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En 2024, Kafka celebró un centenario de su muerte. En julio de 2025, Ranpo cumplirá 60 años. El legado de sus obras promete continuar durante un largo periodo. Ilustración de Miss Lettera.
¿Existe en el ser humano una predisposición para la crueldad? Un par de historias kafkianas nos lo revelan.
Ha llegado enero y, quizá por un pulso nostálgico, he tratado de volver a mis clásicos para buscar aquellos símbolos que me entusiasmaron en el pasado. Si la ocasión lo permite, a veces se me revelan nuevas claves de lectura que proveen una experiencia lectora renovada, y el libro se manifiesta como un objeto ajeno, abierto a un nuevo nivel de interpretación. “Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”, escribió Italo Calvino en Por qué leer a los clásicos (1991); yo agregaría que una lectura “de verdad” no ocurre sino cuando un mismo texto se ha retomado varias veces en el transcurso de algunos años. Este enero en particular, me acerqué a la obra de Franz Kafka, a quien quisiera dedicar estas reflexiones a poco más de cien años de su aniversario luctuoso.
La metamorfosis (1915) es probablemente uno de los libros más famosos, uno de esos textos que todos conocemos —tanto sus personajes como el argumento principal— aunque no lo hayamos leído. Un clásico en toda regla. Pocos autores han logrado ese nivel de inmersión en la cultura universal; Kafka, además, goza de una presencia inusual en la lengua, pues el adjetivo “kafkiano” ha venido a nombrar todas aquellas situaciones civiles que se conducen al nivel de lo absurdo —eventos que, en nuestro México, constituyen el pan de cada día—. Agobiado por mi inevitable regreso a la vida laboral y, por lo tanto, a los territorios de lo kafkiano, este año decidí releer el famoso incidente de Gregor Samsa. De esta relectura surgieron algunos hallazgos en geografías bastante distantes y que prácticamente recorrieron todo el siglo XX. Partiendo de estos, quiero hacer ahora una comparación con el caso más significativo: el cuento 芋虫 [Imo mushi, “La oruga”, 1956] del japonés Tarō Hirai, mejor conocido como Edogawa Ranpo.
De Praga a Nabari
La biografía de Kafka se visita con frecuencia, así que intentaré retomarla con brevedad. Sabemos que nació en Praga, en lo que ahora constituye la República Checa, en 1883. Criado en una familia judía askenazí, estudió derecho obligado por su padre, y durante la mayor parte de su breve edad adulta se dedicó a trabajar en empresas familiares, aunque ello estaba lejos de sus aspiraciones. En su juventud se dedicó a la escritura, no obstante, el poco éxito de sus primeros manuscritos —incluida, por cierto, La metamorfosis—, así como su naturaleza taciturna, no permitieron que su fama creciera en vida. El autor falleció de tuberculosis laríngea en 1924, una enfermedad que le provocaba dolor al alimentarse; en su lecho de muerte, escribió uno de sus últimos cuentos: “Un artista del hambre”.
Sus textos son cuchilladas a los mecanismos civiles presentes en prácticamente cualquier sociedad. Desde las comisarías hasta los tribunales, los personajes de Kafka deambulan por oficinas y despachos con tal desconcierto que para el lector resulta claro que la burocracia bien podría ser parte esencial en las historias de terror. Un terror absurdo, pero comprensible para todos los que nos hemos enfrentado a cualquier trámite: con horror, el campesino de “Ante la ley” se asoma a una puerta protegida por un guardián, incapaz de cruzar el umbral; con horror, observamos que el oficial de “La colonia penitenciaria” se consume en la máquina ejecutoria que él mismo celebraba; finalmente, ¿qué otra cosa sino horror podía experimentar Gregor Samsa al descubrirse una mañana convertido en un insecto?
El sinsentido es la firma indiscutible de la literatura de Kafka; sin embargo, no se trata de un absurdo ensimismado, sino que tiene una conexión directa con la sociedad y, en el fondo, devela un espíritu crítico y una reflexión ética. La literatura de Kafka puede entenderse como una protesta social, una mano alzada que señala las imperfecciones de un sistema civil descompuesto y malsano. En este aspecto, encuentro una gran semejanza con el otro autor que nos convoca en este ensayo.
Nacido en Nabari en 1894, durante los últimos años del periodo Meiji, Edogawa Ranpo se distinguió entre sus contemporáneos por su interés en la literatura policiaca, así como por sus historias con atmósferas psicológicas opresivas, abyectas y angustiantes. Su nombre es una clave para comprender sus influencias literarias, pues se trata de un juego fonético que asemeja al de Edgar Allan Poe. Crítico del ultranacionalismo japonés que imperaba en su época, Ranpo se insertó en el movimiento conocido como エログロナンセンス [eroguro nansensu], cuya estética se sustentaba en la representación del erotismo, la violencia y un sinsentido —kafkiano— general.
Los productos culturales que surgieron del eroguro criticaban con insistencia los roles sociales en el Japón imperial. De particular relevancia fue la introducción del concepto de las “modern girls”, un nuevo tipo de mujer japonesa que contrastó con el concepto tradicional, apegado a las prácticas neoconfucianas de piedad filial y sometimiento al orden patriarcal. “Equivalentes japonesas de las flapper estadounidenses, las alemanas neue frauen o a las francesas garçonnes, las modern girls japonesas adoptaban las modas y estilos de vida occidentales: uso del carmín y el rímel, fumar, faldas por encima de las rodillas, sombreros de campana, peinado bob cut”, así lo explica Breixo Harguindey en su artículo “Ero-guro-nansensu: Manga y modern girls en el Japón de entreguerras” (2018).
Integrarse a un movimiento que le permitió cuestionar la tradición, así como recurrir a referentes europeos y americanos, le valió conflictos políticos y literarios entre la comunidad intelectual de Shōwa. Sus relatos lo posicionaron como un autor atípico que, sin embargo, acabó por volverse indispensable en la conformación de la literatura japonesa. De igual forma, la estética del eroguro encontraría en Ranpo un nicho único, pues el autor combina con facilidad las atmósferas tensas con una serie de personajes que presentan conflictos psicológicos y morales en las situaciones más absurdas.
Por ejemplo, el caso de un humano que, por circunstancias diversas, termina convertido en una oruga.
El festín de los insectos
Una “moralidad conflictiva” es quizá la cualidad que mejor expresa la naturaleza de Tokiko, personaje protagónico del cuento “La oruga”. El argumento gira en torno a la joven esposa del teniente Sunaga, héroe del frente siberiano quien, a diferencia de muchos otros jóvenes soldados, ha tenido la fortuna de regresar a casa con vida. A pesar de la envidia de otras personas que han perdido a sus hijos y esposos en el frente, Tokiko descubre que el regreso no es una buena noticia ni está cargado de laureles y ceremonias. A la felicidad inicial se sobreponen los primeros atisbos de un horror creciente: el teniente Sunaga sufrió amputaciones terribles: perdió brazos y piernas y se ha vuelto sordomudo. Se ha convertido, pues, en una oruga.
Ni siquiera su rostro se salvó del daño:
El oído izquierdo había desaparecido por completo, y en su lugar no había más que un pequeño hueco negro. Sufría un pronunciado tic a lo largo de la mejilla izquierda, desde la boca hasta el ojo, mientras que una fea cicatriz también surcaba la sien derecha hasta la parte superior de la cabeza. Tenía el cuello hundido, como si hubieran extraído la carne que lo protegía, y la nariz y la boca nada conservaban de su forma original.
Su único medio de comunicación es un pincel que coloca en su boca de vez en cuando para escribirle breves notas a su esposa. Pero incluso en sus notas se manifiesta la fealdad: le reclama que lo abandone en la oscuridad de su cuarto, pues la imagina buscando la compañía de otros hombres. Vivos están también sus ojos “redondos y brillantes como los de un niño inocente”, pero que expresan el desprecio y la miseria de un hombre encerrado en sí mismo.
Las heridas del teniente Sunaga son una prisión física y moral: el héroe de guerra se convirtió en un ser indefenso, en un estorbo para su joven esposa quien irá conociendo los horrores de vivir con una oruga. Esta, me parece, es la línea que conecta las dos historias de manera transversal. La elección de Kafka y de Ranpo de comparar la existencia humana a la de un insecto no alude a la naturaleza fantástica del relato, como podría pensarse de forma inicial cuando se lee La metamorfosis. Antes bien, el insecto es una existencia simbólica que demarca con claridad la transformación sufrida por dos hombres que, en condiciones normales, eran los proveedores y, por lo tanto, un motivo de orgullo para sus familias. Gregor Samsa es el único sustento de sus padres y de su hermana, y esta condición forma parte de su tragedia: luego de la metamorfosis, su primera preocupación es que no será capaz de llegar al trabajo. Su angustia subyace en la pérdida, quizá perpetua, de su estatus social.
Qué decir del teniente Sunaga, el alguna vez temible soldado que llevó a cabo las heroicas acciones que todavía le valen el respeto —tal vez fingido, pero siempre presente— de sus colegas militares. Más allá de su indefensión, en el maltrato constante de su esposa, la gran tragedia de Sunaga subyace en el pasado glorioso imposible de borrar: es la oruga que recuerda los días cuando fue mariposa.
Toda comunicación entre Tokiko y su marido se realizaba mediante la palabra escrita. Los primeros vocablos que él escribió fueron ‘periódico’ y ‘condecoración’. Con el primero daba a entender que deseaba ver los recortes donde se hablaba de sus gloriosas hazañas; y con ‘condecoración’ pedía que le mostraran la Orden de la Cometa de Oro, la más alta distinción militar de Japón, que le habían concedido.
Los espectadores acudimos al lamentable espectáculo de ver a Tokiko mostrarle los recortes de periódico que narran sus hazañas, y aquellos ojos “redondos y brillantes” evocan la infantil ilusión de quien se reconoce un héroe, ungido en su autoconmiseración. Ranpo es más cruel que Kafka: no podemos penetrar la psique del teniente, pues el relato se narra desde la mirada culpable y avergonzada de Tokiko. No hay para él la posibilidad de redención ni es posible para los lectores empatizar con él: solo nos queda la lástima, equivalente a lo que sentimos al ver una oruga aplastada contra el suelo.
La crítica de Ranpo al destino de los heridos de guerra retoma los alegatos sugeridos por Dalton Trumbo en su novela Johnny empuñó su fusil (1939). Escrita en los albores de la Segunda Guerra Mundial, esta obra narra las tribulaciones del soldado Joe Bonham. Tras recibir el impacto directo de un obús, Bonham pierde la capacidad de moverse, así como la de hablar, ver y escuchar. A partir de este momento, luchará durante toda la novela para intentar comunicarse con la gente que, de vez en cuando, se acerca hasta su camilla para atenderlo. En su reseña a la obra, publicada en Indienauta, Raúl Jiménez expresa: “A través de la agonía de Bonham, Trumbo arma un airado discurso […] directo a la yugular de la institución de la guerra: desmontando su ridícula honorabilidad y repulsivamente machirula mística”.
Al igual que Trumbo, Ranpo emplea en su relato un discurso antibelicista que pone en entredicho cuestiones como el honor y la gloria de los soldados. No es de extrañar que el gobierno japonés solicitara a Ranpo renegar de su propia narración: el cuento atenta no solo contra la figura del heroísmo del soldado japonés, sino que habla también del abandono sufrido por los heridos de guerra, y de la poca importancia dada por el gobierno a los soldados jóvenes que perecieron en tantos conflictos. Esto, en los años subsecuentes al sacrificio de decenas de kamikazes en la Gran Guerra, debió resultar muy incómodo para las autoridades de Shōwa. En el fondo, la condición de Sunaga es un símbolo de la fragilidad del imperialismo militar que Japón intentaba dejar atrás.
Las mujeres cuidadoras en Kafka y en Ranpo
Quisiera señalar un último elemento de conexión: el papel de las mujeres cuidadoras en ambos relatos. En el caso de La metamorfosis, el único solaz que encuentra Gregor Samsa —y, por extensión, todos los lectores—, está en el personaje de la hermana menor, Grete. Mientras los padres se lamentan por la transformación de Gregor, lo encierran en la habitación y aborrecen su destino por injusto, la joven Grete es la única que se acerca, temerosa y precavida, para comprobar que aquella criatura imposible es todavía su hermano. Ella se encarga de darle de comer lo que le gusta, quien limpia su habitación, y le hace espacio en las paredes para que Gregor pueda trepar a sus anchas. No obstante, incluso la joven Grete pronto se verá consumida por sus nuevas obligaciones laborales —ahora que su hermano está incapacitado, debe trabajar como dependienta en una tienda— y al final ella también terminará por resentir la metamorfosis de su hermano mayor.
Bien sabida es la preferencia que Kafka tuvo por su hermana menor, Ottla, en quien probablemente basó el personaje de Greta. No obstante, quisiera destacar que el checo conoció bien el papel de otras mujeres en el cuidado de los enfermos. Además de la benévola presencia de la actriz Dora Diamant, el cuidado de la hermana Anna fue vital en los últimos momentos en el sanatorio del doctor Hoffman en Kierling. De una conversación con el escritor Franco Félix, recupero el siguiente relato:
Muy cerca del medio día del 3 de junio de 1924, cuando Kafka estaba ya medio inconsciente, a punto de morir, Dora Diamant le acercó unas flores para que las oliera. El moribundo, quien ya tenía un pie dentro del Río Estigia, se incorporó como pudo y las olió. La hermana Anna, la enfermera que lo cuidó hasta el final en el sanatorio del doctor Hoffman en Kierling, le relata esto a Willy Haas y dice que ese último gesto, es decir, incorporarse a oler unas flores a medio camino de la muerte, le pareció un acto completamente incomprensible: ‘Y aún más incomprensible resultó que abriera el ojo izquierdo e hiciera el efecto de estar vivo’, le explicó la enfermera en una carta.
A la repulsión natural a la muerte, Kafka le añade un gesto de pureza estética: oler las flores: celebrar la vida. No extraña que la hermana Anna encontrara aquel gesto incomprensible, quizá incluso lastimero, como el inútil pataleo de un insecto boca arriba. ¿No es la muerte la mayor metamorfosis?
La transformación de Grete es un preámbulo para la de Tokiko. Como hemos visto antes, la protagonista de “La oruga” padece en carne propia las desaveniencias de convivir con su esposo incapacitado. Sin embargo, la tortura de ocuparse de él sólo cobra un nuevo nivel de abyección cuando interviene el deseo sexual, tanto el de ella, como el del teniente Sunaga. La joven y tímida Tokiko, conforme se ocupa de las necesidades físicas de su esposo, va nutriendo una idea oscura y problemática: le gusta hallarse junto a un ser tan indefenso, la posibilidad de maltratarlo le provoca gran placer:
En lo que a Tokiko se refiere, y a pesar de que era de natural tímida, siempre había albergado una extraña inclinación a abusar de los débiles. Además, la contemplación de la agonía de aquel pobre inválido despertó muchos de sus instintos ocultos.
Esta satisfacción, que al principio está vedada por su propio carácter, va liberándose conforme avanza la trama, hasta convertirse en maltrato. La incapacidad de Sunaga de defenderse, o de siquiera quejarse adecuadamente, se convierte en un placer criminal que vuelve a ella en cada nuevo tormento al que somete a su esposo. Finalmente, el suplicio alcanzará su clímax cuando Tokiko, presa de un huracán psíquico que nos recuerda al del asesino de “El corazón delator”, termine por herir los ojos de Sunaga, uno de sus últimos sentidos intactos:
—¿Te has enfadado? ¿Por qué me miras así? —preguntó Tokiko con tono sarcástico—. No te sirve de nada enfadarte, ¡ya lo sabes! Estás por completo a mi merced.
Sunaga no era capaz de responder, pero las palabras que hubiera podido pronunciar salían a la luz por medio de su penetrante mirada.
—¡Tienes unos ojos de loco! —gritó Tokiko—. ¡Deja de mirarme así! —presa de un inesperado arrebato, clavó los dedos con fuerza en los ojos del hombre en medio de terribles chillidos—. ¡Ahora intenta mirarme si puedes!
El mensaje de Ranpo taladra la conciencia de los lectores, y el descenso a la locura de Tokiko nos hace cuestionar nuestras propias ideas con respecto al cuidado de los otros, así como nuestro comportamiento con los más desposeídos.
La expresión del erotismo en “La oruga” obedece a la estética del movimiento eroguro, pero considero que esconde un aspecto más crítico de nuestra comprensión del personaje femenino en los relatos analizados: las mujeres cuidadoras en Kafka y en Ranpo cumplen la función de satisfacer las necesidades de sus enfermos, aunque esta función se ve nutrida por el rol tradicional de género al que son sometidas por la sociedad. En el caso de la hermana, atender significa limpiar y alimentar; en el caso de la esposa, incluye necesariamente otorgar placer al hombre de la casa.
Encuentro un ejemplo de este último aspecto en una breve novela de Philip Roth, El pecho, publicada en 1972. En ella, acudimos a la metamorfosis de David Kepesh, personaje recurrente en la novelística de Roth, quien amanece un día convertido en un pecho de 70 kilos. Al igual que Kafka, Roth le da voz a los pensamientos de Kepesh, y en toda la novela presenciamos su transformación, pero también las temibles reflexiones que lo atormentan: se debate entre mantener su estatus como un ser racional o sucumbir al deseo sexual que parece su única opción ahora que es un seno femenino.
En una de las escenas más reveladoras de la novela, Kepesh es atendido por su pareja, Claire, quien ha descubierto recientemente el placer sexual provocado en David cuando ella le acaricia el pezón. Ante esta novedad sensorial, la pareja nos muestra una escena sexual extraordinaria:
Al cabo de unos días, después de que le hubiera hablado de un modo incoherente acerca de mi enfermera durante casi una hora, Claire volvió a preguntarme:
¿Qué ocurre, David, vida mía? ¿Quieres que te chupe?
¡Sí! ¡Sí!
¿Cómo es capaz de hacerlo? ¿Por qué lo hace? ¿Lo haría yo?
Es demasiado pedir —le digo al doctor Klinger—. Es demasiado terrible. Es preciso que ponga fin a esto. Quiero que ella lo haga continuamente, durante todo el tiempo de la visita. Ya no quiero hablar, no quiero que me lea, ni siquiera la escucho. Solo deseo que me apriete, me chupe y me lama. Nunca me canso de eso. Cuando ella se detiene, es insoportable. ‘¡Sigue! ¡Más! ¡Sigue!’, le grito. Pero si no pongo fin a esto, dejará de venir a verme, lo sé. Y entonces no tendré a nadie. Entonces tendré a la enfermera por la mañana, y eso será todo.
El sufrimiento de Kepesh es comprensible, no obstante, resulta llamativo que su preocupación no está en perder la compañía, el cuidado o la comprensión de Claire: lo que más lamentaría perder es ese mínimo contacto sexual que le procura en cada visita: “¡Pero no tendré una mujer! ¡No estará Claire ni habrá sexo ni amor nunca más!”. También en Roth observamos una denuncia para el tradicional papel de las esposas en el cuidado de los hombres enfermos.
En 2024, Kafka celebró un centenario de su muerte. En julio, Ranpo cumplirá 60 años. El legado de sus obras promete continuar durante un largo periodo. Estará vivo mientras nuestra sociedad insista en reducir la vida de cada ser humano a un tributo del sistema, una oruga dentro de la maquinaria kafkiana que perfila nuestros tiempos. Aunque los textos están separados tanto en tiempo como en espacio, me parece que la mayor conexión simbólica entre ellos subyace en la exposición de la fragilidad de la condición humana en las sociedades contemporáneas —los clásicos, después de todo, no envejecen—, y cómo cualquiera de nosotros es proclive a la indefensión.
Por un lado, tenemos al joven trabajador que, despojado de su capacidad productiva, se vuelve un estorbo —incluso una amenaza— para el equilibrio familiar. Por el otro, está el héroe de guerra que, despojado de sus capacidades motrices, se transforma en un juguete donde desquitar los deseos y las perversiones de su única compañía. Tanto en Kafka como en Ranpo, la presencia del insecto revela un aspecto de la condición humana que muchas veces nos negamos a aceptar: nuestra disposición innata —y a veces inevitable— para la crueldad.
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¿Existe en el ser humano una predisposición para la crueldad? Un par de historias kafkianas nos lo revelan.
Ha llegado enero y, quizá por un pulso nostálgico, he tratado de volver a mis clásicos para buscar aquellos símbolos que me entusiasmaron en el pasado. Si la ocasión lo permite, a veces se me revelan nuevas claves de lectura que proveen una experiencia lectora renovada, y el libro se manifiesta como un objeto ajeno, abierto a un nuevo nivel de interpretación. “Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”, escribió Italo Calvino en Por qué leer a los clásicos (1991); yo agregaría que una lectura “de verdad” no ocurre sino cuando un mismo texto se ha retomado varias veces en el transcurso de algunos años. Este enero en particular, me acerqué a la obra de Franz Kafka, a quien quisiera dedicar estas reflexiones a poco más de cien años de su aniversario luctuoso.
La metamorfosis (1915) es probablemente uno de los libros más famosos, uno de esos textos que todos conocemos —tanto sus personajes como el argumento principal— aunque no lo hayamos leído. Un clásico en toda regla. Pocos autores han logrado ese nivel de inmersión en la cultura universal; Kafka, además, goza de una presencia inusual en la lengua, pues el adjetivo “kafkiano” ha venido a nombrar todas aquellas situaciones civiles que se conducen al nivel de lo absurdo —eventos que, en nuestro México, constituyen el pan de cada día—. Agobiado por mi inevitable regreso a la vida laboral y, por lo tanto, a los territorios de lo kafkiano, este año decidí releer el famoso incidente de Gregor Samsa. De esta relectura surgieron algunos hallazgos en geografías bastante distantes y que prácticamente recorrieron todo el siglo XX. Partiendo de estos, quiero hacer ahora una comparación con el caso más significativo: el cuento 芋虫 [Imo mushi, “La oruga”, 1956] del japonés Tarō Hirai, mejor conocido como Edogawa Ranpo.
De Praga a Nabari
La biografía de Kafka se visita con frecuencia, así que intentaré retomarla con brevedad. Sabemos que nació en Praga, en lo que ahora constituye la República Checa, en 1883. Criado en una familia judía askenazí, estudió derecho obligado por su padre, y durante la mayor parte de su breve edad adulta se dedicó a trabajar en empresas familiares, aunque ello estaba lejos de sus aspiraciones. En su juventud se dedicó a la escritura, no obstante, el poco éxito de sus primeros manuscritos —incluida, por cierto, La metamorfosis—, así como su naturaleza taciturna, no permitieron que su fama creciera en vida. El autor falleció de tuberculosis laríngea en 1924, una enfermedad que le provocaba dolor al alimentarse; en su lecho de muerte, escribió uno de sus últimos cuentos: “Un artista del hambre”.
Sus textos son cuchilladas a los mecanismos civiles presentes en prácticamente cualquier sociedad. Desde las comisarías hasta los tribunales, los personajes de Kafka deambulan por oficinas y despachos con tal desconcierto que para el lector resulta claro que la burocracia bien podría ser parte esencial en las historias de terror. Un terror absurdo, pero comprensible para todos los que nos hemos enfrentado a cualquier trámite: con horror, el campesino de “Ante la ley” se asoma a una puerta protegida por un guardián, incapaz de cruzar el umbral; con horror, observamos que el oficial de “La colonia penitenciaria” se consume en la máquina ejecutoria que él mismo celebraba; finalmente, ¿qué otra cosa sino horror podía experimentar Gregor Samsa al descubrirse una mañana convertido en un insecto?
El sinsentido es la firma indiscutible de la literatura de Kafka; sin embargo, no se trata de un absurdo ensimismado, sino que tiene una conexión directa con la sociedad y, en el fondo, devela un espíritu crítico y una reflexión ética. La literatura de Kafka puede entenderse como una protesta social, una mano alzada que señala las imperfecciones de un sistema civil descompuesto y malsano. En este aspecto, encuentro una gran semejanza con el otro autor que nos convoca en este ensayo.
Nacido en Nabari en 1894, durante los últimos años del periodo Meiji, Edogawa Ranpo se distinguió entre sus contemporáneos por su interés en la literatura policiaca, así como por sus historias con atmósferas psicológicas opresivas, abyectas y angustiantes. Su nombre es una clave para comprender sus influencias literarias, pues se trata de un juego fonético que asemeja al de Edgar Allan Poe. Crítico del ultranacionalismo japonés que imperaba en su época, Ranpo se insertó en el movimiento conocido como エログロナンセンス [eroguro nansensu], cuya estética se sustentaba en la representación del erotismo, la violencia y un sinsentido —kafkiano— general.
Los productos culturales que surgieron del eroguro criticaban con insistencia los roles sociales en el Japón imperial. De particular relevancia fue la introducción del concepto de las “modern girls”, un nuevo tipo de mujer japonesa que contrastó con el concepto tradicional, apegado a las prácticas neoconfucianas de piedad filial y sometimiento al orden patriarcal. “Equivalentes japonesas de las flapper estadounidenses, las alemanas neue frauen o a las francesas garçonnes, las modern girls japonesas adoptaban las modas y estilos de vida occidentales: uso del carmín y el rímel, fumar, faldas por encima de las rodillas, sombreros de campana, peinado bob cut”, así lo explica Breixo Harguindey en su artículo “Ero-guro-nansensu: Manga y modern girls en el Japón de entreguerras” (2018).
Integrarse a un movimiento que le permitió cuestionar la tradición, así como recurrir a referentes europeos y americanos, le valió conflictos políticos y literarios entre la comunidad intelectual de Shōwa. Sus relatos lo posicionaron como un autor atípico que, sin embargo, acabó por volverse indispensable en la conformación de la literatura japonesa. De igual forma, la estética del eroguro encontraría en Ranpo un nicho único, pues el autor combina con facilidad las atmósferas tensas con una serie de personajes que presentan conflictos psicológicos y morales en las situaciones más absurdas.
Por ejemplo, el caso de un humano que, por circunstancias diversas, termina convertido en una oruga.
El festín de los insectos
Una “moralidad conflictiva” es quizá la cualidad que mejor expresa la naturaleza de Tokiko, personaje protagónico del cuento “La oruga”. El argumento gira en torno a la joven esposa del teniente Sunaga, héroe del frente siberiano quien, a diferencia de muchos otros jóvenes soldados, ha tenido la fortuna de regresar a casa con vida. A pesar de la envidia de otras personas que han perdido a sus hijos y esposos en el frente, Tokiko descubre que el regreso no es una buena noticia ni está cargado de laureles y ceremonias. A la felicidad inicial se sobreponen los primeros atisbos de un horror creciente: el teniente Sunaga sufrió amputaciones terribles: perdió brazos y piernas y se ha vuelto sordomudo. Se ha convertido, pues, en una oruga.
Ni siquiera su rostro se salvó del daño:
El oído izquierdo había desaparecido por completo, y en su lugar no había más que un pequeño hueco negro. Sufría un pronunciado tic a lo largo de la mejilla izquierda, desde la boca hasta el ojo, mientras que una fea cicatriz también surcaba la sien derecha hasta la parte superior de la cabeza. Tenía el cuello hundido, como si hubieran extraído la carne que lo protegía, y la nariz y la boca nada conservaban de su forma original.
Su único medio de comunicación es un pincel que coloca en su boca de vez en cuando para escribirle breves notas a su esposa. Pero incluso en sus notas se manifiesta la fealdad: le reclama que lo abandone en la oscuridad de su cuarto, pues la imagina buscando la compañía de otros hombres. Vivos están también sus ojos “redondos y brillantes como los de un niño inocente”, pero que expresan el desprecio y la miseria de un hombre encerrado en sí mismo.
Las heridas del teniente Sunaga son una prisión física y moral: el héroe de guerra se convirtió en un ser indefenso, en un estorbo para su joven esposa quien irá conociendo los horrores de vivir con una oruga. Esta, me parece, es la línea que conecta las dos historias de manera transversal. La elección de Kafka y de Ranpo de comparar la existencia humana a la de un insecto no alude a la naturaleza fantástica del relato, como podría pensarse de forma inicial cuando se lee La metamorfosis. Antes bien, el insecto es una existencia simbólica que demarca con claridad la transformación sufrida por dos hombres que, en condiciones normales, eran los proveedores y, por lo tanto, un motivo de orgullo para sus familias. Gregor Samsa es el único sustento de sus padres y de su hermana, y esta condición forma parte de su tragedia: luego de la metamorfosis, su primera preocupación es que no será capaz de llegar al trabajo. Su angustia subyace en la pérdida, quizá perpetua, de su estatus social.
Qué decir del teniente Sunaga, el alguna vez temible soldado que llevó a cabo las heroicas acciones que todavía le valen el respeto —tal vez fingido, pero siempre presente— de sus colegas militares. Más allá de su indefensión, en el maltrato constante de su esposa, la gran tragedia de Sunaga subyace en el pasado glorioso imposible de borrar: es la oruga que recuerda los días cuando fue mariposa.
Toda comunicación entre Tokiko y su marido se realizaba mediante la palabra escrita. Los primeros vocablos que él escribió fueron ‘periódico’ y ‘condecoración’. Con el primero daba a entender que deseaba ver los recortes donde se hablaba de sus gloriosas hazañas; y con ‘condecoración’ pedía que le mostraran la Orden de la Cometa de Oro, la más alta distinción militar de Japón, que le habían concedido.
Los espectadores acudimos al lamentable espectáculo de ver a Tokiko mostrarle los recortes de periódico que narran sus hazañas, y aquellos ojos “redondos y brillantes” evocan la infantil ilusión de quien se reconoce un héroe, ungido en su autoconmiseración. Ranpo es más cruel que Kafka: no podemos penetrar la psique del teniente, pues el relato se narra desde la mirada culpable y avergonzada de Tokiko. No hay para él la posibilidad de redención ni es posible para los lectores empatizar con él: solo nos queda la lástima, equivalente a lo que sentimos al ver una oruga aplastada contra el suelo.
La crítica de Ranpo al destino de los heridos de guerra retoma los alegatos sugeridos por Dalton Trumbo en su novela Johnny empuñó su fusil (1939). Escrita en los albores de la Segunda Guerra Mundial, esta obra narra las tribulaciones del soldado Joe Bonham. Tras recibir el impacto directo de un obús, Bonham pierde la capacidad de moverse, así como la de hablar, ver y escuchar. A partir de este momento, luchará durante toda la novela para intentar comunicarse con la gente que, de vez en cuando, se acerca hasta su camilla para atenderlo. En su reseña a la obra, publicada en Indienauta, Raúl Jiménez expresa: “A través de la agonía de Bonham, Trumbo arma un airado discurso […] directo a la yugular de la institución de la guerra: desmontando su ridícula honorabilidad y repulsivamente machirula mística”.
Al igual que Trumbo, Ranpo emplea en su relato un discurso antibelicista que pone en entredicho cuestiones como el honor y la gloria de los soldados. No es de extrañar que el gobierno japonés solicitara a Ranpo renegar de su propia narración: el cuento atenta no solo contra la figura del heroísmo del soldado japonés, sino que habla también del abandono sufrido por los heridos de guerra, y de la poca importancia dada por el gobierno a los soldados jóvenes que perecieron en tantos conflictos. Esto, en los años subsecuentes al sacrificio de decenas de kamikazes en la Gran Guerra, debió resultar muy incómodo para las autoridades de Shōwa. En el fondo, la condición de Sunaga es un símbolo de la fragilidad del imperialismo militar que Japón intentaba dejar atrás.
Las mujeres cuidadoras en Kafka y en Ranpo
Quisiera señalar un último elemento de conexión: el papel de las mujeres cuidadoras en ambos relatos. En el caso de La metamorfosis, el único solaz que encuentra Gregor Samsa —y, por extensión, todos los lectores—, está en el personaje de la hermana menor, Grete. Mientras los padres se lamentan por la transformación de Gregor, lo encierran en la habitación y aborrecen su destino por injusto, la joven Grete es la única que se acerca, temerosa y precavida, para comprobar que aquella criatura imposible es todavía su hermano. Ella se encarga de darle de comer lo que le gusta, quien limpia su habitación, y le hace espacio en las paredes para que Gregor pueda trepar a sus anchas. No obstante, incluso la joven Grete pronto se verá consumida por sus nuevas obligaciones laborales —ahora que su hermano está incapacitado, debe trabajar como dependienta en una tienda— y al final ella también terminará por resentir la metamorfosis de su hermano mayor.
Bien sabida es la preferencia que Kafka tuvo por su hermana menor, Ottla, en quien probablemente basó el personaje de Greta. No obstante, quisiera destacar que el checo conoció bien el papel de otras mujeres en el cuidado de los enfermos. Además de la benévola presencia de la actriz Dora Diamant, el cuidado de la hermana Anna fue vital en los últimos momentos en el sanatorio del doctor Hoffman en Kierling. De una conversación con el escritor Franco Félix, recupero el siguiente relato:
Muy cerca del medio día del 3 de junio de 1924, cuando Kafka estaba ya medio inconsciente, a punto de morir, Dora Diamant le acercó unas flores para que las oliera. El moribundo, quien ya tenía un pie dentro del Río Estigia, se incorporó como pudo y las olió. La hermana Anna, la enfermera que lo cuidó hasta el final en el sanatorio del doctor Hoffman en Kierling, le relata esto a Willy Haas y dice que ese último gesto, es decir, incorporarse a oler unas flores a medio camino de la muerte, le pareció un acto completamente incomprensible: ‘Y aún más incomprensible resultó que abriera el ojo izquierdo e hiciera el efecto de estar vivo’, le explicó la enfermera en una carta.
A la repulsión natural a la muerte, Kafka le añade un gesto de pureza estética: oler las flores: celebrar la vida. No extraña que la hermana Anna encontrara aquel gesto incomprensible, quizá incluso lastimero, como el inútil pataleo de un insecto boca arriba. ¿No es la muerte la mayor metamorfosis?
La transformación de Grete es un preámbulo para la de Tokiko. Como hemos visto antes, la protagonista de “La oruga” padece en carne propia las desaveniencias de convivir con su esposo incapacitado. Sin embargo, la tortura de ocuparse de él sólo cobra un nuevo nivel de abyección cuando interviene el deseo sexual, tanto el de ella, como el del teniente Sunaga. La joven y tímida Tokiko, conforme se ocupa de las necesidades físicas de su esposo, va nutriendo una idea oscura y problemática: le gusta hallarse junto a un ser tan indefenso, la posibilidad de maltratarlo le provoca gran placer:
En lo que a Tokiko se refiere, y a pesar de que era de natural tímida, siempre había albergado una extraña inclinación a abusar de los débiles. Además, la contemplación de la agonía de aquel pobre inválido despertó muchos de sus instintos ocultos.
Esta satisfacción, que al principio está vedada por su propio carácter, va liberándose conforme avanza la trama, hasta convertirse en maltrato. La incapacidad de Sunaga de defenderse, o de siquiera quejarse adecuadamente, se convierte en un placer criminal que vuelve a ella en cada nuevo tormento al que somete a su esposo. Finalmente, el suplicio alcanzará su clímax cuando Tokiko, presa de un huracán psíquico que nos recuerda al del asesino de “El corazón delator”, termine por herir los ojos de Sunaga, uno de sus últimos sentidos intactos:
—¿Te has enfadado? ¿Por qué me miras así? —preguntó Tokiko con tono sarcástico—. No te sirve de nada enfadarte, ¡ya lo sabes! Estás por completo a mi merced.
Sunaga no era capaz de responder, pero las palabras que hubiera podido pronunciar salían a la luz por medio de su penetrante mirada.
—¡Tienes unos ojos de loco! —gritó Tokiko—. ¡Deja de mirarme así! —presa de un inesperado arrebato, clavó los dedos con fuerza en los ojos del hombre en medio de terribles chillidos—. ¡Ahora intenta mirarme si puedes!
El mensaje de Ranpo taladra la conciencia de los lectores, y el descenso a la locura de Tokiko nos hace cuestionar nuestras propias ideas con respecto al cuidado de los otros, así como nuestro comportamiento con los más desposeídos.
La expresión del erotismo en “La oruga” obedece a la estética del movimiento eroguro, pero considero que esconde un aspecto más crítico de nuestra comprensión del personaje femenino en los relatos analizados: las mujeres cuidadoras en Kafka y en Ranpo cumplen la función de satisfacer las necesidades de sus enfermos, aunque esta función se ve nutrida por el rol tradicional de género al que son sometidas por la sociedad. En el caso de la hermana, atender significa limpiar y alimentar; en el caso de la esposa, incluye necesariamente otorgar placer al hombre de la casa.
Encuentro un ejemplo de este último aspecto en una breve novela de Philip Roth, El pecho, publicada en 1972. En ella, acudimos a la metamorfosis de David Kepesh, personaje recurrente en la novelística de Roth, quien amanece un día convertido en un pecho de 70 kilos. Al igual que Kafka, Roth le da voz a los pensamientos de Kepesh, y en toda la novela presenciamos su transformación, pero también las temibles reflexiones que lo atormentan: se debate entre mantener su estatus como un ser racional o sucumbir al deseo sexual que parece su única opción ahora que es un seno femenino.
En una de las escenas más reveladoras de la novela, Kepesh es atendido por su pareja, Claire, quien ha descubierto recientemente el placer sexual provocado en David cuando ella le acaricia el pezón. Ante esta novedad sensorial, la pareja nos muestra una escena sexual extraordinaria:
Al cabo de unos días, después de que le hubiera hablado de un modo incoherente acerca de mi enfermera durante casi una hora, Claire volvió a preguntarme:
¿Qué ocurre, David, vida mía? ¿Quieres que te chupe?
¡Sí! ¡Sí!
¿Cómo es capaz de hacerlo? ¿Por qué lo hace? ¿Lo haría yo?
Es demasiado pedir —le digo al doctor Klinger—. Es demasiado terrible. Es preciso que ponga fin a esto. Quiero que ella lo haga continuamente, durante todo el tiempo de la visita. Ya no quiero hablar, no quiero que me lea, ni siquiera la escucho. Solo deseo que me apriete, me chupe y me lama. Nunca me canso de eso. Cuando ella se detiene, es insoportable. ‘¡Sigue! ¡Más! ¡Sigue!’, le grito. Pero si no pongo fin a esto, dejará de venir a verme, lo sé. Y entonces no tendré a nadie. Entonces tendré a la enfermera por la mañana, y eso será todo.
El sufrimiento de Kepesh es comprensible, no obstante, resulta llamativo que su preocupación no está en perder la compañía, el cuidado o la comprensión de Claire: lo que más lamentaría perder es ese mínimo contacto sexual que le procura en cada visita: “¡Pero no tendré una mujer! ¡No estará Claire ni habrá sexo ni amor nunca más!”. También en Roth observamos una denuncia para el tradicional papel de las esposas en el cuidado de los hombres enfermos.
En 2024, Kafka celebró un centenario de su muerte. En julio, Ranpo cumplirá 60 años. El legado de sus obras promete continuar durante un largo periodo. Estará vivo mientras nuestra sociedad insista en reducir la vida de cada ser humano a un tributo del sistema, una oruga dentro de la maquinaria kafkiana que perfila nuestros tiempos. Aunque los textos están separados tanto en tiempo como en espacio, me parece que la mayor conexión simbólica entre ellos subyace en la exposición de la fragilidad de la condición humana en las sociedades contemporáneas —los clásicos, después de todo, no envejecen—, y cómo cualquiera de nosotros es proclive a la indefensión.
Por un lado, tenemos al joven trabajador que, despojado de su capacidad productiva, se vuelve un estorbo —incluso una amenaza— para el equilibrio familiar. Por el otro, está el héroe de guerra que, despojado de sus capacidades motrices, se transforma en un juguete donde desquitar los deseos y las perversiones de su única compañía. Tanto en Kafka como en Ranpo, la presencia del insecto revela un aspecto de la condición humana que muchas veces nos negamos a aceptar: nuestra disposición innata —y a veces inevitable— para la crueldad.
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En 2024, Kafka celebró un centenario de su muerte. En julio de 2025, Ranpo cumplirá 60 años. El legado de sus obras promete continuar durante un largo periodo. Ilustración de Miss Lettera.
¿Existe en el ser humano una predisposición para la crueldad? Un par de historias kafkianas nos lo revelan.
Ha llegado enero y, quizá por un pulso nostálgico, he tratado de volver a mis clásicos para buscar aquellos símbolos que me entusiasmaron en el pasado. Si la ocasión lo permite, a veces se me revelan nuevas claves de lectura que proveen una experiencia lectora renovada, y el libro se manifiesta como un objeto ajeno, abierto a un nuevo nivel de interpretación. “Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”, escribió Italo Calvino en Por qué leer a los clásicos (1991); yo agregaría que una lectura “de verdad” no ocurre sino cuando un mismo texto se ha retomado varias veces en el transcurso de algunos años. Este enero en particular, me acerqué a la obra de Franz Kafka, a quien quisiera dedicar estas reflexiones a poco más de cien años de su aniversario luctuoso.
La metamorfosis (1915) es probablemente uno de los libros más famosos, uno de esos textos que todos conocemos —tanto sus personajes como el argumento principal— aunque no lo hayamos leído. Un clásico en toda regla. Pocos autores han logrado ese nivel de inmersión en la cultura universal; Kafka, además, goza de una presencia inusual en la lengua, pues el adjetivo “kafkiano” ha venido a nombrar todas aquellas situaciones civiles que se conducen al nivel de lo absurdo —eventos que, en nuestro México, constituyen el pan de cada día—. Agobiado por mi inevitable regreso a la vida laboral y, por lo tanto, a los territorios de lo kafkiano, este año decidí releer el famoso incidente de Gregor Samsa. De esta relectura surgieron algunos hallazgos en geografías bastante distantes y que prácticamente recorrieron todo el siglo XX. Partiendo de estos, quiero hacer ahora una comparación con el caso más significativo: el cuento 芋虫 [Imo mushi, “La oruga”, 1956] del japonés Tarō Hirai, mejor conocido como Edogawa Ranpo.
De Praga a Nabari
La biografía de Kafka se visita con frecuencia, así que intentaré retomarla con brevedad. Sabemos que nació en Praga, en lo que ahora constituye la República Checa, en 1883. Criado en una familia judía askenazí, estudió derecho obligado por su padre, y durante la mayor parte de su breve edad adulta se dedicó a trabajar en empresas familiares, aunque ello estaba lejos de sus aspiraciones. En su juventud se dedicó a la escritura, no obstante, el poco éxito de sus primeros manuscritos —incluida, por cierto, La metamorfosis—, así como su naturaleza taciturna, no permitieron que su fama creciera en vida. El autor falleció de tuberculosis laríngea en 1924, una enfermedad que le provocaba dolor al alimentarse; en su lecho de muerte, escribió uno de sus últimos cuentos: “Un artista del hambre”.
Sus textos son cuchilladas a los mecanismos civiles presentes en prácticamente cualquier sociedad. Desde las comisarías hasta los tribunales, los personajes de Kafka deambulan por oficinas y despachos con tal desconcierto que para el lector resulta claro que la burocracia bien podría ser parte esencial en las historias de terror. Un terror absurdo, pero comprensible para todos los que nos hemos enfrentado a cualquier trámite: con horror, el campesino de “Ante la ley” se asoma a una puerta protegida por un guardián, incapaz de cruzar el umbral; con horror, observamos que el oficial de “La colonia penitenciaria” se consume en la máquina ejecutoria que él mismo celebraba; finalmente, ¿qué otra cosa sino horror podía experimentar Gregor Samsa al descubrirse una mañana convertido en un insecto?
El sinsentido es la firma indiscutible de la literatura de Kafka; sin embargo, no se trata de un absurdo ensimismado, sino que tiene una conexión directa con la sociedad y, en el fondo, devela un espíritu crítico y una reflexión ética. La literatura de Kafka puede entenderse como una protesta social, una mano alzada que señala las imperfecciones de un sistema civil descompuesto y malsano. En este aspecto, encuentro una gran semejanza con el otro autor que nos convoca en este ensayo.
Nacido en Nabari en 1894, durante los últimos años del periodo Meiji, Edogawa Ranpo se distinguió entre sus contemporáneos por su interés en la literatura policiaca, así como por sus historias con atmósferas psicológicas opresivas, abyectas y angustiantes. Su nombre es una clave para comprender sus influencias literarias, pues se trata de un juego fonético que asemeja al de Edgar Allan Poe. Crítico del ultranacionalismo japonés que imperaba en su época, Ranpo se insertó en el movimiento conocido como エログロナンセンス [eroguro nansensu], cuya estética se sustentaba en la representación del erotismo, la violencia y un sinsentido —kafkiano— general.
Los productos culturales que surgieron del eroguro criticaban con insistencia los roles sociales en el Japón imperial. De particular relevancia fue la introducción del concepto de las “modern girls”, un nuevo tipo de mujer japonesa que contrastó con el concepto tradicional, apegado a las prácticas neoconfucianas de piedad filial y sometimiento al orden patriarcal. “Equivalentes japonesas de las flapper estadounidenses, las alemanas neue frauen o a las francesas garçonnes, las modern girls japonesas adoptaban las modas y estilos de vida occidentales: uso del carmín y el rímel, fumar, faldas por encima de las rodillas, sombreros de campana, peinado bob cut”, así lo explica Breixo Harguindey en su artículo “Ero-guro-nansensu: Manga y modern girls en el Japón de entreguerras” (2018).
Integrarse a un movimiento que le permitió cuestionar la tradición, así como recurrir a referentes europeos y americanos, le valió conflictos políticos y literarios entre la comunidad intelectual de Shōwa. Sus relatos lo posicionaron como un autor atípico que, sin embargo, acabó por volverse indispensable en la conformación de la literatura japonesa. De igual forma, la estética del eroguro encontraría en Ranpo un nicho único, pues el autor combina con facilidad las atmósferas tensas con una serie de personajes que presentan conflictos psicológicos y morales en las situaciones más absurdas.
Por ejemplo, el caso de un humano que, por circunstancias diversas, termina convertido en una oruga.
El festín de los insectos
Una “moralidad conflictiva” es quizá la cualidad que mejor expresa la naturaleza de Tokiko, personaje protagónico del cuento “La oruga”. El argumento gira en torno a la joven esposa del teniente Sunaga, héroe del frente siberiano quien, a diferencia de muchos otros jóvenes soldados, ha tenido la fortuna de regresar a casa con vida. A pesar de la envidia de otras personas que han perdido a sus hijos y esposos en el frente, Tokiko descubre que el regreso no es una buena noticia ni está cargado de laureles y ceremonias. A la felicidad inicial se sobreponen los primeros atisbos de un horror creciente: el teniente Sunaga sufrió amputaciones terribles: perdió brazos y piernas y se ha vuelto sordomudo. Se ha convertido, pues, en una oruga.
Ni siquiera su rostro se salvó del daño:
El oído izquierdo había desaparecido por completo, y en su lugar no había más que un pequeño hueco negro. Sufría un pronunciado tic a lo largo de la mejilla izquierda, desde la boca hasta el ojo, mientras que una fea cicatriz también surcaba la sien derecha hasta la parte superior de la cabeza. Tenía el cuello hundido, como si hubieran extraído la carne que lo protegía, y la nariz y la boca nada conservaban de su forma original.
Su único medio de comunicación es un pincel que coloca en su boca de vez en cuando para escribirle breves notas a su esposa. Pero incluso en sus notas se manifiesta la fealdad: le reclama que lo abandone en la oscuridad de su cuarto, pues la imagina buscando la compañía de otros hombres. Vivos están también sus ojos “redondos y brillantes como los de un niño inocente”, pero que expresan el desprecio y la miseria de un hombre encerrado en sí mismo.
Las heridas del teniente Sunaga son una prisión física y moral: el héroe de guerra se convirtió en un ser indefenso, en un estorbo para su joven esposa quien irá conociendo los horrores de vivir con una oruga. Esta, me parece, es la línea que conecta las dos historias de manera transversal. La elección de Kafka y de Ranpo de comparar la existencia humana a la de un insecto no alude a la naturaleza fantástica del relato, como podría pensarse de forma inicial cuando se lee La metamorfosis. Antes bien, el insecto es una existencia simbólica que demarca con claridad la transformación sufrida por dos hombres que, en condiciones normales, eran los proveedores y, por lo tanto, un motivo de orgullo para sus familias. Gregor Samsa es el único sustento de sus padres y de su hermana, y esta condición forma parte de su tragedia: luego de la metamorfosis, su primera preocupación es que no será capaz de llegar al trabajo. Su angustia subyace en la pérdida, quizá perpetua, de su estatus social.
Qué decir del teniente Sunaga, el alguna vez temible soldado que llevó a cabo las heroicas acciones que todavía le valen el respeto —tal vez fingido, pero siempre presente— de sus colegas militares. Más allá de su indefensión, en el maltrato constante de su esposa, la gran tragedia de Sunaga subyace en el pasado glorioso imposible de borrar: es la oruga que recuerda los días cuando fue mariposa.
Toda comunicación entre Tokiko y su marido se realizaba mediante la palabra escrita. Los primeros vocablos que él escribió fueron ‘periódico’ y ‘condecoración’. Con el primero daba a entender que deseaba ver los recortes donde se hablaba de sus gloriosas hazañas; y con ‘condecoración’ pedía que le mostraran la Orden de la Cometa de Oro, la más alta distinción militar de Japón, que le habían concedido.
Los espectadores acudimos al lamentable espectáculo de ver a Tokiko mostrarle los recortes de periódico que narran sus hazañas, y aquellos ojos “redondos y brillantes” evocan la infantil ilusión de quien se reconoce un héroe, ungido en su autoconmiseración. Ranpo es más cruel que Kafka: no podemos penetrar la psique del teniente, pues el relato se narra desde la mirada culpable y avergonzada de Tokiko. No hay para él la posibilidad de redención ni es posible para los lectores empatizar con él: solo nos queda la lástima, equivalente a lo que sentimos al ver una oruga aplastada contra el suelo.
La crítica de Ranpo al destino de los heridos de guerra retoma los alegatos sugeridos por Dalton Trumbo en su novela Johnny empuñó su fusil (1939). Escrita en los albores de la Segunda Guerra Mundial, esta obra narra las tribulaciones del soldado Joe Bonham. Tras recibir el impacto directo de un obús, Bonham pierde la capacidad de moverse, así como la de hablar, ver y escuchar. A partir de este momento, luchará durante toda la novela para intentar comunicarse con la gente que, de vez en cuando, se acerca hasta su camilla para atenderlo. En su reseña a la obra, publicada en Indienauta, Raúl Jiménez expresa: “A través de la agonía de Bonham, Trumbo arma un airado discurso […] directo a la yugular de la institución de la guerra: desmontando su ridícula honorabilidad y repulsivamente machirula mística”.
Al igual que Trumbo, Ranpo emplea en su relato un discurso antibelicista que pone en entredicho cuestiones como el honor y la gloria de los soldados. No es de extrañar que el gobierno japonés solicitara a Ranpo renegar de su propia narración: el cuento atenta no solo contra la figura del heroísmo del soldado japonés, sino que habla también del abandono sufrido por los heridos de guerra, y de la poca importancia dada por el gobierno a los soldados jóvenes que perecieron en tantos conflictos. Esto, en los años subsecuentes al sacrificio de decenas de kamikazes en la Gran Guerra, debió resultar muy incómodo para las autoridades de Shōwa. En el fondo, la condición de Sunaga es un símbolo de la fragilidad del imperialismo militar que Japón intentaba dejar atrás.
Las mujeres cuidadoras en Kafka y en Ranpo
Quisiera señalar un último elemento de conexión: el papel de las mujeres cuidadoras en ambos relatos. En el caso de La metamorfosis, el único solaz que encuentra Gregor Samsa —y, por extensión, todos los lectores—, está en el personaje de la hermana menor, Grete. Mientras los padres se lamentan por la transformación de Gregor, lo encierran en la habitación y aborrecen su destino por injusto, la joven Grete es la única que se acerca, temerosa y precavida, para comprobar que aquella criatura imposible es todavía su hermano. Ella se encarga de darle de comer lo que le gusta, quien limpia su habitación, y le hace espacio en las paredes para que Gregor pueda trepar a sus anchas. No obstante, incluso la joven Grete pronto se verá consumida por sus nuevas obligaciones laborales —ahora que su hermano está incapacitado, debe trabajar como dependienta en una tienda— y al final ella también terminará por resentir la metamorfosis de su hermano mayor.
Bien sabida es la preferencia que Kafka tuvo por su hermana menor, Ottla, en quien probablemente basó el personaje de Greta. No obstante, quisiera destacar que el checo conoció bien el papel de otras mujeres en el cuidado de los enfermos. Además de la benévola presencia de la actriz Dora Diamant, el cuidado de la hermana Anna fue vital en los últimos momentos en el sanatorio del doctor Hoffman en Kierling. De una conversación con el escritor Franco Félix, recupero el siguiente relato:
Muy cerca del medio día del 3 de junio de 1924, cuando Kafka estaba ya medio inconsciente, a punto de morir, Dora Diamant le acercó unas flores para que las oliera. El moribundo, quien ya tenía un pie dentro del Río Estigia, se incorporó como pudo y las olió. La hermana Anna, la enfermera que lo cuidó hasta el final en el sanatorio del doctor Hoffman en Kierling, le relata esto a Willy Haas y dice que ese último gesto, es decir, incorporarse a oler unas flores a medio camino de la muerte, le pareció un acto completamente incomprensible: ‘Y aún más incomprensible resultó que abriera el ojo izquierdo e hiciera el efecto de estar vivo’, le explicó la enfermera en una carta.
A la repulsión natural a la muerte, Kafka le añade un gesto de pureza estética: oler las flores: celebrar la vida. No extraña que la hermana Anna encontrara aquel gesto incomprensible, quizá incluso lastimero, como el inútil pataleo de un insecto boca arriba. ¿No es la muerte la mayor metamorfosis?
La transformación de Grete es un preámbulo para la de Tokiko. Como hemos visto antes, la protagonista de “La oruga” padece en carne propia las desaveniencias de convivir con su esposo incapacitado. Sin embargo, la tortura de ocuparse de él sólo cobra un nuevo nivel de abyección cuando interviene el deseo sexual, tanto el de ella, como el del teniente Sunaga. La joven y tímida Tokiko, conforme se ocupa de las necesidades físicas de su esposo, va nutriendo una idea oscura y problemática: le gusta hallarse junto a un ser tan indefenso, la posibilidad de maltratarlo le provoca gran placer:
En lo que a Tokiko se refiere, y a pesar de que era de natural tímida, siempre había albergado una extraña inclinación a abusar de los débiles. Además, la contemplación de la agonía de aquel pobre inválido despertó muchos de sus instintos ocultos.
Esta satisfacción, que al principio está vedada por su propio carácter, va liberándose conforme avanza la trama, hasta convertirse en maltrato. La incapacidad de Sunaga de defenderse, o de siquiera quejarse adecuadamente, se convierte en un placer criminal que vuelve a ella en cada nuevo tormento al que somete a su esposo. Finalmente, el suplicio alcanzará su clímax cuando Tokiko, presa de un huracán psíquico que nos recuerda al del asesino de “El corazón delator”, termine por herir los ojos de Sunaga, uno de sus últimos sentidos intactos:
—¿Te has enfadado? ¿Por qué me miras así? —preguntó Tokiko con tono sarcástico—. No te sirve de nada enfadarte, ¡ya lo sabes! Estás por completo a mi merced.
Sunaga no era capaz de responder, pero las palabras que hubiera podido pronunciar salían a la luz por medio de su penetrante mirada.
—¡Tienes unos ojos de loco! —gritó Tokiko—. ¡Deja de mirarme así! —presa de un inesperado arrebato, clavó los dedos con fuerza en los ojos del hombre en medio de terribles chillidos—. ¡Ahora intenta mirarme si puedes!
El mensaje de Ranpo taladra la conciencia de los lectores, y el descenso a la locura de Tokiko nos hace cuestionar nuestras propias ideas con respecto al cuidado de los otros, así como nuestro comportamiento con los más desposeídos.
La expresión del erotismo en “La oruga” obedece a la estética del movimiento eroguro, pero considero que esconde un aspecto más crítico de nuestra comprensión del personaje femenino en los relatos analizados: las mujeres cuidadoras en Kafka y en Ranpo cumplen la función de satisfacer las necesidades de sus enfermos, aunque esta función se ve nutrida por el rol tradicional de género al que son sometidas por la sociedad. En el caso de la hermana, atender significa limpiar y alimentar; en el caso de la esposa, incluye necesariamente otorgar placer al hombre de la casa.
Encuentro un ejemplo de este último aspecto en una breve novela de Philip Roth, El pecho, publicada en 1972. En ella, acudimos a la metamorfosis de David Kepesh, personaje recurrente en la novelística de Roth, quien amanece un día convertido en un pecho de 70 kilos. Al igual que Kafka, Roth le da voz a los pensamientos de Kepesh, y en toda la novela presenciamos su transformación, pero también las temibles reflexiones que lo atormentan: se debate entre mantener su estatus como un ser racional o sucumbir al deseo sexual que parece su única opción ahora que es un seno femenino.
En una de las escenas más reveladoras de la novela, Kepesh es atendido por su pareja, Claire, quien ha descubierto recientemente el placer sexual provocado en David cuando ella le acaricia el pezón. Ante esta novedad sensorial, la pareja nos muestra una escena sexual extraordinaria:
Al cabo de unos días, después de que le hubiera hablado de un modo incoherente acerca de mi enfermera durante casi una hora, Claire volvió a preguntarme:
¿Qué ocurre, David, vida mía? ¿Quieres que te chupe?
¡Sí! ¡Sí!
¿Cómo es capaz de hacerlo? ¿Por qué lo hace? ¿Lo haría yo?
Es demasiado pedir —le digo al doctor Klinger—. Es demasiado terrible. Es preciso que ponga fin a esto. Quiero que ella lo haga continuamente, durante todo el tiempo de la visita. Ya no quiero hablar, no quiero que me lea, ni siquiera la escucho. Solo deseo que me apriete, me chupe y me lama. Nunca me canso de eso. Cuando ella se detiene, es insoportable. ‘¡Sigue! ¡Más! ¡Sigue!’, le grito. Pero si no pongo fin a esto, dejará de venir a verme, lo sé. Y entonces no tendré a nadie. Entonces tendré a la enfermera por la mañana, y eso será todo.
El sufrimiento de Kepesh es comprensible, no obstante, resulta llamativo que su preocupación no está en perder la compañía, el cuidado o la comprensión de Claire: lo que más lamentaría perder es ese mínimo contacto sexual que le procura en cada visita: “¡Pero no tendré una mujer! ¡No estará Claire ni habrá sexo ni amor nunca más!”. También en Roth observamos una denuncia para el tradicional papel de las esposas en el cuidado de los hombres enfermos.
En 2024, Kafka celebró un centenario de su muerte. En julio, Ranpo cumplirá 60 años. El legado de sus obras promete continuar durante un largo periodo. Estará vivo mientras nuestra sociedad insista en reducir la vida de cada ser humano a un tributo del sistema, una oruga dentro de la maquinaria kafkiana que perfila nuestros tiempos. Aunque los textos están separados tanto en tiempo como en espacio, me parece que la mayor conexión simbólica entre ellos subyace en la exposición de la fragilidad de la condición humana en las sociedades contemporáneas —los clásicos, después de todo, no envejecen—, y cómo cualquiera de nosotros es proclive a la indefensión.
Por un lado, tenemos al joven trabajador que, despojado de su capacidad productiva, se vuelve un estorbo —incluso una amenaza— para el equilibrio familiar. Por el otro, está el héroe de guerra que, despojado de sus capacidades motrices, se transforma en un juguete donde desquitar los deseos y las perversiones de su única compañía. Tanto en Kafka como en Ranpo, la presencia del insecto revela un aspecto de la condición humana que muchas veces nos negamos a aceptar: nuestra disposición innata —y a veces inevitable— para la crueldad.
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¿Existe en el ser humano una predisposición para la crueldad? Un par de historias kafkianas nos lo revelan.
Ha llegado enero y, quizá por un pulso nostálgico, he tratado de volver a mis clásicos para buscar aquellos símbolos que me entusiasmaron en el pasado. Si la ocasión lo permite, a veces se me revelan nuevas claves de lectura que proveen una experiencia lectora renovada, y el libro se manifiesta como un objeto ajeno, abierto a un nuevo nivel de interpretación. “Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”, escribió Italo Calvino en Por qué leer a los clásicos (1991); yo agregaría que una lectura “de verdad” no ocurre sino cuando un mismo texto se ha retomado varias veces en el transcurso de algunos años. Este enero en particular, me acerqué a la obra de Franz Kafka, a quien quisiera dedicar estas reflexiones a poco más de cien años de su aniversario luctuoso.
La metamorfosis (1915) es probablemente uno de los libros más famosos, uno de esos textos que todos conocemos —tanto sus personajes como el argumento principal— aunque no lo hayamos leído. Un clásico en toda regla. Pocos autores han logrado ese nivel de inmersión en la cultura universal; Kafka, además, goza de una presencia inusual en la lengua, pues el adjetivo “kafkiano” ha venido a nombrar todas aquellas situaciones civiles que se conducen al nivel de lo absurdo —eventos que, en nuestro México, constituyen el pan de cada día—. Agobiado por mi inevitable regreso a la vida laboral y, por lo tanto, a los territorios de lo kafkiano, este año decidí releer el famoso incidente de Gregor Samsa. De esta relectura surgieron algunos hallazgos en geografías bastante distantes y que prácticamente recorrieron todo el siglo XX. Partiendo de estos, quiero hacer ahora una comparación con el caso más significativo: el cuento 芋虫 [Imo mushi, “La oruga”, 1956] del japonés Tarō Hirai, mejor conocido como Edogawa Ranpo.
De Praga a Nabari
La biografía de Kafka se visita con frecuencia, así que intentaré retomarla con brevedad. Sabemos que nació en Praga, en lo que ahora constituye la República Checa, en 1883. Criado en una familia judía askenazí, estudió derecho obligado por su padre, y durante la mayor parte de su breve edad adulta se dedicó a trabajar en empresas familiares, aunque ello estaba lejos de sus aspiraciones. En su juventud se dedicó a la escritura, no obstante, el poco éxito de sus primeros manuscritos —incluida, por cierto, La metamorfosis—, así como su naturaleza taciturna, no permitieron que su fama creciera en vida. El autor falleció de tuberculosis laríngea en 1924, una enfermedad que le provocaba dolor al alimentarse; en su lecho de muerte, escribió uno de sus últimos cuentos: “Un artista del hambre”.
Sus textos son cuchilladas a los mecanismos civiles presentes en prácticamente cualquier sociedad. Desde las comisarías hasta los tribunales, los personajes de Kafka deambulan por oficinas y despachos con tal desconcierto que para el lector resulta claro que la burocracia bien podría ser parte esencial en las historias de terror. Un terror absurdo, pero comprensible para todos los que nos hemos enfrentado a cualquier trámite: con horror, el campesino de “Ante la ley” se asoma a una puerta protegida por un guardián, incapaz de cruzar el umbral; con horror, observamos que el oficial de “La colonia penitenciaria” se consume en la máquina ejecutoria que él mismo celebraba; finalmente, ¿qué otra cosa sino horror podía experimentar Gregor Samsa al descubrirse una mañana convertido en un insecto?
El sinsentido es la firma indiscutible de la literatura de Kafka; sin embargo, no se trata de un absurdo ensimismado, sino que tiene una conexión directa con la sociedad y, en el fondo, devela un espíritu crítico y una reflexión ética. La literatura de Kafka puede entenderse como una protesta social, una mano alzada que señala las imperfecciones de un sistema civil descompuesto y malsano. En este aspecto, encuentro una gran semejanza con el otro autor que nos convoca en este ensayo.
Nacido en Nabari en 1894, durante los últimos años del periodo Meiji, Edogawa Ranpo se distinguió entre sus contemporáneos por su interés en la literatura policiaca, así como por sus historias con atmósferas psicológicas opresivas, abyectas y angustiantes. Su nombre es una clave para comprender sus influencias literarias, pues se trata de un juego fonético que asemeja al de Edgar Allan Poe. Crítico del ultranacionalismo japonés que imperaba en su época, Ranpo se insertó en el movimiento conocido como エログロナンセンス [eroguro nansensu], cuya estética se sustentaba en la representación del erotismo, la violencia y un sinsentido —kafkiano— general.
Los productos culturales que surgieron del eroguro criticaban con insistencia los roles sociales en el Japón imperial. De particular relevancia fue la introducción del concepto de las “modern girls”, un nuevo tipo de mujer japonesa que contrastó con el concepto tradicional, apegado a las prácticas neoconfucianas de piedad filial y sometimiento al orden patriarcal. “Equivalentes japonesas de las flapper estadounidenses, las alemanas neue frauen o a las francesas garçonnes, las modern girls japonesas adoptaban las modas y estilos de vida occidentales: uso del carmín y el rímel, fumar, faldas por encima de las rodillas, sombreros de campana, peinado bob cut”, así lo explica Breixo Harguindey en su artículo “Ero-guro-nansensu: Manga y modern girls en el Japón de entreguerras” (2018).
Integrarse a un movimiento que le permitió cuestionar la tradición, así como recurrir a referentes europeos y americanos, le valió conflictos políticos y literarios entre la comunidad intelectual de Shōwa. Sus relatos lo posicionaron como un autor atípico que, sin embargo, acabó por volverse indispensable en la conformación de la literatura japonesa. De igual forma, la estética del eroguro encontraría en Ranpo un nicho único, pues el autor combina con facilidad las atmósferas tensas con una serie de personajes que presentan conflictos psicológicos y morales en las situaciones más absurdas.
Por ejemplo, el caso de un humano que, por circunstancias diversas, termina convertido en una oruga.
El festín de los insectos
Una “moralidad conflictiva” es quizá la cualidad que mejor expresa la naturaleza de Tokiko, personaje protagónico del cuento “La oruga”. El argumento gira en torno a la joven esposa del teniente Sunaga, héroe del frente siberiano quien, a diferencia de muchos otros jóvenes soldados, ha tenido la fortuna de regresar a casa con vida. A pesar de la envidia de otras personas que han perdido a sus hijos y esposos en el frente, Tokiko descubre que el regreso no es una buena noticia ni está cargado de laureles y ceremonias. A la felicidad inicial se sobreponen los primeros atisbos de un horror creciente: el teniente Sunaga sufrió amputaciones terribles: perdió brazos y piernas y se ha vuelto sordomudo. Se ha convertido, pues, en una oruga.
Ni siquiera su rostro se salvó del daño:
El oído izquierdo había desaparecido por completo, y en su lugar no había más que un pequeño hueco negro. Sufría un pronunciado tic a lo largo de la mejilla izquierda, desde la boca hasta el ojo, mientras que una fea cicatriz también surcaba la sien derecha hasta la parte superior de la cabeza. Tenía el cuello hundido, como si hubieran extraído la carne que lo protegía, y la nariz y la boca nada conservaban de su forma original.
Su único medio de comunicación es un pincel que coloca en su boca de vez en cuando para escribirle breves notas a su esposa. Pero incluso en sus notas se manifiesta la fealdad: le reclama que lo abandone en la oscuridad de su cuarto, pues la imagina buscando la compañía de otros hombres. Vivos están también sus ojos “redondos y brillantes como los de un niño inocente”, pero que expresan el desprecio y la miseria de un hombre encerrado en sí mismo.
Las heridas del teniente Sunaga son una prisión física y moral: el héroe de guerra se convirtió en un ser indefenso, en un estorbo para su joven esposa quien irá conociendo los horrores de vivir con una oruga. Esta, me parece, es la línea que conecta las dos historias de manera transversal. La elección de Kafka y de Ranpo de comparar la existencia humana a la de un insecto no alude a la naturaleza fantástica del relato, como podría pensarse de forma inicial cuando se lee La metamorfosis. Antes bien, el insecto es una existencia simbólica que demarca con claridad la transformación sufrida por dos hombres que, en condiciones normales, eran los proveedores y, por lo tanto, un motivo de orgullo para sus familias. Gregor Samsa es el único sustento de sus padres y de su hermana, y esta condición forma parte de su tragedia: luego de la metamorfosis, su primera preocupación es que no será capaz de llegar al trabajo. Su angustia subyace en la pérdida, quizá perpetua, de su estatus social.
Qué decir del teniente Sunaga, el alguna vez temible soldado que llevó a cabo las heroicas acciones que todavía le valen el respeto —tal vez fingido, pero siempre presente— de sus colegas militares. Más allá de su indefensión, en el maltrato constante de su esposa, la gran tragedia de Sunaga subyace en el pasado glorioso imposible de borrar: es la oruga que recuerda los días cuando fue mariposa.
Toda comunicación entre Tokiko y su marido se realizaba mediante la palabra escrita. Los primeros vocablos que él escribió fueron ‘periódico’ y ‘condecoración’. Con el primero daba a entender que deseaba ver los recortes donde se hablaba de sus gloriosas hazañas; y con ‘condecoración’ pedía que le mostraran la Orden de la Cometa de Oro, la más alta distinción militar de Japón, que le habían concedido.
Los espectadores acudimos al lamentable espectáculo de ver a Tokiko mostrarle los recortes de periódico que narran sus hazañas, y aquellos ojos “redondos y brillantes” evocan la infantil ilusión de quien se reconoce un héroe, ungido en su autoconmiseración. Ranpo es más cruel que Kafka: no podemos penetrar la psique del teniente, pues el relato se narra desde la mirada culpable y avergonzada de Tokiko. No hay para él la posibilidad de redención ni es posible para los lectores empatizar con él: solo nos queda la lástima, equivalente a lo que sentimos al ver una oruga aplastada contra el suelo.
La crítica de Ranpo al destino de los heridos de guerra retoma los alegatos sugeridos por Dalton Trumbo en su novela Johnny empuñó su fusil (1939). Escrita en los albores de la Segunda Guerra Mundial, esta obra narra las tribulaciones del soldado Joe Bonham. Tras recibir el impacto directo de un obús, Bonham pierde la capacidad de moverse, así como la de hablar, ver y escuchar. A partir de este momento, luchará durante toda la novela para intentar comunicarse con la gente que, de vez en cuando, se acerca hasta su camilla para atenderlo. En su reseña a la obra, publicada en Indienauta, Raúl Jiménez expresa: “A través de la agonía de Bonham, Trumbo arma un airado discurso […] directo a la yugular de la institución de la guerra: desmontando su ridícula honorabilidad y repulsivamente machirula mística”.
Al igual que Trumbo, Ranpo emplea en su relato un discurso antibelicista que pone en entredicho cuestiones como el honor y la gloria de los soldados. No es de extrañar que el gobierno japonés solicitara a Ranpo renegar de su propia narración: el cuento atenta no solo contra la figura del heroísmo del soldado japonés, sino que habla también del abandono sufrido por los heridos de guerra, y de la poca importancia dada por el gobierno a los soldados jóvenes que perecieron en tantos conflictos. Esto, en los años subsecuentes al sacrificio de decenas de kamikazes en la Gran Guerra, debió resultar muy incómodo para las autoridades de Shōwa. En el fondo, la condición de Sunaga es un símbolo de la fragilidad del imperialismo militar que Japón intentaba dejar atrás.
Las mujeres cuidadoras en Kafka y en Ranpo
Quisiera señalar un último elemento de conexión: el papel de las mujeres cuidadoras en ambos relatos. En el caso de La metamorfosis, el único solaz que encuentra Gregor Samsa —y, por extensión, todos los lectores—, está en el personaje de la hermana menor, Grete. Mientras los padres se lamentan por la transformación de Gregor, lo encierran en la habitación y aborrecen su destino por injusto, la joven Grete es la única que se acerca, temerosa y precavida, para comprobar que aquella criatura imposible es todavía su hermano. Ella se encarga de darle de comer lo que le gusta, quien limpia su habitación, y le hace espacio en las paredes para que Gregor pueda trepar a sus anchas. No obstante, incluso la joven Grete pronto se verá consumida por sus nuevas obligaciones laborales —ahora que su hermano está incapacitado, debe trabajar como dependienta en una tienda— y al final ella también terminará por resentir la metamorfosis de su hermano mayor.
Bien sabida es la preferencia que Kafka tuvo por su hermana menor, Ottla, en quien probablemente basó el personaje de Greta. No obstante, quisiera destacar que el checo conoció bien el papel de otras mujeres en el cuidado de los enfermos. Además de la benévola presencia de la actriz Dora Diamant, el cuidado de la hermana Anna fue vital en los últimos momentos en el sanatorio del doctor Hoffman en Kierling. De una conversación con el escritor Franco Félix, recupero el siguiente relato:
Muy cerca del medio día del 3 de junio de 1924, cuando Kafka estaba ya medio inconsciente, a punto de morir, Dora Diamant le acercó unas flores para que las oliera. El moribundo, quien ya tenía un pie dentro del Río Estigia, se incorporó como pudo y las olió. La hermana Anna, la enfermera que lo cuidó hasta el final en el sanatorio del doctor Hoffman en Kierling, le relata esto a Willy Haas y dice que ese último gesto, es decir, incorporarse a oler unas flores a medio camino de la muerte, le pareció un acto completamente incomprensible: ‘Y aún más incomprensible resultó que abriera el ojo izquierdo e hiciera el efecto de estar vivo’, le explicó la enfermera en una carta.
A la repulsión natural a la muerte, Kafka le añade un gesto de pureza estética: oler las flores: celebrar la vida. No extraña que la hermana Anna encontrara aquel gesto incomprensible, quizá incluso lastimero, como el inútil pataleo de un insecto boca arriba. ¿No es la muerte la mayor metamorfosis?
La transformación de Grete es un preámbulo para la de Tokiko. Como hemos visto antes, la protagonista de “La oruga” padece en carne propia las desaveniencias de convivir con su esposo incapacitado. Sin embargo, la tortura de ocuparse de él sólo cobra un nuevo nivel de abyección cuando interviene el deseo sexual, tanto el de ella, como el del teniente Sunaga. La joven y tímida Tokiko, conforme se ocupa de las necesidades físicas de su esposo, va nutriendo una idea oscura y problemática: le gusta hallarse junto a un ser tan indefenso, la posibilidad de maltratarlo le provoca gran placer:
En lo que a Tokiko se refiere, y a pesar de que era de natural tímida, siempre había albergado una extraña inclinación a abusar de los débiles. Además, la contemplación de la agonía de aquel pobre inválido despertó muchos de sus instintos ocultos.
Esta satisfacción, que al principio está vedada por su propio carácter, va liberándose conforme avanza la trama, hasta convertirse en maltrato. La incapacidad de Sunaga de defenderse, o de siquiera quejarse adecuadamente, se convierte en un placer criminal que vuelve a ella en cada nuevo tormento al que somete a su esposo. Finalmente, el suplicio alcanzará su clímax cuando Tokiko, presa de un huracán psíquico que nos recuerda al del asesino de “El corazón delator”, termine por herir los ojos de Sunaga, uno de sus últimos sentidos intactos:
—¿Te has enfadado? ¿Por qué me miras así? —preguntó Tokiko con tono sarcástico—. No te sirve de nada enfadarte, ¡ya lo sabes! Estás por completo a mi merced.
Sunaga no era capaz de responder, pero las palabras que hubiera podido pronunciar salían a la luz por medio de su penetrante mirada.
—¡Tienes unos ojos de loco! —gritó Tokiko—. ¡Deja de mirarme así! —presa de un inesperado arrebato, clavó los dedos con fuerza en los ojos del hombre en medio de terribles chillidos—. ¡Ahora intenta mirarme si puedes!
El mensaje de Ranpo taladra la conciencia de los lectores, y el descenso a la locura de Tokiko nos hace cuestionar nuestras propias ideas con respecto al cuidado de los otros, así como nuestro comportamiento con los más desposeídos.
La expresión del erotismo en “La oruga” obedece a la estética del movimiento eroguro, pero considero que esconde un aspecto más crítico de nuestra comprensión del personaje femenino en los relatos analizados: las mujeres cuidadoras en Kafka y en Ranpo cumplen la función de satisfacer las necesidades de sus enfermos, aunque esta función se ve nutrida por el rol tradicional de género al que son sometidas por la sociedad. En el caso de la hermana, atender significa limpiar y alimentar; en el caso de la esposa, incluye necesariamente otorgar placer al hombre de la casa.
Encuentro un ejemplo de este último aspecto en una breve novela de Philip Roth, El pecho, publicada en 1972. En ella, acudimos a la metamorfosis de David Kepesh, personaje recurrente en la novelística de Roth, quien amanece un día convertido en un pecho de 70 kilos. Al igual que Kafka, Roth le da voz a los pensamientos de Kepesh, y en toda la novela presenciamos su transformación, pero también las temibles reflexiones que lo atormentan: se debate entre mantener su estatus como un ser racional o sucumbir al deseo sexual que parece su única opción ahora que es un seno femenino.
En una de las escenas más reveladoras de la novela, Kepesh es atendido por su pareja, Claire, quien ha descubierto recientemente el placer sexual provocado en David cuando ella le acaricia el pezón. Ante esta novedad sensorial, la pareja nos muestra una escena sexual extraordinaria:
Al cabo de unos días, después de que le hubiera hablado de un modo incoherente acerca de mi enfermera durante casi una hora, Claire volvió a preguntarme:
¿Qué ocurre, David, vida mía? ¿Quieres que te chupe?
¡Sí! ¡Sí!
¿Cómo es capaz de hacerlo? ¿Por qué lo hace? ¿Lo haría yo?
Es demasiado pedir —le digo al doctor Klinger—. Es demasiado terrible. Es preciso que ponga fin a esto. Quiero que ella lo haga continuamente, durante todo el tiempo de la visita. Ya no quiero hablar, no quiero que me lea, ni siquiera la escucho. Solo deseo que me apriete, me chupe y me lama. Nunca me canso de eso. Cuando ella se detiene, es insoportable. ‘¡Sigue! ¡Más! ¡Sigue!’, le grito. Pero si no pongo fin a esto, dejará de venir a verme, lo sé. Y entonces no tendré a nadie. Entonces tendré a la enfermera por la mañana, y eso será todo.
El sufrimiento de Kepesh es comprensible, no obstante, resulta llamativo que su preocupación no está en perder la compañía, el cuidado o la comprensión de Claire: lo que más lamentaría perder es ese mínimo contacto sexual que le procura en cada visita: “¡Pero no tendré una mujer! ¡No estará Claire ni habrá sexo ni amor nunca más!”. También en Roth observamos una denuncia para el tradicional papel de las esposas en el cuidado de los hombres enfermos.
En 2024, Kafka celebró un centenario de su muerte. En julio, Ranpo cumplirá 60 años. El legado de sus obras promete continuar durante un largo periodo. Estará vivo mientras nuestra sociedad insista en reducir la vida de cada ser humano a un tributo del sistema, una oruga dentro de la maquinaria kafkiana que perfila nuestros tiempos. Aunque los textos están separados tanto en tiempo como en espacio, me parece que la mayor conexión simbólica entre ellos subyace en la exposición de la fragilidad de la condición humana en las sociedades contemporáneas —los clásicos, después de todo, no envejecen—, y cómo cualquiera de nosotros es proclive a la indefensión.
Por un lado, tenemos al joven trabajador que, despojado de su capacidad productiva, se vuelve un estorbo —incluso una amenaza— para el equilibrio familiar. Por el otro, está el héroe de guerra que, despojado de sus capacidades motrices, se transforma en un juguete donde desquitar los deseos y las perversiones de su única compañía. Tanto en Kafka como en Ranpo, la presencia del insecto revela un aspecto de la condición humana que muchas veces nos negamos a aceptar: nuestra disposición innata —y a veces inevitable— para la crueldad.
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En 2024, Kafka celebró un centenario de su muerte. En julio de 2025, Ranpo cumplirá 60 años. El legado de sus obras promete continuar durante un largo periodo. Ilustración de Miss Lettera.
Ha llegado enero y, quizá por un pulso nostálgico, he tratado de volver a mis clásicos para buscar aquellos símbolos que me entusiasmaron en el pasado. Si la ocasión lo permite, a veces se me revelan nuevas claves de lectura que proveen una experiencia lectora renovada, y el libro se manifiesta como un objeto ajeno, abierto a un nuevo nivel de interpretación. “Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”, escribió Italo Calvino en Por qué leer a los clásicos (1991); yo agregaría que una lectura “de verdad” no ocurre sino cuando un mismo texto se ha retomado varias veces en el transcurso de algunos años. Este enero en particular, me acerqué a la obra de Franz Kafka, a quien quisiera dedicar estas reflexiones a poco más de cien años de su aniversario luctuoso.
La metamorfosis (1915) es probablemente uno de los libros más famosos, uno de esos textos que todos conocemos —tanto sus personajes como el argumento principal— aunque no lo hayamos leído. Un clásico en toda regla. Pocos autores han logrado ese nivel de inmersión en la cultura universal; Kafka, además, goza de una presencia inusual en la lengua, pues el adjetivo “kafkiano” ha venido a nombrar todas aquellas situaciones civiles que se conducen al nivel de lo absurdo —eventos que, en nuestro México, constituyen el pan de cada día—. Agobiado por mi inevitable regreso a la vida laboral y, por lo tanto, a los territorios de lo kafkiano, este año decidí releer el famoso incidente de Gregor Samsa. De esta relectura surgieron algunos hallazgos en geografías bastante distantes y que prácticamente recorrieron todo el siglo XX. Partiendo de estos, quiero hacer ahora una comparación con el caso más significativo: el cuento 芋虫 [Imo mushi, “La oruga”, 1956] del japonés Tarō Hirai, mejor conocido como Edogawa Ranpo.
De Praga a Nabari
La biografía de Kafka se visita con frecuencia, así que intentaré retomarla con brevedad. Sabemos que nació en Praga, en lo que ahora constituye la República Checa, en 1883. Criado en una familia judía askenazí, estudió derecho obligado por su padre, y durante la mayor parte de su breve edad adulta se dedicó a trabajar en empresas familiares, aunque ello estaba lejos de sus aspiraciones. En su juventud se dedicó a la escritura, no obstante, el poco éxito de sus primeros manuscritos —incluida, por cierto, La metamorfosis—, así como su naturaleza taciturna, no permitieron que su fama creciera en vida. El autor falleció de tuberculosis laríngea en 1924, una enfermedad que le provocaba dolor al alimentarse; en su lecho de muerte, escribió uno de sus últimos cuentos: “Un artista del hambre”.
Sus textos son cuchilladas a los mecanismos civiles presentes en prácticamente cualquier sociedad. Desde las comisarías hasta los tribunales, los personajes de Kafka deambulan por oficinas y despachos con tal desconcierto que para el lector resulta claro que la burocracia bien podría ser parte esencial en las historias de terror. Un terror absurdo, pero comprensible para todos los que nos hemos enfrentado a cualquier trámite: con horror, el campesino de “Ante la ley” se asoma a una puerta protegida por un guardián, incapaz de cruzar el umbral; con horror, observamos que el oficial de “La colonia penitenciaria” se consume en la máquina ejecutoria que él mismo celebraba; finalmente, ¿qué otra cosa sino horror podía experimentar Gregor Samsa al descubrirse una mañana convertido en un insecto?
El sinsentido es la firma indiscutible de la literatura de Kafka; sin embargo, no se trata de un absurdo ensimismado, sino que tiene una conexión directa con la sociedad y, en el fondo, devela un espíritu crítico y una reflexión ética. La literatura de Kafka puede entenderse como una protesta social, una mano alzada que señala las imperfecciones de un sistema civil descompuesto y malsano. En este aspecto, encuentro una gran semejanza con el otro autor que nos convoca en este ensayo.
Nacido en Nabari en 1894, durante los últimos años del periodo Meiji, Edogawa Ranpo se distinguió entre sus contemporáneos por su interés en la literatura policiaca, así como por sus historias con atmósferas psicológicas opresivas, abyectas y angustiantes. Su nombre es una clave para comprender sus influencias literarias, pues se trata de un juego fonético que asemeja al de Edgar Allan Poe. Crítico del ultranacionalismo japonés que imperaba en su época, Ranpo se insertó en el movimiento conocido como エログロナンセンス [eroguro nansensu], cuya estética se sustentaba en la representación del erotismo, la violencia y un sinsentido —kafkiano— general.
Los productos culturales que surgieron del eroguro criticaban con insistencia los roles sociales en el Japón imperial. De particular relevancia fue la introducción del concepto de las “modern girls”, un nuevo tipo de mujer japonesa que contrastó con el concepto tradicional, apegado a las prácticas neoconfucianas de piedad filial y sometimiento al orden patriarcal. “Equivalentes japonesas de las flapper estadounidenses, las alemanas neue frauen o a las francesas garçonnes, las modern girls japonesas adoptaban las modas y estilos de vida occidentales: uso del carmín y el rímel, fumar, faldas por encima de las rodillas, sombreros de campana, peinado bob cut”, así lo explica Breixo Harguindey en su artículo “Ero-guro-nansensu: Manga y modern girls en el Japón de entreguerras” (2018).
Integrarse a un movimiento que le permitió cuestionar la tradición, así como recurrir a referentes europeos y americanos, le valió conflictos políticos y literarios entre la comunidad intelectual de Shōwa. Sus relatos lo posicionaron como un autor atípico que, sin embargo, acabó por volverse indispensable en la conformación de la literatura japonesa. De igual forma, la estética del eroguro encontraría en Ranpo un nicho único, pues el autor combina con facilidad las atmósferas tensas con una serie de personajes que presentan conflictos psicológicos y morales en las situaciones más absurdas.
Por ejemplo, el caso de un humano que, por circunstancias diversas, termina convertido en una oruga.
El festín de los insectos
Una “moralidad conflictiva” es quizá la cualidad que mejor expresa la naturaleza de Tokiko, personaje protagónico del cuento “La oruga”. El argumento gira en torno a la joven esposa del teniente Sunaga, héroe del frente siberiano quien, a diferencia de muchos otros jóvenes soldados, ha tenido la fortuna de regresar a casa con vida. A pesar de la envidia de otras personas que han perdido a sus hijos y esposos en el frente, Tokiko descubre que el regreso no es una buena noticia ni está cargado de laureles y ceremonias. A la felicidad inicial se sobreponen los primeros atisbos de un horror creciente: el teniente Sunaga sufrió amputaciones terribles: perdió brazos y piernas y se ha vuelto sordomudo. Se ha convertido, pues, en una oruga.
Ni siquiera su rostro se salvó del daño:
El oído izquierdo había desaparecido por completo, y en su lugar no había más que un pequeño hueco negro. Sufría un pronunciado tic a lo largo de la mejilla izquierda, desde la boca hasta el ojo, mientras que una fea cicatriz también surcaba la sien derecha hasta la parte superior de la cabeza. Tenía el cuello hundido, como si hubieran extraído la carne que lo protegía, y la nariz y la boca nada conservaban de su forma original.
Su único medio de comunicación es un pincel que coloca en su boca de vez en cuando para escribirle breves notas a su esposa. Pero incluso en sus notas se manifiesta la fealdad: le reclama que lo abandone en la oscuridad de su cuarto, pues la imagina buscando la compañía de otros hombres. Vivos están también sus ojos “redondos y brillantes como los de un niño inocente”, pero que expresan el desprecio y la miseria de un hombre encerrado en sí mismo.
Las heridas del teniente Sunaga son una prisión física y moral: el héroe de guerra se convirtió en un ser indefenso, en un estorbo para su joven esposa quien irá conociendo los horrores de vivir con una oruga. Esta, me parece, es la línea que conecta las dos historias de manera transversal. La elección de Kafka y de Ranpo de comparar la existencia humana a la de un insecto no alude a la naturaleza fantástica del relato, como podría pensarse de forma inicial cuando se lee La metamorfosis. Antes bien, el insecto es una existencia simbólica que demarca con claridad la transformación sufrida por dos hombres que, en condiciones normales, eran los proveedores y, por lo tanto, un motivo de orgullo para sus familias. Gregor Samsa es el único sustento de sus padres y de su hermana, y esta condición forma parte de su tragedia: luego de la metamorfosis, su primera preocupación es que no será capaz de llegar al trabajo. Su angustia subyace en la pérdida, quizá perpetua, de su estatus social.
Qué decir del teniente Sunaga, el alguna vez temible soldado que llevó a cabo las heroicas acciones que todavía le valen el respeto —tal vez fingido, pero siempre presente— de sus colegas militares. Más allá de su indefensión, en el maltrato constante de su esposa, la gran tragedia de Sunaga subyace en el pasado glorioso imposible de borrar: es la oruga que recuerda los días cuando fue mariposa.
Toda comunicación entre Tokiko y su marido se realizaba mediante la palabra escrita. Los primeros vocablos que él escribió fueron ‘periódico’ y ‘condecoración’. Con el primero daba a entender que deseaba ver los recortes donde se hablaba de sus gloriosas hazañas; y con ‘condecoración’ pedía que le mostraran la Orden de la Cometa de Oro, la más alta distinción militar de Japón, que le habían concedido.
Los espectadores acudimos al lamentable espectáculo de ver a Tokiko mostrarle los recortes de periódico que narran sus hazañas, y aquellos ojos “redondos y brillantes” evocan la infantil ilusión de quien se reconoce un héroe, ungido en su autoconmiseración. Ranpo es más cruel que Kafka: no podemos penetrar la psique del teniente, pues el relato se narra desde la mirada culpable y avergonzada de Tokiko. No hay para él la posibilidad de redención ni es posible para los lectores empatizar con él: solo nos queda la lástima, equivalente a lo que sentimos al ver una oruga aplastada contra el suelo.
La crítica de Ranpo al destino de los heridos de guerra retoma los alegatos sugeridos por Dalton Trumbo en su novela Johnny empuñó su fusil (1939). Escrita en los albores de la Segunda Guerra Mundial, esta obra narra las tribulaciones del soldado Joe Bonham. Tras recibir el impacto directo de un obús, Bonham pierde la capacidad de moverse, así como la de hablar, ver y escuchar. A partir de este momento, luchará durante toda la novela para intentar comunicarse con la gente que, de vez en cuando, se acerca hasta su camilla para atenderlo. En su reseña a la obra, publicada en Indienauta, Raúl Jiménez expresa: “A través de la agonía de Bonham, Trumbo arma un airado discurso […] directo a la yugular de la institución de la guerra: desmontando su ridícula honorabilidad y repulsivamente machirula mística”.
Al igual que Trumbo, Ranpo emplea en su relato un discurso antibelicista que pone en entredicho cuestiones como el honor y la gloria de los soldados. No es de extrañar que el gobierno japonés solicitara a Ranpo renegar de su propia narración: el cuento atenta no solo contra la figura del heroísmo del soldado japonés, sino que habla también del abandono sufrido por los heridos de guerra, y de la poca importancia dada por el gobierno a los soldados jóvenes que perecieron en tantos conflictos. Esto, en los años subsecuentes al sacrificio de decenas de kamikazes en la Gran Guerra, debió resultar muy incómodo para las autoridades de Shōwa. En el fondo, la condición de Sunaga es un símbolo de la fragilidad del imperialismo militar que Japón intentaba dejar atrás.
Las mujeres cuidadoras en Kafka y en Ranpo
Quisiera señalar un último elemento de conexión: el papel de las mujeres cuidadoras en ambos relatos. En el caso de La metamorfosis, el único solaz que encuentra Gregor Samsa —y, por extensión, todos los lectores—, está en el personaje de la hermana menor, Grete. Mientras los padres se lamentan por la transformación de Gregor, lo encierran en la habitación y aborrecen su destino por injusto, la joven Grete es la única que se acerca, temerosa y precavida, para comprobar que aquella criatura imposible es todavía su hermano. Ella se encarga de darle de comer lo que le gusta, quien limpia su habitación, y le hace espacio en las paredes para que Gregor pueda trepar a sus anchas. No obstante, incluso la joven Grete pronto se verá consumida por sus nuevas obligaciones laborales —ahora que su hermano está incapacitado, debe trabajar como dependienta en una tienda— y al final ella también terminará por resentir la metamorfosis de su hermano mayor.
Bien sabida es la preferencia que Kafka tuvo por su hermana menor, Ottla, en quien probablemente basó el personaje de Greta. No obstante, quisiera destacar que el checo conoció bien el papel de otras mujeres en el cuidado de los enfermos. Además de la benévola presencia de la actriz Dora Diamant, el cuidado de la hermana Anna fue vital en los últimos momentos en el sanatorio del doctor Hoffman en Kierling. De una conversación con el escritor Franco Félix, recupero el siguiente relato:
Muy cerca del medio día del 3 de junio de 1924, cuando Kafka estaba ya medio inconsciente, a punto de morir, Dora Diamant le acercó unas flores para que las oliera. El moribundo, quien ya tenía un pie dentro del Río Estigia, se incorporó como pudo y las olió. La hermana Anna, la enfermera que lo cuidó hasta el final en el sanatorio del doctor Hoffman en Kierling, le relata esto a Willy Haas y dice que ese último gesto, es decir, incorporarse a oler unas flores a medio camino de la muerte, le pareció un acto completamente incomprensible: ‘Y aún más incomprensible resultó que abriera el ojo izquierdo e hiciera el efecto de estar vivo’, le explicó la enfermera en una carta.
A la repulsión natural a la muerte, Kafka le añade un gesto de pureza estética: oler las flores: celebrar la vida. No extraña que la hermana Anna encontrara aquel gesto incomprensible, quizá incluso lastimero, como el inútil pataleo de un insecto boca arriba. ¿No es la muerte la mayor metamorfosis?
La transformación de Grete es un preámbulo para la de Tokiko. Como hemos visto antes, la protagonista de “La oruga” padece en carne propia las desaveniencias de convivir con su esposo incapacitado. Sin embargo, la tortura de ocuparse de él sólo cobra un nuevo nivel de abyección cuando interviene el deseo sexual, tanto el de ella, como el del teniente Sunaga. La joven y tímida Tokiko, conforme se ocupa de las necesidades físicas de su esposo, va nutriendo una idea oscura y problemática: le gusta hallarse junto a un ser tan indefenso, la posibilidad de maltratarlo le provoca gran placer:
En lo que a Tokiko se refiere, y a pesar de que era de natural tímida, siempre había albergado una extraña inclinación a abusar de los débiles. Además, la contemplación de la agonía de aquel pobre inválido despertó muchos de sus instintos ocultos.
Esta satisfacción, que al principio está vedada por su propio carácter, va liberándose conforme avanza la trama, hasta convertirse en maltrato. La incapacidad de Sunaga de defenderse, o de siquiera quejarse adecuadamente, se convierte en un placer criminal que vuelve a ella en cada nuevo tormento al que somete a su esposo. Finalmente, el suplicio alcanzará su clímax cuando Tokiko, presa de un huracán psíquico que nos recuerda al del asesino de “El corazón delator”, termine por herir los ojos de Sunaga, uno de sus últimos sentidos intactos:
—¿Te has enfadado? ¿Por qué me miras así? —preguntó Tokiko con tono sarcástico—. No te sirve de nada enfadarte, ¡ya lo sabes! Estás por completo a mi merced.
Sunaga no era capaz de responder, pero las palabras que hubiera podido pronunciar salían a la luz por medio de su penetrante mirada.
—¡Tienes unos ojos de loco! —gritó Tokiko—. ¡Deja de mirarme así! —presa de un inesperado arrebato, clavó los dedos con fuerza en los ojos del hombre en medio de terribles chillidos—. ¡Ahora intenta mirarme si puedes!
El mensaje de Ranpo taladra la conciencia de los lectores, y el descenso a la locura de Tokiko nos hace cuestionar nuestras propias ideas con respecto al cuidado de los otros, así como nuestro comportamiento con los más desposeídos.
La expresión del erotismo en “La oruga” obedece a la estética del movimiento eroguro, pero considero que esconde un aspecto más crítico de nuestra comprensión del personaje femenino en los relatos analizados: las mujeres cuidadoras en Kafka y en Ranpo cumplen la función de satisfacer las necesidades de sus enfermos, aunque esta función se ve nutrida por el rol tradicional de género al que son sometidas por la sociedad. En el caso de la hermana, atender significa limpiar y alimentar; en el caso de la esposa, incluye necesariamente otorgar placer al hombre de la casa.
Encuentro un ejemplo de este último aspecto en una breve novela de Philip Roth, El pecho, publicada en 1972. En ella, acudimos a la metamorfosis de David Kepesh, personaje recurrente en la novelística de Roth, quien amanece un día convertido en un pecho de 70 kilos. Al igual que Kafka, Roth le da voz a los pensamientos de Kepesh, y en toda la novela presenciamos su transformación, pero también las temibles reflexiones que lo atormentan: se debate entre mantener su estatus como un ser racional o sucumbir al deseo sexual que parece su única opción ahora que es un seno femenino.
En una de las escenas más reveladoras de la novela, Kepesh es atendido por su pareja, Claire, quien ha descubierto recientemente el placer sexual provocado en David cuando ella le acaricia el pezón. Ante esta novedad sensorial, la pareja nos muestra una escena sexual extraordinaria:
Al cabo de unos días, después de que le hubiera hablado de un modo incoherente acerca de mi enfermera durante casi una hora, Claire volvió a preguntarme:
¿Qué ocurre, David, vida mía? ¿Quieres que te chupe?
¡Sí! ¡Sí!
¿Cómo es capaz de hacerlo? ¿Por qué lo hace? ¿Lo haría yo?
Es demasiado pedir —le digo al doctor Klinger—. Es demasiado terrible. Es preciso que ponga fin a esto. Quiero que ella lo haga continuamente, durante todo el tiempo de la visita. Ya no quiero hablar, no quiero que me lea, ni siquiera la escucho. Solo deseo que me apriete, me chupe y me lama. Nunca me canso de eso. Cuando ella se detiene, es insoportable. ‘¡Sigue! ¡Más! ¡Sigue!’, le grito. Pero si no pongo fin a esto, dejará de venir a verme, lo sé. Y entonces no tendré a nadie. Entonces tendré a la enfermera por la mañana, y eso será todo.
El sufrimiento de Kepesh es comprensible, no obstante, resulta llamativo que su preocupación no está en perder la compañía, el cuidado o la comprensión de Claire: lo que más lamentaría perder es ese mínimo contacto sexual que le procura en cada visita: “¡Pero no tendré una mujer! ¡No estará Claire ni habrá sexo ni amor nunca más!”. También en Roth observamos una denuncia para el tradicional papel de las esposas en el cuidado de los hombres enfermos.
En 2024, Kafka celebró un centenario de su muerte. En julio, Ranpo cumplirá 60 años. El legado de sus obras promete continuar durante un largo periodo. Estará vivo mientras nuestra sociedad insista en reducir la vida de cada ser humano a un tributo del sistema, una oruga dentro de la maquinaria kafkiana que perfila nuestros tiempos. Aunque los textos están separados tanto en tiempo como en espacio, me parece que la mayor conexión simbólica entre ellos subyace en la exposición de la fragilidad de la condición humana en las sociedades contemporáneas —los clásicos, después de todo, no envejecen—, y cómo cualquiera de nosotros es proclive a la indefensión.
Por un lado, tenemos al joven trabajador que, despojado de su capacidad productiva, se vuelve un estorbo —incluso una amenaza— para el equilibrio familiar. Por el otro, está el héroe de guerra que, despojado de sus capacidades motrices, se transforma en un juguete donde desquitar los deseos y las perversiones de su única compañía. Tanto en Kafka como en Ranpo, la presencia del insecto revela un aspecto de la condición humana que muchas veces nos negamos a aceptar: nuestra disposición innata —y a veces inevitable— para la crueldad.
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