Mi familia viene de San Juan Quiahije, de la región suroeste del estado de Oaxaca. El municipio tiene poco más de 4 mil habitantes en sus dos localidades, San Juan, que es la cabecera municipal, y Cieneguilla, que es la agencia de policía. Mi padre, Tomás Cruz Lorenzo, fue uno de los fundadores de Cieneguilla. En este texto quiero compartir mi historia como migrante y mis experiencias como hija de Tomás.
Mi familia migró primero a Santa Catarina Juquila y luego a la ciudad cuando éramos niños. Tomás no vivía con nosotros, ni en el pueblo, ni en Juquila y ni en Oaxaca. Mi recuerdo de él es que siempre estaba viajando. Él era un activista que trabajaba con los pueblos chatinos. No tenía lugar estable, dormía donde lo agarrara la noche, y muchas veces durmió en el bosque en su camioneta, así como lo describe en su escrito “Reflexiones en un amanecer cerca de mi comunidad”, incluido en Evitemos que nuestro futuro se nos escape de las manos. Cuando nos visitaba en la ciudad, nos contaba sus aventuras de carretera. A nosotros, sus hijos, nos gustaba mucho escuchar de sus andares y en las vacaciones nos llevaba con él.
Mapa realizado por Ana Smith Aguilar.
Cuando recorro mentalmente esos espacios, llenos de historias, recuerdo que los días felices eran cuando mi tía Julia venía a la casa a cocinar con mi mamá. Los niños despertábamos por el olor del café y las tortillas. Mi tía Julia era ciega y ahora me sorprende lo increíble que era al hacer tortillas y realizar los trabajos de la cocina. En las noches yo la acompañaba con gusto a su casa, que no era muy lejos de la nuestra. Ella decía que la luz le molestaba y que la obscuridad era mejor. Dejamos de probar sus tortillas cuando nos fuimos a Oaxaca. Yo extrañaba mucho a mi tía cuando nos fuimos a la ciudad.
Esa casa de ladrillo era una casa abierta, siempre, para todos, entre otras cosas porque Tomás era el doctor cuando no había doctor en el pueblo. Tenía conocimientos de primeros auxilios. Un día vino una familia con una joven. La trajeron porque estaba enferma y al llegar, la joven se veía espantada. Tomás dijo que había que inyectarla. Como la gente no estaba acostumbrada a la medicina, la joven se escondió detrás de unas piedras. Yo vi cuando se fue. Muy astuta, mientras Tomás hablaba con su familia, ella se fue despacio a esconderse. Cuando preguntaron por ella, yo dije dónde estaba y fueron a traerla.
Amigos, conocidos, familiares, todos pasaban tiempo en esa casa con nosotros. Me acuerdo de mi tía Tiburcia acostada en la cama que estaba cerca de la ventana de la casa. Tomás no estaba en el pueblo en ese tiempo. Mi tía según parecía tenía calentura y ya llevaba varios días. Nadie en mi familia hablaba español, y entonces me dieron a mí la tarea de ir a hablar con los neʔA shaʔC ksiC steʔE, los mestizos de ropa amarilla. Esos mestizos de ropa amarilla eran los que andaban rociando las casas para acabar con el dengue. No recuerdo que en ese entonces ya hablara español. A lo mejor decía yo algunas palabras, pero hablarlo no. Recuerdo a unas niñas de la ciudad que llegaban a visitar a sus padres. Ellas no hablaban chatino. Jugábamos usando señas y cuando ya no les entendía, me iba a mi casa. Creo, más bien, que yo era una niña que resolvía cosas. Así que fui a hablar con los de ropa amarilla. Llegué, tomé la mano de uno de los señores y me lo llevé a mi casa. Ahí estaba mi tía Tiburcia acostada. Cuando lo vio, se puso a llorar, aunque los adultos le explicaban que el señor no le haría nada. Tiburcia tenía razón. Nosotros crecimos con la historia de que los mestizos comen niños. Ella pensó que este señor se la iba a comer. El señor la vio y sacó unas pastillas de su bolsa y Tiburcia se puso a llorar aún más. Estaba claro que Tiburcia no se iba a tomar la pastilla, así que el señor pidió un plátano. Fuimos a conseguir el plátano, el señor le metió la pastilla y se le dieron. Tiburcia se comía el plátano felizmente, hasta que en una de esas mordidas, apareció la pastilla y Tiburcia lo tiró. No hubo de otra, la agarraron entre varios y el señor le metió la pastilla en la boca a la fuerza. Se curó a los pocos días.
Él era un activista que trabajaba con los pueblos chatinos. No tenía lugar estable, dormía donde lo agarrara la noche.
Sin duda, Tomás nos lastimaba mucho con la decisión de donar la casa. No tener casa en Cieneguilla significaba para nosotros tener menos relación con el pueblo. Yo estaba triste, pero me imagino lo triste que fue para mi mamá dejar ir su casa. Cuando volvíamos a Cieneguilla, nos quedábamos con mi abuelo, el padre de mi mamá, quien siempre estuvo muy contento cuando llegábamos a verlo.
Habernos ido a la ciudad de Oaxaca fue decisión de Tomás. Él quería que fuéramos a la escuela, fue la razón principal por la que nos mandó a Oaxaca. Fuimos una de las primeras familias del pueblo que emigró a la ciudad. Después de nosotros, hubo más migración de niños y jóvenes que se fueron a la ciudad para aprender español, que era lo necesario en esos tiempos. Cuando uno es niño, no tiene el control del destino, puesto que los padres deciden por uno, como fue mi caso. Recuerdo haber estado muy triste cuando salimos de Cieneguilla: me alejaba de mi abuelo, mis tías, mis primos, aunque al mismo tiempo sentía curiosidad por la ciudad de Oaxaca, especialmente porque algunas de mis tías y primos se iban a trabajar a la ciudad y regresaban con atuendos de moda, hablando español, por lo que también deseaba ir. Recuerdo que mi tía Domitila trabajaba allá y, después de ganar algo de dinero, regresó al pueblo. Llegó con muchos artículos para el hogar: cubetas, ollas, tenedores y cucharas. Desafortunadamente, las cucharas no fueron muy útiles, nosotros las usábamos para jugar. Al año siguiente Domitila volvió al pueblo y nos regañó porque los tenedores estaban enterrados en el suelo, los usábamos para hacer hoyos.
Todavía recuerdo bien el día en que nos fuimos del pueblo para ir a la ciudad de Oaxaca. Salimos a pie de Cieneguilla alrededor de las cuatro de la mañana y nos dirigimos hacia Santa Catarina Juquila, un centro comercial a 12 kilómetros de Cieneguilla, que son unas seis horas caminando. Tuvimos que caminar porque no había carretera. (Ahora la gente conduce y sólo toma 45 minutos llegar a Juquila). Todavía estaba oscuro cuando comenzamos nuestro viaje. Recuerdo que el cielo estaba lleno de estrellas brillantes y con nuestros movimientos lentos, las estrellas viajaron a través del cielo con nosotros. Siguiendo el camino hacia Juquila, entramos en el bosque. Hubo un largo silencio entre nosotros. Seguí los pasos de mi madre que tenía la lámpara. Estaba oscuro, imaginé que los árboles eran figuras extrañas. A medida que pasaba el tiempo, una luz comenzó a aparecer entre los árboles, estaba amaneciendo. Uno podía sentir el aire tranquilo que hacía que los árboles se movieran suavemente uno al lado del otro, hacia atrás y hacia adelante. A medida que avanzaba la mañana, el bosque se llenaba de vida. Olor a tierra, pájaros cantando, mariposas posándose en flores para comer el néctar. Llegamos aproximadamente a las ocho de la mañana a Juquila y nos subimos al autobús rumbo a la ciudad de Oaxaca. Nos añadimos a la vida de la ciudad.
Tomás paseando con su familia. ca. 1983. Archivo de Benjamín Maldonado
Tomás quería que sus hijos tuvieran un sentido de hogar, aunque crecimos en gran parte en la ciudad de Oaxaca. Rutinariamente, nos enviaba (o nos llevaba él mismo) al pueblo durante las vacaciones de la escuela. Muchas veces nos llevaba caminando al pueblo y en esas caminatas nos contaba historias sobre su vida. Un día, caminando, mi hermana Hilaria le preguntó sobre el mundo. Tomás agarró un palo e hizo un círculo en el suelo y le dijo que estábamos flotando en un espacio vacío. Yo estaba aterrorizada de pensar en estar al borde de un precipicio. Aprendí muchas cosas de él mientras caminábamos por el bosque. En esas caminatas hablaba de todo, de su punto de vista político, sobre las injusticias, hacía chistes o contaba historias personales. Él, de niño, también emigró por unos años y, cuando regresó, fue que se casó con mi madre. Después se fue a estudiar con los franciscanos a la ciudad de Oaxaca. Los franciscanos tenían un albergue en donde hospedaban a los jóvenes indígenas. Dicen que ahí aprendió mecanografía, cosa que le sirvió para escribir sus artículos.
El sentido del lugar puede ser complejo. Nací en el pueblo, pero emigré a la ciudad niña. Así experimenté otras formas de vivir, aprendí otros idiomas. Para Tomás era importante que sus hijos tuvieran el vínculo con el pueblo, insistía en que habláramos chatino. A Tomás le daba miedo que sus hijos hicieran lo opuesto, temía que nos apartáramos de la cultura chatina. En muchos de sus escritos expresó ese temor. Tomás logró que le tuviéramos mucho cariño a esas cosas que eran importantes para él. Yo escogí estudiar antropología y lingüística, centrándome en el análisis del chatino, para poder enseñarles sobre la estructura de la lengua a los chatinos. Tomás, junto con mi madre, logró que sus hijos valoraran la educación y consiguieron que sus hijos se graduaran de la universidad y unos estudiamos posgrados.
Desafortunadamente a Tomás lo mataron. Su muerte causó mucho dolor. Tratar la pérdida de Tomás fue una experiencia muy difícil para mí. Fue baleado por un pistolero en Juquila, un pistolero pagado. Mi padre cayó muerto con una bolsa de pan en la mano, lo había comprado para nosotros, pues esa noche iba a viajar a Oaxaca.
El sentido del lugar puede ser complejo. Nací en el pueblo, pero emigré a la ciudad niña. Así experimenté otras formas de vivir, aprendí otros idiomas.
Su muerte nos cayó de sorpresa. Mis hermanos y yo estábamos en la ciudad de Oaxaca cuando recibimos la noticia. Una persona del pueblo que estaba con él vino a avisarnos que había muerto. Tuvo que viajar en autobús ocho horas para darnos la noticia, pues en ese tiempo no había celulares y nosotros no teníamos teléfono fijo. Mi mamá y yo estábamos solas en la casa. Yo estaba inconsolable, pero ahora me tocaba ir a buscar a cada uno de mis hermanos a sus escuelas para darles la noticia. Recuerdo ese sentimiento de coraje combinado con tristeza, mientras en el taxi colectivo lloraba y pensaba en por qué el mundo no paraba: yo acababa de perder a mi padre y la gente seguía con su vida. El chofer sólo me miraba por el espejo.
Mi familia y un grupo de sus amigos nos fuimos esa noche a Cieneguilla a su entierro. Viajamos en automóvil unas ocho horas. Llegamos a Juquila a las diez de la noche. No pudimos continuar en carro debido a que la carretera estaba deslavada por las fuertes lluvias (septiembre es la temporada de lluvias). Tuvimos que caminar seis horas en el bosque oscuro.
Cuando comenzamos nuestra caminata, nos dimos cuenta de que no teníamos ni lámparas ni agua para el viaje, necesidades olvidadas por nuestra tristeza. Salimos de la ciudad de prisa y no nos preparamos para caminar de noche. Con la luz de la luna creciente de septiembre, pudimos encontrar el camino hasta el pueblo. A Tomás le encantaba caminar. Por momentos sentía que él estaba allí con nosotros, pero a ratos la realidad me golpeaba pues íbamos a su entierro. No era yo la única que se sentía así, alguien en nuestro grupo comentó que él quería que camináramos esa noche para que pudiéramos oler la fragancia del pino del bosque. Por suerte, encontramos agua fresca de un manantial para satisfacer nuestra sed.
En ese caminar encontré que los olores, los colores y el ruido traen recuerdos del espacio y las personas que caminaron en el territorio. Yo me acordaba de Tomás y de nuestras aventuras en el bosque.
Tomás Cruz Lorenzo en asamblea en Juchatengo, 1982. Archivo de Benjamín Maldonado.
Un día que íbamos para muertos al pueblo, caminamos de Juquila a Quiahije. Según nos contó Tomás, su padre, SyuB, fue asesinado junto con uno de mis tíos mientras estaban plantando maíz y otro hermano de mi padre fue asesinado en el pueblo. Todo lo que le quedaba era su madre y otro hermano, pero poco después de la muerte de su padre, su madre también falleció. Nos entró la noche mientras él nos contaba su vida. A la distancia vimos que algo se movía, era un burro, un burro sumiso. Tomás se acercó y puso nuestras cosas encima. Gran solución, porque estábamos cansados de cargar nuestras cosas en la espalda. Continuamos el camino y nos reíamos mientras veíamos que el burro se convertía en parte del equipo de caminantes. Llegamos al amanecer al pueblo. Cuando llegamos al pueblo, nos dirigimos a la casa de la familia materna (como dije antes, mi padre no tenía familia, puesto que la mayoría había muerto). Mi abuelo materno, JnaruJ, salió ese día para saludarnos y darnos la bienvenida. Como el burro no era nuestro, teníamos que entregarlo a su dueño. Mi familia se reunió para hablar sobre el burro y pronto descubrieron quién era el dueño y nos enviaron a devolver el burro. Así me acordaba de él cuando íbamos a su entierro.
Cuando por fin llegamos al pueblo, al amanecer, pudimos ver el humo saliendo de las casas de las personas, una señal de que estaban comenzando con su día. El funeral fue en la casa de mi abuelo, JnaruJ. Cuando nos acercamos a la casa, pudimos escuchar la música del funeral. La gente esperaba que llegáramos para poder enterrarlo. Mi abuelo salió a saludarnos y nos dijo: —WaC ylaG wanJ aJ (¡Ya llegaron!).
Para la despedida final del difunto en su partida a la otra vida, uno tiene que preparar comida para el viaje para llegar al lugar de los muertos. En el funeral de Tomás, cuando llegamos en la mañana, los hijos fuimos llevados a la cocina. Tuvimos que preparar la comida para su viaje. En el ataúd se colocaron pequeños artículos junto a su cuerpo: tortillas, amaranto, un bule con agua, carne y sandalias nuevas para que pudiera bailar y caminar. Nosotros, la familia principal, comimos con él por última vez. Después, se llevaron el ataúd a áreas importantes de la casa, como la cocina y el patio. Esta tradición es crucial porque los difuntos tienen que despedirse y recordar su hogar para su visita durante el día de muertos.
En ese caminar encontré que los olores, los colores y el ruido traen recuerdos del espacio y las personas que caminaron en el territorio.
Salimos de la casa, un grupo de niños formados para despedirlo. Lo llevaron a la iglesia, luego a las oficinas de la agencia, por haber dado su servicio al pueblo, luego nos fuimos al panteón. Lo enterraron en la entrada del cementerio. Después del entierro, regresamos a la casa mi abuelo JnaruJ. Ahí la gente se roció agua y chile tuxtla en braza con unos tyʔyuF. Se dice que este ritual libera el calor del cuerpo del muerto.
Según los chatinos, a lo largo de su viaje, hay etapas distintas que los muertos deben pasar. La primera etapa comienza con un paseo hacia el norte, hacia un espacio circular. En este lugar, uno puede ver claramente el pueblo. Aquí, se despiden del lugar al que alguna vez pertenecieron. Luego, continuarán al lugar donde los difuntos tiene que bailar. Es por eso que se proporcionan sandalias. Después, se encuentran con un águila. Esta águila intentará bloquear el camino de las personas, pero la carne provista será la ofrenda del difunto al águila y así le permitirá continuar. Más tarde, aparece un cuervo y los difuntos arrojarán las semillas de amaranto al ave, y así ya los dejará avanzar. Finalmente, después de la larga caminata, llegará al lugar de los difuntos, donde se unirán a otros que han fallecido. Ahora Tomás está en el lugar de los muertos y se le extraña.