La ecología entera, al menos como la conocemos, está en juego. Los insectos, esos pequeños animales invertebrados, integran la base del sistema. Son el bloque sobre el que se sostienen todos los demás. Sin ir más lejos, son los polinizadores de ocho de cada diez plantas con flor que existen en el mundo y de tres cuartas partes de nuestros propios cultivos. Nos encontramos en los albores de una extinción masiva.
Resulta un tanto paradójico que el sargazo despliegue un panorama tan lúgubre en las costas, cuando en aguas profundas juega exactamente el papel contrario. Esas algas que al tapizar las playas llegan a impedir el nacimiento de las tortugas marinas o a bloquear su avance desde el nido hacia el mar son las mismas que les dan protección y sustento a las crías que consiguen superar la franja continental.
Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.
Sin los hongos y sus carreteras de plasma, y sin el ciclo de nutrientes que ponen en marcha al degradar y hacer recircular todo aquello que alguna vez estuvo vivo, simplemente no podría existir todo lo demás; no habría bosques ni selvas, humedales ni manglares, páramos, pastizales y, por ende, tampoco los animales y bacterias que ahí habitan. Son el principio y el fin, por decirlo de otra manera.