Poor Things: tan cerca de Tim Burton, tan lejos de Haneke

Poor Things: tan cerca de Tim Burton, tan lejos de Haneke

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24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Poor Things de Yorgos Lanthimos: visualmente impresionante pero eclipsada por la fetichización de Emma Stone.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Poor Things, Yorgos Lanthimos (2024)

En su tercer largometraje, que lo acercó por primera vez a la fama, Yorgos Lanthimos parecía un discípulo de cineastas incómodos, sobre todo del moralista sádico Michael Haneke. Las imágenes de Dogtooth (2009), como las del director austriaco, sugerían una violencia insoportable que, mediante la negación de lo explícito, se hacían más crueles. Por ejemplo, en un plano general de un muchacho que se acerca despacio a un gato, portando unas tijeras de jardín, Lanthimos oculta el ataque resultante. Lo que asusta al público son los maullidos desesperados y la reacción de unas muchachas, las hermanas del atacante, que ven el crimen gritando desde el interior de la casa. La escena termina con un primer plano del cuerpecito felino, destripado y atravesado por las tijeras. Si bien es una imitación que no captó del todo las intenciones y la evolución de Haneke, en buena medida el emergente director griego parecía entender el estilo de su mayor influencia y, gracias a ello, podía vislumbrarse un potencial que al llegar a Hollywood se diluyó entre los inevitables compromisos de filmar con presupuestos multimillonarios.

De The Lobster (2015) en adelante hemos visto a Lanthimos acomodarse a los gustos del público masivo, una concesión necesaria para atraer estrellas y cadenas de distribución cada vez más grandes. A pesar de ello, en su filmografía persistió un deseo por transgredir, sugerido apenas en la excentricidad de un adolescente que se llena la boca de espagueti con brutalidad en The Killing of a Sacred Deer (2017), o en la sexualidad más o menos explícita de sus largometrajes posteriores, protagonizados por Emma Stone. Ya harta de las limitaciones del cine más comercial que el de Lanthimos —no puede llamársele marginales a películas distribuidas por Fox, que, desde hace unos años, ha sido propiedad de Disney—, Stone no le teme a la desnudez o el ridículo: se arriesga. Sin embargo, también es perceptible en la obra hollywoodense de Lanthimos la cautela de no subir tanto al volumen para provocar que los vecinos llamen a la policía. Esta contradicción no solo permanece irresuelta en Poor Things (2023), su más reciente película, sino que se acentúa debido a la trama.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En lo que parecen los últimos años del siglo XIX, un cirujano ambicioso, Godwin Baxter (Willem Dafoe), tan ególatra que recorta su nombre a God —o Dios—, revive a una suicida embarazada poniéndole el cerebro de su bebé nonato. Bella (Emma Stone), el hermoso monstruo, apenas si sabe hablar, se mueve con torpeza y está en pleno descubrimiento de sus sentidos, como lo estaría el niño cuyo cerebro controla el cuerpo. De manera desconcertante, la combinación de belleza e inmadurez absoluta atrae a dos hombres: el tímido discípulo de Godwin, Max McCandles (Ramy Youssef), y el abogado Duncan Wedderburn (Mark Ruffalo), un dandy que se mezcla con la alta sociedad, cuyas reglas dobla, aunque sin romperlas. Cuando Bella descubre el placer que puede darle su cuerpo, ella se aventura con el abogado a varias capitales de Europa, en las que su comportamiento termina espantándolo. En esencia, la narración de Lanthimos es un viaje de autoconocimiento encauzado a la liberación femenina, individual y colectiva, pero la incomodidad que incitaban sus películas griegas se desvanece más que nunca, y de manera más grave, en Poor Things.

Al comparar la película de Lanthimos con otras más íntegras sobre el mismo tema quedan más claras las carencias. De WR: Mysteries of the Organism (1971) a la reciente Bad Luck Banging or Loony Porn (2021), otros directores han aprovechado mejor la idea de una mujer rebelde para agredir no solo al público misógino, sino también a la idea misma de lo que es el cine. Más importante aún, ahí están las filmografías de directoras como Věra Chytilová, que en Something Different (1963) aborda a la mujer moderna contrastando las vidas de una gimnasta y un ama de casa. Gracias a este mecanismo quedan manifiestas las coincidencias y distancias entre ambas, que evitan pensarlas desde la simpleza o la jerarquía, pero también hay una discusión implícita sobre el documental y la ficción que elude el placer narrativo convencional. Daisies (1966) nos muestra a dos muchachas que salen a “portarse mal”: bailan, se ven con muchachos, abandonan sus modales en una elegante mesa y de paso rompen el lenguaje cinematográfico. Esto último alcanza lo milagroso al deshacerse de la trama para ahondar en experimentos de montaje tan desafiantes como las intenciones de las protagonistas. Todas estas son películas sobre la inconformidad de la mujer que a su vez incomodan por su extrañeza radical, ya que parecen llevar en mente aquella frase de Mao Tse-Tung: “La revolución no es una cena de gala”, es decir, no es placentera ni fácil.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En cambio, Poor Things parece resuelta a complacer y enganchar, como el azúcar. Aunque habrá quienes se molesten con la desnudez y algunas excentricidades —la repulsión que le genera el sexo al público estadounidense es ya un tema discutido por la crítica—, las locaciones de ensueño, el humor soez, los vestidos resplandecientes y los colores acaramelados producen más placer que disgusto. Lanthimos cae en algo que podríamos llamar el síndrome de Tim Burton, es decir, no es un autor cuyas formas rebasen el contenido, sino uno con ideas tan sosas que logra una puesta en escena elementalmente atractiva, bonita, pero insignificante. La Europa victoriana de Poor Things podrá reflejar el asombro que le produce a Bella con sus cielos violeta, amarillos, y sus calles impecables: caricaturas de limpieza y orden construidas en un set, pero esa idea instagrammática de lo bello es todo el significado redundante que construye Lanthimos a lo largo de más de dos horas.

Hacia el desenlace, Bella concluye que vivir es fascinante y así describe el pensamiento de una película que se acerca a sus temas con la profundidad de un comercial de aseguradora. Aunque toca la pedofilia y el orden masculino —¿qué otra cosa simboliza la atracción de varios hombres a lo que es fundamentalmente un bebé?—, Lanthimos no ahonda mucho y parece más interesado en fetichizar el cuerpo desnudo de Stone, que aparece en diversas posiciones, ángulos y lentes. Si el tema de Poor Things es el descubrimiento de cuanto habita el mundo, incluida la fealdad de la que un personaje le advierte a Bella, ¿por qué la pobreza aparece en una sola escena? En un punto de la trama la protagonista experimenta con el trabajo sexual, pero el burdel donde trabaja acaba idealizado al excluir la enfermedad y la violencia; más bien parece una escuela por tantas lecciones que aporta. Poor Things no solo es contradictoria, sino falsa, y por eso su condena de los hombres en la vida de Bella es mínima y se resuelve perdonándolos cuando aparece uno peor.

El colmo del denso maquillaje que le pone Lanthimos a su impulso transgresor está en  un par de apariciones de intérpretes que han colaborado con cineastas verdaderamente peligrosos para el statu quo. La primera es Hanna Schygulla, que se hizo famosa trabajando con el alemán Rainer Werner Fassbinder en los setenta. Sus películas exponen al fascismo como un parásito que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y se alojó sin mucho escándalo en todas las facetas de Alemania Occidental. Las imágenes gélidas que exageran el melodrama hollywoodense evitan la ilusión de realidad por lo calculadas que llegan a ser. No hay nada en Poor Things que se le compare a estos mecanismos, sino una fantasía que busca la risa, la conmoción, la identificación. Cuando Bella descubre el baile, Duncan, el abogado dandy, la imita para fingir que los movimientos brutos de su acompañante son una nueva moda. Donde otros cineastas encontrarían rareza y tal vez fealdad, Lanthimos busca humor.

Y luego está Damien Bonnard, que en Staying Vertical (2016) hizo una de las apariciones más accesibles en la filmografía del director gay Alain Guiraudie: su personaje cede al coqueteo de un anciano y lo penetra hasta matarlo de gusto. Es importante distinguir a Guiraudie como un cineasta gay porque busca imágenes explícitas de sexo entre hombres para rescatar la naturalidad de la eyaculación y la penetración anal, pero que también escandalicen a quien las crea más monstruosas que un homicidio. El placer, y mostrarlo, son actos de insurgencia en su filmografía, mientras que en Poor Things la incomodidad resulta más del imaginario aséptico del público que de las intenciones del director.

Al incluir a Schygulla y a Bonnard en Poor Things, Lanthimos sugiere que él también participa en la tradición de un cine subversivo, cuando hace todo lo contrario: alimentar las fantasías accesibles de rebelión, sin precios, sin dolores, sin molestias, en una industria que persigue, para su beneficio, la más absoluta comodidad. Lanthimos no es un subversivo en Hollywood, como lo han sido otros, de Alfred Hitchcock a Robert Altman, sino un artista de plástico que finge ser contracultural.

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Poor Things de Yorgos Lanthimos: visualmente impresionante pero eclipsada por la fetichización de Emma Stone.

En su tercer largometraje, que lo acercó por primera vez a la fama, Yorgos Lanthimos parecía un discípulo de cineastas incómodos, sobre todo del moralista sádico Michael Haneke. Las imágenes de Dogtooth (2009), como las del director austriaco, sugerían una violencia insoportable que, mediante la negación de lo explícito, se hacían más crueles. Por ejemplo, en un plano general de un muchacho que se acerca despacio a un gato, portando unas tijeras de jardín, Lanthimos oculta el ataque resultante. Lo que asusta al público son los maullidos desesperados y la reacción de unas muchachas, las hermanas del atacante, que ven el crimen gritando desde el interior de la casa. La escena termina con un primer plano del cuerpecito felino, destripado y atravesado por las tijeras. Si bien es una imitación que no captó del todo las intenciones y la evolución de Haneke, en buena medida el emergente director griego parecía entender el estilo de su mayor influencia y, gracias a ello, podía vislumbrarse un potencial que al llegar a Hollywood se diluyó entre los inevitables compromisos de filmar con presupuestos multimillonarios.

De The Lobster (2015) en adelante hemos visto a Lanthimos acomodarse a los gustos del público masivo, una concesión necesaria para atraer estrellas y cadenas de distribución cada vez más grandes. A pesar de ello, en su filmografía persistió un deseo por transgredir, sugerido apenas en la excentricidad de un adolescente que se llena la boca de espagueti con brutalidad en The Killing of a Sacred Deer (2017), o en la sexualidad más o menos explícita de sus largometrajes posteriores, protagonizados por Emma Stone. Ya harta de las limitaciones del cine más comercial que el de Lanthimos —no puede llamársele marginales a películas distribuidas por Fox, que, desde hace unos años, ha sido propiedad de Disney—, Stone no le teme a la desnudez o el ridículo: se arriesga. Sin embargo, también es perceptible en la obra hollywoodense de Lanthimos la cautela de no subir tanto al volumen para provocar que los vecinos llamen a la policía. Esta contradicción no solo permanece irresuelta en Poor Things (2023), su más reciente película, sino que se acentúa debido a la trama.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En lo que parecen los últimos años del siglo XIX, un cirujano ambicioso, Godwin Baxter (Willem Dafoe), tan ególatra que recorta su nombre a God —o Dios—, revive a una suicida embarazada poniéndole el cerebro de su bebé nonato. Bella (Emma Stone), el hermoso monstruo, apenas si sabe hablar, se mueve con torpeza y está en pleno descubrimiento de sus sentidos, como lo estaría el niño cuyo cerebro controla el cuerpo. De manera desconcertante, la combinación de belleza e inmadurez absoluta atrae a dos hombres: el tímido discípulo de Godwin, Max McCandles (Ramy Youssef), y el abogado Duncan Wedderburn (Mark Ruffalo), un dandy que se mezcla con la alta sociedad, cuyas reglas dobla, aunque sin romperlas. Cuando Bella descubre el placer que puede darle su cuerpo, ella se aventura con el abogado a varias capitales de Europa, en las que su comportamiento termina espantándolo. En esencia, la narración de Lanthimos es un viaje de autoconocimiento encauzado a la liberación femenina, individual y colectiva, pero la incomodidad que incitaban sus películas griegas se desvanece más que nunca, y de manera más grave, en Poor Things.

Al comparar la película de Lanthimos con otras más íntegras sobre el mismo tema quedan más claras las carencias. De WR: Mysteries of the Organism (1971) a la reciente Bad Luck Banging or Loony Porn (2021), otros directores han aprovechado mejor la idea de una mujer rebelde para agredir no solo al público misógino, sino también a la idea misma de lo que es el cine. Más importante aún, ahí están las filmografías de directoras como Věra Chytilová, que en Something Different (1963) aborda a la mujer moderna contrastando las vidas de una gimnasta y un ama de casa. Gracias a este mecanismo quedan manifiestas las coincidencias y distancias entre ambas, que evitan pensarlas desde la simpleza o la jerarquía, pero también hay una discusión implícita sobre el documental y la ficción que elude el placer narrativo convencional. Daisies (1966) nos muestra a dos muchachas que salen a “portarse mal”: bailan, se ven con muchachos, abandonan sus modales en una elegante mesa y de paso rompen el lenguaje cinematográfico. Esto último alcanza lo milagroso al deshacerse de la trama para ahondar en experimentos de montaje tan desafiantes como las intenciones de las protagonistas. Todas estas son películas sobre la inconformidad de la mujer que a su vez incomodan por su extrañeza radical, ya que parecen llevar en mente aquella frase de Mao Tse-Tung: “La revolución no es una cena de gala”, es decir, no es placentera ni fácil.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En cambio, Poor Things parece resuelta a complacer y enganchar, como el azúcar. Aunque habrá quienes se molesten con la desnudez y algunas excentricidades —la repulsión que le genera el sexo al público estadounidense es ya un tema discutido por la crítica—, las locaciones de ensueño, el humor soez, los vestidos resplandecientes y los colores acaramelados producen más placer que disgusto. Lanthimos cae en algo que podríamos llamar el síndrome de Tim Burton, es decir, no es un autor cuyas formas rebasen el contenido, sino uno con ideas tan sosas que logra una puesta en escena elementalmente atractiva, bonita, pero insignificante. La Europa victoriana de Poor Things podrá reflejar el asombro que le produce a Bella con sus cielos violeta, amarillos, y sus calles impecables: caricaturas de limpieza y orden construidas en un set, pero esa idea instagrammática de lo bello es todo el significado redundante que construye Lanthimos a lo largo de más de dos horas.

Hacia el desenlace, Bella concluye que vivir es fascinante y así describe el pensamiento de una película que se acerca a sus temas con la profundidad de un comercial de aseguradora. Aunque toca la pedofilia y el orden masculino —¿qué otra cosa simboliza la atracción de varios hombres a lo que es fundamentalmente un bebé?—, Lanthimos no ahonda mucho y parece más interesado en fetichizar el cuerpo desnudo de Stone, que aparece en diversas posiciones, ángulos y lentes. Si el tema de Poor Things es el descubrimiento de cuanto habita el mundo, incluida la fealdad de la que un personaje le advierte a Bella, ¿por qué la pobreza aparece en una sola escena? En un punto de la trama la protagonista experimenta con el trabajo sexual, pero el burdel donde trabaja acaba idealizado al excluir la enfermedad y la violencia; más bien parece una escuela por tantas lecciones que aporta. Poor Things no solo es contradictoria, sino falsa, y por eso su condena de los hombres en la vida de Bella es mínima y se resuelve perdonándolos cuando aparece uno peor.

El colmo del denso maquillaje que le pone Lanthimos a su impulso transgresor está en  un par de apariciones de intérpretes que han colaborado con cineastas verdaderamente peligrosos para el statu quo. La primera es Hanna Schygulla, que se hizo famosa trabajando con el alemán Rainer Werner Fassbinder en los setenta. Sus películas exponen al fascismo como un parásito que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y se alojó sin mucho escándalo en todas las facetas de Alemania Occidental. Las imágenes gélidas que exageran el melodrama hollywoodense evitan la ilusión de realidad por lo calculadas que llegan a ser. No hay nada en Poor Things que se le compare a estos mecanismos, sino una fantasía que busca la risa, la conmoción, la identificación. Cuando Bella descubre el baile, Duncan, el abogado dandy, la imita para fingir que los movimientos brutos de su acompañante son una nueva moda. Donde otros cineastas encontrarían rareza y tal vez fealdad, Lanthimos busca humor.

Y luego está Damien Bonnard, que en Staying Vertical (2016) hizo una de las apariciones más accesibles en la filmografía del director gay Alain Guiraudie: su personaje cede al coqueteo de un anciano y lo penetra hasta matarlo de gusto. Es importante distinguir a Guiraudie como un cineasta gay porque busca imágenes explícitas de sexo entre hombres para rescatar la naturalidad de la eyaculación y la penetración anal, pero que también escandalicen a quien las crea más monstruosas que un homicidio. El placer, y mostrarlo, son actos de insurgencia en su filmografía, mientras que en Poor Things la incomodidad resulta más del imaginario aséptico del público que de las intenciones del director.

Al incluir a Schygulla y a Bonnard en Poor Things, Lanthimos sugiere que él también participa en la tradición de un cine subversivo, cuando hace todo lo contrario: alimentar las fantasías accesibles de rebelión, sin precios, sin dolores, sin molestias, en una industria que persigue, para su beneficio, la más absoluta comodidad. Lanthimos no es un subversivo en Hollywood, como lo han sido otros, de Alfred Hitchcock a Robert Altman, sino un artista de plástico que finge ser contracultural.

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Poor Things de Yorgos Lanthimos: visualmente impresionante pero eclipsada por la fetichización de Emma Stone.

En su tercer largometraje, que lo acercó por primera vez a la fama, Yorgos Lanthimos parecía un discípulo de cineastas incómodos, sobre todo del moralista sádico Michael Haneke. Las imágenes de Dogtooth (2009), como las del director austriaco, sugerían una violencia insoportable que, mediante la negación de lo explícito, se hacían más crueles. Por ejemplo, en un plano general de un muchacho que se acerca despacio a un gato, portando unas tijeras de jardín, Lanthimos oculta el ataque resultante. Lo que asusta al público son los maullidos desesperados y la reacción de unas muchachas, las hermanas del atacante, que ven el crimen gritando desde el interior de la casa. La escena termina con un primer plano del cuerpecito felino, destripado y atravesado por las tijeras. Si bien es una imitación que no captó del todo las intenciones y la evolución de Haneke, en buena medida el emergente director griego parecía entender el estilo de su mayor influencia y, gracias a ello, podía vislumbrarse un potencial que al llegar a Hollywood se diluyó entre los inevitables compromisos de filmar con presupuestos multimillonarios.

De The Lobster (2015) en adelante hemos visto a Lanthimos acomodarse a los gustos del público masivo, una concesión necesaria para atraer estrellas y cadenas de distribución cada vez más grandes. A pesar de ello, en su filmografía persistió un deseo por transgredir, sugerido apenas en la excentricidad de un adolescente que se llena la boca de espagueti con brutalidad en The Killing of a Sacred Deer (2017), o en la sexualidad más o menos explícita de sus largometrajes posteriores, protagonizados por Emma Stone. Ya harta de las limitaciones del cine más comercial que el de Lanthimos —no puede llamársele marginales a películas distribuidas por Fox, que, desde hace unos años, ha sido propiedad de Disney—, Stone no le teme a la desnudez o el ridículo: se arriesga. Sin embargo, también es perceptible en la obra hollywoodense de Lanthimos la cautela de no subir tanto al volumen para provocar que los vecinos llamen a la policía. Esta contradicción no solo permanece irresuelta en Poor Things (2023), su más reciente película, sino que se acentúa debido a la trama.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En lo que parecen los últimos años del siglo XIX, un cirujano ambicioso, Godwin Baxter (Willem Dafoe), tan ególatra que recorta su nombre a God —o Dios—, revive a una suicida embarazada poniéndole el cerebro de su bebé nonato. Bella (Emma Stone), el hermoso monstruo, apenas si sabe hablar, se mueve con torpeza y está en pleno descubrimiento de sus sentidos, como lo estaría el niño cuyo cerebro controla el cuerpo. De manera desconcertante, la combinación de belleza e inmadurez absoluta atrae a dos hombres: el tímido discípulo de Godwin, Max McCandles (Ramy Youssef), y el abogado Duncan Wedderburn (Mark Ruffalo), un dandy que se mezcla con la alta sociedad, cuyas reglas dobla, aunque sin romperlas. Cuando Bella descubre el placer que puede darle su cuerpo, ella se aventura con el abogado a varias capitales de Europa, en las que su comportamiento termina espantándolo. En esencia, la narración de Lanthimos es un viaje de autoconocimiento encauzado a la liberación femenina, individual y colectiva, pero la incomodidad que incitaban sus películas griegas se desvanece más que nunca, y de manera más grave, en Poor Things.

Al comparar la película de Lanthimos con otras más íntegras sobre el mismo tema quedan más claras las carencias. De WR: Mysteries of the Organism (1971) a la reciente Bad Luck Banging or Loony Porn (2021), otros directores han aprovechado mejor la idea de una mujer rebelde para agredir no solo al público misógino, sino también a la idea misma de lo que es el cine. Más importante aún, ahí están las filmografías de directoras como Věra Chytilová, que en Something Different (1963) aborda a la mujer moderna contrastando las vidas de una gimnasta y un ama de casa. Gracias a este mecanismo quedan manifiestas las coincidencias y distancias entre ambas, que evitan pensarlas desde la simpleza o la jerarquía, pero también hay una discusión implícita sobre el documental y la ficción que elude el placer narrativo convencional. Daisies (1966) nos muestra a dos muchachas que salen a “portarse mal”: bailan, se ven con muchachos, abandonan sus modales en una elegante mesa y de paso rompen el lenguaje cinematográfico. Esto último alcanza lo milagroso al deshacerse de la trama para ahondar en experimentos de montaje tan desafiantes como las intenciones de las protagonistas. Todas estas son películas sobre la inconformidad de la mujer que a su vez incomodan por su extrañeza radical, ya que parecen llevar en mente aquella frase de Mao Tse-Tung: “La revolución no es una cena de gala”, es decir, no es placentera ni fácil.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En cambio, Poor Things parece resuelta a complacer y enganchar, como el azúcar. Aunque habrá quienes se molesten con la desnudez y algunas excentricidades —la repulsión que le genera el sexo al público estadounidense es ya un tema discutido por la crítica—, las locaciones de ensueño, el humor soez, los vestidos resplandecientes y los colores acaramelados producen más placer que disgusto. Lanthimos cae en algo que podríamos llamar el síndrome de Tim Burton, es decir, no es un autor cuyas formas rebasen el contenido, sino uno con ideas tan sosas que logra una puesta en escena elementalmente atractiva, bonita, pero insignificante. La Europa victoriana de Poor Things podrá reflejar el asombro que le produce a Bella con sus cielos violeta, amarillos, y sus calles impecables: caricaturas de limpieza y orden construidas en un set, pero esa idea instagrammática de lo bello es todo el significado redundante que construye Lanthimos a lo largo de más de dos horas.

Hacia el desenlace, Bella concluye que vivir es fascinante y así describe el pensamiento de una película que se acerca a sus temas con la profundidad de un comercial de aseguradora. Aunque toca la pedofilia y el orden masculino —¿qué otra cosa simboliza la atracción de varios hombres a lo que es fundamentalmente un bebé?—, Lanthimos no ahonda mucho y parece más interesado en fetichizar el cuerpo desnudo de Stone, que aparece en diversas posiciones, ángulos y lentes. Si el tema de Poor Things es el descubrimiento de cuanto habita el mundo, incluida la fealdad de la que un personaje le advierte a Bella, ¿por qué la pobreza aparece en una sola escena? En un punto de la trama la protagonista experimenta con el trabajo sexual, pero el burdel donde trabaja acaba idealizado al excluir la enfermedad y la violencia; más bien parece una escuela por tantas lecciones que aporta. Poor Things no solo es contradictoria, sino falsa, y por eso su condena de los hombres en la vida de Bella es mínima y se resuelve perdonándolos cuando aparece uno peor.

El colmo del denso maquillaje que le pone Lanthimos a su impulso transgresor está en  un par de apariciones de intérpretes que han colaborado con cineastas verdaderamente peligrosos para el statu quo. La primera es Hanna Schygulla, que se hizo famosa trabajando con el alemán Rainer Werner Fassbinder en los setenta. Sus películas exponen al fascismo como un parásito que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y se alojó sin mucho escándalo en todas las facetas de Alemania Occidental. Las imágenes gélidas que exageran el melodrama hollywoodense evitan la ilusión de realidad por lo calculadas que llegan a ser. No hay nada en Poor Things que se le compare a estos mecanismos, sino una fantasía que busca la risa, la conmoción, la identificación. Cuando Bella descubre el baile, Duncan, el abogado dandy, la imita para fingir que los movimientos brutos de su acompañante son una nueva moda. Donde otros cineastas encontrarían rareza y tal vez fealdad, Lanthimos busca humor.

Y luego está Damien Bonnard, que en Staying Vertical (2016) hizo una de las apariciones más accesibles en la filmografía del director gay Alain Guiraudie: su personaje cede al coqueteo de un anciano y lo penetra hasta matarlo de gusto. Es importante distinguir a Guiraudie como un cineasta gay porque busca imágenes explícitas de sexo entre hombres para rescatar la naturalidad de la eyaculación y la penetración anal, pero que también escandalicen a quien las crea más monstruosas que un homicidio. El placer, y mostrarlo, son actos de insurgencia en su filmografía, mientras que en Poor Things la incomodidad resulta más del imaginario aséptico del público que de las intenciones del director.

Al incluir a Schygulla y a Bonnard en Poor Things, Lanthimos sugiere que él también participa en la tradición de un cine subversivo, cuando hace todo lo contrario: alimentar las fantasías accesibles de rebelión, sin precios, sin dolores, sin molestias, en una industria que persigue, para su beneficio, la más absoluta comodidad. Lanthimos no es un subversivo en Hollywood, como lo han sido otros, de Alfred Hitchcock a Robert Altman, sino un artista de plástico que finge ser contracultural.

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Poor Things de Yorgos Lanthimos: visualmente impresionante pero eclipsada por la fetichización de Emma Stone.

En su tercer largometraje, que lo acercó por primera vez a la fama, Yorgos Lanthimos parecía un discípulo de cineastas incómodos, sobre todo del moralista sádico Michael Haneke. Las imágenes de Dogtooth (2009), como las del director austriaco, sugerían una violencia insoportable que, mediante la negación de lo explícito, se hacían más crueles. Por ejemplo, en un plano general de un muchacho que se acerca despacio a un gato, portando unas tijeras de jardín, Lanthimos oculta el ataque resultante. Lo que asusta al público son los maullidos desesperados y la reacción de unas muchachas, las hermanas del atacante, que ven el crimen gritando desde el interior de la casa. La escena termina con un primer plano del cuerpecito felino, destripado y atravesado por las tijeras. Si bien es una imitación que no captó del todo las intenciones y la evolución de Haneke, en buena medida el emergente director griego parecía entender el estilo de su mayor influencia y, gracias a ello, podía vislumbrarse un potencial que al llegar a Hollywood se diluyó entre los inevitables compromisos de filmar con presupuestos multimillonarios.

De The Lobster (2015) en adelante hemos visto a Lanthimos acomodarse a los gustos del público masivo, una concesión necesaria para atraer estrellas y cadenas de distribución cada vez más grandes. A pesar de ello, en su filmografía persistió un deseo por transgredir, sugerido apenas en la excentricidad de un adolescente que se llena la boca de espagueti con brutalidad en The Killing of a Sacred Deer (2017), o en la sexualidad más o menos explícita de sus largometrajes posteriores, protagonizados por Emma Stone. Ya harta de las limitaciones del cine más comercial que el de Lanthimos —no puede llamársele marginales a películas distribuidas por Fox, que, desde hace unos años, ha sido propiedad de Disney—, Stone no le teme a la desnudez o el ridículo: se arriesga. Sin embargo, también es perceptible en la obra hollywoodense de Lanthimos la cautela de no subir tanto al volumen para provocar que los vecinos llamen a la policía. Esta contradicción no solo permanece irresuelta en Poor Things (2023), su más reciente película, sino que se acentúa debido a la trama.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En lo que parecen los últimos años del siglo XIX, un cirujano ambicioso, Godwin Baxter (Willem Dafoe), tan ególatra que recorta su nombre a God —o Dios—, revive a una suicida embarazada poniéndole el cerebro de su bebé nonato. Bella (Emma Stone), el hermoso monstruo, apenas si sabe hablar, se mueve con torpeza y está en pleno descubrimiento de sus sentidos, como lo estaría el niño cuyo cerebro controla el cuerpo. De manera desconcertante, la combinación de belleza e inmadurez absoluta atrae a dos hombres: el tímido discípulo de Godwin, Max McCandles (Ramy Youssef), y el abogado Duncan Wedderburn (Mark Ruffalo), un dandy que se mezcla con la alta sociedad, cuyas reglas dobla, aunque sin romperlas. Cuando Bella descubre el placer que puede darle su cuerpo, ella se aventura con el abogado a varias capitales de Europa, en las que su comportamiento termina espantándolo. En esencia, la narración de Lanthimos es un viaje de autoconocimiento encauzado a la liberación femenina, individual y colectiva, pero la incomodidad que incitaban sus películas griegas se desvanece más que nunca, y de manera más grave, en Poor Things.

Al comparar la película de Lanthimos con otras más íntegras sobre el mismo tema quedan más claras las carencias. De WR: Mysteries of the Organism (1971) a la reciente Bad Luck Banging or Loony Porn (2021), otros directores han aprovechado mejor la idea de una mujer rebelde para agredir no solo al público misógino, sino también a la idea misma de lo que es el cine. Más importante aún, ahí están las filmografías de directoras como Věra Chytilová, que en Something Different (1963) aborda a la mujer moderna contrastando las vidas de una gimnasta y un ama de casa. Gracias a este mecanismo quedan manifiestas las coincidencias y distancias entre ambas, que evitan pensarlas desde la simpleza o la jerarquía, pero también hay una discusión implícita sobre el documental y la ficción que elude el placer narrativo convencional. Daisies (1966) nos muestra a dos muchachas que salen a “portarse mal”: bailan, se ven con muchachos, abandonan sus modales en una elegante mesa y de paso rompen el lenguaje cinematográfico. Esto último alcanza lo milagroso al deshacerse de la trama para ahondar en experimentos de montaje tan desafiantes como las intenciones de las protagonistas. Todas estas son películas sobre la inconformidad de la mujer que a su vez incomodan por su extrañeza radical, ya que parecen llevar en mente aquella frase de Mao Tse-Tung: “La revolución no es una cena de gala”, es decir, no es placentera ni fácil.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En cambio, Poor Things parece resuelta a complacer y enganchar, como el azúcar. Aunque habrá quienes se molesten con la desnudez y algunas excentricidades —la repulsión que le genera el sexo al público estadounidense es ya un tema discutido por la crítica—, las locaciones de ensueño, el humor soez, los vestidos resplandecientes y los colores acaramelados producen más placer que disgusto. Lanthimos cae en algo que podríamos llamar el síndrome de Tim Burton, es decir, no es un autor cuyas formas rebasen el contenido, sino uno con ideas tan sosas que logra una puesta en escena elementalmente atractiva, bonita, pero insignificante. La Europa victoriana de Poor Things podrá reflejar el asombro que le produce a Bella con sus cielos violeta, amarillos, y sus calles impecables: caricaturas de limpieza y orden construidas en un set, pero esa idea instagrammática de lo bello es todo el significado redundante que construye Lanthimos a lo largo de más de dos horas.

Hacia el desenlace, Bella concluye que vivir es fascinante y así describe el pensamiento de una película que se acerca a sus temas con la profundidad de un comercial de aseguradora. Aunque toca la pedofilia y el orden masculino —¿qué otra cosa simboliza la atracción de varios hombres a lo que es fundamentalmente un bebé?—, Lanthimos no ahonda mucho y parece más interesado en fetichizar el cuerpo desnudo de Stone, que aparece en diversas posiciones, ángulos y lentes. Si el tema de Poor Things es el descubrimiento de cuanto habita el mundo, incluida la fealdad de la que un personaje le advierte a Bella, ¿por qué la pobreza aparece en una sola escena? En un punto de la trama la protagonista experimenta con el trabajo sexual, pero el burdel donde trabaja acaba idealizado al excluir la enfermedad y la violencia; más bien parece una escuela por tantas lecciones que aporta. Poor Things no solo es contradictoria, sino falsa, y por eso su condena de los hombres en la vida de Bella es mínima y se resuelve perdonándolos cuando aparece uno peor.

El colmo del denso maquillaje que le pone Lanthimos a su impulso transgresor está en  un par de apariciones de intérpretes que han colaborado con cineastas verdaderamente peligrosos para el statu quo. La primera es Hanna Schygulla, que se hizo famosa trabajando con el alemán Rainer Werner Fassbinder en los setenta. Sus películas exponen al fascismo como un parásito que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y se alojó sin mucho escándalo en todas las facetas de Alemania Occidental. Las imágenes gélidas que exageran el melodrama hollywoodense evitan la ilusión de realidad por lo calculadas que llegan a ser. No hay nada en Poor Things que se le compare a estos mecanismos, sino una fantasía que busca la risa, la conmoción, la identificación. Cuando Bella descubre el baile, Duncan, el abogado dandy, la imita para fingir que los movimientos brutos de su acompañante son una nueva moda. Donde otros cineastas encontrarían rareza y tal vez fealdad, Lanthimos busca humor.

Y luego está Damien Bonnard, que en Staying Vertical (2016) hizo una de las apariciones más accesibles en la filmografía del director gay Alain Guiraudie: su personaje cede al coqueteo de un anciano y lo penetra hasta matarlo de gusto. Es importante distinguir a Guiraudie como un cineasta gay porque busca imágenes explícitas de sexo entre hombres para rescatar la naturalidad de la eyaculación y la penetración anal, pero que también escandalicen a quien las crea más monstruosas que un homicidio. El placer, y mostrarlo, son actos de insurgencia en su filmografía, mientras que en Poor Things la incomodidad resulta más del imaginario aséptico del público que de las intenciones del director.

Al incluir a Schygulla y a Bonnard en Poor Things, Lanthimos sugiere que él también participa en la tradición de un cine subversivo, cuando hace todo lo contrario: alimentar las fantasías accesibles de rebelión, sin precios, sin dolores, sin molestias, en una industria que persigue, para su beneficio, la más absoluta comodidad. Lanthimos no es un subversivo en Hollywood, como lo han sido otros, de Alfred Hitchcock a Robert Altman, sino un artista de plástico que finge ser contracultural.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)
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Poor Things: tan cerca de Tim Burton, tan lejos de Haneke

Poor Things: tan cerca de Tim Burton, tan lejos de Haneke

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2024
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Poor Things de Yorgos Lanthimos: visualmente impresionante pero eclipsada por la fetichización de Emma Stone.

En su tercer largometraje, que lo acercó por primera vez a la fama, Yorgos Lanthimos parecía un discípulo de cineastas incómodos, sobre todo del moralista sádico Michael Haneke. Las imágenes de Dogtooth (2009), como las del director austriaco, sugerían una violencia insoportable que, mediante la negación de lo explícito, se hacían más crueles. Por ejemplo, en un plano general de un muchacho que se acerca despacio a un gato, portando unas tijeras de jardín, Lanthimos oculta el ataque resultante. Lo que asusta al público son los maullidos desesperados y la reacción de unas muchachas, las hermanas del atacante, que ven el crimen gritando desde el interior de la casa. La escena termina con un primer plano del cuerpecito felino, destripado y atravesado por las tijeras. Si bien es una imitación que no captó del todo las intenciones y la evolución de Haneke, en buena medida el emergente director griego parecía entender el estilo de su mayor influencia y, gracias a ello, podía vislumbrarse un potencial que al llegar a Hollywood se diluyó entre los inevitables compromisos de filmar con presupuestos multimillonarios.

De The Lobster (2015) en adelante hemos visto a Lanthimos acomodarse a los gustos del público masivo, una concesión necesaria para atraer estrellas y cadenas de distribución cada vez más grandes. A pesar de ello, en su filmografía persistió un deseo por transgredir, sugerido apenas en la excentricidad de un adolescente que se llena la boca de espagueti con brutalidad en The Killing of a Sacred Deer (2017), o en la sexualidad más o menos explícita de sus largometrajes posteriores, protagonizados por Emma Stone. Ya harta de las limitaciones del cine más comercial que el de Lanthimos —no puede llamársele marginales a películas distribuidas por Fox, que, desde hace unos años, ha sido propiedad de Disney—, Stone no le teme a la desnudez o el ridículo: se arriesga. Sin embargo, también es perceptible en la obra hollywoodense de Lanthimos la cautela de no subir tanto al volumen para provocar que los vecinos llamen a la policía. Esta contradicción no solo permanece irresuelta en Poor Things (2023), su más reciente película, sino que se acentúa debido a la trama.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En lo que parecen los últimos años del siglo XIX, un cirujano ambicioso, Godwin Baxter (Willem Dafoe), tan ególatra que recorta su nombre a God —o Dios—, revive a una suicida embarazada poniéndole el cerebro de su bebé nonato. Bella (Emma Stone), el hermoso monstruo, apenas si sabe hablar, se mueve con torpeza y está en pleno descubrimiento de sus sentidos, como lo estaría el niño cuyo cerebro controla el cuerpo. De manera desconcertante, la combinación de belleza e inmadurez absoluta atrae a dos hombres: el tímido discípulo de Godwin, Max McCandles (Ramy Youssef), y el abogado Duncan Wedderburn (Mark Ruffalo), un dandy que se mezcla con la alta sociedad, cuyas reglas dobla, aunque sin romperlas. Cuando Bella descubre el placer que puede darle su cuerpo, ella se aventura con el abogado a varias capitales de Europa, en las que su comportamiento termina espantándolo. En esencia, la narración de Lanthimos es un viaje de autoconocimiento encauzado a la liberación femenina, individual y colectiva, pero la incomodidad que incitaban sus películas griegas se desvanece más que nunca, y de manera más grave, en Poor Things.

Al comparar la película de Lanthimos con otras más íntegras sobre el mismo tema quedan más claras las carencias. De WR: Mysteries of the Organism (1971) a la reciente Bad Luck Banging or Loony Porn (2021), otros directores han aprovechado mejor la idea de una mujer rebelde para agredir no solo al público misógino, sino también a la idea misma de lo que es el cine. Más importante aún, ahí están las filmografías de directoras como Věra Chytilová, que en Something Different (1963) aborda a la mujer moderna contrastando las vidas de una gimnasta y un ama de casa. Gracias a este mecanismo quedan manifiestas las coincidencias y distancias entre ambas, que evitan pensarlas desde la simpleza o la jerarquía, pero también hay una discusión implícita sobre el documental y la ficción que elude el placer narrativo convencional. Daisies (1966) nos muestra a dos muchachas que salen a “portarse mal”: bailan, se ven con muchachos, abandonan sus modales en una elegante mesa y de paso rompen el lenguaje cinematográfico. Esto último alcanza lo milagroso al deshacerse de la trama para ahondar en experimentos de montaje tan desafiantes como las intenciones de las protagonistas. Todas estas son películas sobre la inconformidad de la mujer que a su vez incomodan por su extrañeza radical, ya que parecen llevar en mente aquella frase de Mao Tse-Tung: “La revolución no es una cena de gala”, es decir, no es placentera ni fácil.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En cambio, Poor Things parece resuelta a complacer y enganchar, como el azúcar. Aunque habrá quienes se molesten con la desnudez y algunas excentricidades —la repulsión que le genera el sexo al público estadounidense es ya un tema discutido por la crítica—, las locaciones de ensueño, el humor soez, los vestidos resplandecientes y los colores acaramelados producen más placer que disgusto. Lanthimos cae en algo que podríamos llamar el síndrome de Tim Burton, es decir, no es un autor cuyas formas rebasen el contenido, sino uno con ideas tan sosas que logra una puesta en escena elementalmente atractiva, bonita, pero insignificante. La Europa victoriana de Poor Things podrá reflejar el asombro que le produce a Bella con sus cielos violeta, amarillos, y sus calles impecables: caricaturas de limpieza y orden construidas en un set, pero esa idea instagrammática de lo bello es todo el significado redundante que construye Lanthimos a lo largo de más de dos horas.

Hacia el desenlace, Bella concluye que vivir es fascinante y así describe el pensamiento de una película que se acerca a sus temas con la profundidad de un comercial de aseguradora. Aunque toca la pedofilia y el orden masculino —¿qué otra cosa simboliza la atracción de varios hombres a lo que es fundamentalmente un bebé?—, Lanthimos no ahonda mucho y parece más interesado en fetichizar el cuerpo desnudo de Stone, que aparece en diversas posiciones, ángulos y lentes. Si el tema de Poor Things es el descubrimiento de cuanto habita el mundo, incluida la fealdad de la que un personaje le advierte a Bella, ¿por qué la pobreza aparece en una sola escena? En un punto de la trama la protagonista experimenta con el trabajo sexual, pero el burdel donde trabaja acaba idealizado al excluir la enfermedad y la violencia; más bien parece una escuela por tantas lecciones que aporta. Poor Things no solo es contradictoria, sino falsa, y por eso su condena de los hombres en la vida de Bella es mínima y se resuelve perdonándolos cuando aparece uno peor.

El colmo del denso maquillaje que le pone Lanthimos a su impulso transgresor está en  un par de apariciones de intérpretes que han colaborado con cineastas verdaderamente peligrosos para el statu quo. La primera es Hanna Schygulla, que se hizo famosa trabajando con el alemán Rainer Werner Fassbinder en los setenta. Sus películas exponen al fascismo como un parásito que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y se alojó sin mucho escándalo en todas las facetas de Alemania Occidental. Las imágenes gélidas que exageran el melodrama hollywoodense evitan la ilusión de realidad por lo calculadas que llegan a ser. No hay nada en Poor Things que se le compare a estos mecanismos, sino una fantasía que busca la risa, la conmoción, la identificación. Cuando Bella descubre el baile, Duncan, el abogado dandy, la imita para fingir que los movimientos brutos de su acompañante son una nueva moda. Donde otros cineastas encontrarían rareza y tal vez fealdad, Lanthimos busca humor.

Y luego está Damien Bonnard, que en Staying Vertical (2016) hizo una de las apariciones más accesibles en la filmografía del director gay Alain Guiraudie: su personaje cede al coqueteo de un anciano y lo penetra hasta matarlo de gusto. Es importante distinguir a Guiraudie como un cineasta gay porque busca imágenes explícitas de sexo entre hombres para rescatar la naturalidad de la eyaculación y la penetración anal, pero que también escandalicen a quien las crea más monstruosas que un homicidio. El placer, y mostrarlo, son actos de insurgencia en su filmografía, mientras que en Poor Things la incomodidad resulta más del imaginario aséptico del público que de las intenciones del director.

Al incluir a Schygulla y a Bonnard en Poor Things, Lanthimos sugiere que él también participa en la tradición de un cine subversivo, cuando hace todo lo contrario: alimentar las fantasías accesibles de rebelión, sin precios, sin dolores, sin molestias, en una industria que persigue, para su beneficio, la más absoluta comodidad. Lanthimos no es un subversivo en Hollywood, como lo han sido otros, de Alfred Hitchcock a Robert Altman, sino un artista de plástico que finge ser contracultural.

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Poor Things: tan cerca de Tim Burton, tan lejos de Haneke

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Poor Things de Yorgos Lanthimos: visualmente impresionante pero eclipsada por la fetichización de Emma Stone.

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En su tercer largometraje, que lo acercó por primera vez a la fama, Yorgos Lanthimos parecía un discípulo de cineastas incómodos, sobre todo del moralista sádico Michael Haneke. Las imágenes de Dogtooth (2009), como las del director austriaco, sugerían una violencia insoportable que, mediante la negación de lo explícito, se hacían más crueles. Por ejemplo, en un plano general de un muchacho que se acerca despacio a un gato, portando unas tijeras de jardín, Lanthimos oculta el ataque resultante. Lo que asusta al público son los maullidos desesperados y la reacción de unas muchachas, las hermanas del atacante, que ven el crimen gritando desde el interior de la casa. La escena termina con un primer plano del cuerpecito felino, destripado y atravesado por las tijeras. Si bien es una imitación que no captó del todo las intenciones y la evolución de Haneke, en buena medida el emergente director griego parecía entender el estilo de su mayor influencia y, gracias a ello, podía vislumbrarse un potencial que al llegar a Hollywood se diluyó entre los inevitables compromisos de filmar con presupuestos multimillonarios.

De The Lobster (2015) en adelante hemos visto a Lanthimos acomodarse a los gustos del público masivo, una concesión necesaria para atraer estrellas y cadenas de distribución cada vez más grandes. A pesar de ello, en su filmografía persistió un deseo por transgredir, sugerido apenas en la excentricidad de un adolescente que se llena la boca de espagueti con brutalidad en The Killing of a Sacred Deer (2017), o en la sexualidad más o menos explícita de sus largometrajes posteriores, protagonizados por Emma Stone. Ya harta de las limitaciones del cine más comercial que el de Lanthimos —no puede llamársele marginales a películas distribuidas por Fox, que, desde hace unos años, ha sido propiedad de Disney—, Stone no le teme a la desnudez o el ridículo: se arriesga. Sin embargo, también es perceptible en la obra hollywoodense de Lanthimos la cautela de no subir tanto al volumen para provocar que los vecinos llamen a la policía. Esta contradicción no solo permanece irresuelta en Poor Things (2023), su más reciente película, sino que se acentúa debido a la trama.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En lo que parecen los últimos años del siglo XIX, un cirujano ambicioso, Godwin Baxter (Willem Dafoe), tan ególatra que recorta su nombre a God —o Dios—, revive a una suicida embarazada poniéndole el cerebro de su bebé nonato. Bella (Emma Stone), el hermoso monstruo, apenas si sabe hablar, se mueve con torpeza y está en pleno descubrimiento de sus sentidos, como lo estaría el niño cuyo cerebro controla el cuerpo. De manera desconcertante, la combinación de belleza e inmadurez absoluta atrae a dos hombres: el tímido discípulo de Godwin, Max McCandles (Ramy Youssef), y el abogado Duncan Wedderburn (Mark Ruffalo), un dandy que se mezcla con la alta sociedad, cuyas reglas dobla, aunque sin romperlas. Cuando Bella descubre el placer que puede darle su cuerpo, ella se aventura con el abogado a varias capitales de Europa, en las que su comportamiento termina espantándolo. En esencia, la narración de Lanthimos es un viaje de autoconocimiento encauzado a la liberación femenina, individual y colectiva, pero la incomodidad que incitaban sus películas griegas se desvanece más que nunca, y de manera más grave, en Poor Things.

Al comparar la película de Lanthimos con otras más íntegras sobre el mismo tema quedan más claras las carencias. De WR: Mysteries of the Organism (1971) a la reciente Bad Luck Banging or Loony Porn (2021), otros directores han aprovechado mejor la idea de una mujer rebelde para agredir no solo al público misógino, sino también a la idea misma de lo que es el cine. Más importante aún, ahí están las filmografías de directoras como Věra Chytilová, que en Something Different (1963) aborda a la mujer moderna contrastando las vidas de una gimnasta y un ama de casa. Gracias a este mecanismo quedan manifiestas las coincidencias y distancias entre ambas, que evitan pensarlas desde la simpleza o la jerarquía, pero también hay una discusión implícita sobre el documental y la ficción que elude el placer narrativo convencional. Daisies (1966) nos muestra a dos muchachas que salen a “portarse mal”: bailan, se ven con muchachos, abandonan sus modales en una elegante mesa y de paso rompen el lenguaje cinematográfico. Esto último alcanza lo milagroso al deshacerse de la trama para ahondar en experimentos de montaje tan desafiantes como las intenciones de las protagonistas. Todas estas son películas sobre la inconformidad de la mujer que a su vez incomodan por su extrañeza radical, ya que parecen llevar en mente aquella frase de Mao Tse-Tung: “La revolución no es una cena de gala”, es decir, no es placentera ni fácil.

Poor Things, Yorgos Lanthimos (2023)

En cambio, Poor Things parece resuelta a complacer y enganchar, como el azúcar. Aunque habrá quienes se molesten con la desnudez y algunas excentricidades —la repulsión que le genera el sexo al público estadounidense es ya un tema discutido por la crítica—, las locaciones de ensueño, el humor soez, los vestidos resplandecientes y los colores acaramelados producen más placer que disgusto. Lanthimos cae en algo que podríamos llamar el síndrome de Tim Burton, es decir, no es un autor cuyas formas rebasen el contenido, sino uno con ideas tan sosas que logra una puesta en escena elementalmente atractiva, bonita, pero insignificante. La Europa victoriana de Poor Things podrá reflejar el asombro que le produce a Bella con sus cielos violeta, amarillos, y sus calles impecables: caricaturas de limpieza y orden construidas en un set, pero esa idea instagrammática de lo bello es todo el significado redundante que construye Lanthimos a lo largo de más de dos horas.

Hacia el desenlace, Bella concluye que vivir es fascinante y así describe el pensamiento de una película que se acerca a sus temas con la profundidad de un comercial de aseguradora. Aunque toca la pedofilia y el orden masculino —¿qué otra cosa simboliza la atracción de varios hombres a lo que es fundamentalmente un bebé?—, Lanthimos no ahonda mucho y parece más interesado en fetichizar el cuerpo desnudo de Stone, que aparece en diversas posiciones, ángulos y lentes. Si el tema de Poor Things es el descubrimiento de cuanto habita el mundo, incluida la fealdad de la que un personaje le advierte a Bella, ¿por qué la pobreza aparece en una sola escena? En un punto de la trama la protagonista experimenta con el trabajo sexual, pero el burdel donde trabaja acaba idealizado al excluir la enfermedad y la violencia; más bien parece una escuela por tantas lecciones que aporta. Poor Things no solo es contradictoria, sino falsa, y por eso su condena de los hombres en la vida de Bella es mínima y se resuelve perdonándolos cuando aparece uno peor.

El colmo del denso maquillaje que le pone Lanthimos a su impulso transgresor está en  un par de apariciones de intérpretes que han colaborado con cineastas verdaderamente peligrosos para el statu quo. La primera es Hanna Schygulla, que se hizo famosa trabajando con el alemán Rainer Werner Fassbinder en los setenta. Sus películas exponen al fascismo como un parásito que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y se alojó sin mucho escándalo en todas las facetas de Alemania Occidental. Las imágenes gélidas que exageran el melodrama hollywoodense evitan la ilusión de realidad por lo calculadas que llegan a ser. No hay nada en Poor Things que se le compare a estos mecanismos, sino una fantasía que busca la risa, la conmoción, la identificación. Cuando Bella descubre el baile, Duncan, el abogado dandy, la imita para fingir que los movimientos brutos de su acompañante son una nueva moda. Donde otros cineastas encontrarían rareza y tal vez fealdad, Lanthimos busca humor.

Y luego está Damien Bonnard, que en Staying Vertical (2016) hizo una de las apariciones más accesibles en la filmografía del director gay Alain Guiraudie: su personaje cede al coqueteo de un anciano y lo penetra hasta matarlo de gusto. Es importante distinguir a Guiraudie como un cineasta gay porque busca imágenes explícitas de sexo entre hombres para rescatar la naturalidad de la eyaculación y la penetración anal, pero que también escandalicen a quien las crea más monstruosas que un homicidio. El placer, y mostrarlo, son actos de insurgencia en su filmografía, mientras que en Poor Things la incomodidad resulta más del imaginario aséptico del público que de las intenciones del director.

Al incluir a Schygulla y a Bonnard en Poor Things, Lanthimos sugiere que él también participa en la tradición de un cine subversivo, cuando hace todo lo contrario: alimentar las fantasías accesibles de rebelión, sin precios, sin dolores, sin molestias, en una industria que persigue, para su beneficio, la más absoluta comodidad. Lanthimos no es un subversivo en Hollywood, como lo han sido otros, de Alfred Hitchcock a Robert Altman, sino un artista de plástico que finge ser contracultural.

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