20 notas sobre el trabajo autónomo, la precariedad, las promesas de la tecnología y una pandemia

20 notas sobre el trabajo autónomo, la precariedad, las promesas de la tecnología y una pandemia

Cualquier trabajo ya era extenuante y tiránico antes del confinamiento. Las plataformas, aplicaciones y algoritmos que nos permitieron seguir haciéndolo, pese al coronavirus, no merecen nuestro entusiasmo acrítico; merecen, por lo menos, estas notas de advertencia escritas en el escaso tiempo libre que el trabajo nos permite.

Tiempo de lectura: 10 minutos

Un día se me ocurrió la idea de que, si se quería aniquilar a un hombre, castigarlo atrozmente y hacer que el asesino más empedernido retrocediese aterrado ante semejante tortura, bastaría dar al trabajo de este hombre un carácter de inutilidad perfecta, llevarlo, si se quiere, a realizar lo absurdo.

F. Dostoievski

1.

Imaginemos. No será muy difícil porque las experiencias por relatar son tan comunes que bien podrían contarse en primera persona del plural.

Imaginemos, pues, que usted, que nosotros estamos sentados frente a un escritorio esperando a que suene un timbre. La comida, solicitada a través de cualquier aplicación en línea que guste, está por llegar. Esperamos, sentados, sentadas, porque todavía queda trabajo por cumplir; trabajo que, por lo demás, nos taladra los oídos con la urgencia: hay que terminarlo ya. (Permítanme una interrupción: ¿imaginó una oficina?, ¿el escritorio de su casa?, ¿una mesa colectiva?). Jaloneados entre la sirena de la procrastinación y el Max Weber de las responsabilidades, trabajamos y esperamos. Y mientras lo hacemos, pensamos. ¿Será que ya, mañana, en unos días, en dos cuatrimestres, antes de mi retiro, la obsolescencia que hace que todo caduque le llegará también a mi trabajo?

2.

Hay que decir que no hay sorpresas para nadie: el trabajo remunerado es una bestia de cabezas mutables y temperamento impredecible. Conocemos su historia y sus transformaciones: el odio, el tedio, la satisfacción y los ratos inspirados que provoca. Conocemos a los personajes y las situaciones que, de tan repetitivas, hacen que la palabra “empleo” sea perfectamente identificable y, sin embargo, difícil de concebir de la misma manera por dos personas distintas. Si bien es común imaginar el signo “árbol” como un ligero garabato con un tronco corto y una fronda hecha de un trazo enrulado, el significante “trabajo” se resiste a ser tan homogéneo. “Trabajo” es una actividad casi imposible de fijar de tan variada. Hay de trabajos a trabajos y hay que decir que hay trabajos que llevan la precarización al límite de lo humano, que lo atraviesan.

Esos trabajos —las maquilas, la informalidad subyugada, la oferta de la corporalidad; esas casi esclavitudes— son motivo de un análisis más profundo. No es éste el texto.

3.

Desde que el flamígero índice del dios del Génesis señaló el suelo y con su atronadora voz nos condenó a ganar el pan con el sudor de la frente hasta el fin de nuestros días, así nos ha ido.

4.

Es claro que el trabajo autónomo —freelance, lo llaman— es en realidad el ur-trabajo, original, primitivo; el que inauguró este asunto de desbrozar la tierra y recolectar para comer: esta labor, empresaria de sí misma, recolectora en­trepreneur, imponía su propio horario, quizá gobernada por el implacable capataz del hambre y la sed. El otro trabajo, el de las ocho horas —germinación de la industrialización y el capitalismo primario— es la anomalía, la extrañeza. Solicitud elaborada y cartas de referencia en mano, estamos correteando un unicornio

5.

Y aquí, una interrupción contemporánea. Un cisma, un parteaguas; cualquier calificativo que denote que el curso de las cosas queda trunco es, de algún modo, insuficiente para describir la pandemia provocada por un virus desconocido. Lo que sea que se diga sobre sus impactos también es, de algún modo, insuficiente. Y sobre el trabajo, más. Las cifras de desempleo son volátiles y el impacto en el futuro, incuestionable. Los presagios de instituciones especializadas son alarmantes y la cantidad de evidencia anecdótica es caudal. La obsolescencia no es ya la única amenaza: lo es ser víctima de uno de tantos efectos secundarios provocados por un coronavirus.

Afectó, afecta y afectará a todo el mundo por mucho tiempo después de que la pandemia se termine. En México, en particular, el presagio es pesaroso y solo exacerba las iniquidades, las crueldades sistémicas, y fortalecerá las barreras de entrada que impiden que tantas personas accedan no a privilegios, sino a derechos humanos básicos.

6.

“La penuria es mi sino; / tener que rascarme el cuello / bajo la mirada de mi jefe”, escribió Robert Walser, un veterano de la oficina a los veinte años. Walser, más tarde, rechazaría la oferta de un puesto vitalicio en la sucursal de Zúrich del banco en el que comenzó sus aprendizajes y se enfilaría a Berlín a seguir la ruta del escritor autónomo. Nunca tuvo casa propia.

7.

Imaginemos. No ha llegado aún la comida y, merced a tecnologías cuyo preciso funcionamiento se nos escapa, vemos cómo el ícono en la pantalla no avanza. Atenazados por la mano invisible de la productividad, trabajamos y seguimos esperando. Mientras, pensamos: ¿habrá pensión y casa propia en mi futuro?, ¿o solo la asfixia de la deuda? Y, además, no lo olvidemos: la pandemia.

La promesa de Teresa Margolles Cortesía MUAC UNAM

«La promesa» de Teresa Margolles / Cortesía MUAC UNAM

8.

En Work in America, el reporte que el gobierno del presidente Richard Nixon publicó en 1972 —digámoslo de nuevo: mil novecientos setenta y dos— sobre la situación laboral de su país, hay frases preclaras y casi anticipatorias, si no fueran descripciones fieles del estado de las cosas entonces. De ser monolitos de confianza, las corporaciones en los setenta habían caído en la estima y se veían con sospecha debido, entre otras cosas, al incumplimiento, una vez más, de las promesas de prosperidad que sus agoreros anunciaron. Dos años más tarde, el periodista todoterreno Studs Terkel publicó su propio estudio sobre la situación laboral de su país y quizá uno de los emblemas del periodismo de la multichamba: Working, un compendio de entrevistas con laburantes de toda estirpe (salvo doctores, escritores y abogados, porque, para él, su notoriedad ya les daba plataformas de expresión más allá de las páginas de su libro). En la introducción, Terkel describe así uno de los temores, de las incertidumbres recurrentes que identificó en sus cuantiosas entrevistas:

“La obsolescencia planeada de las personas coincide con la obsolescencia planeada de las cosas que fabrican […] Quizá este miedo a no ser necesarios en un mundo de objetos innecesarios es lo que con mayor claridad relata lo poco natural, lo surreal de mucho de lo que ahora se conoce como trabajo”.

9.

Para marcar una fecha, digamos que la crisis financiera de 2007 y sus consecuencias trajeron consigo una serie de cambios en el mercado laboral que, en sus eslóganes y filosofías, prometían futuros deslumbrantes. “Bienvenidos a la economía de plataformas, una colección nebulosa de plataformas y aplicaciones en línea que prometen trascender al capitalismo en favor de la comunidad”, escribe Alexandrea J. Ravenelle, en su estudio Hustle and Gig. Struggling and Surviving in the Sharing Economy.

Esta sensación de comunidad que pretenden confeccionar, sin embargo, está fundada en una nueva individualidad que descansa en lo que Remedios Zafra, en El entusiasmo, llama “la ‘singularidad competitiva’, allí donde todos compiten por su singularidad”. Y lo que es más: esa competencia por destacar como individuos, en una colectividad de individuos que se esfuerzan por acentuar una individualidad bastante homogénea, termina por exacerbar la expectativa de responsabilidad absoluta por el destino propio, en menoscabo de consideraciones más amplias e innegables. Zafra, en su ensayo sobre precariedad y trabajo creativo, cita a Judith Butler: “[C]uanto más acata el individuo esa exigencia de ‘responsabilidad’ respecto a su autonomía personal, más aislado se encuentra desde el punto de vista social y más conciencia tiene de su precariedad; y cuantas más estructuras de apoyo social desaparecen por razones ‘económicas’, más aislado se siente frente a la angustia y el ‘fracaso moral’ que esta situación le provoca. Todo esto se traduce en un notable incremento de la angustia sobre el futuro”.

10.

A esa fecha entrecruzada y fatal del 2007, hay que sumarle una segunda, diciembre de 2019. El momento en el que un coronavirus saboteó todos los engranajes del trabajo, al punto de que solo hay dos o tres que ganan como antes, o mucho más: los dueños de las aplicaciones de reparto, las farmacéuticas en busca de vacunas, los fabricantes de equipo médico especializado, poco más.

Después de 400 páginas y decenas de entrevistas con protagonistas de estos nuevos empleos, la conclusión de Ravenelle no es muy distinta. Es, dependiendo de sus presuposiciones, previsible o desconcertante: “Mientras que la noción subyacente a la ‘economía de las chambitas’ mira fundamentalmente hacia el frente —nuevas herramientas, nuevas capacidades y nuevas empresas— muchas de sus prácticas son desconcertantemente familiares. Es un ejercicio en regresión, traslada a los trabajadores a una era de explotación rampante. Quizá sea facilitada por aplicaciones, pero esta pretendida disrupción no está llevando a nada nuevo”.

Teresa Margolles Ciudad Juárez trabajo autónomo

«La promesa» de Teresa Margolles / Cortesía MUAC UNAM

11.

Siempre es un favor, un diminutivo: un favorcito, una cosa de nada. La petición, incluso, se hace con esa voz, una octava o dos más aguda, que revela una conciencia plena de lo oneroso de la solicitud. Pero, molesta y todo, se trata únicamente de un favor: ¿cómo rehusarse? Para el caso, importa poco precisar la característica particular del encargo; lo relevante es el mecanismo repetitivo que la frase —“oye, quería pedirte un favorcito…”— pone en marcha. Con la misma seguridad con que se anticipa la aparición del sol por el este, lo que sigue es una serie de forcejeos culposos y concesiones personales sacudidas dentro de una sonrisa encubridora: el favor se va a cumplir, sí, pero ¿quién se cree?; se realizará con los dientes apretados a través de los que solo se filtra la repetida consigna de no volver a aceptar estos acuerdos, que solo consumen tiempo y no reditúan en nada. Y, consumido el tiempo, el favor entregado, volverá a comenzar la aparición cíclica de esta subrepticia especie de trabajo que no osa decir su nombre. Le ha sucedido prácticamente a todos, independientemente de la profesión y el nivel de experiencia. La aparición del favorcito es una granada de mano lanzada al corazón de la relación laboral moderna.

“¿No me ayudas con esto, de favor?” quiebra el acuerdo, rompe el pacto: el favor es la herramienta que sabotea el engranaje.

12.

“Provocado y reproducido generalmente por las instituciones gubernamentales y económicas, este proceso hace que la población se acostumbre a la inseguridad y a la desesperanza a medida que pasa el tiempo; está estructurado sobre la base del trabajo temporal, la supresión de los servicios sociales y la erosión generalizada de cualquier vestigio de democracia social, imponiendo en su lugar modalidades empresariales que se apoyan en una feroz defensa ideológica de la responsabilidad individual y en la obligación de maximizar el valor de mercado que cada cual tiene, convirtiéndolo en objetivo prioritario de la vida”. Así definió la misma Judith Butler ese concepto ahora muy sonado —de tanto mencionarlo, elusivo—, que se conoce como precarización.

13.

Según un reporte del Banco de México, la amenaza de la automatización, de que los procesos productivos sean ejecutados masivamente por computadoras en vez de humanos, si bien no es inmediata, sí parece preocupante. Se trata menos de una invasión de las máquinas y más de una vulnerabilidad difícil de resolver. Según su análisis, el trabajo del 80% de la población sin educación media en México tiene una “alta” probabilidad de ser automatizado, en contraste con el 39.6% de las personas con educación superior. Automatizados los empleos: ¿hacia dónde irán las personas desempleadas?; ¿a dónde, si no al regazo del autoempleo precarizado o la penuria?

Otro organismo internacional, la OCDE, le recomienda —total, qué cuesta recomendar cosas— al gobierno mexicano incluir a los trabajadores autónomos en el sistema de pensiones por reformar. Según ellos, un tercio de los empleos en países de la OCDE son de trabajadores no convencionales, incluidos los autónomos. Y el pronóstico —total, qué cuesta pronosticar cosas— es descorazonador:

“En toda la OCDE y sobre la base de las contribuciones obligatorias, los trabajadores autónomos van a recibir una pensión de vejez un 20% inferior a la pensión de los antiguos trabajadores por cuenta ajena teniendo los mismos ingresos imponibles durante su vida laboral”. Y esto, suponiendo que haya pensiones.

14.

Una de las propuestas que recorre, como el runrún lejano de una manifestación en las calles, los ensayos que Vivian Abenshushan incorporó en su libro Escritos para desocupados es que la rebelión más punzante, ante el imperativo emprendedor de estos tiempos, es la apatía, la anomia, la desconexión. Sin embargo, acaba de llegar el recibo de luz y la casera espera afuera de la puerta el cheque de la renta. Y uno, nosotros, como el ícono del repartidor al que estamos esperando, damos vueltas sobre nuestro propio eje sin saber hacia dónde avanzar. Porque, ingenuos, creímos en la promesa; cumplidas ciertas condiciones esforzadas y difíciles, desiguales y, en muchos casos, arbitrarias, los términos de nuestro futuro los dictaríamos nosotros. La promesa de la prosperidad era la de la autonomía y la emancipación de las restricciones del sistema. La realidad de lo prometido, sin embargo, es que la mayoría estamos en un futuro siglo XIX. Si bien nos va; muchos más, ni eso.

15.

La prolongación extrema de esta responsabilidad individual abismada en época de redes es lo que Miya Tokumitsu identificó como la ideología detrás de la frase “Haz lo que amas” (“Do What You Love”). Este cliché edulcorado y, en apariencia, inofensivo esconde una gran cantidad de ponzoñita laboral.

“Según este modo de pensar, el trabajo no es algo que uno hace para recibir una compensación, sino un acto de amor propio. Si la ganancia monetaria no se consigue, es porque la pasión y la determinación del trabajador no fueron suficientes. El logro real de este modo de pensar es hacer que los trabajadores crean que su trabajo sirve al ser y no al mercado”. Tokumitsu es muy clara al denunciar esas incitaciones que dejan de pensar en el trabajo como tal. “Nadie dice que el trabajo debe ser menos disfrutable. Sin embargo, el trabajo emocionalmente satisfactorio sigue siendo trabajo y reconocerlo así no lo socava. Negarse a reconocerlo, por otro lado, abre la puerta a la explotación más atroz y perjudica a todos los trabajadores”. Parafraseando a la autora, estamos ante el uso del cliché cursi como consigna antilaboral.

Teresa Margolles, Ciudad Juárez

«La promesa» de Teresa Margolles / Cortesía MUAC UNAM

16.

Una de las cosas que no se tasaban con claridad hasta ahora era el poder transformador del hartazgo. La sensación de quemazón —el famoso burnout—, de no querer ni poder saber nada sobre el quehacer diario corre como epidemia paralela en 2021. No hay mantra de amor que aligere el peso de la losa de la disponibilidad 24/7. Para todo efecto práctico, en realidad, importa muy poco que en la reciente legislación mexicana sobre el trabajo a distancia—teletrabajo, en esa formulación que suena a futurismo de los sesenta—, se incluya el “derecho a la desconexión” como algo que la jerarquía patronal debe respetar. No hay fondo de Zoom jocoso que permita aliviar el tedio, el desenfrenado hartazgo que provoca una llamada colectiva más, encerrados en las mismas habitaciones de siempre, esperando a que suene el timbre para que algo, cualquier cosa, cambie.

17.

Quizá la economía de plataformas, que emergía y se instalaba con toda su explotación rapaz disfrazada de emprendimiento propio y autoactualización, recibió un impulso perverso y decisivo —el novedoso y letal coronavirus— para convertirse en el estado de cosas, en la avenida principal del trabajo, en el modo por default.

18.

Una de las innovaciones claras de esta nueva economía —la economía de las chambitas o del jale, en inglés llamada gig economy— es la introducción de algoritmos como intermediarios decisivos para el porvenir de los trabajadores. No son solo fórmulas anónimas implementadas por mandos medios. Se ha pasado de lisonjear al supervisor a esperar en línea al contestador automático para plantear una queja sobre el maltrato sufrido por las asignaciones y decisiones de un algoritmo inconsciente.

19.

¿Hay solución? Hay quienes piden que el trabajo sea más humano, más empático. Hay quienes arguyen que, por medio de la tecnología misma, de la transparencia, de la exhibición de los datos y los movimientos, se llegará a ese ideal de empatía y solidaridad. Hay quienes no, y suscribo. “No hay que humanizar el trabajo. Hay que desaparecerlo. Solo entonces podremos volver a él razonablemente, no más de cuatro horas al día”, escribe Abenshushan.

20.

Imaginemos: suena el timbre, llegan, sucesivas, las notificaciones en la pantalla del teléfono. El tiempo que transcurrió es demasiado, pero la comida está aquí. Abrimos y enfrente —qué sorpresa— no solo hay un entrepreneur, sino una persona idéntica a nosotros.

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