Hace unos años imaginamos que Netflix estaba llamado a rescatar el cine de directores como Scorsese y los hermanos Coen. La empresa abandonó ese proyecto y ahora apuesta por producir contenido: digerible, redundante y masivo.
En los últimos meses ha estado llegándonos, en distintas noticias, la crónica de un naufragio: Netflix perdió al comienzo de este año unos 200 mil suscriptores —los primeros de dos millones proyectados para los siguientes meses— y despidió a buena parte de los reporteros y editores que generaban contenido de la marca para su portal Tudum, del que nos enteramos con la purga. Poco después se supo que, además, se detendría la producción de proyectos al estilo de El irlandés (2019), de Martin Scorsese, en una medida similar a la cancelación de series que no generan cifras ideales de audiencia a la primera temporada. El colmo fue cuando la compañía anunció un programa de competencias basado en El juego del calamar (2021), en el que se entregará al ganador un premio de cuatro millones y medio de dólares, apenas un mes después de que empezaran rumores de una estrategia desesperada: para finales de 2022 sus transmisiones incluirían comerciales. Siempre a la vanguardia, en una de esas Netflix inventa la televisión abierta.
Hace cinco años participé en la ingenua comparación de Netflix y Amazon con productoras como BBS, que provocó a finales de los años sesenta el llamado Nuevo Hollywood. Este nombre se usa hoy para designar a un grupo de cineastas de estudio que abarcó desde directores maduros como Stanley Kubrick, Robert Altman y Sam Peckinpah hasta jóvenes egresados de escuelas de cine como Martin Scorsese, Steven Spielberg, Francis Coppola y George Lucas. Si hace un lustro la comparación se debía al delirio de que el streaming salvaría las superproducciones de autor —Amazon estaba produciendo películas de Spike Lee, James Gray, Park Chan-wook y Jim Jarmusch; Netflix, de Bong Joon-ho, Noah Baumbach, los hermanos Coen y Scorsese—, hoy la haría en términos de su oportunismo y la debacle inmediata de un modelo que nació para complacer un patrón de consumo y que terminó pronto por la necesidad de uno más redituable.
Si bien los productores del Nuevo Hollywood —personajes como el también director Bob Rafelson o, el tormento de Coppola, Bob Evans— se arriesgaron en un principio a apostar por películas como El bebé de Rosemary (1968) o la psicodélica Busco mi destino (1969), sería iluso pensar que estas resultaron de una abnegación cinéfila y no de la detección de un nuevo consumidor cinematográfico influenciado por la contracultura. En busca de mayores ganancias, para la década de los ochenta los estudios marginaron a ese tipo de proyectos porque intentaban replicar el insólito éxito en taquilla de La guerra de las galaxias (1977). Netflix y Amazon tardaron solo cinco años en hartarse de un cine más audaz porque nunca les generó ni la cantidad de premios que ansiaban para consolidarse, ni mucho menos las audiencias de las películas protagonizadas por el actual rey de las balaceras, Ryan Reynolds.
El mecenazgo del streaming no terminó: más bien no empezó nunca porque Netflix no es un aristócrata aficionado a las artes, sino una compañía estadounidense que se rige por la ganancia. Basta ver a quiénes les producía películas para saber que su intención no era apoyar el futuro del cine, sino sacarle jugo a su pasado inmediato. Aunque compró películas de mayor riesgo estético, como Atlantics (2019), de la directora francosenegalesa Mati Diop, Netflix apenas si hizo producciones originales de ese corte —solo se me ocurre I'm Thinking of Ending Things (2020), de Charlie Kaufman—, y menos de cineastas cuyo nombre no acarreara ya prestigio y admiradores. Su objetivo eran las grandes premiaciones estadounidenses y el desplazamiento de los viejos estudios de Hollywood, como lo demuestra la campaña de veinte millones de dólares para conseguirle un Óscar a Alfonso Cuarón y Roma (2018). Aunque Netflix obtuvo los premios entonces, el resto de sus películas en competencia ha fracasado. Mientras tanto, en el circuito de festivales la oposición de los exhibidores franceses a su presencia en el Festival de Cannes parece haber convencido a la marca de abandonar por completo el cine para dedicarse estrictamente al contenido.
Quizá por eso cuesta más trabajo que nunca encontrar películas de los años setenta —en la versión mexicana de la plataforma, al menos— y resulta imposible ver un solo título previo a esa década: para Netflix el cine no tiene historia antes del auge neoliberal, sino un presente que se recicla en incontables lugares comunes. Un espectador ideal de la plataforma considera que el lenguaje fílmico se inventó en los años noventa —aunque en los ochenta hubo pioneros como Robert Zemeckis y Lawrence Kasdan— y que su mejor época es ahora; por eso hay una sobreabundancia de películas estadounidenses lanzadas en la última década, la mayoría de ellas, entretenimiento accesible que alivie el cansancio de una sociedad obsesionada con la productividad y desinteresada por completo de la alfabetización audiovisual: Netflix and chill, como dicen.
Todo lo anterior explica también la intrascendencia —y a veces el peligro— de la penetración de Netflix en la producción de series y cine locales. En un principio, cuando la compañía aún presumía su estrategia basada en la calidad, espectadores y periodistas pensaron que podría reinventar por su cuenta el entretenimiento mexicano, circunscrito al sentido del humor impuesto durante décadas por Televisa, que imita los éxitos del extranjero o concibe a Roberto Gómez Bolaños como nuestro Buster Keaton. En los últimos años nuestro cine comercial se ha dedicado a imitar ciertos aspectos de la comedia romántica estadounidense mientras se vale de chistes homófobos o clasistas. Pero Netflix no cambió nada, al contrario, le dio mayor poder a la élite de la producción porque se dedicó no a buscar nuevos talentos ni a producir directamente los contenidos, sino a contratar compañías y personajes que, en vez de vender sus proyectos a la televisión abierta, se los empezaron a entregar a la empresa de streaming. Esto ha tenido consecuencias significativas en diversos ámbitos.
El primero de ellos es la legitimación de todas las tendencias de producción que ya existían, visible en series como Oscuro deseo (2020-2022), que explota los cuerpos de sus protagonistas más que cualquier telenovela, o Somos (2021), que culmina en lo que Jacques Rivette llamó en un importante ensayo “la abyección”. Para el cineasta y crítico francés, un travelling que espectaculariza una muerte en Kapò (1959), una película sobre el Holocausto de Gillo Pontecorvo, es una expresión cinematográfica de inmoralidad. Somos, que narra la historia real de cómo el narcotráfico destruyó un pueblo al norte de México, no solo es intolerable por la forma gratuita en que mira a los cadáveres, con las herramientas del cine de horror: su remedo de películas de acción al mostrar el fuego y los estallidos es imperdonable.
El otro efecto en nuestra industria lo documentó Viridiana Ríos en una columna para Milenio en la que demuestra la tolerancia de Netflix a prácticas laborales abusivas de las productoras mexicanas a las que contrata. Aunque la compañía de streaming no tiene una responsabilidad directa, sí podría imponer condiciones para evitar los atropellos que culminaron en el par de muertes que describe Ríos al comienzo de su texto. De nuevo, Netflix vino a consolidar el poder de élites que ya existían, en detrimento de las audiencias y los trabajadores de la imagen. ¿Qué razones nos quedan, entonces, para sostener una suscripción al malestar?