Truman Capote: ¿superado por los periodistas?

Truman Capote: ¿superado ya por los periodistas?

La feroz discusión sobre el periodismo que emplea recursos narrativos —en contraste con los reportajes de investigación y la “nota dura”— persiste hasta hoy. Este artículo repasa lo que Truman Capote logró con sus crónicas y novelas de “no ficción”, así como las críticas que siguen recibiendo y las lecciones que, pese a todo, perduran.

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La mañana del lunes 16 de noviembre de 1959 Truman Capote leía The New York Times, la nota de la página 39 “Rico granjero y tres miembros de su familia asesinados” había llamado su atención. En el hasta entonces desconocido pueblo de Holcomb, Kansas, “un rico agricultor de trigo, su esposa y sus dos hijos fueron encontrados hoy en su casa, muertos a balazos. Habían sido asesinados con disparos a quemarropa, después de ser atados y amordazados”. En ese instante, Capote llamó a William Shawn, editor de la revista The New Yorker, para pedirle que lo mandara al pueblo donde esto había ocurrido. “Quería escribir un artículo sobre los efectos de los asesinatos en la pequeña comunidad de Holcomb y la vecina Garden City, donde los Clutter —las víctimas— habían vivido”, escribe su biógrafo Gerald Clarke en Too Brief a Treat, el libro que recopila la correspondencia del escritor. En el prefacio de Música para camaleones, su famoso libro de crónicas y perfiles, aparece una de las declaraciones más famosas de Truman Capote: “empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno”. Fue de esa misma forma como empezó a escribir A sangre fría, que comenzó como un artículo para The New Yorker y se transformó en uno de los libros más importantes del periodismo narrativo estadounidense. El libro que le dio la fama que siempre deseó; el libro que también destruyó su vida.

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Truman Capote nació en Nueva Orleans el 30 de septiembre de 1924. En su texto autobiográfico “Una voz desde una nube”, el escritor dice que el divorcio de sus padres Arch Persons y Lillie Mae Faulk marcó su vida para siempre. Ellos se separaron cuando él tenía cuatro años, por lo que casi toda su infancia se la pasó errando “entre las casas de mis parientes de Louisiana, Mississippi y el campo de Alabama (de vez en cuando iba a escuelas de Nueva York y Connecticut)”. En medio de ese peregrinaje constante, acontece otra cosa que marca su vida: en 1932 Lillie Mae, su madre, se cambia el nombre a Nina. A ese nuevo nombre le acompaña una nueva vida, ella y su hijo Truman se van a vivir a Nueva York. Pronto, ella se casa otra vez, ahora con un cubano llamado Joe Capote. “Como sabrás, mi apellido ya no es Persons sino Capote, y me gustaría que en el futuro te dirigieras a mí como Truman Capote, ya que todo el mundo me llama así”, le escribió Truman a su padre biológico en 1936.

Como sucede con muchos otros escritores, la educación formal nunca fue de gran importancia para Truman Capote, “solo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar claqué y hacer dibujos”, confiesa en el prefacio mencionado. Aquellos primeros textos que escribió eran una mezcla de aventuras y crímenes, historias que le contaban los adultos que conocía. Pero lo más interesante que hizo en esos tiempos, dice Truman, fue una serie de “sencillas observaciones cotidianas que anotaba en mi diario. Extensas transcripciones al pie de la letra de conversaciones que acertaba a oír con disimulo. Descripciones de algún vecino. Habladurías del barrio”. A los diecisiete empieza a publicar sus primeros cuentos, obras bien logradas para alguien de su edad, y en pocos años su nombre ya aparece en algunas de las revistas literarias estadounidenses más importantes de la época: The New Yorker, Harper’s Bazaar, Atlantic Monthly.

Con diecinueve años, en 1943, es contratado por la revista The New Yorker. En esa época comienza la escritura de su primera novela, Summer Crossing, “un manuscrito que nunca di a leer y ahora perdido”, apuntó en “Una voz desde una nube”. Cinco años después, la segunda novela que escribe, Otras voces, otros ámbitos, sí se publica y recibe críticas muy favorables; Truman Capote comienza a tener una fama importante dentro del círculo literario estadounidense, misma que aumentará al año siguiente con su libro de cuentos A Tree of Night and Other Stories [Un árbol en la noche], una colección que contiene algunos de sus cuentos más celebrados, como “Miriam”, “Niños en su cumpleaños” y “Cierra la última puerta” (Premio de Cuento O. Henry, 1948).

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Un árbol en la noche fue traducido al español por otro excelente cuentista y periodista narrativo, Juan Villoro, quien en entrevista para Gatopardo menciona que Truman Capote era “un estilista de primera línea. Ahora se le da poca importancia a la textura de la prosa, como si las obras solo constaran de ‘contenido’. Es una pérdida lamentable. Capote decía que Virginia Woolf jamás escribió una mala frase. Él tampoco. Admiro la sobria elegancia de su estilo, la musicalidad que no se impone como un artificio”.

Villoro leyó A sangre fría a los diecisiete años y le pareció deslumbrante su capacidad de hacer una novela sin ficción. “Por otra parte, demostró que no hay temas grandes o pequeños. Escribió sobre asesinatos o sobre celebridades, como Marilyn Monroe, pero también sobre un pájaro que no podía volar porque creía que era un perro”, explica el escritor mexicano. Años después, cuando el editor Jorge Herralde le pidió a Juan Villoro traducir el primer libro de cuentos de Truman Capote, se encontró con que “la prosa de Capote es de una engañosa sencillez; tratar de comunicar eso en nuestra lengua fue un gran aprendizaje”.

Truman Capote “tenía un talento especial, mezcla de ternura y picardía, para recrear la voz de las mujeres traviesas, transgresoras. En ese registro, su cuento ‘Niños en su cumpleaños’ es una obra maestra”, dice Villoro sobre las cualidades estilísticas del escritor estadounidense; pero la ficción, advierte el autor de libros como El testigo y La figura del mundo, no fue su única cualidad:

“También en el periodismo narrativo Capote supo captar acentos y entonaciones que resumían una personalidad. Su entrevista con Marlon Brando fue tan reveladora que el actor la usó de inspiración para los monólogos que improvisó en Último tango en París. En cada texto, ya sea cuando acompaña a una compañía musical a Moscú o cuando dialoga con un comisario, Capote demuestra que lo decisivo en el periodismo escrito es el lenguaje”.

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Grandioso cuentista y aplaudido novelista, Truman Capote también fue un cronista interesante; sus textos periodísticos tenían la misma atención al detalle y al estilo pulcro de sus obras de ficción. Para él, el periodismo era otro campo donde podía explorar las técnicas narrativas que iba aprendiendo. “Durante varios años me sentí cada vez más atraído hacia el periodismo como forma artística propiamente dicha”, escribe en el prefacio de Música para camaleones, donde también explica cuáles fueron los motivos que lo llevaron a escribir “no ficción”:

“En primer lugar, no me parecía que hubiese ocurrido algo verdaderamente innovador en la prosa, en la literatura en general, desde la década de 1920; en segundo lugar, el periodismo como arte era un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos literatos han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho, ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías”.

Otra de las semillas que lo impulsaron a escribir periodismo narrativo apareció en 1952 bajo la forma de un libro. Picture, de Lillian Ross —redactora de The New Yorker—, narra el rodaje de la película The Red Badge of Courage de John Huston. Truman Capote creía que el libro podía haberse escrito con un estilo más interesante: “al leerlo, me pregunté qué habría pasado si la autora hubiese prescindido de su rígida disciplina lineal al reflejar los hechos de modo estricto y hubiera manejado los elementos del relato como si fuesen novelescos: ¿habría mejorado o empeorado la obra? Decidí que, si se presentaba el tema apropiado, me gustaría intentarlo”. Y eso fue lo que hizo con Se oyen las musas (1955), una crónica sobre el primer intercambio cultural entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, la historia de una compañía de afroamericanos que recorrió Rusia para presentar la ópera Porgy and Bess.

Cuatro años después de ese primer libro de no ficción, y ya habiendo publicado su famosa novela corta Desayuno en Tiffany’s (1958), ocurre el crimen que le cambia la vida: Perry Smith y Richard Hickock, dos exconvictos, asesinan a la familia Cutter en Holcomb, Kansas, mientras intentaban robar una caja fuerte que no existía.

Junto con su gran amiga Nelle Harper Lee —quien estaba por publicar el clásico de la literatura estadounidense Matar un ruiseñor—, Truman Capote viajó a ese pueblo para hablar con los implicados en el caso y con los pobladores de la zona. Poco a poco se fue ganando la confianza de los lugareños, y pronto entendió que podía escribir un libro. Menos de dos meses después del asesinato, en una carta fechada en enero de 1960, Capote informa a Alvin Dewey —investigador principal del caso— y a su esposa Marie Dewey “he charlado largo y tendido con la gente de The New Yorker y Random House. Hoy mismo he firmado el contrato para el libro”.

Luego de dedicarle casi seis años de escritura, A sangre fría por fin se publica en The New Yorker, a través de cuatro entregas, durante el otoño de 1965; en enero del siguiente año aparece en formato de libro. El éxito fue inmediato y Truman Capote se volvió una celebridad y el padre del periodismo narrativo en inglés, pues en Hispanoamérica sabemos que nueve años antes el argentino Rodolfo Walsh había escrito Operación masacre, una novela de no ficción que narra una ejecución extrajudicial acontecida en 1956, conocida como los “fusilamientos de José León Suárez”.

Como sucede con muchas obras, con el paso del tiempo A sangre fría ha dejado de leerse con la misma devoción de sus primeros lectores; hay quienes consideran que este texto de Truman Capote, como algunos otros del llamado nuevo periodismo, ya no responde totalmente a nuestros tiempos. Se necesitan nuevos referentes, escribe la periodista Alma Guillermoprieto en su prólogo a la antología de crónica estadounidense La vida toda: “si en el mundo de habla hispana alguien pregunta quiénes son los grandes de la crónica moderna, la lista suele comenzar con Norman Mailer, Truman Capote, Thomas Wolfe, Hunter S. Thompson… y quedarse allí. Fueron escritores audaces, legendarios, ensalzados por Tomás Eloy Martínez y Gabriel García Márquez hace ya bastante más de medio siglo. […] Muchos textos de aquellos cronistas se leen bien hoy, pero sin duda llevan el sello de una época romántica y optimista […], también de valores pesadamente machistas”.

De igual forma suelen cuestionarse algunas libertades “literarias” que se tomó Truman Capote a la hora de escribir A sangre fría. El periodista estadounidense Ben Yagoda apunta en su artículo “Fact Checking In Cold Blood”, publicado en la revista Slate, que “una de las primeras revelaciones (reconocida por Capote antes de su muerte en 1984) fue que la última escena del libro, la conversación en el cementerio entre el detective [Alvin Dewey] y la mejor amiga [Susan Kidwell] de la chica asesinada, era pura invención”.

En el mismo artículo, Yagoda menciona que mientras investigaba para su libro About Town: The New Yorker and the World It Made encontró “las pruebas de galera de A sangre fría en los archivos de la revista. Junto a un pasaje en el que se describían las acciones de alguien que estaba solo, y que más tarde fue asesinado en la masacre, el editor del New Yorker, William Shawn, había apuntado a lápiz ‘¿Cómo se sabe?’. No había forma de saberlo, pero el pasaje se mantuvo”.

“Bajo los estándares actuales, A sangre fría no sería considerado un libro estrictamente periodístico”, declaró el periodista Marco Avilés en una entrevista para el diario El Comercio de Perú, pues considera que “un cronista de ahora sabe que no puede imaginar ni inventar mientras que Truman Capote perteneció a una época en la que se tomaban libertades al momento de escribir”.

Leer esta obra bajo el contexto en el que se escribió es importante para valorarla correctamente. En entrevista para Gatopardo, Leila Guerriero, editora para América Latina de esta revista y una de las grandes figuras del periodismo narrativo en nuestro idioma, menciona que la de Capote “es una obra muy potente, sobre todo teniendo en cuenta el contexto en el que se produjo: Truman Capote no era un periodista, nadie le enseñó a ser periodista”.

Capote siempre fue un autodidacta, y son los recursos narrativos, la técnica y el estilo, que aprendió a lo largo de los años, el gran legado de su obra. Guerriero explica que “la primera parte [de A sangre fría], ‘Los últimos que los vieron con vida’, es absolutamente fabulosa, es de una maestría descomunal; me parece que ahí Capote echa mano de una cantidad de recursos que tienen que ver con el uso del suspenso, del retaceo de información para ir provocando una inquietud larvada”.

En una época en que parece que la primera persona es la única forma de escribir una crónica, cuando impera “la idea del cronista como protagonista de la historia, donde es más importante el cronista que la historia”, dice Leila Guerriero, es donde la obra maestra de Truman Capote se revalora aún más:

“En A sangre fría él se borra por completo del relato, uno de los máximos prodigios, una cosa completamente contemporánea, todos los cronistas deberíamos llevarlo tatuado. Capote escribió A sangre fría en completa tercera persona, no aparece nunca, bueno en un solo momento hacia el final del libro […] pero nunca usa la primera persona, y yo siento que ahora este recurso es dificilísimo porque implicaba poner cámaras aquí, cámaras en el sentido de miradas, mirar aquí, mirar allá, cambiar el punto de vista, recoger infinidad de testimonios para poder lograr ese narrador completamente omnisciente […], es una lección para la contemporaneidad”.

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“Estados Unidos no ha sido nunca un país de lectores”, escribe Reynolds Price en su prólogo a los Cuentos Completos de Truman Capote. “Y en el siglo XX solo dos narradores de calidad consiguieron ser nombres conocidos: Ernest Hemingway y Truman Capote”. Luego de la publicación de A sangre fría, su autor se convirtió en una estrella que aparecía en revistas, periódicos y programas de televisión. Pero la fama lo transformó, según apunta su biógrafo Gerald Clarke, “bebía demasiado, a todas horas, y experimentaba con las drogas de moda. Pronto, según su propia definición, se convirtió en un alcohólico y tuvo que ingresar con frecuencia en clínicas de rehabilitación que nunca lograban su cometido”. En 1970 dejó (aunque regresarían varias veces) a su pareja Jack Dunphy, el escritor con quien salía desde 1948; también cambió sus amistades de años por la farándula hollywoodense, son conocidas sus fiestas con la clase alta y la socialité estadounidense, de las que después expuso sus chismes, secretos e infidelidades.

El propio impulso creativo de Truman Capote fue menguando con la fama; jamás terminó de escribir Plegarias atendidas, la larga novela que anunció durante años y que, dijo, lo pondría en el nivel de Marcel Proust. Sin embargo, sí llegó a publicar algunos textos valiosos en sus últimos años de vida como “Una adorable criatura”, sobre su amiga Marilyn Monroe; de este y de la crónica “Un día de trabajo”, Leila Guerriero rescata que “la magia de Capote en esos textos está en que casi no interviene el texto, logra que todo sea visual a través del puro diálogo; eso también es una proeza”.

“Mejor la muerte en Venecia que la vida en Hollywood”, dijo Truman Capote sobre su primer viaje a California en una carta del 8 de diciembre 1947. Irónicamente, en ese lugar vivió los últimos momentos de su vida. Casi cuatro décadas después de haber escrito aquella frase, el 25 de agosto de 1984, Truman Capote murió en California a los 59 años debido a una falla hepática. Faltaban un mes y seis días para su próximo cumpleaños.

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