Neruda no solo redactó versos afligidos y cursis, sino jubilosos, críticos, contundentes, enigmáticos, panfletarios, visionarios, surrealistas, displicentes, necios, grandilocuentes, conversacionales, declamatorios y cándidos. Su obra omniabarcadora de medio siglo —comienza con Crepusculario (1923) y termina con Incitación al Nixonicidio y alabanza de la revolución chilena (1973)— ha sido objeto de elogios y diatribas, aunque casi nunca de indiferencia. Legó una larga herida del lenguaje en la poesía escrita en español.

Largo, pero no como su extensa bibliografía, es su nombre real: Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto. Nacido en Parral, aunque criado en Temuco, a más de seiscientos kilómetros al sur de Santiago, el precoz chileno comenzó a publicar artículos en periódicos locales antes de cumplir quince años y a firmar como Pablo Neruda. Por esos días, Ricardo Eliécer conoció a Lucila Godoy Alcayaga, quince años mayor, que al igual que él trocaría su identidad literaria con un seudónimo —en su caso, Gabriela Mistral—, convirtiéndose en otro hito de la poesía. Ambos construyeron una entrañable amistad y ella, directora del liceo de niñas de Temuco, le dio a conocer la literatura rusa. A los diecinueve años, Pablo Neruda ya había publicado su primer libro, y en 1924 salió a la luz su primera obra célebre, Veinte poemas de amor y una canción desesperada.

Al cumplir los treinta cimbró la poesía latinoamericana con Residencia en la tierra (1933 y 1935). Ese título, junto con dos hitos más en la literatura de nuestro continente, trazó una zona de excepcionalidad —imprevista, impensada— en la poesía latinoamericana de los primeros años del siglo XX. Para el crítico y poeta uruguayo Eduardo Milán, Trilce (1922), del peruano César Vallejo; Altazor (1931), del también chileno Vicente Huidobro; y Residencia en la tierra, de Pablo Neruda, son momentos paradigmáticos en la poesía latinoamericana, ya que “esas experiencias posibilitaron la fundación de una tradición: la tradición del lenguaje crítico en nuestra lírica”.

En los poemas de Residencia en la tierra, escritos mientras Pablo Neruda se desempeñaba como diplomático en el sureste asiático, hay escenarios y personajes rutinarios —monjas, sastrerías, notarios, tiendas de ortopedia y malecones— que son centrifugados y luego expelidos, frágiles y deslumbrantes, al poema, mediante una exquisita máquina del lenguaje, como en “Walking around”:

Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

Raúl Zurita, el gran poeta chileno, y de alguna forma heredero de Pablo Neruda, ha advertido que esos poemas “en su pasmosa particularidad, en su registro único, en su fidelidad a los sonidos que efectivamente Neruda escuchaba, se funden con las palabras de nuestra vida, dándole a la lengua que hablamos, a aquella lengua para nosotros datada, la posibilidad simbólica de un nuevo inicio”.

En 1934 Pablo Neruda llegó como cónsul a Barcelona y luego se mudó a Madrid, donde redescubrió la tradición poética española y estableció una fuerte amistad con los poetas de la generación del 27, como Federico García Lorca, Rafael Alberti y Miguel Hernández. No obstante, el estallido de la Guerra Civil española, en 1936, perturba el mundo del poeta. Los acontecimientos violentos, el asesinato de García Lorca por los franquistas y la destrucción de su casa en el barrio de Argüelles lo hacen repensar su relación con el mundo y el lenguaje.

Preguntaréis: Y dónde están las lilas?
Y la metafísica cubierta de amapolas?
Y la lluvia que a menudo golpeaba
sus palabras llenándolas
de agujeros y pájaros?
[…]
Preguntaréis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?

Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!

Mientras que las dos primeras partes de Residencia en la tierra dan cuenta de una experiencia inmersiva en la relación entre las palabras y el mundo, en Tercera residencia (1947) reconoce, con toda lucidez, la coyuntura ante la cual se enfrenta, lo que resulta en un cambio de rumbo en sus poemas, originando al poeta comprometido y testimonial.

Octavio Paz, quien fue amigo de Pablo Neruda y con el que sostuvo una polémica durante varias décadas, señalaba que el error del chileno había sido la política, como si su militancia no formara parte de la amalgama de su obra. Neruda fue defensor de la República española y militó en el Partido Comunista Chileno desde 1945 hasta su muerte.

“Alturas de Macchu Picchu”, tal vez el cenit de su vasta obra, no deja dudas sobre la raigambre social de su poesía. El poeta medita en doce cantos sobre el lenguaje, pero también sobre las huellas de la civilización. Con la muerte como testigo, el lector asiste a una disquisición sobre la devastación y la imposibilidad de leer las huellas precolombinas.

Macchu Picchu, pusiste
piedras en la piedra, y en la base, harapo?
Carbón sobre carbón, y en el fondo la lágrima?
Fuego en el oro, y en él, temblando el rojo
goterón de la sangre?
Devuélveme el esclavo que enterraste!
Sacude de las tierras el pan duro
del miserable, muéstrame los vestidos
del siervo y su ventana.
Dime cómo durmió cuando vivía.
Dime si fue su sueño
ronco, entreabierto, como un hoyo negro
hecho por la fatiga sobre el muro.

Esta obra inusitada se encuentra en uno de sus títulos más disparejos, el monumental Canto general (1950), que busca dar cuenta poéticamente de la historia del continente americano. Este libro, de más de quince mil versos, solo pudo haber sido escrito por el más whitmaniano de los poetas de América Latina. Aborda la presencia de los pueblos originarios y las civilizaciones que fundaron, la llegada de los españoles, el dominio europeo, la independencia de las naciones latinoamericanas y la hegemonía estadounidense. Entre sus páginas, el memorial decimonónico se confunde con el sentimentalismo más estridente, con algunos momentos de genialidad expresiva.

Tal vez sea ese el reclamo que se le hace con mayor frecuencia a Pablo Neruda, no su preocupación social, sino su renuncia a asumir una postura crítica frente al lenguaje al privilegiar el libelo y la denuncia. Si desde 1935, en el manifiesto Sobre una poesía sin pureza, convoca a escribir una lírica gastada “por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley”, la vuelta de tuerca en su preceptiva se acentuará en los libros posteriores, cuyos nombres ejemplifican su intención propagandística: España en el corazón (1937) y Nuevo canto de amor a Stalingrado (1943).

Amigo de las contradicciones, Pablo Neruda no solo da un vuelco a la manivela, sino que incluso combate la poesía de vanguardia, de la que él mismo fue uno de sus exponentes predilectos. En “Los poetas celestes”, perteneciente al Canto general, colérico se monta en el autoescarnio:

Qué hicisteis vosotros gidistas,
intelectualistas, rilkistas,
misterizantes, falsos brujos
existenciales, amapolas
surrealistas encendidas
en una tumba, europeizados
cadáveres de la moda,
pálidas lombrices del queso
capitalista, qué hicisteis
ante el reinado de la angustia

Tras esta etapa mítica, colérica y profética, en la que sobresale el Canto general, Pablo Neruda culmina su periodo más fértil como poeta con tres libros celebratorios escritos en un quinquenio (1952-1957). Si en la década de los cuarenta había adoptado, en palabras de Saúl Yurkievich, la figura de “memoralista de un continente, de portavoz, orientador y profeta de sus pueblos”, en los años cincuenta desciende al reino de las cosas, los objetos y las sustancias. Menos ideologizante y vehemente y más íntimo y amoroso, Neruda publica Odas elementales (1954), Nuevas odas elementales (1955) y Tercer libro de las odas (1957).

Ahí el poeta, ya confiado del todo en los poderes de la palabra —de su palabra— dice del gato: “mi razón resbaló en su indiferencia”; a la cebolla la llama “anémona nevada” y al libro “mínimo bosque”. Sobre la alcachofa versifica: “escama por escama/ desvestimos/ la delicia/ y comemos/ la pacífica pasta/ de su corazón verde”; y a los calcetines los designa “estuches/ tejidos /con hebras del/ crepúsculo”. El vate dedica odas anacreónticas a todo lo que se encuentra: la guitarra (“sistema de paloma/ o de cadera”), a un atún en el mercado (“nuez/ de los maremotos”) y a la tipografía, de la que celebra su condición (“el florido/ juego de la razón,/ el movimiento/ de los alfiles/ de la inteligencia”).

Tras esos libros, siguieron llegando más versos, poemas y hojas desiguales. En 1964 se publicó Memorial de la isla negra, poemario autobiográfico escrito cuando Pablo Neruda iba a cumplir sesenta años. La potencia de algunos de sus versos recuerda a Residencia en la tierra, como el último, “El futuro es espacio”, crepuscular y luminoso:

Adelante, salgamos
del río sofocante
en que con otros peces navegamos
desde el alba a la noche migratoria
y ahora en este espacio descubierto
volemos a la pura soledad.

La impronta de Pablo Neruda fue visible en cada verso que escribió en su país durante largas décadas. Tuvo que llegar Nicanor Parra, en misión parricida, a oponer la antipoesía al lirismo desbocado:

Durante medio siglo
la poesía fue
el paraíso del tonto solemne.
Hasta que vine yo
y me instalé con mi montaña rusa.

Suban, si les parece.
Claro que yo no respondo si bajan
echando sangre por boca y narices.

A pesar de la sana y necesaria rebeldía que significó la irreverencia de Parra en la poesía latinoamericana, es posible afirmar que los grandes poetas chilenos posteriores han bebido de la fuente nerudiana, ya sea para distanciarse críticamente o para mantener un diálogo con sus versos, desde Nicanor Parra hasta Gonzalo Rojas, desde Enrique Lihn hasta Jorge Teillier, desde Carmen Berenguer hasta Gonzalo Millán, desde Raúl Zurita hasta Rodrigo Lira, o desde Diego Maquieira hasta Juan Luis Martínez.

El crítico Harold Bloom le da un sitio en su canon occidental. Critica “su desdichado estalinismo”, pero reconoce que “ningún poeta del hemisferio occidental de nuestro siglo [refiriéndose obviamente al XX] admite comparación con él”. Así que a la pregunta sobre cuál es la relevancia de leer a Pablo Neruda, a 119 años de su nacimiento y a cincuenta de su muerte, la respuesta es toda y más.

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