Los otros hijos
Juan Manuel Mannarino
Fotografía de Leonardo Vaca
Los hijos de ex militares y policías que participaron en la última dictadura militar argentina viven en tensión entre los que defienden a sus padres y quienes los rechazan. Sus historias vuelven a poner el acento en el sentido de la memoria y la herencia recibida.
Son las cinco de la tarde de un jueves de junio. En la puerta de un edificio de Avenida Córdoba y Uruguay, en el microcentro de Buenos Aires, la psicoanalista Mariana Dopazo charla con un vecino. Espera una visita, pero no la de un paciente, sino la de una mujer que le cambió la vida y a quien aún no conoce en persona.
—Compré sándwiches de miga y facturas —dice.
Hace frío y Mariana —46 años— viste con el casual style que empezó a usar cuando trabajó en Europa con el cocinero Francis Mallmann.
—Qué raro todo esto, ¿no? —dice, enarcando una ceja.
Mariana inició un proceso para cambiar su apellido en 2014. El trámite terminó a fines de 2016. Desde ese momento, es Mariana Dopazo y ya no Mariana Etchecolatz. Su padre, Miguel Osvaldo Etchecolatz, fue uno de los cabecillas más feroces de la última dictadura militar, ocurrida entre 1976 y 1983. Desde 2006, luego de que la Corte Suprema anulara las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, cerca de 800 personas —entre ex policías, militares y marinos— fueron condenadas por la Justicia argentina por crímenes de lesa humanidad. El padre de Mariana es uno de ellos.
Mariana alquila un monoambiente en este edificio de estructura antigua, en la planta baja, donde tiene su consultorio. Este jueves canceló todas las sesiones para encontrarse con Ana Rita Vagliati —45 años, comunicadora social—, hija del ya fallecido comisario bonaerense Valentín Milton Pretti. Desde 2008, Rita dejó de usar el apellido de su padre y lo cambió por el de su madre: Vagliati. El padre de Rita fue subalterno del padre de Mariana. Y Mariana usó su caso como antecedente judicial.
Miguel Osvaldo Etchecolatz, ahora de 88 años, mano derecha del fallecido coronel Ramón Camps, jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires durante la dictadura, fue condenado seis veces por crímenes de lesa humanidad, tres de ellas a prisión perpetua. “Lo único que hice fue combatir a ese enemigo demoníaco que fue la subversión marxista”, dijo en un juicio de 2011. Se le comprobó máxima responsabilidad como líder de los centros clandestinos —donde se detenía y torturaba a las personas— que formaron parte del llamado “Circuito Camps” y, además, es el principal sospechoso de la desaparición del testigo Jorge Julio López. Albañil de profesión y militante de la Juventud Peronista, López fue secuestrado el 27 de octubre de 1976 en un operativo clandestino y recuperó la libertad el 25 de junio de 1979. En 2006, su declaración fue clave para que la Justicia de La Plata condenara a Etchecolatz, pero a los pocos meses, cuando salía de su casa, López desapareció sin dejar rastro, y así permanece hasta hoy.
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—Me angustié desesperadamente con lo de López —dice Mariana—. Temo que Etchecolatz siga con poder desde la cárcel. No es un viejito enfermo, lo simula todo. Dice que hace poco una revista argentina le propuso hacer una tapa con Rubén, uno de los hijos de López. —Lo llamé a Rubén, es una persona muy cálida. Me entendió. No es que no quiera, pero no puedo todavía abrazar a una víctima. Es algo muy fuerte. En los años de la dictadura, Etchecolatz cumplió un rol estratégico al comandar la Dirección de Investigaciones de la policía bonaerense. Fue el principal responsable de los secuestros, las torturas y los fusilamientos ejecutados en la capital argentina. “Nunca me unió nada a mi padre y quise ponerle punto final a un apellido teñido de sangre y horror. Mi ideología y mis conductas fueron y son opuestas a las suyas, nada me emparenta a este genocida”, escribió Mariana en 2014, en una carta dirigida al juez que se ocupaba de su solicitud de cambiarse el apellido. En agosto de 2017, poco después de ser exonerado de la fuerza policial, Etchecolatz sufrió una descompensación. Su actual pareja, Graciela Carballo, dijo en una entrevista que le hicieron en la radio: “Estoy muy dolida por lo que contó Mariana. Me sorprendió, no lo esperaba. Miguel Etchecolatz es una persona sensible. Está sufriendo mucho”. Mariana Dopazo le resta importancia: —La verdad que de gente tan mala y tan ciega prefiero no tener información. Uno de los momentos que le confirmaron que su padre había sido un criminal, dice, ocurrió cuando Etchecolatz fue entrevistado, en 1997, por el periodista Mariano Grondona en su programa televisivo Hora Clave. Allí Etchecolatz se levantó de su silla y le habló a un exdetenido político, el dirigente socialista Alfredo Bravo: “Escuche, Maestro”, le dijo, a sabiendas que ese apodo, “Maestro”, era el apodo con que llamaban a Bravo en la tortura. —Se le notaba su postura asesina—dice Mariana, ya en un sillón del consultorio, con las manos sobre una rodilla. En el consultorio hay un patio con plantas, fotos de paisajes sacadas por ella y su marido Nicolás, una biblioteca con libros de Joyce, Freud y Cortázar, un sillón de dos plazas, alfombras. Cuando Etchecolatz cayó preso por primera vez, en 1984, la madre de Mariana decidió divorciarse. Años antes había intentado separarse e irse de la casa con sus hijos, pero el jefe de inteligencia amenazó con matarla. Desde Europa, donde se casó por segunda vez y vive desde hace décadas, le escribió a Mariana un correo a fines de mayo de 2017, cuando su hija ya tenía el nuevo apellido: “Volver a vivir el dolor una y mil veces!!! Ahora empezarán a cerrarse las heridas y llegará la quietud que el alma tanto requiere… Tu alma!!! Gracias, hija, porque esto es también un homenaje a nosotros. Ya te escribiré. Ahora tengo que darle paso a las lágrimas que esta vez son tibias y no lastiman… Inmensa mujer, mi norte!”. —Mamá nos salvó con su amor. De Etchecolatz fuimos sus víctimas más íntimas. Durante años, su apellido fue una carga. Tiene una larga serie de escenas cotidianas de desprecio, como cuando daba la tarjeta de crédito para pagar y los empleados le hacían repetir el apellido en voz alta. No se animó a estudiar en una universidad pública por temor a que los profesores la marginaran, como hicieron con sus hermanos. “Su examen está desaparecido”, le dijo cierta vez un docente a uno de ellos. A diferencia de otros represores, que torturaban de día en un centro clandestino y a la noche hacían un asado en familia, Etchecolatz no fue un padre afectuoso: —Nunca nos dio atención, parecía que le dábamos asco. Era alguien que hacía el mal en todos lados, sin camuflarse. No quiero que salga más de la cárcel. Es un ser siniestro, no un monstruo —dice Mariana, mientras coloca las medialunas en un plato y los sándwiches de miga en otro. Entre 1976 y 1983, Etchecolatz tenía doble custodia y pernoctaba en la Jefatura policial. Cuando iba a su casa, los sábados y domingos, se encerraba a rezar. A veces permanecía echado en su cama mirando televisión y silbaba para que sus hijos le trajeran un vaso de agua fría con gas. El que se resistía, recibía un castigo. Otras, salía de la habitación y se enojaba con su mujer por una comida que no le gustaba. Pegaba con la mano abierta. Apenas llegaba el lunes, Mariana y su hermano Juan —que no tenían amigos, a quienes cambiaban de colegio por “seguridad” y que tenían custodios como quien tiene niñeras— se encerraban en un placard y rezaban para desearle la muerte. —Exhija. Prefiero afirmarme como exhija. No le permito más ser mi padre—dice ahora, refiriéndose al hashtag #Marchécontramipadregenocida que se viralizó desde que la nota con el mismo título, publicada el 12 de mayo de 2017 por la revista argentina Anfibia, fuera replicada por los principales medios hasta llegar a ser trending topic en Twitter. En la nota, por primera vez en su vida, Mariana contó el rechazo visceral a la figura de su padre. Dos días antes, el 10 de mayo, había ido con sus amigas a una marcha en Plaza de Mayo organizada para frenar la llamada ley del “2 por 1” —un fallo de la Corte Suprema, que luego quedó limitado por el Congreso pero no por la Justicia, y que otorga beneficios a los condenados por crímenes de lesa humanidad permitiéndoles computar doble los días de una sentencia a prisión. Amparado en esa ley, Etchecolatz había solicitado la prisión domiciliaria. Mariana, que nunca antes había ido a una marcha de derechos humanos, decidió salir a la calle. Esa noche cantó, como todos los demás en la plaza, “como a los nazis, les va a pasar, adonde vayan los iremos a buscar”, el típico canto argentino contra los represores. Pero en la marcha pasó inadvertida: su historia se hizo conocida dos días después, en la revista. —Me preocupa que el gobierno de Mauricio Macri vuelva a garantizar la impunidad de los asesinos. Mi filiación política estuvo identificada con el gobierno kirchnerista, donde el Estado juzgó a los genocidas. Mariana es una mujer hogareña, que sale con amigas y pasea a sus perros. Le gusta dar clases de psicoanálisis en una universidad privada, cocinar, leer y charlar con su pareja. Sin embargo, desde que se conoció su cambio de apellido, los medios empezaron a acosarla. Cientos de personas le escribieron para conocerla, llenándola de halagos. Y también aparecieron algunos mensajes sombríos en internet. A veces, la llaman de un número privado y le cortan. Ahora, mientras espera a Rita — “la mujer que me cambió la vida con su historia” —, habla con su madre por celular. —Te llamo después, ma. Besos. Te quiero mucho. Respira hondo y estira las piernas. Dice que le duele la cintura por estar largas horas sentada. Uno de los mensajes que recibió tras la marcha fue el de Claudio Kussman, comisario retirado y amigo de su padre, quien hizo pública en la página prisioneroenargentina.com, el 16 de mayo, una nota titulada “Carta a Mariana Etchecolatz”. Kussman habló de la sangre como lazo indestructible. “Quien hoy ama y sufre por MIGUEL ETCHECOLATZ, me pidió que respondiera algo a su explosiva manifestación pública sobre él (…) Diré que por más que odie y cambie su apellido queriendo olvidar, nunca lo logrará. Es sangre de su sangre y siempre seguirá siendo su padre. ¿Por algo tanto él como usted conservan las fotos que registran momentos de felicidad familiar, no?”. El mensaje iba acompañado de imágenes que Mariana recibió como una amenaza velada: dice que las fotos de los “momentos de felicidad familiar” que Kussman publicó no las podía tener nadie más que ella o el mismo Etchecolatz. El timbre suena. Mariana abre y al otro lado de la puerta está Ana Rita Vagliati. Viste un pantalón a rayas de estilo hindú y tiene un bolso cruzado. Se demoró porque dice que “contuvo” a una alumna en horario extraescolar. Trabaja en el gabinete psicopedagógico de un colegio de Lomas de Zamora, en el conurbano bonaerense. Todos los días escucha situaciones límites, de padres golpeadores y adolescentes embarazadas. Se abrazan como si fueran parientes lejanas, algo nerviosas. —Cuando leí tu historia, sentí que no estaba sola. Te admiré mucho —dice Rita, que se sienta en un sillón y suelta una risa espasmódica. Cada vez que sonríe aparece en su cara un tic nervioso. Días después de este encuentro, sufrirá una parálisis facial, como la que la padeció a los 21 años y que ella asocia con el “clima loco” que imperaba en su casa. Las dos se miran, a corta distancia, y por momentos parecen ansiosas. Mariana saca una carpeta de fotos que preparó para el encuentro. La abre. Miran. En las fotografías Mariana aparece con su hermano Juan —el tercer hermano; Facundo, nació en 1976— jugando con otros hijos de policías en salones de lujo, festejando cumpleaños, reunidos en colaciones de cadetes y en fiestas de la fuerza. La sospecha de Mariana es que alguno de los que rodean a Etchecolatz, entre sándwiches de miga, champagne, anteojos negros, zapatos lustrados, podría ser Valentín Pretti, el padre de Rita, y que alguna de esas niñas que juegan con ella podría ser la misma. —No, no soy. Y mi papá tampoco está. Él estaba en los centros clandestinos —dice Rita, luego de examinar cada foto—. Tu mamá era muy linda. Creo que a este hombre lo vi alguna vez por ahí —dice, con los ojos chispeantes—. Recuerdo a Beto Cozzani —un exintegrante de un grupo de tareas de la policía bonaerense—, que fue con mi papá a acompañar al tuyo a Tribunales en el año 2000. Le fueron a hacer el aguante, porque iba a declarar algo importante. —Beto Cozzani —murmura Mariana—. Venía a casa con frecuencia. La memoria es rara, pero uno no se olvida de esta gente. Estaban siempre al acecho de algo. Rita cruza las piernas y cambia el rumbo de la charla. Está sentada donde suelen sentarse los pacientes de Mariana, que está sentada donde suele escucharlos. —En la Facultad de Comunicación milité en la izquierda y les conté a mis compañeros que mi viejo era un torturador. No lo podían creer, pero confiaron en mí. Y los pibes de H.I.J.O.S. me avisaron que iban a hacer un escrache en mi casa. Les dije que estaba sola, con mi hermano más chico. Y la movilización se frenó. La organización H.I.J.O.S. (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) fue fundada en 1994 por hijos de detenidos desaparecidos. El “escrache”, uno de sus métodos de lucha: consistía en convocar marchas frente a las casas de ex militares y policías que hasta ese momento no habían sido juzgados. —¿Y cómo era la relación con tu papá? —pregunta Mariana. —Era la consentida, la única hija entre tres hermanos —dice Rita—. Lo amé. Era un fabulador compulsivo, un correntino pobre que ganó poder como policía, pero conmigo se desarmaba. Cuando se enteró que estaba militando, me preguntó si formaba parte de la organización Quebracho. Quebracho es un movimiento político de izquierda, creado en 1996, identificado con el “patriotismo revolucionario”. —Pobre. Le contesté que si había reparado en que las mujeres que mató tenían mi edad y eran activistas como yo. Y me dijo algo así como “ustedes son los ideólogos y en esa época teníamos la orden de terminar con los ideólogos”. La tarde del 9 de mayo de 2004, Rita, que en ese momento tenía 32 años, recibió la inesperada visita de su padre. Mientras tomaban mate, Rita agarró un diario y se indignó por la difusión de fotos de soldados de Estados Unidos que paseaban como perros a prisioneros en una cárcel de Irak. “No entiendo cómo pueden hacer cosas tan monstruosas”, dijo ella. “Yo sí las entiendo, Rita. Yo sí sé”, contestó su padre. Ella lo miró fijamente. Y su padre no paró de hablar. Le dijo que en un operativo clandestino había “rematado” al hijo de una guerrillera del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) que supuestamente agonizaba porque su madre, cercada por la fuerza policial, se había tomado una pastilla de cianuro, y le había disparado al chico para que murieran juntos. “Lo tuve que rematar, era un niño que estaba sufriendo e iba a morir.” Su padre dijo eso y luego salió de la casa diciendo buenas tardes. —Tuve pesadillas a partir de ese relato. Ahí decidí empezar con el trámite del cambio de apellido. Quise poner un punto final. Ella también, como Mariana, dice que desde chica intuyó que su padre estaba en algo “siniestro”. Que en la adolescencia una profesora de Educación Cívica les hizo ver el Juicio a las Juntas Militares mientras su padre en la casa hacía comentarios del tipo “se mató a los que había que matar”. Enterado, el comisario Pretti fue hasta el colegio y amenazó a la maestra. —Mi papá se confundió y creyó escuchar Educación Física en vez de Educación Cívica —dice, y se ríe brevemente—. Así que fue a intimidar primero a esa profesora, pero después averiguó bien y se encargó de apretar durante dos años a la de Cívica. Rita mira hacia el piso. Repite: “Me salvó el afuera”. El afuera: la terapia que hizo desde niña, las monjas del colegio Instituto Apostolado Católico, los amigos y compañeros de militancia, sus trabajos. Por las ventanas se ve cómo anochece. El fotógrafo de esta nota comparte unas imágenes que le tomó a Etchecolatz para una cobertura periodística. El exjefe policial aparece caminando, con un traje celeste y un crucifijo en la mano. —Me da escalofríos. Ver la mordida de mandíbula da mucha impresión. Pero es un tipo coherente, no vacila en su imagen —dice Mariana. Rita empezó a participar del grupo Historias Desobedientes, un colectivo de hijas de represores que se formó en 2017, luego de que se publicara la nota de Mariana en la revista Anfibia. Nucleado en una página de Facebook —Historias Desobedientes y con Faltas de Ortografía— y organizado por hijas e hijos de ex militares y policías, el espacio busca aportar datos a la Justicia y tender lazos con familiares de desaparecidos. En una de las marchas “Ni Una Menos”, realizada el 3 de junio de 2017, el colectivo participó de su primera manifestación pública con la bandera “Historias Desobedientes. Hijos e hijas de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia”. En tres meses, el grupo llegó a los 40 miembros. —Me da cosa que algún familiar de represor sea policía y quiera participar. Porque no rechacé a mi padre de forma individual. Rechacé a la institución policial, que fue parte del terrorismo de Estado —dice Rita, que tiene reparos aunque apoya a la incipiente organización. Pretti, el padre de Rita, falleció a los 68 años, en 2005, sin llegar a enterarse del cambio de apellido tramitado por su hija. Se le abrieron varias causas judiciales por delitos cometidos durante la dictadura, pero escapó cuando intentaron detenerlo. Como comisario, durante la dictadura dirigió el centro clandestino de detención conocido como Coti Martínez y tuvo responsabilidad en otros importantes centros como Pozo de Banfield y Puesto Vasco, ubicados en la provincia de Buenos Aires. Varios sobrevivientes, entre ellos el fallecido periodista Jacobo Timmerman, lo identificaron como quien llevaba el apodo de Saracho en las salas de tortura, donde los verdugos solían cortar los dedos a los interrogados para hacerlos hablar. —¿Vos no le decís papá, no? —le pregunta Rita a Mariana. —No. —¿Hace cuánto? —Y, desde los 15 años, creo. —Ah. —Es que nunca lo sentí como un padre. —Ah. Yo sí. Fue más complejo con nosotros. Rita cuenta que su padre, cuando era niña, la hacía dormir con palmaditas en la espalda. Que le regalaba juguetes, que le curó con un jugo de limón exprimido su primera borrachera. A los 16 años las cosas ya habían cambiado un poco. Su padre la descubrió dándose unos besos con un chico en el fondo de la casa. Se levantó de la cama en calzoncillos y lo echó. “Hija, ya te dije que en esta vida no sólo no hay que ser puta sino que tampoco hay que parecerlo”, dijo, rabioso. Rita contestó: “Vos no podés decirme nada porque sos un torturador”. El padre le dio una trompada en la boca. —No es fácil romper con el silencio y el estigma. Este camino de rechazo hacia su figura empezó de niña, a los cuatro años, cuando le empecé a notar su cinismo — responde Rita. —Te entiendo. La gente cree que es de un momento para otro. A mí me llevó como treinta años tomar la decisión. Cuando decidís cambiarte el apellido, te sale de adentro. Es nunca más —responde Mariana. Rita comenta que su padre le regalaba libros “subversivos” como el diccionario leninista-marxista y las actas tupamaras, que robaba de secuestros. Incluso les ponía dedicatorias para ella. Reestablecida la democracia, en 1983, en la biblioteca de ambas familias apareció el “Nunca Más”, el informe sobre la dictadura militar realizado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). La comisión había sido creada por el gobierno de Raúl Alfonsín y comprobó un plan sistemático de desaparición de personas con la existencia de centros clandestinos de detención. —Siento que nosotras tomamos ese “Nunca Más” de nuestras bibliotecas y lo hicimos carne —piensa Mariana. —El horror es algo que no podés tragar. Es comer ajo y repetir. Lo rechaza el cuerpo. Hay que trabajar mucho para sobrevivir a estos hijos de puta. Mi familia no me entendió —dice Rita y come una factura. En la computadora del fotógrafo aparecen unas fotos de Adelina Dematti de Alaye, una de las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo. —Lo que puede el deseo en la búsqueda de un ser querido. Es lo que le permitió seguir viva —dice Mariana, con los ojos vidriosos. Luego se pone de pie y agrega más sándwiches en los platos. Rita se levanta para ir al baño. Han pasado casi dos horas de charla sin interrupciones ni silencios. Cuando vuelve, Rita habla de su madre. Juana, fallecida en 1997, empezó a tener brotes psicóticos a partir de 1976 y su marido la internaba de forma compulsiva. Según le contó a Rita su madre, Pretti llevó a vivir por un tiempo a su casa a un joven, Gabriel, que habría estado detenido en el centro clandestino llamado Pozo de Banfield y que hoy estaría desaparecido. Era un amigo de la familia y Rita quiere seguir buscándolo. Intuye que podría estar vivo: —Tengo una pista de un hermano de él que vive en el exterior. Mi familia siempre anuló a mi mamá, y ella era admirable —dice Rita, que se refiere a su madre como “la salvadora”—. Mi papá, ante mis estallidos de enojo, siempre planteaba como justificativo que sufría “de los nervios” como mi mamá. Los pocos libros que existen sobre la memoria de familias de ex militares y policías explican que no es sencillo para un hijo lidiar con el legado de su padre. Pasar del rechazo íntimo al público parece un proceso arduo que no todos pueden —o quieren— hacer. Y mientras unos condenan y se distancian, otros sienten orgullo y niegan los crímenes. La mayoría de los hijos de jerarcas nazis —como explica Tania Crasnianski en Hijos de nazis (Editorial Grasset & Fasquelle, 2016)— no se cambiaron los apellidos “aunque éstos les resultaran molestos”. Rita y Mariana son las únicas hijas de ex policías y militares argentinos condenados por lesa humanidad que —por ahora— lo hicieron. * * * El afecto familiar —un magma de odios, amores, negaciones, alegrías y sufrimientos— es un universo íntimo, particularísimo. No todos los hijos de militares y policías de la última dictadura rechazan a sus padres, ni se refieren a ellos como represores. Algunos están, por el contrario, convencidos de que sus padres o abuelos condenados por juicios de lesa humanidad son presos políticos. Aníbal Guevara tiene 33 años, es músico, y lidera la agrupación Puentes para la Legalidad, que critica los juicios de lesa humanidad porque dice que “violan los derechos humanos y las garantías procesales”. No está solo: otros como él se interesan por participar en el debate. —Un ejemplo de la ilegalidad de estos juicios —dice Guevara por Skype desde su departamento en la ciudad de Buenos Aires— es que mi viejo no está con condena firme y lleva más de diez años en prisión preventiva, cuando el plazo máximo de una preventiva es de tres años. Mientras habla, prepara el bolso para viajar a Perú a pedir una audiencia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Puentes para la Legalidad —que alcanza los “150-200 miembros en red en varias provincias”— se proyecta a escala internacional, dice. En Chile se creó la organización Hijos y Nietos de Prisioneros del Pasado (HYNPP), vinculados a los militares y policías que fueron parte del aparato de Augusto Pinochet. El domingo 18 de junio (el Día del Padre en Argentina), Aníbal fue con su mujer y su hija de dos años y medio a la Unidad 31 de Ezeiza. Su padre, el teniente coronel retirado Aníbal Guevara Molina, condenado a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad, fue trasladado varias veces, y en los últimos meses pasó de Marcos Paz a Campo de Mayo y luego a Ezeiza. En febrero hizo una huelga de hambre para exigir mejores tratos. —Le robaron sus cosas, lo movieron de un lugar a otro sin siquiera dejarle un calzoncillo. Es un delirio, en los pabellones son todos viejos mañosos y la pasa mal —dice mientras su hija, Emma, intenta jugar con él. Aníbal sintió rabia cuando el día de la visita al penal su hija tuvo que pasar por una requisa antes de visitar a su abuelo. Luego vio cómo Laura, su mujer, embarazada de siete meses y en el día de su cumpleaños, esperó en una fila apretujada contra una pared para lo mismo. —Mi viejo está enojado, no entiende por qué se ensañaron tanto con él —dice Aníbal, y repite “¿me entendés, me entendés?”. El encuentro en la cárcel fue breve y de pocas palabras. Almorzaron y luego le cantaron el feliz cumpleaños a su mujer. La torta fue improvisada con un budín y una vela prestada por otro preso. También estaban dos de sus hermanos y su madre, separada de su padre desde hace tiempo. —Se sentía abrumada porque su actual pareja, también militar, acaba de caer preso por una causa de lesa humanidad —cuenta Aníbal y cuando dice “lesa humanidad” hace una mueca de resignación, y agrega, con ironía—: ¡Qué insistencia la de mi vieja meterse con militares! Antes del último abrazo, su padre corrió jugando con su hija entre las mesas. Aníbal manejó de regreso a su casa con esa imagen en la cabeza. Después cayó desmayado en una siesta. Cada vez que visita a su padre termina agotado. Aníbal ya se había sumado en 2008 al grupo de Hijos y Nietos de Presos Políticos, una agrupación que surgió a partir de los encuentros de familiares que iban a visitar a sus parientes detenidos en las cárceles. Al poco tiempo, cambió de nombre por el de Puentes para la Legalidad. El grupo sostiene que durante el gobierno kirchnerista existió una “presión política” para la detención de militares y policías. En un documento, denunciaron la “ilegalidad” de las pesquisas, a las que consideraron como una “constante violación del principio de inocencia e inversión de la carga de la prueba, seguido de una prisión preventiva sin justificar riesgo procesal”. Aníbal levanta el tono de voz. A la Justicia le basta un solo testimonio, dice, para “inventar una causa y detener a una persona en este tipo de causas. Por el sólo hecho de haber ocupado un rol en el período de la dictadura”. —Pero pasaron más de 40 de años y es difícil tener pruebas contundentes. En San Rafael, Mendoza, la fiscalía comprobó que tu papá formó parte de un circuito represivo. —Mi viejo detuvo gente en el marco de su tarea como militar. Le dijeron “andá a tal lugar y detené a tal”. Pero él no podía saber qué iba a pasar. Yo entiendo que haya gente que lo considere culpable, por ser parte del Ejército, pero por las cuestiones por las que está preso no tiene responsabilidad. —No es lo que concluyó la Justicia. —Lo condenaron con pruebas endebles, había testimonios de detenidos que hablaron bien de mi padre, que había sido amable con ellos. Se han banalizado los juicios de lesa humanidad, que en el mundo son juicios de prestigio. —Pero la Justicia demostró que en la Argentina existió terrorismo de Estado y que fue una experiencia sistemática, más allá de los cargos individuales. —¿El terrorismo de Estado es un teniente de 23 años como mi viejo? Me parece que es pedirle mucho a un pibe de esa edad. A mi viejo lo educaron desde los 13 años a obedecer órdenes. ¿Dónde trazás la línea de las responsabilidades? ¿A quiénes considerás culpables? Aníbal expone cifras: de los más de dos mil imputados por delitos de lesa humanidad, sólo un diez por ciento conoce su grado de imputación y la mayoría está en la cárcel con prisión preventiva. Sin embargo, la Procuradoría de Crímenes contra la Humanidad informó que actualmente son más los imputados libres (1149) que los detenidos (1044). Y que entre los detenidos, el 48 % (518) está en arresto domiciliario. Otros 455 se encuentran en cárceles del servicio penitenciario federal o provincial. —¿Le creés a tu papá? —Sí, no tengo dudas. Él me dijo que no tuvo responsabilidad en los delitos, que detuvo a personas legalmente, que no supo de las desapariciones ni de los asesinatos. Aníbal no lo dice, pero esquiva las posiciones ortodoxas de otras agrupaciones que defienden a ex militares y policías, como la de Cecilia Pando, esposa del mayor retirado Pedro Mercado y titular de la Asociación de Familiares y Amigos de los Presos Políticos de Argentina (AFYAPPA), que convocó en 2005 a marchas a favor del dictador Jorge Rafael Videla. —A mi viejo no le interesa que le apliquen el 2 por 1, es una ley de mierda. Quiere que revisen el juicio y las pruebas. —¿Por qué tu papá u otros subalternos no contaron más cosas si ellos fueron víctimas de sus superiores? —¿Por qué hablarían si esta justicia está preparada para condenarlos? Es muy difícil para los que somos civiles entender la formación militar. Te pongo el ejemplo de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica, después del apartheid, donde se les dio la oportunidad a los subalternos de contar hechos que jamás se podrían haber sabido sobre las víctimas. Mi padre saluda a la bandera desde los 13 años con “subordinación y valor”. No creo que exista un “pacto de silencio”, no creo posible que 300 000 hombres de las fuerzas se hayan puesto de acuerdo en mantener el secreto y hayan mantenido esa promesa 40 años. Creo que en su cultura y en la forma en la que como sociedad decidimos procesar esa tragedia puede estar la manera de seguir construyendo cada vez más o mejor “verdad” sobre ese pasado tan doloroso. —Pero hay testimonios probados, hay documentos que certifican que tu papá detuvo a personas que luego fueron desaparecidas. ¿No tuvo ninguna responsabilidad? —Mi viejo tuvo luces y sombras pero no comía asados con los generales, él hacía las guardias. Él me dice que no sabía que era parte de un aparato represivo, que a las personas que detuvo lo hizo legalmente, anunciándose con nombre y apellido. Le creo. Los subalternos empezaron a enterarse tarde de las desapariciones. Ellos tuvieron que hacerlo, son cosas que no eligieron vivir y les dejaron traumas. Los superiores los entregaron y luego se lavaron las manos. Emma, su pequeña hija, empieza a llorar y Aníbal le pide a su mujer si la puede llevar al living. —Laura, mi mujer, está por parir. Tener hijos es lo más emocionante que te puede pasar en la vida. Se esfuerza por explicar que le interesan los cruces con otros hijos que no sienten ni piensen como él. —Nosotros no tenemos nada por lo que reconciliarnos, somos hijos, no nos hicimos nada. Lo que hay es necesidad de conocer y comprender la visión del otro. Entonces cuenta que entabló una relación “amena” con el escritor Félix Bruzzone, hijo de desaparecidos, que lo acompañó a ver a su padre preso para unas notas periodísticas que Bruzzone hizo. Dice que se reunió en su casa con familiares chilenos del nieto apropiado número 109 —se llama nietos apropiados a niños que fueron sustraídos de sus padres durante la dictadura para ser entregados a otras familias—, Pablo Athanasiu Laschan, que se suicidó poco tiempo después de recuperar su identidad. Los parientes viajaron a Argentina para entrar en contacto con los apropiadores de Laschan, que fueron condenados a prisión. —Me dijeron que Pablo no pudo aguantar el hecho de verlos en la cárcel, les tenía amor. Y familiares de él quieren seguir ligados a ellos, como lo hubiera hecho Pablo. Ahí tenés un ejemplo de que en el presente hay matices y nos falta salir de los dogmas para comprender mejor las historias. * * * Puentes para la Legalidad no sólo se compone de hijos como Aníbal Guevara. Hay un grupo de nietos de ex militares y policías, de los cuales María Emilia Rey Saravia —economista, 26 años— es uno de los miembros más activos. Su abuelo, el marino Ricardo Araujo, de 79 años, fue acusado de comandar un grupo de tareas en la base Belgrano de Bahía Blanca. Lo detuvieron y está preso desde hace seis años esperando el juicio oral, actualmente con prisión domiciliaria en su departamento de Buenos Aires. Faltan unos días para las vacaciones de invierno y Emilia acaba de salir de su trabajo. —Siempre digo que son dos las personas que están con prisión preventiva, porque con mi abuela son inseparables. Le hago el chiste de que repite siempre las mismas anécdotas de sus viajes con la Fragata Libertad, porque ahora tiene más tiempo —dice Emilia, con voz fresca, en su departamento del barrio de Las Cañitas, al que se acaba de mudar. Tiene cuatro hermanos y en su familia son 19 primos. La casa de sus abuelos es el centro de reunión familiar. Entonces hace una sorprendente revelación: —Mi abuela es prima hermana del Che Guevara. Así que tengo dos facetas. La vida agitada de Emilia transcurre de reunión en reunión. Hija de la jueza Ana Araujo —“mi mamá fue estigmatizada en su carrera por la causa de mi abuelo”—, trabaja para el Ministerio de Modernización y participa del equipo de relaciones internaciones de la Juventud Pro —el partido del gobierno actual—. Dice que fue varias veces a charlas de H.I.J.O.S., la agrupación de hijos de desaparecidos, en la facultad. En la mesa de la cocina hay tres frascos con Nesquik, azúcar y arroz. Un cuadro y un mapa de Bahía Blanca ocupan el espacio vacío y luminoso del living, donde hay cajas apiladas. —Mi abuelo es un gran inspirador. Me regala libros, me manda mails con notas. Pero últimamente lo veo algo resignado. Tenía expectativas en el cambio de gobierno actual, se esperaba que fueran más activos con el tema de las prisiones preventivas excedidas. —¿Qué libros te regala? —Muchos de los setenta, de un lado y del otro. De Santiago Kovadloff, de Graciela Fernández Meijide, del Tata Yofré, los de Anguita y Caparrós. Y más filosóficos como El sentido de la vida, de Viktor Frankl, y La idea de la justicia, de Amartya Sen. Mi abuelo es un dulce de leche, una de las personas más buenas del mundo. Lo visito todas las semanas. Cierta tarde lo encontró en su casa haciendo tareas domésticas con la escarapela argentina pegada en una camisa. “¿Qué hacés con eso?”, le preguntó. “Es que juré dar la vida por la patria. Y a veces hay personas que dan la vida en un minuto, y hay otras que dan un minuto de su vida todos los días. Y a mí me toca esa parte”, contestó su abuelo. —A tu abuelo se lo acusó de “haber formado parte del plan criminal, clandestino e ilegal implementado para secuestrar, torturar, asesinar y producir la desaparición de personas”. ¿Qué sentís cuando escuchás esas palabras? —La causa está mal hecha, es un desastre. Él me dijo que nunca vio ni escuchó nada. Que sólo defendió las bases de la Marina de los ataques terroristas, pero nunca le dieron la orden de matar ni de nada. —Pero sus jefes le reconocieron su “activa participación” en la lucha antisubversiva y hasta lo premiaron con un viaje a Europa para hacer un curso de infantería. —El lugar donde estuvo mi abuelo no participó de la represión. En tal caso, queremos que se lo investigue, pero con pruebas sólidas. Si supiera que mi abuelo hizo algo de lo que se le acusa, lo sufriría en silencio, pero siento que no tuvo nada que ver. Emilia es delgada, el pelo largo castaño oscuro y parece sonreír a cada minuto. Su último posteo en Facebook fue: “Hola, soy María Emilia y mi abuelo sigue en prisión preventiva ilegalmente hace seis años”. —Quiero aclarar que no estoy de acuerdo con la dictadura. Criticamos la politización de los juicios de lesa y su falta de rigor. La gente los considera represores y genocidas, nadie evalúa caso por caso. Dice que en su lugar de trabajo se encontró con la pariente de una desaparecida. Y le intrigó conocer su historia. —Es una mujer grande, es psicóloga. Tiene a su hermana desaparecida, y eso afectó mucho a su familia. Me puse en su lugar y me pareció terrible lo que sufrió. * * * Los testimonios sobre la última dictadura argentina se expresaron en tonos y géneros diversos. Pero las historias de hijos de militares y policías habían sido invisibles hasta ahora. De lo que se trata, dice la doctora en Letras Leonor Arfuch, es de “abrir nuevamente la escucha como hospitalidad hacia el otro”. Autora de relatos sobre memoria y autobiografía, Arfuch dice que “La memoria implica conflictos y desacuerdos. No es algo sólo afectivo sino también político, ideológico, cultural, social. A H.I.J.O.S. le llevó tiempo formarse y crear una plataforma común. Ahora es momento de una memoria nueva, reciente y delicada, plagada de tensiones, porque no todos los hijos de militares y policías piensan igual y salen a expresarse en la escena pública. Este grado de politización es algo inédito en el mundo”. En el libro Hijos de los ´70 (Editorial Sudamericana, 2016), de Carolina Arenes y Astrid Pikielny, se cuentan historias de hijos de militantes políticos e hijos de militares, entre otros. Las mismas autoras publicaron una nota en Anfibia, el 11 de julio de 2017, titulada “Que tu viejo rompa el silencio”, donde contaron un encuentro entre hijos de desaparecidos e hijos de policías y militares. Aníbal Guevara, de Puentes para la Legalidad, fue a la reunión. Algunas integrantes del grupo Historias Desobedientes también participaron, pero otras se indignaron porque entendieron que la nota proponía una suerte de “reconciliación”. Una integrante de Historias Desobientes, la abogada Erika Lederer, hija de Ricardo Lederer —obstetra que actuó en la maternidad clandestina del centro clandestino de Campo de Mayo en los setenta—, se brotó de enojo con el encuentro, criticando la camaradería de abrazos y llantos entre guitarreadas, constelaciones y ejercicios de yoga. A los pocos días de publicada la nota “Que tu viejo rompa el silencio”, escribió en su Facebook: “Este artículo de mierda de Anfibia intenta igualar lo inigualable. Yo no dialogo con Puentes de la Legalidad, que sólo busca impunidad. Las únicas víctimas del genocidio son nuestros 30 000 compañeros desaparecidos y nuestros hijos y nietos que perdieron a sus seres queridos o su identidad”. —370 pulsaciones, casi se me revienta el corazón. Hace dos años, Walter Docters sufrió una descompensación por arritmia cardiaca. Cuando salió de la clínica, miró a su mujer y le dijo, con la barba blanca crecida: “Silvia, siento que me escapé de lo más profundo de un pozo”. Las fallas cardiacas empezaron después del Juicio a las Juntas, en 1985, cuando Walter rompió la relación con su padre, Guillermo Roberto Docters, policía bonaerense de la División de Arquitectura, hombre con jerarquía y amigo personal del comisario Miguel Etchecolatz. En septiembre de 1976 a Walter Docters, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) lo habían detenido ilegalmente en la terminal de ómnibus de La Plata, donde vivía. Un mes más tarde, en octubre de 1976, un comando de policías fue hasta la casa de Walter, golpearon la puerta. Salió a atender Guillermo Doctres. —Jefe, tenemos a su hijo detenido por unos días. No se preocupe, los vamos a tratar bien. Con absoluta cortesía, Guillermo Docters los hizo entrar y les permitió revisar su cuarto. Se llevaron ropa y documentos que consideraron “subversivos”. Cuarenta años después, en 2015, con su padre ya fallecido y apenas asumido el gobierno la nueva gobernadora de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, Walter Docters perdió su empleo como director de Asistencia a la Víctima de la Municipalidad de La Plata y en mayo de 2017 volvió a sufrir una crisis cardiorrespiratoria que lo dejó en cama. Con 61 años y tres hijos —Héctor, de 32; Mario, 27; Gustavo, 26—, se reconoce como un “militante del campo popular”. En el living de su casa hay una mesa y seis sillas, un juego de sillones, un espejo antiguo y dos estanterías con bebidas alcohólicas. En el centro de una mesa, la foto de Lili, la hermana de su esposa que fue desaparecida por los militares. —Tomo sólo agua. Son para la gente que viene a verme. Mi condición actual es enfermo y desempleado —agrega irónicamente quien escribió Arana, centro de tortura y exterminio, un libro donde cuenta su propia experiencia de cautiverio en el Destacamento de Arana, primer centro clandestino de detención de Buenos Aires—. Lo que tengo de bueno lo aprendí de mi vieja, que venía de raíces anarquistas. Lo que tengo malo nació conmigo y lo pulió mi viejo. Su esposa está a su lado. Aunque en la casa hay un patio grande, ahora Walter apenas lo usa: se mueve entre la biblioteca, su cama y el living. Hace unas semanas se sumó al grupo de Historias Desobedientes. El 23 de agosto de 2017 dos delincuentes entraron a robar a su casa, lo golpearon y maniataron. “Fue justo cuando se dio el cambio de la custodia que tengo en la puerta de casa. Me revolvieron todo. ¿Qué casualidad, no?” Dice que su padre era fanático del nazismo, escuchaba a todo volumen las óperas de Richard Wagner y en la biblioteca exhibía como libro de cabecera Mi lucha, de Adolf Hitler. —Mi viejo nos fajaba y a mi vieja también. Jamás nos dijo un te quiero ni a mí ni a mi hermano. Y cuando empecé a pensar diferente a él, varias veces nos fuimos a las manos. Una vez le puse un revólver en la cabeza. “Mi padre trabajaba en la Dirección de Arquitectura de la Policía de la Provincia de Buenos Aires —escribió en su libro—. Su tarea era diagramar las construcciones de las nuevas dependencias policiales. Justamente él diagramó la construcción de la Brigada de Investigaciones de Quilmes, donde luego pasé meses hacinado con otros compañeros cuando me detuvieron.” Por la relación de su familia con la fuerza —Walter era hijo, sobrino y hermano de policías—, el PRT, el partido donde militaba, decidió darle tareas como infiltrado. Con la colaboración de su padre, que creyó “salvarlo” de su ideología, entró a la policía como secretario en una oficina dedicada a seleccionar perfiles de futuros ingresantes. Walter infiltró datos de centros clandestinos de la policía en su organización política hasta que sus superiores lo descubrieron. Lo torturaron con saña por “traición”. Le pegaban con una goma en la boca y lo estaqueaban para aplicarle picana eléctrica. Un día lo llevaron a una oficina y allí se encontró con su padre. “Pichón, ahí lo tenés con vida. Ahora dejate de joder”, le dijo Etchecolatz, que apareció por una puerta, a su subalterno Guillermo Docters. Su padre evitó que le armaran una causa judicial y lo mataran. Al tiempo de recuperar la libertad, sin embargo, Walter declaró contra él. “Mi hijo se equivoca. Sólo cumplí tareas administrativas en la Dirección de Arquitectura, nunca diseñé ningún centro clandestino”, respondió su padre ante la Justicia, en 2001. El tiempo pasó hasta que una tarde, después de almorzar, Walter le preguntó sobre aquella vez que lo llevaron hasta la oficina de Etchecolatz. “No recuerdo nada. Se me hizo una laguna”, contestó Guillermo Docters secamente. —Decime la verdad —insistió Walter. —Walter, los muchachos me prometieron te iban a dejar con vida. Y estás acá. No voy a decir nada. —Pero esos muchachos me metieron preso siete años. Y me torturaron. —Mirá, vos tenés tus muchachos y yo los míos —respondió su padre, dando por terminada la discusión. Carlos Villanova, abogado, 29 años, jugador de rugby, habitante de Vicente López, un suburbio elegante de la ciudad de Buenos Aires, casado, sin hijos. Bisnieto de Eduardo Villanova, coronel. Nieto de Carlos Francisco Villanova, coronel. Hijo de Carlos Francisco Villanova, exagente de la Dirección General de Investigaciones y parte del Grupo de Tareas 2 del Batallón de Inteligencia 601 del Ejército argentino, coronel retirado de 70 años, preso desde hace dos años en Ezeiza y acusado —a la espera de juicio— de ser uno de los torturadores más brutales de la guarnición militar de Campo de Mayo, detenido por 70 casos de secuestros, torturas, abusos sexuales y homicidios. Carlos Villanova, abogado, cree que es una causa armada. —Un día fui a visitar a mi viejo en Ezeiza y parecía una sala de exterminios de ancianos, sus compañeros no sabían siquiera dónde estaban. Y la sociedad siguió mirando para otro lado, como en la dictadura —dice, con un leve tartamudeo. —¿Como en la dictadura? —Claro, no aprendimos nada. La sociedad de los setenta decía: “Los montoneros mataron gente, que se la banquen”. Y la de ahora dice: “Los militares que están presos algo habrán hecho, que se mueran en la cárcel”. ¿Eso es justicia? Renunció a trabajar en juicios orales después de la detención de su padre, y siente furia. Dice que su padre se está muriendo que casi por lástima le dieron la prisión domiciliaria el 19 de junio de 2017 después de una descompensación que derivó en una internación con terapia intensiva. Carlos nació cuando su padre tenía cuarenta. El hombre, fanático del rugby, acompañaba a su hijo a todos los partidos. Primero, en Banco Nación, luego en el casi. Era exigente, él mismo como jugador había estado en la preselección de Los Pumas. Siempre llegaba de elegante sport: chomba Lacoste, pantalón de vestir y zapatos negros. Arengaba desde las tribunas. En aquella época y, según testimonios de sobrevivientes, esos mismos gritos fueron escuchados en los sótanos oscuros de Campo de Mayo. Villanova fue señalado como el jefe de los torturadores de los militantes de Montoneros. En esa época se hacía llamar Gordo 1, Doctor o el Tordo. Como no estaba identificado, nunca fue buscado por la Justicia argentina. Hasta 2004, cuando se retiró como oficial mayor, trabajó en la Policía Federal. Luego, brindó servicios en el ámbito privado. “Era uno de los genocidas más buscados de Campo de Mayo”, dijo el abogado querellante Pablo Llonto. —Fue un pilar muy importante para mí. No era demostrativo, pero la gente de la fuerza es un poco más fría. Mi viejo me enseñó a ser buena persona, que estudie y haga deportes. Que me digan que es genocida es raro, ¿no? —dice Carlos, mientras viaja de Buenos Aires a La Plata para hacer trámites judiciales. Su padre le conseguía sponsors para las carreras de kárting en las que participaba. Le daba un choque de puños como cábala. Animaba todas las fiestas infantiles. En 2003, se postuló como candidato a intendente de Vicente López por ser un “vecino reconocido”. Lo hizo en la lista del partido del excarapintada y coronel, Ando Rico. Lo detuvieron en su casa de toda la vida en 2014. Boca y River empataban cero a cero en un partido de la Copa Sudamericana. Carlos estaba en Tribunales y llamó a la empleada doméstica para pedirle que sacara un trozo de carne del freezer. Del otro lado del teléfono escuchó una voz entrecortada: “Carlitos, vino la policía y se llevó a tu papá”. —No fue traumático verlo con las esposas, por mi trabajo de abogado veo presos todos los días. Pero después el mundo se me hizo pedazos. El 10 de marzo de 2017, logró que su padre saliera de la cárcel para ir a su casamiento civil. —Lo sentí como el día más importante de mi vida —dice, y cuenta que los invitados aplaudieron a su padre cuando bajó del móvil penitenciario. —Ahora parece otro tipo. Está chupado, con crisis renal. Le cuesta caminar. —¿Hablás con él? —Sí, pero está raro. La prisión te deja loco. Los crímenes de lesa humanidad lo están haciendo con ellos, se toma 400 pastillas por día, no lo dejan salir en prisión domiciliaria. Gastan 80 000 pesos por mes y con esa guita pueden dar de comer a los pobres. ¿Dónde carajo están los derechos humanos? —Las acusaciones son muy graves. ¿Nunca dudaste de él? —Nunca. A mi viejo le inventaron cuatro sobrenombres, es todo confuso, es obvio que fueron a su caza. Te pongo un ejemplo: lo acusaron por la muerte del diputado Diego Muñiz Barreto y mi viejo en ese momento estaba en Perú. Están metiendo a todos en una misma bolsa, como una especie de venganza. La gente que me quiere, me apoya y me banca con todo esto. Eso significa que algo bueno hizo. Ahora está en casa con tratamiento de diálisis, está volviendo a socializarse y me siento orgulloso de cuidarlo. Las condiciones de detención eran asesinas, si llegan a detener a Hebe de Bonafini también me opondría que la encarcelen por su edad, para cuidar su salud. No lo digo yo, lo dice la Convención Americana de Derechos Humanos. Juan Etchecolatz, el hermano de Mariana Dopazo, vive en la provincia de Santa Fe. Trabaja como productor agropecuario. Prefiere hablar por mensaje de texto. —Me hubiera gustado nacer y llamarme Pérez. No la pasamos bien por ser los hijos de un represor —dice desde un pueblo del interior. —¿Cómo te llevabas con tu papá? —Él vivía para su profesión. Sufrí agresiones de parte de él, me agarró en una época difícil, en la secundaria. Con la mentira se enojaba mucho, hacía un sonido como “pfff”. Era jodido, se sacaba por cualquier cosa. Él tenía 13 años cuando la policía fue a su casa a detener a su padre. “Fue en la última época que vivimos juntos en familia, en Capital Federal. Se vivió con estupor.” Etchecolatz no opuso resistencia a la detención. “Le tenían un respeto sepulcral. Parecía que lo estaban invitando a una cena de gala.” —¿Nunca lo visitaste en la cárcel? —Los primeros años sí. Íbamos a todas las cárceles donde lo trasladaban. Era horrible. —¿Y qué sentías? —Nunca lo vi en un calabozo. Es más, cuando lo detuvieron por primera vez, se alojaba en la oficina del comisario. Tenía privilegios. Hace más de veinte años que no lo veo y no sé nada de él. No me importa. Dice varias veces que su padre era “un tipo parco, que nunca demostró afecto”, y lo compara con el “cariño que les doy a mis tres hijos”. Pero en su pueblo no se hablan de “estas cosas de la dictadura”, y la gente, dice, “quizás ni sepa quién es mi papá”. —Mariana, tu hermana, habló del amor de tu madre. —Mi vieja era todo, nos crió sola a los tres. Cuando volvió la democracia, nadie quería tener de empleado a alguien con apellido Etchecolatz y menos a la esposa. Fueron años muy difíciles, nos mudamos miles de veces. Cuando mi viejo cayó preso, no teníamos más ingreso que el suyo, así que quedamos en pelotas. Ella nos crió libres, educados, y se la rebuscó para laburar de traductora de inglés. —¿Vos tuviste que trabajar? —Sí, claro. Doblaba jeans en un sótano, saqué fotocopias, revelé fotos, cortaba camisas a medida. Fui cadete en bicicleta, kiosquero. —¿Te hablás con tu mamá y tus hermanos? —Sí, de forma diaria. Nos hablamos por teléfono, a veces nos visitamos, y por celular estamos en contacto. Somos muy unidos. Ahora mi vieja está casada con un tipo cien por cien. Una gran persona. Viven muy tranquilos los dos. —¿Vos qué posición política tenés? —Soy un tipo de centro, hoy no me representa nadie. No me dice mucho la política. Al único que rescaté alguna vez fue a Arturo Frondizi. Pero no le creo a nadie. —¿Y de los setenta qué pensás? —Un horror. La peor época de este país, mi país. Una desgracia. El Estado asesinando y desapareciendo gente. Y grupos terroristas asesinando gente y secuestrándola. Qué difícil debe haber sido vivir en esa época, ¿no? Juan dice que no acepta la teoría de “los dos demonios”, cuyo argumento es que existió una “guerra” con dos bandos separados, y equipara la violencia de Estado con la violencia de los grupos de izquierda. —Cuando el Estado te mata, no hay dos bandos —argumenta—. Pero sí es cierto, también, que existieron algo llamado Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Montoneros. Es cierto que esos grupos volaron un avión repleto de soldados. Es cierto que secuestraron al empresario Jorge Born (en 1974, Montoneros secuestró a los hermanos Jorge y Juan Born, por los que se pagó un rescate millonario). —¿Y qué tendría que haber hecho el Estado ante esa violencia? —No lo sé, pero no suprimir identidades, ni desaparecer ni robar ni torturar. —¿Hablaste este tema alguna vez con tu viejo? —Alguna vez, de chico. No era discutible para él. Una vez citó a Nicolás Rodríguez Peña. Rodríguez Peña era un comerciante y miembro de la Logia Lautaro que participó de la Revolución de Mayo, en 1810. Juan hace una pausa, busca y copia el texto que citó su padre. Lo transcribe: “¿Que fuimos crueles? ¡Vaya con el cargo! Mientras tanto, ahí tienen ustedes una patria que no está ya en el compromiso de serlo. La salvamos como creíamos que debíamos salvarla, ¿había otros medios? ¡Así será! Nosotros no los vimos, ni creímos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos”. Y agrega: “Nota de Nicolás Rodríguez Peña sobre el fusilamiento de Santiago de Liniers”. —¿Qué es lo primero que sentiste cuando supiste quién era tu padre? —Bronca. Me acuerdo de la mirada de odio de la gente. Siempre supimos que era cana, pero no teníamos idea del rol que ocupaba. Encima era del Opus Dei. Imaginate que me crié con todos los hijos de otros que hacían lo mismo que él, como Camps, Bergés —Jorge Antonio Bergés fue un exmédico de la policía bonaerense condenado por delitos de lesa humanidad—. Bergés le seguía diciendo “Mi comisario” en la cárcel. —¿Y vos ves a tu padre como un criminal? —Sí, él no es un preso político ni un prisionero de guerra, como firma en los escritos. Juan se despide. Dice que “está contento” por las repercusiones de la historia de Mariana, su hermana, pero que el cambio de apellido no está en sus planes. “Estoy tan en paz en mi vida, no lo necesito.” Cuando conversan sobre el tema con sus hermanos, a Etchecolatz lo llaman por sus iniciales: “M.O.E.”. —¿Con otros hijos de represores te contactaste alguna vez? —No, jamás. No creo que haya algo que nos una. —¿Y con hijos de desaparecidos? —Me hubiese encantado. Pero no me animé. —¿Y qué es lo que te frenó? —Vergüenza, miedo a sus reacciones. Deben tener un dolor que no imagino. Y a los que fueron víctimas de un dolor que causó mi viejo, ¿con qué cara los miraría?
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