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<i>Cada minuto cuenta</i>

<i>Cada minuto cuenta</i>

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Cada una de las historias de esta serie busca delinear los movimientos colectivos y personales que se originaron con el temblor del 19 de septiembre de 1985,
06
.
11
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Esta carta a la Ciudad de México, que va de la mano con el estreno de la serie <i>Cada minuto cuenta</i> del mismo Jorge Michel Grau, cuenta la historia del sismo del 19 de septiembre de 1985 en la capital. Un mosaico que revisita históricamente este momento y trata de volver a ese tiempo para encontrar las historias que ahí se vivían: los nacimientos, la organización social, la solidaridad, la exigencia a las autoridades.

A ese espacio que se convirtió en nuestro nuevo hogar:

El Distrito Federal era un ente extraño: existía una idea de ciudad, pero no teníamos una capital ni teníamos un gobernador y era administrada por un Departamento. Había una sensación extraña de ser una gran metrópoli, pero sin identidad ciudadana. Yo, por ejemplo, vivía en una zona muy al sur: la Unidad CTM Culhuacán, alejada del centro y no me sentía parte del Distrito Federal. No recuerdo haber ido a pasear a la Roma, la Lagunilla, el Centro Histórico, la Juárez o Tepito. Vivía encerrado en mi zona y mi contexto hasta el 19 de septiembre de 1985, cuando a las 7:19 a.m. un sismo de 8.1 grados Richter me reconfiguró a mí y a todos los habitantes de esta capital.

Tenía 12 años cuando ocurrió el temblor. Era muy temprano en la mañana cuando mi hermano y yo nos preparábamos para ir a la escuela, pero la cerraron. Por casualidad nos dirigimos hacia la colonia Juárez y en el camino vimos cosas terribles: edificios derrumbados, un olor a gas penetrante; no había transmisiones en los medios y se había ido la luz.

El Distrito Federal estaba dividido entre las zonas que habían sido afectadas y las que estaban incólumes. La ciudad se encontraba incomunicada y tardó mucho tiempo en llegar la información. Lo único que se escuchaba en la radio era a Jacobo Zabludovsky por la XEW narrando lo que veía en las calles.

También te podría interesar: "Desmoronado como si fuera un montón de piedras. El Pedro Páramo de Rodrigo Prieto"

Entonces los adolescentes de la CTM Culhuacán empezamos a juntar herramientas. Mi papá prestó una combi para ir a las zonas afectadas y entregar las donaciones de los vecinos. Las doñitas —las mamás de mis amigos y mis vecinos— prepararon comida para regalar. Así entendimos que todos podíamos ayudar y que todos, en la medida de su esfuerzo y capacidad, éramos capaces de hacer un cambio importante y reconocerlo. No todos podían cargar piedras ni todos tenían el valor de meterse a un derrumbe, pero fue igual de importante la señora que cocinó el arroz para alimentar a los voluntarios que pasaban horas en los lugares derrumbados o la gente que les dio abrigo a quienes vinieron de otros estados a apoyar y no tenían dónde dormir.

Fotograma de la serie "Cada minuto cuenta" de Amazon Prime
El Distrito Federal estaba dividido entre las zonas que habían sido afectadas y las que estaban incólumes.

El terremoto sembró en los habitantes del Distrito Federal la idea de pertenencia, de entender a la Ciudad como un hogar, como nuestro espacio. Así la perspectiva cambió para percibirnos ciudadanos del Distrito Federal, con una conciencia distinta de orden, de derechos y obligaciones. No es que el sismo haya despertado la solidaridad de las personas, sino que activó la conciencia de un espacio propio e identitario: empezamos a ayudar a la gente que vivía en nuestra casa –la ciudad misma–, a poner en orden lo que estaba desordenado, a levantar las cosas que cayeron, a organizar lo desorganizado y a pensar que hay demandas que se pueden exigir como derecho propio desde la manifestación social.

El temblor, en sí mismo, fue un cisma para el pensamiento y la percepción de los ciudadanos. Para mí, después de tal suceso, la Roma, la Lagunilla, el Centro Histórico, la Juárez y Tepito ya eran también mis barrios.

Está carta la dedico a nuestro nuevo hogar, al nuevo Distrito Federal que se tardó muchos años en convertirse en la Ciudad de México y cuya nueva identidad se conformó a partir del 19 de septiembre de 1985. Escribo para la urbe en la que los citadinos entienden el espacio que habitan como propio porque ayudamos, porque construimos, porque después del terremoto la reconstruimos.

Desde entonces, la Ciudad de México nos ha descifrado, nos ha perfilado, nos ha dibujado por cómo es: caótica, deshilvanada, pero a la vez encantadora, con su propio orden, oscura, pero luminosa, un monstruo orgánico que seduce y viene de un temblor. Somos hijos del terremoto porque nos marcó, porque nos dio esta conciencia urbana y recursos para sobrevivirla, para negociar las situaciones, para dialogar con la autoridad y para saber cómo hablarnos a nosotros mismos. Todo viene del trágico y doloroso parto de la ciudadanía que significó ese momento donde toda la ciudad se vino abajo y lo único que podíamos hacer era levantarla.

Te recomendamos leer: "El fin de la inteligencia: humanos con caducidad" de Juan Villoro

Cada minuto cuenta es una revisita histórica, es tratar de volver a ese tiempo y encontrar las historias que ahí se vivían: los nacimientos, la organización social, la solidaridad, los protocolos de acción, la exigencia a las autoridades.

Cada una de las historias de esta serie busca delinear los movimientos colectivos y personales que se originaron con el temblor, como si fuera un ADN común. Cada minuto cuenta es una máquina del tiempo que intenta ponernos un espejo en frente y para preguntarnos: quién eras tú en el terremoto, cómo te cambió, cómo lo viviste, cómo lo sufriste y qué pasó después.

Esa mirada a través del tiempo nos recuerda que el 19 de septiembre de 1985 fuimos sumando y, entonces, nos volvimos parte viva de la Ciudad.

Atentamente,

Jorge Michel Grau

Ciudadano de la Ciudad de México

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Esta carta a la Ciudad de México, que va de la mano con el estreno de la serie <i>Cada minuto cuenta</i> del mismo Jorge Michel Grau, cuenta la historia del sismo del 19 de septiembre de 1985 en la capital. Un mosaico que revisita históricamente este momento y trata de volver a ese tiempo para encontrar las historias que ahí se vivían: los nacimientos, la organización social, la solidaridad, la exigencia a las autoridades.

A ese espacio que se convirtió en nuestro nuevo hogar:

El Distrito Federal era un ente extraño: existía una idea de ciudad, pero no teníamos una capital ni teníamos un gobernador y era administrada por un Departamento. Había una sensación extraña de ser una gran metrópoli, pero sin identidad ciudadana. Yo, por ejemplo, vivía en una zona muy al sur: la Unidad CTM Culhuacán, alejada del centro y no me sentía parte del Distrito Federal. No recuerdo haber ido a pasear a la Roma, la Lagunilla, el Centro Histórico, la Juárez o Tepito. Vivía encerrado en mi zona y mi contexto hasta el 19 de septiembre de 1985, cuando a las 7:19 a.m. un sismo de 8.1 grados Richter me reconfiguró a mí y a todos los habitantes de esta capital.

Tenía 12 años cuando ocurrió el temblor. Era muy temprano en la mañana cuando mi hermano y yo nos preparábamos para ir a la escuela, pero la cerraron. Por casualidad nos dirigimos hacia la colonia Juárez y en el camino vimos cosas terribles: edificios derrumbados, un olor a gas penetrante; no había transmisiones en los medios y se había ido la luz.

El Distrito Federal estaba dividido entre las zonas que habían sido afectadas y las que estaban incólumes. La ciudad se encontraba incomunicada y tardó mucho tiempo en llegar la información. Lo único que se escuchaba en la radio era a Jacobo Zabludovsky por la XEW narrando lo que veía en las calles.

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Entonces los adolescentes de la CTM Culhuacán empezamos a juntar herramientas. Mi papá prestó una combi para ir a las zonas afectadas y entregar las donaciones de los vecinos. Las doñitas —las mamás de mis amigos y mis vecinos— prepararon comida para regalar. Así entendimos que todos podíamos ayudar y que todos, en la medida de su esfuerzo y capacidad, éramos capaces de hacer un cambio importante y reconocerlo. No todos podían cargar piedras ni todos tenían el valor de meterse a un derrumbe, pero fue igual de importante la señora que cocinó el arroz para alimentar a los voluntarios que pasaban horas en los lugares derrumbados o la gente que les dio abrigo a quienes vinieron de otros estados a apoyar y no tenían dónde dormir.

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El Distrito Federal estaba dividido entre las zonas que habían sido afectadas y las que estaban incólumes.

El terremoto sembró en los habitantes del Distrito Federal la idea de pertenencia, de entender a la Ciudad como un hogar, como nuestro espacio. Así la perspectiva cambió para percibirnos ciudadanos del Distrito Federal, con una conciencia distinta de orden, de derechos y obligaciones. No es que el sismo haya despertado la solidaridad de las personas, sino que activó la conciencia de un espacio propio e identitario: empezamos a ayudar a la gente que vivía en nuestra casa –la ciudad misma–, a poner en orden lo que estaba desordenado, a levantar las cosas que cayeron, a organizar lo desorganizado y a pensar que hay demandas que se pueden exigir como derecho propio desde la manifestación social.

El temblor, en sí mismo, fue un cisma para el pensamiento y la percepción de los ciudadanos. Para mí, después de tal suceso, la Roma, la Lagunilla, el Centro Histórico, la Juárez y Tepito ya eran también mis barrios.

Está carta la dedico a nuestro nuevo hogar, al nuevo Distrito Federal que se tardó muchos años en convertirse en la Ciudad de México y cuya nueva identidad se conformó a partir del 19 de septiembre de 1985. Escribo para la urbe en la que los citadinos entienden el espacio que habitan como propio porque ayudamos, porque construimos, porque después del terremoto la reconstruimos.

Desde entonces, la Ciudad de México nos ha descifrado, nos ha perfilado, nos ha dibujado por cómo es: caótica, deshilvanada, pero a la vez encantadora, con su propio orden, oscura, pero luminosa, un monstruo orgánico que seduce y viene de un temblor. Somos hijos del terremoto porque nos marcó, porque nos dio esta conciencia urbana y recursos para sobrevivirla, para negociar las situaciones, para dialogar con la autoridad y para saber cómo hablarnos a nosotros mismos. Todo viene del trágico y doloroso parto de la ciudadanía que significó ese momento donde toda la ciudad se vino abajo y lo único que podíamos hacer era levantarla.

Te recomendamos leer: "El fin de la inteligencia: humanos con caducidad" de Juan Villoro

Cada minuto cuenta es una revisita histórica, es tratar de volver a ese tiempo y encontrar las historias que ahí se vivían: los nacimientos, la organización social, la solidaridad, los protocolos de acción, la exigencia a las autoridades.

Cada una de las historias de esta serie busca delinear los movimientos colectivos y personales que se originaron con el temblor, como si fuera un ADN común. Cada minuto cuenta es una máquina del tiempo que intenta ponernos un espejo en frente y para preguntarnos: quién eras tú en el terremoto, cómo te cambió, cómo lo viviste, cómo lo sufriste y qué pasó después.

Esa mirada a través del tiempo nos recuerda que el 19 de septiembre de 1985 fuimos sumando y, entonces, nos volvimos parte viva de la Ciudad.

Atentamente,

Jorge Michel Grau

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Esta carta a la Ciudad de México, que va de la mano con el estreno de la serie <i>Cada minuto cuenta</i> del mismo Jorge Michel Grau, cuenta la historia del sismo del 19 de septiembre de 1985 en la capital. Un mosaico que revisita históricamente este momento y trata de volver a ese tiempo para encontrar las historias que ahí se vivían: los nacimientos, la organización social, la solidaridad, la exigencia a las autoridades.

A ese espacio que se convirtió en nuestro nuevo hogar:

El Distrito Federal era un ente extraño: existía una idea de ciudad, pero no teníamos una capital ni teníamos un gobernador y era administrada por un Departamento. Había una sensación extraña de ser una gran metrópoli, pero sin identidad ciudadana. Yo, por ejemplo, vivía en una zona muy al sur: la Unidad CTM Culhuacán, alejada del centro y no me sentía parte del Distrito Federal. No recuerdo haber ido a pasear a la Roma, la Lagunilla, el Centro Histórico, la Juárez o Tepito. Vivía encerrado en mi zona y mi contexto hasta el 19 de septiembre de 1985, cuando a las 7:19 a.m. un sismo de 8.1 grados Richter me reconfiguró a mí y a todos los habitantes de esta capital.

Tenía 12 años cuando ocurrió el temblor. Era muy temprano en la mañana cuando mi hermano y yo nos preparábamos para ir a la escuela, pero la cerraron. Por casualidad nos dirigimos hacia la colonia Juárez y en el camino vimos cosas terribles: edificios derrumbados, un olor a gas penetrante; no había transmisiones en los medios y se había ido la luz.

El Distrito Federal estaba dividido entre las zonas que habían sido afectadas y las que estaban incólumes. La ciudad se encontraba incomunicada y tardó mucho tiempo en llegar la información. Lo único que se escuchaba en la radio era a Jacobo Zabludovsky por la XEW narrando lo que veía en las calles.

También te podría interesar: "Desmoronado como si fuera un montón de piedras. El Pedro Páramo de Rodrigo Prieto"

Entonces los adolescentes de la CTM Culhuacán empezamos a juntar herramientas. Mi papá prestó una combi para ir a las zonas afectadas y entregar las donaciones de los vecinos. Las doñitas —las mamás de mis amigos y mis vecinos— prepararon comida para regalar. Así entendimos que todos podíamos ayudar y que todos, en la medida de su esfuerzo y capacidad, éramos capaces de hacer un cambio importante y reconocerlo. No todos podían cargar piedras ni todos tenían el valor de meterse a un derrumbe, pero fue igual de importante la señora que cocinó el arroz para alimentar a los voluntarios que pasaban horas en los lugares derrumbados o la gente que les dio abrigo a quienes vinieron de otros estados a apoyar y no tenían dónde dormir.

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El terremoto sembró en los habitantes del Distrito Federal la idea de pertenencia, de entender a la Ciudad como un hogar, como nuestro espacio. Así la perspectiva cambió para percibirnos ciudadanos del Distrito Federal, con una conciencia distinta de orden, de derechos y obligaciones. No es que el sismo haya despertado la solidaridad de las personas, sino que activó la conciencia de un espacio propio e identitario: empezamos a ayudar a la gente que vivía en nuestra casa –la ciudad misma–, a poner en orden lo que estaba desordenado, a levantar las cosas que cayeron, a organizar lo desorganizado y a pensar que hay demandas que se pueden exigir como derecho propio desde la manifestación social.

El temblor, en sí mismo, fue un cisma para el pensamiento y la percepción de los ciudadanos. Para mí, después de tal suceso, la Roma, la Lagunilla, el Centro Histórico, la Juárez y Tepito ya eran también mis barrios.

Está carta la dedico a nuestro nuevo hogar, al nuevo Distrito Federal que se tardó muchos años en convertirse en la Ciudad de México y cuya nueva identidad se conformó a partir del 19 de septiembre de 1985. Escribo para la urbe en la que los citadinos entienden el espacio que habitan como propio porque ayudamos, porque construimos, porque después del terremoto la reconstruimos.

Desde entonces, la Ciudad de México nos ha descifrado, nos ha perfilado, nos ha dibujado por cómo es: caótica, deshilvanada, pero a la vez encantadora, con su propio orden, oscura, pero luminosa, un monstruo orgánico que seduce y viene de un temblor. Somos hijos del terremoto porque nos marcó, porque nos dio esta conciencia urbana y recursos para sobrevivirla, para negociar las situaciones, para dialogar con la autoridad y para saber cómo hablarnos a nosotros mismos. Todo viene del trágico y doloroso parto de la ciudadanía que significó ese momento donde toda la ciudad se vino abajo y lo único que podíamos hacer era levantarla.

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Cada minuto cuenta es una revisita histórica, es tratar de volver a ese tiempo y encontrar las historias que ahí se vivían: los nacimientos, la organización social, la solidaridad, los protocolos de acción, la exigencia a las autoridades.

Cada una de las historias de esta serie busca delinear los movimientos colectivos y personales que se originaron con el temblor, como si fuera un ADN común. Cada minuto cuenta es una máquina del tiempo que intenta ponernos un espejo en frente y para preguntarnos: quién eras tú en el terremoto, cómo te cambió, cómo lo viviste, cómo lo sufriste y qué pasó después.

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A ese espacio que se convirtió en nuestro nuevo hogar:

El Distrito Federal era un ente extraño: existía una idea de ciudad, pero no teníamos una capital ni teníamos un gobernador y era administrada por un Departamento. Había una sensación extraña de ser una gran metrópoli, pero sin identidad ciudadana. Yo, por ejemplo, vivía en una zona muy al sur: la Unidad CTM Culhuacán, alejada del centro y no me sentía parte del Distrito Federal. No recuerdo haber ido a pasear a la Roma, la Lagunilla, el Centro Histórico, la Juárez o Tepito. Vivía encerrado en mi zona y mi contexto hasta el 19 de septiembre de 1985, cuando a las 7:19 a.m. un sismo de 8.1 grados Richter me reconfiguró a mí y a todos los habitantes de esta capital.

Tenía 12 años cuando ocurrió el temblor. Era muy temprano en la mañana cuando mi hermano y yo nos preparábamos para ir a la escuela, pero la cerraron. Por casualidad nos dirigimos hacia la colonia Juárez y en el camino vimos cosas terribles: edificios derrumbados, un olor a gas penetrante; no había transmisiones en los medios y se había ido la luz.

El Distrito Federal estaba dividido entre las zonas que habían sido afectadas y las que estaban incólumes. La ciudad se encontraba incomunicada y tardó mucho tiempo en llegar la información. Lo único que se escuchaba en la radio era a Jacobo Zabludovsky por la XEW narrando lo que veía en las calles.

También te podría interesar: "Desmoronado como si fuera un montón de piedras. El Pedro Páramo de Rodrigo Prieto"

Entonces los adolescentes de la CTM Culhuacán empezamos a juntar herramientas. Mi papá prestó una combi para ir a las zonas afectadas y entregar las donaciones de los vecinos. Las doñitas —las mamás de mis amigos y mis vecinos— prepararon comida para regalar. Así entendimos que todos podíamos ayudar y que todos, en la medida de su esfuerzo y capacidad, éramos capaces de hacer un cambio importante y reconocerlo. No todos podían cargar piedras ni todos tenían el valor de meterse a un derrumbe, pero fue igual de importante la señora que cocinó el arroz para alimentar a los voluntarios que pasaban horas en los lugares derrumbados o la gente que les dio abrigo a quienes vinieron de otros estados a apoyar y no tenían dónde dormir.

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El Distrito Federal estaba dividido entre las zonas que habían sido afectadas y las que estaban incólumes.

El terremoto sembró en los habitantes del Distrito Federal la idea de pertenencia, de entender a la Ciudad como un hogar, como nuestro espacio. Así la perspectiva cambió para percibirnos ciudadanos del Distrito Federal, con una conciencia distinta de orden, de derechos y obligaciones. No es que el sismo haya despertado la solidaridad de las personas, sino que activó la conciencia de un espacio propio e identitario: empezamos a ayudar a la gente que vivía en nuestra casa –la ciudad misma–, a poner en orden lo que estaba desordenado, a levantar las cosas que cayeron, a organizar lo desorganizado y a pensar que hay demandas que se pueden exigir como derecho propio desde la manifestación social.

El temblor, en sí mismo, fue un cisma para el pensamiento y la percepción de los ciudadanos. Para mí, después de tal suceso, la Roma, la Lagunilla, el Centro Histórico, la Juárez y Tepito ya eran también mis barrios.

Está carta la dedico a nuestro nuevo hogar, al nuevo Distrito Federal que se tardó muchos años en convertirse en la Ciudad de México y cuya nueva identidad se conformó a partir del 19 de septiembre de 1985. Escribo para la urbe en la que los citadinos entienden el espacio que habitan como propio porque ayudamos, porque construimos, porque después del terremoto la reconstruimos.

Desde entonces, la Ciudad de México nos ha descifrado, nos ha perfilado, nos ha dibujado por cómo es: caótica, deshilvanada, pero a la vez encantadora, con su propio orden, oscura, pero luminosa, un monstruo orgánico que seduce y viene de un temblor. Somos hijos del terremoto porque nos marcó, porque nos dio esta conciencia urbana y recursos para sobrevivirla, para negociar las situaciones, para dialogar con la autoridad y para saber cómo hablarnos a nosotros mismos. Todo viene del trágico y doloroso parto de la ciudadanía que significó ese momento donde toda la ciudad se vino abajo y lo único que podíamos hacer era levantarla.

Te recomendamos leer: "El fin de la inteligencia: humanos con caducidad" de Juan Villoro

Cada minuto cuenta es una revisita histórica, es tratar de volver a ese tiempo y encontrar las historias que ahí se vivían: los nacimientos, la organización social, la solidaridad, los protocolos de acción, la exigencia a las autoridades.

Cada una de las historias de esta serie busca delinear los movimientos colectivos y personales que se originaron con el temblor, como si fuera un ADN común. Cada minuto cuenta es una máquina del tiempo que intenta ponernos un espejo en frente y para preguntarnos: quién eras tú en el terremoto, cómo te cambió, cómo lo viviste, cómo lo sufriste y qué pasó después.

Esa mirada a través del tiempo nos recuerda que el 19 de septiembre de 1985 fuimos sumando y, entonces, nos volvimos parte viva de la Ciudad.

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Texto de
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A ese espacio que se convirtió en nuestro nuevo hogar:

El Distrito Federal era un ente extraño: existía una idea de ciudad, pero no teníamos una capital ni teníamos un gobernador y era administrada por un Departamento. Había una sensación extraña de ser una gran metrópoli, pero sin identidad ciudadana. Yo, por ejemplo, vivía en una zona muy al sur: la Unidad CTM Culhuacán, alejada del centro y no me sentía parte del Distrito Federal. No recuerdo haber ido a pasear a la Roma, la Lagunilla, el Centro Histórico, la Juárez o Tepito. Vivía encerrado en mi zona y mi contexto hasta el 19 de septiembre de 1985, cuando a las 7:19 a.m. un sismo de 8.1 grados Richter me reconfiguró a mí y a todos los habitantes de esta capital.

Tenía 12 años cuando ocurrió el temblor. Era muy temprano en la mañana cuando mi hermano y yo nos preparábamos para ir a la escuela, pero la cerraron. Por casualidad nos dirigimos hacia la colonia Juárez y en el camino vimos cosas terribles: edificios derrumbados, un olor a gas penetrante; no había transmisiones en los medios y se había ido la luz.

El Distrito Federal estaba dividido entre las zonas que habían sido afectadas y las que estaban incólumes. La ciudad se encontraba incomunicada y tardó mucho tiempo en llegar la información. Lo único que se escuchaba en la radio era a Jacobo Zabludovsky por la XEW narrando lo que veía en las calles.

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Entonces los adolescentes de la CTM Culhuacán empezamos a juntar herramientas. Mi papá prestó una combi para ir a las zonas afectadas y entregar las donaciones de los vecinos. Las doñitas —las mamás de mis amigos y mis vecinos— prepararon comida para regalar. Así entendimos que todos podíamos ayudar y que todos, en la medida de su esfuerzo y capacidad, éramos capaces de hacer un cambio importante y reconocerlo. No todos podían cargar piedras ni todos tenían el valor de meterse a un derrumbe, pero fue igual de importante la señora que cocinó el arroz para alimentar a los voluntarios que pasaban horas en los lugares derrumbados o la gente que les dio abrigo a quienes vinieron de otros estados a apoyar y no tenían dónde dormir.

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El Distrito Federal estaba dividido entre las zonas que habían sido afectadas y las que estaban incólumes.

El terremoto sembró en los habitantes del Distrito Federal la idea de pertenencia, de entender a la Ciudad como un hogar, como nuestro espacio. Así la perspectiva cambió para percibirnos ciudadanos del Distrito Federal, con una conciencia distinta de orden, de derechos y obligaciones. No es que el sismo haya despertado la solidaridad de las personas, sino que activó la conciencia de un espacio propio e identitario: empezamos a ayudar a la gente que vivía en nuestra casa –la ciudad misma–, a poner en orden lo que estaba desordenado, a levantar las cosas que cayeron, a organizar lo desorganizado y a pensar que hay demandas que se pueden exigir como derecho propio desde la manifestación social.

El temblor, en sí mismo, fue un cisma para el pensamiento y la percepción de los ciudadanos. Para mí, después de tal suceso, la Roma, la Lagunilla, el Centro Histórico, la Juárez y Tepito ya eran también mis barrios.

Está carta la dedico a nuestro nuevo hogar, al nuevo Distrito Federal que se tardó muchos años en convertirse en la Ciudad de México y cuya nueva identidad se conformó a partir del 19 de septiembre de 1985. Escribo para la urbe en la que los citadinos entienden el espacio que habitan como propio porque ayudamos, porque construimos, porque después del terremoto la reconstruimos.

Desde entonces, la Ciudad de México nos ha descifrado, nos ha perfilado, nos ha dibujado por cómo es: caótica, deshilvanada, pero a la vez encantadora, con su propio orden, oscura, pero luminosa, un monstruo orgánico que seduce y viene de un temblor. Somos hijos del terremoto porque nos marcó, porque nos dio esta conciencia urbana y recursos para sobrevivirla, para negociar las situaciones, para dialogar con la autoridad y para saber cómo hablarnos a nosotros mismos. Todo viene del trágico y doloroso parto de la ciudadanía que significó ese momento donde toda la ciudad se vino abajo y lo único que podíamos hacer era levantarla.

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Cada minuto cuenta es una revisita histórica, es tratar de volver a ese tiempo y encontrar las historias que ahí se vivían: los nacimientos, la organización social, la solidaridad, los protocolos de acción, la exigencia a las autoridades.

Cada una de las historias de esta serie busca delinear los movimientos colectivos y personales que se originaron con el temblor, como si fuera un ADN común. Cada minuto cuenta es una máquina del tiempo que intenta ponernos un espejo en frente y para preguntarnos: quién eras tú en el terremoto, cómo te cambió, cómo lo viviste, cómo lo sufriste y qué pasó después.

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