El retrato del diablo

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Con "La libertad del diablo", el documentalista Everardo González se asoma a cuestionamientos profundos sobre las víctimas y los victimarios del narcotráfico.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

En la filmografía de Everardo González, referente del cine documental latinoamericano de este siglo, hay una constante curiosidad por explorar, investigar y entender fenómenos sociales que provocan reflexiones sobre nuestra sociedad. Va siempre de la mano de una narrativa construida a partir de historias y testimonios personales, de una exposición genuina y sin filtros de la vida de aquellos que vivieron o enfrentan la violencia del narcotráfico.

Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

documental la libertad del diablo, int

Previo al rodaje, el cineasta aseguró que se documentó leyendo mucho sobre tortura en Sudamérica, el fascismo y la dictadura en Argentina, y cómo se inyectaban el miedo y la obediencia. “Leí un poco sobre cómo se conformó en la Edad Media la psicología a partir del miedo. Esto detonó muchas preguntas que plasmé en este proyecto”, asegura un día después de la presentación de la cinta en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara 2017, donde ganó el Premio de la Prensa a Mejor Documental.En La libertad del diablo también hubo una inquietud sobre conceptos de la verdad. “Siempre he pensado que es el espectador quien cree que lo que ve es verdadero. Por eso utilizo una máscara que empieza a revelar cosas que van a sorprender. Una auténtica libertad de testimonio de alguien sin rostro, que permite, de manera contradictoria, hablar con un poco más de verdad en la pantalla y crea una mayor empatía”, detalla el también productor y miembro de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas.

Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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Con "La libertad del diablo", el documentalista Everardo González se asoma a cuestionamientos profundos sobre las víctimas y los victimarios del narcotráfico.

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En la filmografía de Everardo González, referente del cine documental latinoamericano de este siglo, hay una constante curiosidad por explorar, investigar y entender fenómenos sociales que provocan reflexiones sobre nuestra sociedad. Va siempre de la mano de una narrativa construida a partir de historias y testimonios personales, de una exposición genuina y sin filtros de la vida de aquellos que vivieron o enfrentan la violencia del narcotráfico.

Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Previo al rodaje, el cineasta aseguró que se documentó leyendo mucho sobre tortura en Sudamérica, el fascismo y la dictadura en Argentina, y cómo se inyectaban el miedo y la obediencia. “Leí un poco sobre cómo se conformó en la Edad Media la psicología a partir del miedo. Esto detonó muchas preguntas que plasmé en este proyecto”, asegura un día después de la presentación de la cinta en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara 2017, donde ganó el Premio de la Prensa a Mejor Documental.En La libertad del diablo también hubo una inquietud sobre conceptos de la verdad. “Siempre he pensado que es el espectador quien cree que lo que ve es verdadero. Por eso utilizo una máscara que empieza a revelar cosas que van a sorprender. Una auténtica libertad de testimonio de alguien sin rostro, que permite, de manera contradictoria, hablar con un poco más de verdad en la pantalla y crea una mayor empatía”, detalla el también productor y miembro de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas.

Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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En la filmografía de Everardo González, referente del cine documental latinoamericano de este siglo, hay una constante curiosidad por explorar, investigar y entender fenómenos sociales que provocan reflexiones sobre nuestra sociedad. Va siempre de la mano de una narrativa construida a partir de historias y testimonios personales, de una exposición genuina y sin filtros de la vida de aquellos que vivieron o enfrentan la violencia del narcotráfico.

Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Previo al rodaje, el cineasta aseguró que se documentó leyendo mucho sobre tortura en Sudamérica, el fascismo y la dictadura en Argentina, y cómo se inyectaban el miedo y la obediencia. “Leí un poco sobre cómo se conformó en la Edad Media la psicología a partir del miedo. Esto detonó muchas preguntas que plasmé en este proyecto”, asegura un día después de la presentación de la cinta en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara 2017, donde ganó el Premio de la Prensa a Mejor Documental.En La libertad del diablo también hubo una inquietud sobre conceptos de la verdad. “Siempre he pensado que es el espectador quien cree que lo que ve es verdadero. Por eso utilizo una máscara que empieza a revelar cosas que van a sorprender. Una auténtica libertad de testimonio de alguien sin rostro, que permite, de manera contradictoria, hablar con un poco más de verdad en la pantalla y crea una mayor empatía”, detalla el también productor y miembro de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas.

Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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En la filmografía de Everardo González, referente del cine documental latinoamericano de este siglo, hay una constante curiosidad por explorar, investigar y entender fenómenos sociales que provocan reflexiones sobre nuestra sociedad. Va siempre de la mano de una narrativa construida a partir de historias y testimonios personales, de una exposición genuina y sin filtros de la vida de aquellos que vivieron o enfrentan la violencia del narcotráfico.

Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Previo al rodaje, el cineasta aseguró que se documentó leyendo mucho sobre tortura en Sudamérica, el fascismo y la dictadura en Argentina, y cómo se inyectaban el miedo y la obediencia. “Leí un poco sobre cómo se conformó en la Edad Media la psicología a partir del miedo. Esto detonó muchas preguntas que plasmé en este proyecto”, asegura un día después de la presentación de la cinta en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara 2017, donde ganó el Premio de la Prensa a Mejor Documental.En La libertad del diablo también hubo una inquietud sobre conceptos de la verdad. “Siempre he pensado que es el espectador quien cree que lo que ve es verdadero. Por eso utilizo una máscara que empieza a revelar cosas que van a sorprender. Una auténtica libertad de testimonio de alguien sin rostro, que permite, de manera contradictoria, hablar con un poco más de verdad en la pantalla y crea una mayor empatía”, detalla el también productor y miembro de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas.

Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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En la filmografía de Everardo González, referente del cine documental latinoamericano de este siglo, hay una constante curiosidad por explorar, investigar y entender fenómenos sociales que provocan reflexiones sobre nuestra sociedad. Va siempre de la mano de una narrativa construida a partir de historias y testimonios personales, de una exposición genuina y sin filtros de la vida de aquellos que vivieron o enfrentan la violencia del narcotráfico.

Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Previo al rodaje, el cineasta aseguró que se documentó leyendo mucho sobre tortura en Sudamérica, el fascismo y la dictadura en Argentina, y cómo se inyectaban el miedo y la obediencia. “Leí un poco sobre cómo se conformó en la Edad Media la psicología a partir del miedo. Esto detonó muchas preguntas que plasmé en este proyecto”, asegura un día después de la presentación de la cinta en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara 2017, donde ganó el Premio de la Prensa a Mejor Documental.En La libertad del diablo también hubo una inquietud sobre conceptos de la verdad. “Siempre he pensado que es el espectador quien cree que lo que ve es verdadero. Por eso utilizo una máscara que empieza a revelar cosas que van a sorprender. Una auténtica libertad de testimonio de alguien sin rostro, que permite, de manera contradictoria, hablar con un poco más de verdad en la pantalla y crea una mayor empatía”, detalla el también productor y miembro de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas.

Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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El retrato del diablo

El retrato del diablo

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
15
.
03
.
18
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Con "La libertad del diablo", el documentalista Everardo González se asoma a cuestionamientos profundos sobre las víctimas y los victimarios del narcotráfico.

En la filmografía de Everardo González, referente del cine documental latinoamericano de este siglo, hay una constante curiosidad por explorar, investigar y entender fenómenos sociales que provocan reflexiones sobre nuestra sociedad. Va siempre de la mano de una narrativa construida a partir de historias y testimonios personales, de una exposición genuina y sin filtros de la vida de aquellos que vivieron o enfrentan la violencia del narcotráfico.

Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Previo al rodaje, el cineasta aseguró que se documentó leyendo mucho sobre tortura en Sudamérica, el fascismo y la dictadura en Argentina, y cómo se inyectaban el miedo y la obediencia. “Leí un poco sobre cómo se conformó en la Edad Media la psicología a partir del miedo. Esto detonó muchas preguntas que plasmé en este proyecto”, asegura un día después de la presentación de la cinta en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara 2017, donde ganó el Premio de la Prensa a Mejor Documental.En La libertad del diablo también hubo una inquietud sobre conceptos de la verdad. “Siempre he pensado que es el espectador quien cree que lo que ve es verdadero. Por eso utilizo una máscara que empieza a revelar cosas que van a sorprender. Una auténtica libertad de testimonio de alguien sin rostro, que permite, de manera contradictoria, hablar con un poco más de verdad en la pantalla y crea una mayor empatía”, detalla el también productor y miembro de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas.

Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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Con "La libertad del diablo", el documentalista Everardo González se asoma a cuestionamientos profundos sobre las víctimas y los victimarios del narcotráfico.

En la filmografía de Everardo González, referente del cine documental latinoamericano de este siglo, hay una constante curiosidad por explorar, investigar y entender fenómenos sociales que provocan reflexiones sobre nuestra sociedad. Va siempre de la mano de una narrativa construida a partir de historias y testimonios personales, de una exposición genuina y sin filtros de la vida de aquellos que vivieron o enfrentan la violencia del narcotráfico.

Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Previo al rodaje, el cineasta aseguró que se documentó leyendo mucho sobre tortura en Sudamérica, el fascismo y la dictadura en Argentina, y cómo se inyectaban el miedo y la obediencia. “Leí un poco sobre cómo se conformó en la Edad Media la psicología a partir del miedo. Esto detonó muchas preguntas que plasmé en este proyecto”, asegura un día después de la presentación de la cinta en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara 2017, donde ganó el Premio de la Prensa a Mejor Documental.En La libertad del diablo también hubo una inquietud sobre conceptos de la verdad. “Siempre he pensado que es el espectador quien cree que lo que ve es verdadero. Por eso utilizo una máscara que empieza a revelar cosas que van a sorprender. Una auténtica libertad de testimonio de alguien sin rostro, que permite, de manera contradictoria, hablar con un poco más de verdad en la pantalla y crea una mayor empatía”, detalla el también productor y miembro de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas.

Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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En la filmografía de Everardo González, referente del cine documental latinoamericano de este siglo, hay una constante curiosidad por explorar, investigar y entender fenómenos sociales que provocan reflexiones sobre nuestra sociedad. Va siempre de la mano de una narrativa construida a partir de historias y testimonios personales, de una exposición genuina y sin filtros de la vida de aquellos que vivieron o enfrentan la violencia del narcotráfico.

Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Previo al rodaje, el cineasta aseguró que se documentó leyendo mucho sobre tortura en Sudamérica, el fascismo y la dictadura en Argentina, y cómo se inyectaban el miedo y la obediencia. “Leí un poco sobre cómo se conformó en la Edad Media la psicología a partir del miedo. Esto detonó muchas preguntas que plasmé en este proyecto”, asegura un día después de la presentación de la cinta en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara 2017, donde ganó el Premio de la Prensa a Mejor Documental.En La libertad del diablo también hubo una inquietud sobre conceptos de la verdad. “Siempre he pensado que es el espectador quien cree que lo que ve es verdadero. Por eso utilizo una máscara que empieza a revelar cosas que van a sorprender. Una auténtica libertad de testimonio de alguien sin rostro, que permite, de manera contradictoria, hablar con un poco más de verdad en la pantalla y crea una mayor empatía”, detalla el también productor y miembro de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas.

Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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En la filmografía de Everardo González, referente del cine documental latinoamericano de este siglo, hay una constante curiosidad por explorar, investigar y entender fenómenos sociales que provocan reflexiones sobre nuestra sociedad. Va siempre de la mano de una narrativa construida a partir de historias y testimonios personales, de una exposición genuina y sin filtros de la vida de aquellos que vivieron o enfrentan la violencia del narcotráfico.

Su ojo curioso lo llevó en 2003 a filmar La canción del pulque, donde hizo una retrato de la cotidianidad de una pulquería y una reflexión sobre los conflictos de la vida diaria de sus clientes asiduos y la identidad nacional. En 2011, Cuates de Australia acompañó el éxodo anual de una comunidad ubicada en el noreste mexicano debido a la sequía. Y apenas el año pasado, en El paso, González retrató las historias de valientes periodistas cuyo trabajo sobre el narco provocó que ellos y sus familias tuvieran que dejar el país para irse “al otro lado”.

Ahora con su reciente documental La libertad del diablo —coescrita con Diego Enrique Osorno—, González explora una de las realidades más dolorosas y actuales del país: la violencia. Y lo hace dándole voz a víctimas y victimarios, a quienes perdieron a seres queridos a manos de este fenómeno y a quienes perpetran esas atrocidades, todos a cuadro, con máscaras como las que usan los pacientes de quemaduras graves, confiesan y comparten lo que piensan y sienten en lo más profundo y privado de la pérdida, el enojo y deseo de venganza, la culpa y el arrepentimiento, la presión y la necesidad. Un balance de apreciaciones y confesiones que ofrecen la fotografía —a cargo de María Secco— de un fenómeno complejo.“Se trata de preguntarse qué tan consciente es el sicario de la atrocidad que comete, si hay algún punto en el que piense en su familia o en su entorno cuando jala el gatillo. Esas preguntas son las que detonan el hacer esta película, y, a partir de eso, yo entro en un proceso de investigación para leer las atrocidades cometidas en otros lados”, dice González.

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Previo al rodaje, el cineasta aseguró que se documentó leyendo mucho sobre tortura en Sudamérica, el fascismo y la dictadura en Argentina, y cómo se inyectaban el miedo y la obediencia. “Leí un poco sobre cómo se conformó en la Edad Media la psicología a partir del miedo. Esto detonó muchas preguntas que plasmé en este proyecto”, asegura un día después de la presentación de la cinta en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara 2017, donde ganó el Premio de la Prensa a Mejor Documental.En La libertad del diablo también hubo una inquietud sobre conceptos de la verdad. “Siempre he pensado que es el espectador quien cree que lo que ve es verdadero. Por eso utilizo una máscara que empieza a revelar cosas que van a sorprender. Una auténtica libertad de testimonio de alguien sin rostro, que permite, de manera contradictoria, hablar con un poco más de verdad en la pantalla y crea una mayor empatía”, detalla el también productor y miembro de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas.

Destacan la sensibilidad y naturalidad para que sus interlocutores se abran y compartan sin restricción sus más profundos y sinceros pensamientos. “Hay que entender que en el caso del documental, un buen testimonio es un buen soliloquio. Hay que permitir que el testimonio camine solo. Lo que he descubierto en este tiempo es que mientras uno está hablando, va entrando en una suerte de mantra, de catarsis, que hace que las verdaderas cosas que importan sucedan después de los dos minutos de estar hablando”, asegura.Parece que el buen oficio de Everardo González es ese de no intervenir mucho, pero legítimamente estar ahí para escuchar al otro.

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