"Megalópolis", de Coppola, es el futuro que ya caducó

Megalópolis: un futuro que ya caducó

Nadie hoy paga 120 millones de dólares para compartir su utopía con audiencias de todo el mundo. Solo Francis Ford Coppola. Eso no quiere decir que su declaración de amor revolucionario sirva para liberar el futuro.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Las reacciones desatadas por Megalópolis (Megalopolis, 2024), de Francis Ford Coppola, han sido tan disparejas que antes de verla uno espera algo inédito y hasta deforme: hay incluso quien se burla comparándola con el videoclip de “In the End”. En aquel crimen, los miembros de Linkin Park interpretan su canción frente a un atardecer apocalíptico, inatentos a la hiedra que brota del suelo erosionado y se desintegra ante sus rimas. Del otro lado del espectro, hay quien la equipara con el trabajo de revolucionarios clásicos como Michael Powell, Orson Welles y hasta Serguéi Eisenstein. Algo hay de cierto en ambos extremos, pero Megalópolis no me parece tan kitsch —sobre todo, considerando que Coppola ya ha empleado ese tono antes— ni tan subversiva: ha hecho, también, cosas más originales.

Desde hace unos años, el director estadounidense ha estado planeando una película transmitida en vivo bajo el título Distant Vision, que contaría la relación de una familia con la televisión a lo largo de varias épocas. Dos almas en pugna (The Rain People, 1969), uno de sus primeros largometrajes, combinaba planos larguísimos con una historia de liberación femenina que parecía a veces bajo la influencia de Michelangelo Antonioni, y sus películas posteriores a El padrino II (The Godfather Part II, 1974) incluyen musicales y exploraciones del lenguaje fílmico que, por cierto, lo arruinaron económicamente. Megalópolis, pues, no es un gesto coppoliano nunca antes visto, ni tampoco el futuro de la imagen: para bien y para mal, nos remite al pasado (el del cineasta y el del cine).

Fotograma de Megalópolis

Para su primera película de ciencia ficción, Coppola recoge los aspectos que antes acercaron su filmografía al expresionismo alemán.

La nueva película de Coppola, que bien podría ser un estreno de 1927 —y de cierto modo lo es—, empieza a mostrar su extravagancia nostálgica en el comportamiento, las voces y el movimiento de los personajes: unos, envueltos en una lucha por el poder; otros, pugnando por la utopía. El protagonista, Cesar Catilina (Adam Driver), es un arquitecto ganador del Premio Nobel (¿de química, de la paz, de literatura?) gracias al descubrimiento de un inexplicable material conocido como megalón. Cesar vive en una Nueva York del futuro, llamada intermitentemente Nueva Roma, e imagina el porvenir de la ciudad, de su nación y de la especie como un paraíso alcanzado mediante el diseño urbano. El alcalde Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito) y otros poderes fácticos se oponen, sin embargo, a la visión de un futuro sustentable y compartido, que Cesar podría construir a base de megalón.

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La intriga implícita en esta sinopsis va y viene de la atención de Coppola, pero durante buena parte del metraje permanece un tono de comedia shakespeariana. En un punto, la hija del alcalde opositor, Julia (Nathalie Emmanuel), comienza a trabajar con Cesar y a enamorarse de él. Durante su primer encuentro la cámara baila con ellos mientras se mueven alrededor de la oficina, peleándose sin saña o enojo; retándose la una al otro a gustarse. Coppola funde la antigüedad romana que lo inspira —de ahí los nombres basados en la conspiración de Lucio Catilina contra Cicerón— con la modernidad de un mundo auxiliado por la tecnología y crea así una imagen retrofuturista; es decir, Megalópolis se parece a lo que en el pasado se imaginaban que sería el presente. El tono shakespeariano ayuda a construir una fantasía en ese entorno inverosímil, no por torpeza sino por voluntad. Coppola no es Stanley Kubrick prediciendo el futuro bajo asesoría científica, sino un soñador creando una fábula sobre la política contemporánea.

Fotograma de Megalópolis

Coppola insiste en una metáfora encantada: Cesar, un artista, puede detener el tiempo; cuando su poder comienza a fallar, el amor de Julia lo restaura.

La antigüedad de Megalópolis —o al menos del imaginario detrás de ella— se aparece de manera más clara en las sombras, los colores y los espacios. La luz amarilla y romántica de otra película de Coppola sobre un visionario industrial, Tucker: el hombre y su sueño (Tucker: The Man and His Dream, 1988), regresa junto con las nubes aceleradas y los ruidos persistentes que producen los objetos en La ley de la calle (Rumble Fish, 1983); el exceso del estilo es de Drácula (Bram Stoker’s Dracula, 1992).

Lo anterior lo advierto sin quejarme del todo. Para su primera película de ciencia ficción, Coppola recoge los aspectos que antes acercaron su filmografía al expresionismo alemán —Metrópolis (Metropolis, 1927) incluida, por supuesto—, pero cae así en una paradoja: el cine silente aún es considerado futurista por su expresión de imágenes puras —aunque hay trama, la sofisticación se concentra en lo visible—; sin embargo, recrear su estilo con fidelidad es un paso atrás. Esto no soslaya la poesía de ciertas imágenes de Megalópolis, como aquella en la que una nube con dedos se roba la luna, o las estatuas agonizantes que expresan la decadencia en los márgenes de la Nueva Roma. Pero con todo lo inspirados que puedan ser estos planos, no pertenecen a nuestra época.

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La última década, más o menos, ha emprendido un camino de espectáculo y trivialización de la imagen. En la televisión, en la calle, en los teléfonos, vemos una abundancia no de objetos, sino de imágenes sobre ellos. Jean-Luc Godard previno esta era gracias a su obsesión con lo simbólico, y murió representando el mundo ya sin personajes y sin tramas; sus montajes captaban la tormenta de significantes que nos lleva —o no— a una multitud de significados. Ya desde los años ochenta el cine de Godard —producido y distribuido en un par de ocasiones por Coppola— era pertinente para nuestra época, la cual apenas empezó a conocer. Megalópolis aspira a algo similar, pero no entiende el presente como Godard o como cineastas más jóvenes, a pesar de que Coppola no parece ajeno a sus preocupaciones. Ya en entrevistas el viejo director ha dicho que las formas del videojuego podrían apuntar al futuro del cine pero, en los hechos, Megalópolis vuelve al pasado. No sirve de mucho una escena en la que Cesar habla con un personaje fuera de la pantalla interpretado por un actor; la provocación remite más al teatro que a la interactividad del Playstation 5.

Fotograma de Megalópolis

En entrevistas, el director ha dicho que las formas del videojuego podrían apuntar al futuro del cine pero, en los hechos, Megalópolis vuelve al pasado.

Se puede argumentar de forma parecida contra la nostalgia expresionista de La ley de la calle, pero aquella deslumbra por algo más que su lugar de origen (el cine hollywoodense) y su tiempo de estreno (los ochenta, cuando el cine industrial comenzó a detestar el riesgo). Megalópolis coincide en estos aspectos, pero su realización es más incoherente, anticuada y, sobre todo, ingenua (hasta eso le imita al cine silente). Metrópolis, de Fritz Lang, era una parábola cristiana sobre el mundo moderno y pecador; Megalópolis es otra al proponer una política que sirva a los pueblos como solución al populismo neofascista y su manipulación de masas. No es que Coppola se equivoque en un plano ideal; es solo que su receta, más romántica que nunca, se basa en el amor. Hoy, cuando el metraje interminable de las atrocidades en Gaza o en Líbano termina por revelar la impotencia de las imágenes para detener la masacre; cuando el amor de activistas en todo el mundo se enfrenta cotidianamente a la derrota, ya no podemos creer que la bondad baste para detener el horror. Hace falta algo más, desde lo táctico hasta cierta dureza.

A pesar de todo, Coppola insiste en una metáfora encantada: Cesar, un artista, puede detener el tiempo; cuando su poder comienza a fallar, el amor de Julia lo restaura. Es claro que Megalópolis nos habla de los visionarios, los artistas, y su habilidad de moldear la Historia, pero el capitalismo tardío se resiste a la imaginación y el afecto: nos explota (y habrá que hacerlo explotar a él). Coppola ya no está para estos tiempos, pero no por ello hay que ignorarlo. Su consejo alberga prudencia y, aunque sus formas no abonen al futuro, el estreno de Megalópolis es un evento. Nadie hoy paga 120 millones de dólares para compartir su utopía con audiencias de todo el mundo. La sola existencia de la película es un acto amoroso de insurgencia que encuentra en el capital una oportunidad de rebasar las convenciones de la industria: el cine puede y quizá deba perder dinero porque no es un arte de tibios, sino de revolucionarios.

 


ALONSO DÍAZ DE LA VEGA. Crítico cinematográfico para Gatopardo. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once. A lo largo de su carrera ha participado como miembro del jurado en el Festival Internacional de Cine de Róterdam, FICUNAM, Festival del Nuevo Cine Mexicano de Durango, Shorts México y Doqumenta.


 

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