Este ha sido un verano de noticias tremendas, pero también algunas esperanzadoras. Empecemos con algunas de las tremendas. El 1 de julio se descubrieron fosas clandestinas con 182 cadáveres de niños en Cranbrook cerca de Vancouver, British Columbia, niños que fueron secuestrados de sus familias, para ser “educados y asimilados culturalmente” por la iglesia católica, a inicios del siglo XX . A este descubrimiento macabro hay que agregarle otros 600 cadáveres de niños en un segundo sitio y otros 215 cuerpos en un tercero, todos en British Columbia. El genocidio de niños es algo muy diferente a lo que la sociedad pensaba que ocurría en estos internados, que seguían la visión de las misiones tanto católicas como protestantes, donde había que “quitar lo hereje” para salvar las almas de los nativos de un infierno seguro. Pero que no se nos olvide que la “culturización”, más que buscar la salvación, era la exterminación de su cultura, obligando a estos niños a olvidar sus tradiciones y su lengua a golpes. Desde el siglo XIX hasta 1970, se calcula que 150,000 niños fueron extirpados de su cultura en Canadá. Sobre este tema, acabo de leer un libro maravilloso, Braiding sweet grass, de la doctora en Botánica Robin Wall Kimmer, descendiente de los Anishinabeckwe, uno de los pueblos originarios de la región de los grandes lagos en EUA. En él describe que a su abuelo le sucedió algo muy similar que a los niños de Canadá, y a la gran mayoría de los miembros de las naciones originarias de Estados Unidos. En los últimos 150 años el estado se ha dedicado a arrebatarles sus tierras, desplazarlos a reservas con tierras mucho menos fértiles y sobre todo, les robaron a sus niños. En consecuencia, de los 2 millones de sobrevivientes de estos pueblos, sólo 360,000 hablan su lengua original, y en ellos sobreviven solamente 7 de las 153 lenguas, y en las personas más viejas.
Cuando muere una lengua se extingue una cultura, sus tradiciones, cosmovisiones y linajes y es un precio que de ninguna manera tendría que pagarse para tener derecho a la “modernidad”. Robin Wall no sólo explica la tragedia que implica perder el conocimiento sobre la lengua y las costumbres, sino también sobre las plantas nativas y el cuidado de los bosques. Esta es la tragedia de la tierra arrebatada y mancillada por “el desarrollo”. Ella explica además de manera muy poética cómo se puede rescatar parte de lo perdido, cómo recuperar el agua y su carácter sagrado y ritual. Un ejemplo más reciente de esta lucha por el territorio y la cultura es la de la tribu Sioux de Standing Rock, que junto con activistas norteamericanos defendieron su río y su reserva contra el proyecto de oleoducto Dakota Access, que estaba planeado para atravesar sus tierras, amenazando sus acuíferos. Tomando en cuenta los tratados de paz de Fort Laramie de 1851 entre las naciones originarias y el gobierno de EUA, era ilegal la ocupación. Sin embargo, los constructores del oleoducto, junto con los ingenieros del ejército, empezaron a construirlo en 2016, pasándole por encima a los derechos indígenas. No fue hasta 2020 que la corte federal ordenó detener las obras por ser ilegales y vulnerar los derechos fundamentales de los Sioux a tener agua limpia, ya que las obras pasaban bajo el lago Oahe. La batalla por Standing Rock se volvió un símbolo de la justicia para estos pueblos originarios, mismo que ya está permeando en la sociedad norteamericana, contagiando su lucha a otras tierras federales que han sido usurpadas y tienen que ser restauradas y devueltas a sus dueños. En México las cosas fueron diferentes en la colonia, pero no por eso mucho mejores. Con el descubrimiento de América y su colonización, el papa Alejandro VI se sintió con el poder de otorgarle todo el territorio descubierto a sus conquistadores: los reyes de España y en el caso de Brasil, a los reyes de Portugal, que se repartieron las tierras bajo el concepto de “mercedes reales”, territorios privados que incluían a los indígenas que en ellos habitaban, y de los que se esperaba que funcionaran como peones en el sistema feudal. Sin embargo, también estaban las tierras del estado, las cuales incluían montes, aguas, pastos y tierras de uso colectivo, que luego se convirtieron en ejidos y pueblos indios, donde hasta la fecha se gobiernan a sí mismos. El hecho de que hubiera cierto margen de respeto a los pueblos indios implicó que, a diferencia de la colonización de EUA y Canadá, muy pronto después de la conquista, en 1537, el papa Paulo III promulgara una bula que reconocía el alma de los pueblos originarios de Mesoamérica, un alma que, sin embargo, tenía que ser adoctrinada por la iglesia. Sin embargo, algo fundamental de esta bula es que reconoce que los indios, al ser seres humanos creados por Dios, no pueden ser privados de su libertad, ni despojados de sus propiedades, por lo que no ya no podían ser esclavos. Por lo tanto, la adoctrinación no implicaba directamente un despojo de las lenguas originarias ni de su cultura y tierras comunales, permitiendo así un gradiente enorme de mestizaje. Además, los habitantes de los pueblos indios tenían derecho a no ser llamados a luchar en las guerras, a no pagar impuestos, y algunos de ellos incluso tenían derecho a portar armas cuando habían sido reconocidos como aliados en la conquista. Sin embargo, al despojo inicial de las mercedes reales, hay que agregarle el que ocurrió poco a poco desde el final de la colonia hasta nuestros días, donde los dueños de las tierras privadas siempre quieren más, sobretodo para explotar minas y recursos naturales, y con la influencia del dinero han ido adquiriendo más poder ante las autoridades, prometiendo “desarrollo y progreso”, donde los pueblos originarios mantenían tradiciones ancestrales, mismas que incluían la protección de sus recursos naturales. Esa tremenda historia de destrucción por parte de las mineras y otras empresas continúa tratando de destruir, incluso, sitios sagrados, como fue el caso de la minera canadiense First Majestic Silver en el pueblo Wixarika, que se levantó en defensa de su sitio sagrado, el Cerro del Quemado. El gobierno de México le otorgó a la minera la concesión en 2011, sin embargo, el pleito es complejo, ya que, por un lado están los actuales dueños de la tierra, ejidatarios “importados” durante el reparto agrario, que están de acuerdo con la minera; y por otro, los pueblos originarios, los Wixarika, que ocupan un área muy grande en sus peregrinaciones sagradas. Por lo tanto, el asunto esta en stand by, ante la pregunta ancestral: ¿de quién es el territorio? Tras esta larga historia de despojo, en la actualidad los defensores ambientales como Samir Flores dan la vida por defender el derecho de la tierra en contra de mega-proyectos estatales, como el proyecto integral Morelos o el despojo a los pueblos de la península de Yucatán con el tren Maya, a lo cual hemos dedicado varias columnas, ya que es una continuación de este colonialismo sin tapujos. Al inicio de esta columna dije que este era un verano de malas y buenas noticias, entonces, ¿cuál es la noticia esperanzadora en medio de tanta oscuridad? La buena es que el Escuadrón 421 está ganando atención en Europa. El 21 de junio llegó la embarcación “La Montaña” al puerto de Vigo en Galicia, con la delegación zapatista que surcó el Atlántico a bordo de un velero que partió desde México. Fueron recibidos por simpatizantes de varias nacionalidades, a quienes les hablaron de su intención de demostrarle al capitalismo que otro mundo es posible, bajo el lema “Tierra y libertad”. En la próxima entrega hablaremos ampliamente del EZLN, de la causa Zapatista y de su gira en Europa, como una manera de reclamar el territorio, recuperar la dignidad de los pueblos originarios y, esperemos también, restaurar y sanar la ecología de estas tierras tan lastimadas.