Vértigo horizontal: Juan Villoro se apropia de la capital mexicana.

La ciudad íntima

Irma Gallo
Fotografía de Camilo Christen


Vértigo Horizontal, el libro que le tomó ocho años a Juan Villoro escribir.

Tiempo de lectura: 4 minutos

Aunque ha vivido en Estados Unidos y Alemania, el novelista y periodista mexicano Juan Villoro siempre regresa a la Ciudad de México, su lugar de origen, donde nació en 1956. Los mexicanos, reconoce, “tenemos esa ilusión de que si alguien se va al extranjero, se va para ‘hacerla’. Y pensamos que si alguien regresa, algo se trae”. Pero él revela convencido: “Yo vivo aquí. A mí me parece muy bien que la gente se vaya. Pero yo aquí sigo”.

Esta entrevista sucede en un bar de Coyoacán, el barrio donde vive. A esta hora, casi a las dos de la tarde, todavía no llegan los clientes, así que el lugar se ve extraño, casi fantasmal. El tema de la conversación gira en torno a su más reciente libro de crónicas, ensayos y textos híbridos, El vértigo horizontal (Almadía, 2018), con el que se apropia de la capital mexicana desde sus entrañas.

El vértigo horizontal está hecho de distintos niveles de aproximación a la realidad. Hay toda una secuencia muy autobiográfica donde hablo de una ciudad íntima, que es la que más me ha constado a mí. Pero también hay muchas otras zonas en las que yo soy un colado, un metiche, un visitante de ocasión, porque es lo que nos sucede muchas veces en la Ciudad de México”, dice el autor de El testigo.

Este libro nació en 1994, aunque Villoro todavía no lo supiera en ese momento: “A mí me pidieron que escribiera un texto sobre la ciudad y decidí escribir sobre el metro, que era una manera de regresar al México profundo, porque el metro establece un contacto primigenio con el origen. O sea, el principio y el destino, como ocurre en todas las cosmogonías prehispánicas, que tanto el origen como el fin están bajo la tierra. Todo esto me hizo entender el metro como una cueva de la modernidad donde estaba también el pasado”.

Vértigo horizontal, int1

Ocho años después de que escribió ese primer texto, Villoro decidió que quería hacer un libro sobre la ciudad, su ciudad. La toma como si fuera un vértigo horizontal, un organismo vivo que va mutando de manera paulatina. “Y que además ya está dejando de ser horizontal. Yo quería captar los últimos cincuenta años de expansión de una ciudad, que creció como una marea de casas bajas, cuya metáfora rectora quizá era el océano, en su inmensidad y en su extensión. Y ahora se está convirtiendo progresivamente en una ciudad redensificada, se está “manhattanizando”, por así decirlo, porque los nuevos métodos de ingeniería permiten construir grandes edificios y lo permite también la corrupción terrible que tenemos. Entonces la ciudad está adquiriendo una condición vertical, cuya metáfora rectora ya no será el océano, sino la selva”.

El autor de Arrecife creció en una familia pequeña, pues sus padres se divorciaron cuando él tenía nueve años, y se quedó a vivir con su mamá y su hermana. “Me sentía totalmente desadaptado en mi colegio, que era el Colegio Alemán, donde estaba en el grupo de los alemanes, que era el grupo A. Me costaba un enorme trabajo la escuela porque todas las clases eran en alemán y en mi casa nadie hablaba ese idioma. Estaba buscando adaptarme a algo, pertenecer a algo y lo encontré en la Ciudad de México, en las calles de la ciudad. Me aficioné al Necaxa porque era el equipo de la calle donde yo vivía, porque los amigos de esa calle le iban al Necaxa. Y a partir de ese momento empecé a recorrer la ciudad y a tratar de formar parte de ese territorio”.

Villoro describe este conocimiento de la urbe como “azaroso”, “accidental” y “fragmentario”, y dice que se parece mucho al que tenemos todos los que la habitamos: “No la conocemos por entero, conocemos una ruta, nos perdemos, conocemos sólo un determinado lugar”. En esa infancia aventurera, aunque solitaria, se desarrolla una de las historias más íntimas de este libro: la de una vecina a la que el pequeño Juan, de nueve años, visitaba con frecuencia: “A la distancia me sorprende un poco, y a mí me hubiera preocupado que uno de mis hijos pasara mucho tiempo con una señora que no conoces del todo y que te ofrece de merendar y que te pide que te bañes en su casa. Pero yo, al menos a la distancia, no encuentro ningún tipo de perversión. Más bien pienso que yo era un niño que buscaba tener amistades: mi mamá trabajaba todo el día, no estaba en la casa y ella era una señora sola, entonces los dos combinamos nuestras soledades”.

Esta ciudad también fue el lugar en donde María Luisa Toranzo, viuda de Villoro, abuela del autor, pasó sus últimos días encerrada en los departamentos de El Buen Tono, en Bucareli, “que entonces no eran los departamentos hípsters que son ahora, sino que se habían degradado mucho porque tenían renta congelada y ella vivía ahí sin salir”, dice Villoro, que también recuerda que María Luisa fue la primera escritora de la familia. En este texto relata cómo sus padres un buen día decidieron sacarla de ese encierro voluntario para llevarla a dar un paseo por el Centro de la ciudad.

“La mirada que ella tuvo sobre esa ciudad fue una mirada totalmente sorprendente porque ella había vivido en la Alameda Central, ahí la había asaltado la famosa banda del automóvil gris. Mi abuela aparece incluso en la película”, dice, con una sonrisa quizá nostálgica. “Entonces, regresar a ese lugar que era totalmente distinto fue una experiencia muy interesante, y creo que también muy formativa, porque de alguna manera todos estamos condenados a ver la ciudad un poco de ese modo. Porque la ciudad cambia tanto aunque estemos continuamente yendo a algún lugar; hay zonas que dejamos de ver y de pronto regresamos y son totalmente diferentes”.

Una ciudad diseccionada en ceremonias, sobresaltos, lugares, travesías; atravesada por sus personajes, donde la aglomeración es lo normal y hasta lo deseable. Si el chilango encuentra una taquería con muchas mesas disponibles, sospecha de ese sitio y se pregunta si los tacos son de perro. Esta ciudad es la de Juan Villoro, su vértigo horizontal. 


 

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