Los siete minutos de un artista

Los siete minutos de un artista

La verdad dura poco tiempo, acaso unos minutos. Después empezamos a mentir. En la literatura, los escritores han encontrado ese último espacio donde hay toda una belleza contenida en un minuto de verdad. Autores como Joseph Ponthus o Imre Kertész han superado el tiempo para abrazar la experiencia paradójica de estar vivos.

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August Strindberg decía que Claude Monet debía estar loco; Henry James, que no lo entendía. Baudelaire, que lo que intentaba hacer Monet era pintar la modernidad. Lo cierto es que mientras otros pintores de su época coloreaban algunas horas, y luego “vivían”, bebían, y no volvían a pintar hasta el día siguiente, Monet no podía dormir porque los colores lo perseguían en sueños. “Es un gran sufrimiento; pero: ¿qué es lo que quiero? Quiero lo imposible. Otros pintan una casa, un puente, un barco. Yo quiero pintar el aire donde se encuentran la casa, el puente, el barco. Quiero pintar la belleza del aire donde están”. La luz que buscaba para captar el aire, transitorio, fugitivo y contingente, duraba sólo siete minutos. Cada día Monet tenía siete minutos para dar con lo que Armando Discépolo, en su obra Stéfano, llamaba “perseguir la mariposa”, “atrapar la mariposa”, aunque la escritura no se concretara nunca, aunque fuera un ideal. Siete minutos que pasaba en trance en su pequeño atelier colmado hasta el techo de lienzos sin terminar.

Joseph Ponthus, escritor francés, escribió una sola novela antes de morir. O murió después de haber escrito una sola novela: À la ligne, 2019 (Desde la línea, 2021). Originalmente educador y literato, Joseph Ponthus, se mudó a Bretaña siguiendo a su amada esposa por la que expresaba devoción, una declaración de amor en desfasaje con la época: solía decir que, al casarse con ella, se casó con su verdad. En Bretaña, no pudo encontrar otro empleo que el trabajo temporal en mataderos o plantas de procesamiento de mariscos y pescado. Joseph —y su personaje— se levantaban todos los días al alba para encontrarse con un compañero que lo llevara hasta la fábrica, en las afueras. En su libro, largo poema sin puntuación o con la puntuación de la ausencia, Ponthus escribió el diario de un obrero desde la línea de producción. “Descubrí la fábrica cuando tenía cuarenta años. Fue un verdadero shock, porque en algunos sitios sigue siendo la ‘época moderna’ de Chaplin”, dijo. Ponthus escribía en su cabeza durante las horas de obrero y al regresar, abatido, anotaba la omnipresencia de la sangre y diversos flujos orgánicos, desconocidos, el ritmo cardíaco de matar y el pulso de los minutos. El “intelectual, el licenciado en Letras Clásicas”, se salvaba por los poemas que sabía de memoria, escribiendo “para arrancarse de la máquina”, para arrancarse del “hombre funcional” fundido en su máquina o en un número. En el largo poema narra las ubres de vaca a sus pies, las pezuñas de ternero, los excrementos de animales que saben que van a morir, los órganos recién cortados, las marcas en la pared por la corrida de los bovinos y el tufo de su pavor. Desde la línea sale del rango de operación política habitual, gana más de diez premios en Francia, vende miles de ejemplares y se traduce a varias lenguas. Joseph recorre las librerías francesas contándole a los lectores, pero también a la élite, las manos ensangrentadas y los despojos de cadáveres del régimen criminal de las fábricas y su amor por las canciones de Charles Trenet —sin las que no hubiera aguantado, dice—, la literatura de Perec y el perro Pok Pok que le regaló su amada esposa. Su deleite por un buen corte de carne, también; la fábrica no lo volvió vegano. Un año después de la salida del libro, a fines de 2020, el autor anuncia sobriamente su cáncer desde la cama del hospital mientras sigue escribiendo su diario, con humor. “Que los tumores y las metástasis revienten cuanto antes y yo, mucho más tarde”. Lo que descubre Ponthus es la fábrica como un ambiente rudo y torturante, maquinal, opresivo, pero también, paradójicamente, de una gran belleza: la paradójica belleza de la fábrica. Lo que descubre Ponthus por fuera del campo literario, por fuera de la lógica del mercado literario, es que el orden de la fábrica es el orden del mundo y que entonces es su deber escribir esa paradoja. El gesto ponthusiano es el gesto de la paradoja nietzscheana.

Un escritor es un moribundo. “Hay gente muy célebre que no escribió nunca. Sartre, por ejemplo, era un moralista siempre preocupado por el contexto político, nunca afrontó la escritura pura. No es un juicio de valor. Hay gente que cree que escribe y hay gente que escribe”, dijo Marguerite Duras. La frase provocaba una separación entre escritores, como si debiera haber dos verbos, escribir y escribar. Jean Genet representa bien al escritor europeo con su conciencia hundida en la cisura entre guerras, en la trinchera ensangrentada entre masacres. Genet invierte todo, el mal en bien. Desde la cuna absorbió ese irreversible odio contra las instituciones, contra la propia Francia. Era hermano de Céline en designar un enemigo en común: la traición. Genet usa la lengua de ese enemigo señalado pero no por adhesión ideológica al nazismo, al antisemitismo o al fascismo, sino como ética. Así, todo lo que la sociedad va a adorar, él lo odiará; todo lo que la civilización sacraliza, él lo profana. Aspira a habitar el mundo, pero esa aspiración debe ser compensada con un discurso contrario: “Yo no pertenezco a este mundo, soy el ladrón, soy el matón”. Genet trabaja con la deyección. Con los restos. Pero ¿los restos de qué? Como Ponthus, escriben la fractura de la cultura, escriben esa tensión paradojal ¿Quién habla de las fábricas en el siglo XXI, del técnico con sangre y mierda hasta el cuello? Ponthus pasa a la acción por fuera del comercio lucrativo de la literatura contemporánea, como diría Kafka, por fuera del rango de los asesinos. En ese sentido una obra que no fracasa, un texto que no fracasa, es el que accede a la poética de la paradoja y no (se) economiza el horror.

“Auschwitz no es un sueño”, escribe en 1964 Léon Poliakov. Once años más tarde se publica la novela Sin destino de Imre Kertész. Entre la bajada del vagón, el momento de la selección en la estación de trenes y la llegada a Auschwitz-Birkenau, pasan veinte minutos, según los cálculos del narrador. ¿Qué son veinte minutos? Una secuencia lógica en la implacable cadena del tiempo, paso a paso, minuto a minuto, la repetición de un ritual inmutable en el gran metabolismo de la maquinaria. Con esa ironía tan suya que no llega a ser sarcasmo y en la que hay incluso una desconcertante, impúdica alegría, Kertész recurre a la paradoja: “Yo quería vivir todavía un poco más en aquel bello campo de concentración”. La paradójica belleza del campo de exterminio o del matadero, su inquietante revelación, ocurre en el espacio ficticio de la literatura, en su gramática. Pero “la lengua no es sólo gramática —escribe el traductor y escritor Adan Kovacsics—, sino toda una red de sentidos y referencias que provienen de fondos no lingüísticos”. De aquellos fondos no lingüísticos —el aire donde se encuentran la casa, el puente, el barco— emerge también el escribir y de ahí, tal vez, una extraña felicidad. Sin destino termina así: “[…] y en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las chimeneas, había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas, algo que se parecía a la felicidad. […] Claro, de eso, de la felicidad de los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo”.

Aún después de su consagración con el Nobel, luego de cuarenta años de relativa discreción, la felicidad de la que hablaba Kertész seguía suscitando incomprensión y agresividad —a tal punto que lo llegaron a tratar de antisemita—. Es sabido que Kertész era un gran lector de Camus: “Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio”, dice Meursault.

Si en teoría, el concepto de felicidad nietzscheana, que asocia la alegría con la capacidad de ver la existencia en su trágica dimensión, goza de cierto prestigio, su práctica contemporánea, en el campo intelectual, político y en la literatura, está vetada. Nadie está dispuesto a renunciar a su idealismo, aun cuando se tiñe de negación, de cobardía o de traición (de inercia). Sartre escribió que había tardado veinte años en deshacerse del idealismo filosófico tradicional. A esto el austríaco Jean Améry le responde en el ensayo En las fronteras del espíritu que en el caso de los deportados el proceso duró mucho menos tiempo: “Unas pocas semanas en el campo solían bastar para que opere esa desmitificación del inventario filosófico, un proceso que otros espíritus, a veces infinitamente más dotados y sutiles, tardan toda una vida en realizar.”

Verdad dolorosa o mentira piadosa. Kertész, en su autointerrogatorio, Dossier K., responde acerca de la verdad: “La verdad ya no es universal. Es un hecho grave, pero hay que ser consciente de él. Responder de nosotros mismos: es lo más difícil y siempre ha sido. Ante ello, precisamente, huye el moralista”. En toda su obra, Kertész experimenta de manera profunda la mentira del consuelo, es decir, la mentira que significa escribir haciendo la economía del horror, de la propia alienación, escabulléndose. No hay donde esconderse: “Escribir es mostrarse”, dijo hace poco autor austríaco Reinhard Kaiser-Mühlecker. Por más sofocante que sea, de la herida misma aparece, como un espejismo, “la mariposa”.

Para el poeta ruso Yevgueni Yevtushenko, “tenemos nuestra propia Chechenia doméstica y un Irak privado”. Y la verdad dura tres minutos: tres minutos de verdad es lo que está a nuestro alcance. Pasados esos tres minutos, empezamos a mentir. Tres, siete o veinte minutos: unidades abstractas, huidizas y fugaces. Nuestros celulares y nuestras redes, espías y archivistas, se encargan de diluirlas aún más. La literatura es el último espacio no disolvente. Escritores como Ponthus, y sobre todo Kertész, cristalizan en su escritura todo el horror pero también, toda la belleza que contiene un minuto de verdad. Lo demás es pura lógica.

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