David Lynch: Vivir sin cuerpo
Con la noticia del enfisema que padece David Lynch, sus admiradores caímos en cuenta de que, pronto, los singulares peces dorados en cada escena suya no volverán. No se retira de la dirección, pero la verdad de su despedida —al igual que en sus películas— se oculta detrás del humo.
Hace aproximadamente una semana descubrimos que el artista es mortal: David Lynch reveló su diagnóstico de enfisema pulmonar y la cinefilia se manifestó en parálisis, melancolía e incluso la determinación de vencer a la muerte con tal de auxiliar a uno de sus héroes. Muchas veces antes hemos descubierto la mortalidad de quienes sueñan en lienzos, de quienes inventan realidades con cámaras y teclados, y probablemente lo seguiremos haciendo, porque nunca creemos que puedan desaparecer. Esta locura nos ha llevado a insistir en la inmortalidad, pero hay que preguntarnos seriamente: ¿mueren los artistas? Si contestamos con sinceridad, podemos decir que el cuerpo físico del artista —el que está hecho de huesos, arterias y riñones: el que respira y crea— se va casi siempre en menos de un siglo; pero el cuerpo creativo —aquel hecho de imágenes, palabras, sonidos, texturas: el inventado— dura, a veces, milenios.
Lynch respondió a la angustia de sus admiradores con buen humor: “Últimamente me he realizado muchas pruebas y la buena noticia es que estoy en excelente forma, salvo por el enfisema. Estoy lleno de felicidad y no voy a retirarme nunca”. Esta última palabra, “nunca”, sugiere que él también cree en su eternidad. Tal vez piense que, si no puede fumar él, sus personajes —numerosos fumadores ya capturados y por imaginar— seguirán disfrutando de cuanto cigarro o puro se les atraviese; a lo mejor cree también que si ya no están sus gestos burlones para negarse a responder qué significa su obra onírica, quedarán las propias imágenes para desconcertar a cada espectador. Se acaba, insisto, el cuerpo literal del artista, pero su producción se rehusa a ello gracias a sus misterios: el significado es la verdadera tumba, ya que lo evidente es finito, a diferencia de aquello que es incierto y que despierta dudas inagotables.
¿Por qué permanece en pie un asociado de Frank Booth (Dennis Hopper) en Blue Velvet (1986), aunque parece muerto? ¿Quiénes eran Betty y Diane (Naomi Watts) y Rita y Camilla (Laura Harring) en Mulholland Drive (2001)? ¿Por qué se le aparece a Sailor (Nicolas Cage) un hada madrina en el desenlace kitsch de Wild at Heart (1990)? Quién sabe. Hay cosas que se pueden responder con la biografía: el amor de Lynch por los pueblitos estadounidenses, con sus aserraderos y camiones que llevan troncos (creció en varios); la obsesión con las mujeres maltratadas (en su niñez vio a una mujer desnuda, herida, que salió inesperadamente de la noche); su temor a las ciudades, el aislamiento y la demencia (en Filadelfia descubrió la agresividad y la enajenación urbanas). Fuera de eso, hay detalles en el trabajo de Lynch que ni él mismo puede explicar. De por sí, la imaginación funciona mejor sin el estorbo del raciocinio —eso es cosa de críticos—; además, para Lynch, pintor antes que cineasta, el arte es instintivo y manual: es cosa de ensuciarse y trabajar con las sustancias hasta encontrarlas satisfactorias sin mucha explicación de por medio.
Lynch dirige, escribe, pinta, dibuja, compone desde la emoción, y quizá por ello la reacción del público ante su trabajo es igualmente visceral. En su cine, la intensidad se percibe ante todo en los actores. Los gangsters interpretados por Hopper, en Blue Velvet, y por Robert Loggia en Lost Highway (1997), padecen de una coprolalia implacable: de sus bocas fluyen insultos sin sentido, soeces, burdos, como si fueran balas. Una ametralladora no piensa, escupe, y así atacan Frank Booth y Dick Laurent (Loggia). Traducir una andanada verbal de Frank le quitaría efecto: “Fuck! You fuckers, fucker! You fucker!”. Para Lynch la vergüenza es un tope a ignorar y, por ello, ha encontrado una casa en su elenco recurrente: Jack Nance, Kyle MacLachlan, Laura Dern, Sheryl Lee, Naomi Watts, quienes han destripado la timidez asumiendo la extrañeza de su director como propia: sus personajes gritan desde el estómago o asumen una rigidez ñoña con soltura. En su única colaboración con Lynch, el salvaje Nicolas Cage despliega poses ridículas del Elvis setentero porque Wild at Heart exige ese frenesí equiparable al del heavy metal que acompaña las escenas.
Lara Flynn Boyle cuenta que en Twin Peaks (1990-1991) Lynch le instruyó, tras decenas de tomas de un mismo plano, que pensara en “el movimiento delicado de un venado en la nieve”. Boyle no tenía idea de qué significaba la imagen pero igual la visualizó y finalmente hizo su mejor toma. Es asombroso que películas y series como las de este imaginario casi surrealista tuvieran distribución comercial, pero Lynch ha sabido balancear lo que quieren los productores con lo que él y su público desean ver. De todos modos, han ocurrido cancelaciones: Mulholland Drive estaba planeada como serie de televisión pero la rechazaron; los programas On the Air (1992) y Hotel Room (1993) apenas si llegaron a una temporada. Twin Peaks, el producto televisivo más exitoso de Lynch fue cancelado tras dos temporadas aunque al final se impuso el director con una película, Fire Walk with Me (1992), y la resurrección de la serie en 2017.
El renacimiento y los dobles son importantes en la obra de Lynch: unos personajes despiertan en identidades ajenas; algunas tramas reaparecen de una película a otra (Lost Highway y Mulholland Drive, en ambos casos), y trabajos de otros cineastas que le obsesionan a Lynch encuentran un segundo aire en su filmografía. Sus imágenes de carreteras, de una casa de playa en llamas, de una llave y una caja misteriosas; sus protagonistas detectivescos en busca de la verdad, aluden a Kiss Me Deadly (1955), de Robert Aldrich. Hasta donde sé, Lynch no ha declarado nunca su admiración por aquella película, pero el tono noir de su cine y sus motivos recurrentes demuestran una afinidad por ella, y un intento recurrente de adoptarla.
En la trama de Aldrich un detective se encuentra a una extraña durante un viaje por carretera, decide rescatarla y luego ambos son atacados por un grupo de hombres que la buscan. Él sobrevive tras ser arrojado en su coche por un barranco y se obsesiona con entender a qué se debe todo; las pistas lo conducen a un secreto relacionado con la guerra nuclear y el fin del mundo. Lynch toma mucho de ahí, pero aunque sus detectives y hombres trágicos pueden encontrar algunos hechos, la verdad los evade. Su cine es el noir máximo por mostrar la búsqueda como el fin mismo de la humanidad: no entender, no conocer, sino vagar, carentes de rumbo o término.
The Straight Story (1999) no es en absoluto menospreciada, pero se le discute poco. Si en Twin Peaks el agente Dale Cooper (MacLachlan) —señalado como un alter ego de Lynch— describe el pueblito homónimo como un paraíso, en esta película producida por Disney brotan del mundo bucólico —sin la perversidad contrastante de Twin Peaks— la amabilidad y la ternura. En el resto de la obra lynchiana abundan la agresión y los cuerpos perforados, pero aquí desaparecen para mostrar el viaje de un hombre mayor que se aventura más de 300 kilómetros a bordo de una podadora para visitar a su hermano, que recién sufrió un ataque cardiaco. Alvin Straight (Richard Farnsworth) se aferra a su peregrinaje como a una penitencia, un acto de amor que reconocerá su hermano al verlo llegar. La bondad elegida sobre el rencor en un contexto de horizontes evoca a John Ford, pero tal vez nunca sabremos si esa era la intención de Lynch. Su última aparición en el cine podría ser, por ello, una pista.
Debido a su enfisema y al riesgo de covid o alguna otra enfermedad respiratoria, Lynch tal vez deba dirigir a la distancia, en adelante. No es insólito: Martin Scorsese lleva dirigiendo así bastantes años para no distraer a su equipo durante las escenas y ver el resultado final en su monitor. Lo probable o tal vez definitivo es que Lynch no volverá a un set, entonces su aparición en The Fabelmans (2022), de Steven Spielberg, será, tal vez, la última imagen de él en una película de ficción.
Lynch aparece justo al final cuando el joven alter ego de Spielberg conoce a su héroe: John Ford. Lynch se fusiona con el viejo huraño que, para muchos, y a pesar de haber existido desde mucho antes, inventó el western… quizá el cine mismo. Ford/Lynch fuma un puro, cuyo humo lo envuelve, y regaña al protagonista de The Fabelmans por no observar el horizonte en las pinturas de Frederic Remington que decoran su oficina. Al fundirse en un director que bien podría ser su propio héroe, Lynch experimenta el doblamiento típico de su filmografía: fuma como Ford y como él mismo; es tierno y hostil, a la vez; representa el pasado, el fantasma de un artista, expresado en el presente por otro que aprendió de él. El doble lynchiano se manifiesta otra vez como una forma de renacimiento, pero además como símbolo de eternidad. Mientras Lynch siga vivo, producirá arte, pero mientras su obra se vea, se lea, se escuche, vivirá, de algún modo, David Lynch.
ALONSO DÍAZ DE LA VEGA. Crítico cinematográfico para Gatopardo. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once. A lo largo de su carrera ha participado como miembro del jurado en el Festival Internacional de Cine de Róterdam, FICUNAM, Festival del Nuevo Cine Mexicano de Durango, Shorts México y Doqumenta.
Recomendaciones Gatopardo
Más historias que podrían interesarte.