¿Hacía falta una nueva entrega de <i>Gladiador</i>? La verdad es que no y esta secuela solo confirma a Ridley Scott como un escultor de la nostalgia venido a menos.
Gladiador (Gladiator, 2000), de Ridley Scott, y su secuela, apenas estrenada, me llevan sin remedio a Francis Ford Coppola. Tanto esta franquicia como la inaugurada por El padrino (The Godfather, 1972) tratan de gente que se puede calificar como casi italiana, mientras que sus tramas se desarrollan mediante conversaciones influenciadas por el estoicismo de Marco Aurelio, e iluminadas bajo claroscuros grandilocuentes. También son películas de varias horas sobre intrigas políticas, situadas ya sea en el feudalismo de la antigüedad, o en una versión moderna de él, cuyos mundos son controlados por reyes pistoleros enquistados en la sociedad capitalista. Fuera de eso, claro, gladiadores y padrinos se distinguen en todo a causa de las personalidades detrás de la realización: Scott no es, ni puede ser, Coppola, porque es un clasicista sin clase; su colega estadounidense es un suave saboteador.
Basta observar las carreras de ambos directores para esclarecer la distinción: Coppola pasó de éxitos de taquilla a fracasos financieros que no lamenta porque le permitieron explorar un estilo nutrido por el expresionismo alemán y la vanguardia de los años setenta. Scott, por el contrario, pasó de películas que sugerían el expresionismo de Fritz Lang y Metrópolis (Metropolis, 1927) —o al menos ese fue el caso de Blade Runner (1982)—, para acabar en versiones maltrechas de clásicos de sangre y sandalias dirigidos por William Wyler, Delmer Daves, Anthony Mann y Stanley Kubrick. Apenas empiezo a describir a Scott si digo que, en cierto modo, es el antiCoppola, y que Gladiador es el antiPadrino; la culminación sería decir que el director inglés también es el opuesto de todas sus influencias.
Viendo los planos de gloria e imperio en Gladiador II (Gladiator II, 2024), me pregunto: ¿qué hace Scott que lo distinga tanto del Hollywood clásico, y qué diferencia a la industria contemporánea de aquella poblada por artistas como King Vidor y Frank Borzage? Ellos y Scott quieren complacer al público, y ambos se benefician de los presupuestos de una industria omnipotente. Ninguno respeta la historiografía o los detalles de representación; sin embargo, es Scott quien queda mal parado. Si todos son tan similares en algunos aspectos, tiene que haber una diferencia, y es fácil ver cuál: Scott no pertenece al tiempo de los clásicos.
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Quizá si el director inglés hubiera sido contemporáneo de sus influencias, sus transgresiones nos darían lo mismo, pero hoy su cine expresa una visión retrógrada que además contrasta con la de los cineastas que admira: ellos veían al futuro, estéticamente hablando, y por eso retienen vigencia aunque sus visiones políticas se hayan quedado rezagadas. La del Hollywood clásico fue una era de exploraciones e inventos que Scott imita como convenciones redituables, quedando no en el rol de un visionario, sino reducido a un nostálgico. Esto es evidente en el elenco de Gladiador, que incluía a algunos gigantes del cine británico en vías de extinción (Oliver Reed, Richard Harris, David Hemmings), pero más todavía en Gladiador II, que expresa una añoranza por su primer capítulo.
La secuencia de créditos de esta segunda parte se lleva a cabo entre lienzos que imitan algunas imágenes de Gladiador: Máximo (Russell Crowe) ensarta un hacha en el pie de su contrincante; Cómodo (Joaquin Phoenix) y él se enfrentan en un duelo que acaba con el emperador muerto y la república a salvo. No es solo una forma de recapitular los eventos previos, sino de sugerir la continuidad, que más adelante se ve confirmada por una trama clonada de la original. También Coppola hizo esto en El padrino II (The Godfather Part II, 1974), pero su producción rebasaba a la original y la expandía: si la primera parte fue el intento de Michael Corleone (Al Pacino) por no convertirse en su padre, y luego por aceptar su herencia; la segunda es sobre cómo, en el intento de ser otro, se desvía hacia la crueldad.
Gladiador II, en cambio, se trata otra vez de un noble rebajado a esclavo —en este caso, Lucio Vero (Paul Mescal), hijo de Lucila (Connie Nielsen)—, quien cae en manos de un hombre soez pero elegante, Macrino, interpretado por Denzel Washington en fase crepuscular, como Oliver Reed cuando hizo el papel de Próximo. En este caso el rol de general conspirador se desprende del personaje protagónico y crea el papel de Acacio (Pedro Pascal), pero los emperadores Geta y Caracalla (Joseph Quinn, Fred Hechinger) son niños mimados con tendencias fascistoides, al igual que el Cómodo de Joaquin Phoenix. Incluso hay un plano idéntico a uno de Gladiador en el que Scott nos presenta al Coliseo visto desde arriba mientras la cámara se desplaza.
Si hay algo nuevo en Gladiador II, a lo mucho son los monstruos: en la primera pelea de Lucio lo amenazan unos babuinos sobreestimulados; en la segunda, un gladiador montado en un rinoceronte, y más adelante el Coliseo alberga una batalla marina con tiburones que rápidamente atacan a quien caiga al agua. ¿Cómo llegaron estas criaturas desde el mar hasta Roma? Quién sabe y qué importa. Scott está tan casado con el deseo de asombrar al público que rebasa las infracciones a la verosimilitud, típicas de cualquier melodrama, para darnos más de lo que nos habríamos atrevido a pedir. Así nos damos cuenta de cómo Scott retiene lo que cree que funcionó de la película original y le añade algo de exceso. Su única responsabilidad, como la de los gladiadores en la arena o el agua, es la de entretener.
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Esta vocación de Scott hace que las imágenes destruyan su moralismo aparente. El guion finge cierto horror ante los cuerpos destrozados y la explotación, pero las imágenes hablan de manera más clara por el director: ninguna hace el menor intento por evitar que la muerte sea un espectáculo, sino lo contrario; entre más grotesca y extravagante sea la violencia, más satisfecho está Scott. Esta desmesura sería más responsable con algo de ironía de por medio, como la de películas tan violentas de Sylvester Stallone como Cobra (1986), cuyo estilo intenso distanciaba al público de las imágenes y los invitaba a tomarlas como un juego. Scott, en cambio, es serio y cree hasta en los mensajes de sus películas. Esto hace más inquietante la trama de Gladiador, que proponía derrotar la estetización de la política mediante el propio espectáculo y un dictador noble.
Gladiador II tiene alusiones a la actual república estadounidense: Macrino, un personaje negro, se pregunta dónde más un esclavo como él podría ascender al trono del imperio, sino en Roma. Reemplacemos esto último por América y suena a algo que dirían otros personajes de Denzel Washington, sobre todo el criminal Frank Lucas, creado por él y Scott en Gánster americano (American Gangster, 2007). La preocupación por que hombres que dan pan y circo al pueblo y se hacen del poder parece aludir en esta ocasión al neofascismo de Donald Trump y, sin embargo, el discurso político de Scott es tan limitado —una vez más un dictador intachable es la solución— que uno solo le da la espalda.
El golpe final lo asesta, de nuevo, Coppola, que en Megalópolis (Megalopolis, 2024) también equipara el presente estadounidense con el pasado romano, pero él filma con ironía y un exceso deliberadamente ridículo. Es ya famosa una escena en la que Jon Voight presume una erección que se dibuja en su ropa, para revelar después que es un arco con el cual le dispara a Shia Labeouf una flecha que se inserta en su nalga. Nadie escribe, dirige y monta esa escena pensando que equivale a un ensayo de Robert Paxton sobre el fascismo contemporáneo. Coppola también cojea cuando se toma en serio a sí mismo, pero Scott agrava el peso de una película que, en términos bien llanos, debería ser puro desmadre. Pero, en contraste con esa intención, Scott borró una escena en la que el gánster-esclavista bisexual de Denzel Washington besa a otro hombre. Si es más fácil mostrar esclavos muertos que dos hombres dándose amor o placer, no es solo la forma de Scott la que permanece en un pasado malentendido, sino también su pensamiento entero. No hay duda de que Gladiador II es un ejemplo de cine reaccionario que, más que solo funcionar como máquina del tiempo, intenta construir un baluarte a todas las ideas que creíamos muertas. Scott, en el peor sentido posible, es un escultor de la nostalgia.