Rabia guajira: la oralidad de los wayuu

Rabia guajira: la oralidad de los wayuu

La literatura del pueblo indígena de La Guajira puede leerse como una misma narración que lucha contra el estigma de la otredad. Su tradición está ligada a los ancestros, los muertos que fertilizan sus tierras entre Colombia y Venezuela, así como al mundo de las deidades y el vínculo con el agua, los sueños, el territorio. Estercilia Simanca y Vicenta Siosi son algunas de sus exponentes.

Tiempo de lectura: 13 minutos

Al escuchar su nombre la gente creía que se trataba de una señora mayor, pero en 1983 Estercilia Simanca era una niña de ocho años. Vivía con sus padres en Maicao, un municipio de La Guajira, al norte de Colombia, en la frontera con Venezuela, cuyo nombre viene de un vocablo wayuu que quiere decir “tierra del maíz”. Los wayuu, el pueblo indígena más numeroso de las dos naciones, llegaron a las sabanas semidesérticas de la península de La Guajira, junto al mar Caribe, desde tiempos remotos pero, a comienzos del siglo XX, la zona recibió migrantes del interior de ambos países y también del Medio Oriente —todos erróneamente denominados “turcos”— que harían de Maicao, aún en la actualidad, el principal centro árabe de Colombia. 

Allí, con la acentuada aridez, la mezquita, las coloridas mantas indígenas, la vocación comercial de puerto libre, creció Estercilia Simanca, que hoy, al otro lado de la pantalla, dice que siempre le gustó el nombre que su padre le dio, aunque fuera de señora, porque definió su personalidad. Escritora y abogada, nació en el resguardo indígena Caicemapa, en el municipio de Distracción, conformado por cuatro comunidades wayuu, entre las que está la de ella, El Paraíso.

—Mi mamá vivía en Maicao con mi papá, pero conservó el rito de parir en su territorio, entonces cada vez que estaba por parir se iba a El Paraíso, con su barriga, y allá nacíamos. Mi ombligo está enterrado allá, pero yo no crecí en la comunidad, me críe en Maicao y sólo iba a temas puntuales, como el segundo velorio de mi bisabuela, Mamá Victoria —cuenta Simanca, refiriéndose a la tradición wayuu de realizar un segundo velorio, años después del primero, en el que los huesos del difunto se exhuman y se vuelven a enterrar en su lugar de origen.

Dice que a los ocho años empezó, sin saberlo, a gestar su primer cuento, el más conocido, “Manifiesta no saber firmar: nacido el 31 de diciembre”, que publicó a sus veintiún años. Entonces cursaba tercero de primaria y, cuando se veían, le enseñaba a su abuelo a escribir su nombre y se preguntaba por qué su abuela y otras personas de la familia habían nacido —sin excepción— el 31 de diciembre. A veces el abuelo invitaba a los nietos a una tienda a tomar boli —un jugo de fruta congelado— y ella escuchaba cómo algunos alijuna —palabra en lengua wayuunaiki que define a los no wayuu— se burlaban de su abuelo en español. 

—Me molestaba cuando hacían chistes en español delante de mi abuelo, porque él no comprendía. Él pedía boli rojo o un pan rojo. Todo era rojo, porque en su cabeza pensaba que le daba fuerza en la sangre y en esa tienda hacían comentarios: “A los indios les gusta el color rojo”, “A los indios se les van a manchar las tripas”. Pero mi abuelo no lo procesaba. 

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