Tiempo de lectura: 5 minutosCuando se estrenó Amores Perros, hace 20 años, se agudizó una tendencia en el cine mexicano que la nueva película de Fernando Frías de la Parra, Ya no estoy aquí, parece decidida a terminar. En aquella película de González Iñárritu, vivir del homicidio, conseguir dinero en peleas de perros y sostenerse con el sueldo de un supermercado suponen problemas equivalentes al sufrimiento de una modelo que pierde su carrera tras un accidente. El dolor no varía por la clase social, sin embargo, bien dijo María Félix: “El dinero no da la felicidad, pero siempre es mejor llorar en un Ferrari”.
Amores perros se sugiere en desacuerdo y remata con una visión de la pobreza —escandalosa, violenta, sórdida— que expresa la idea de una clase dominante sobre los desfavorecidos en México. Junto con otras películas subsecuentes como Todo el poder (2000), Perfume de violetas (2001), Ciudades oscuras (2002), El crimen del padre Amaro (2002) y Cero y van 4 (2004), Amores perros presentaba imágenes de corrupción, robos, balaceras, violaciones, muerte, afirmando con alarma que en México no pasaba otra cosa que la desgracia. Ese panorama cinematográfico parece estar en vías de extinción.
Ya no estoy aquí, ganadora del Ojo a Mejor Largometraje y del Premio del Público a Largometraje Mexicano en el pasado Festival Internacional de Cine de Morelia, no sólo acaba de remediar esa tendencia melodramática —no es la primera que la combate— sino que se inserta en un medio social y un tiempo particularmente violentos para extraer no el horror aburguesado a las carencias y la fealdad, sino la humanidad de un grupo de personajes que la audiencia probablemente considere ajenos. Lo contrario a todo ese cine tremendista de los años 2000.
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Ya no estoy aquí (2019)
La película, estrenada recientemente en Netflix, se sitúa en 2011 en la colonia Independencia de Monterrey, base de reclutamiento de los Zetas y centro de una cultura chola que se autodenomina Kolombia por la influencia omnipresente de la música colombiana. Los fuereños les llaman cholombianos. En aquel entonces la colonia vivió algunos de los peores momentos de la guerra contra el narcotráfico. El protagonista, Ulises (Juan Daniel García Treviño), es miembro de una pandilla llamada Los Terkos. Su cotidianidad no es la de cualquiera porque incluye violencia y amenazas por parte de un grupo que no se nombra pero que parece ser los Zetas; sin embargo, Frías de la Parra no presenta estas imágenes para horrorizar, ni mucho menos para moralizar. Los planos, abiertos y capturados con lentes gran angulares, contradicen el efecto morboso de planos más cerrados. Esto se nota en la única balacera de la película, que además es inesperada y sucede en cuestión de segundos para evitar la manipulación emocional de la audiencia.
A pesar de todo, sería un error decir que Ya no estoy aquí posee un tono objetivo. La trama, que se desarrolla parcialmente en los recuerdos de Ulises mientras padece el exilio en Nueva York, nos ofrece imágenes de Monterrey y la mayor afición de Los Terkos: la cumbia. Los personajes van a fiestas donde los sonideros locales ponen cumbias rebajadas y mandan saludos. Los muchachos bailan con una seriedad ritual que se extiende a todos los símbolos de su cultura, incluido el cabello. Ulises lleva el fleco hasta las cejas, unas patillas que se tocan bajo el mentón y una especie de cresta encima de la cabeza. Las playeras son flojas y largas pero los pantalones son cortos o se detienen en los tobillos para no opacar los tenis. Y luego, claro, está el baile: Ulises agita suavemente los brazos y se agacha mientras comienza a circular en la pista; los pies empiezan a dar brincos mientras el resto del cuerpo se mantiene casi inmóvil: parece flotar.
“Inserta en un medio social y un tiempo particularmente violentos para extraer no el horror aburguesado a las carencias y la fealdad, sino la humanidad de un grupo de personajes que la audiencia probablemente considere ajenos.”
En una imagen particularmente romántica, Ulises sueña que baila frente a sus amigos, formados en el fondo del cuadro. La cámara se desplaza a la izquierda mientras él gira en el centro de la composición. Es un bello sueño, pero ciertamente idealiza al protagonista y a su cultura en un intento de contradecir los prejuicios de la audiencia. Quizá por lo mismo no vemos a los muchachos involucrados en el crimen a pesar de que son pandilleros. Si bien encuentro las omisiones de sordidez cuestionables por su parcialidad en favor de Los Terkos, me parecen entendibles. En los medios de comunicación el cholo se representa excesivamente como un individuo raro, acaso inhumano. Ya no estoy aquí se lanza a contracorriente y rescata a sus personajes de los prejuicios raciales o de clase que los reducen a una otredad remota.
De hecho, la película hace un esfuerzo por evitar errores en su representación y, a partir de eso, producir una imagen auténtica de sus personajes. En el elenco no hay estrellas de cine; prácticamente no hay actores profesionales. El físico, los movimientos e incluso las voces de los muchachos logran una imitación tan genuina de la realidad, que a veces su dialecto resulta denso. Frías de la Parra se vale de un aparato estético que le da la espalda al cine donde predominan la apariencia europea o la dicción perfecta. Representar conlleva una responsabilidad que la película se toma en serio y que paga las deudas de la ficción audiovisual en México al observar la pobreza. Se puede decir lo mismo en cuanto a su empleo de las convenciones narrativas.
Ya no estoy aquí (2019)
Al principio no sabemos por qué Ulises está exiliado en Nueva York, pero conforme la trama avanza nos enteramos de que está marcado. Si vuelve a la Independencia morirá, pero parece que esta ciudad se adelanta asfixiándolo. En un inicio, Ulises vive con otros mexicanos que se burlan de su apariencia y sus gustos; y por el contrario, los estadounidenses lo admiran cuando baila y una muchacha de ascendencia china, Lin (Xueming Angelina Chen), se interesa en él y lo ayuda. No es que Frías de la Parra niegue la opresión que vive un migrante ilegal o la solidaridad entre los mexicanos en el extranjero; más bien identifica los lugares comunes de estas historias con la intención de renovarlas. Por eso mismo la relación entre Ulises y Lin se expresa con mucho sentido del humor, sobre todo cuando ella descubre su sinónimo favorito para decir cool en español: vergas.
Ya no estoy aquí habla de otro tipo de migración: una que se realiza entre la infancia y la madurez, y que en Ulises es un proceso trunco. La última imagen de la película termina siendo un símbolo de impotencia. Ulises baila mientras escucha una de las cumbias que tanto le gustan, pero de repente su reproductor se queda sin batería. El silencio es un castigo y una advertencia de que el tránsito hacia la edad adulta es el reconocimiento de un mundo hostil e ineludible: las ilusiones perdidas. La sutileza con que está construido este momento —y la película entera— es la señal de un cine que al fin ha encontrado una humanidad compartida por todos.