Bajo las nubes pesadas de la mañana se extiende el estadio El Campín, rodeado de palmeras enanas, en una explanada por la que hoy, lunes, apenas pasan transeúntes. A un costado hay un muro de varios metros, pintado con grafitis azules –el inconfundible color de Millonarios, uno de los equipos de fútbol de Bogotá–, que termina en una puerta metálica. La puerta se abre y sale Kira, una perra musculosa que olisquea sin soltar de la boca una pelota de tenis. El lugar es un patio con casetas similares a los puestos de mercado; hay una más grande en el centro, donde están apilados un asador, bolsas de carbón, canastas con botellas, sillas y trastos de cocina. Dos hombres sacan hojas y ramas de los canales en el techo y uno más barre el piso. Todo está en pausa, ausente, ya no se escucha el ruido de la calle, no huele a ningún aroma. De las casetas todavía cuelgan letreros que ofrecen cuchuco con espinazo, sopa de arroz, ajiaco, morcilla, lomo de cerdo, chicharrón totiao, longaniza, mondongo, plátano, yuca y gallina gigante. Hasta hace un año y siete meses aquí se levantaba el Palacio del Colesterol.
La puerta se abre y entra María Otilia Torres, trabajadora y fundadora del palacio. Tiene 85 años, la mirada al mismo tiempo triste y vivaz, un traje sastre color uva y aretes de perla. Se sienta en una banca bajo un cartel que anuncia “Sopitas, picadas y bebidas” y de inmediato dice: “Nosotros deberíamos ser los dueños de esto porque lo hemos cuidado. Cuando llegamos no había luz ni agua y nos arreglamos con lámparas de gasolina. Las casetas las hicimos nosotros. Somos dueños del aire, pero de la tierra no somos dueños”.
El estadio El Campín empezó a recibir al público desde 1938 y, cada vez que había un partido, en las inmediaciones se ubicaban puestos de venta de fritanga, el plato del altiplano cundiboyacense, hoy popular en toda Colombia y América Latina, que combina porciones de carnes y guarniciones fritas: res, cerdo, pollo, papa criolla, chorizo, morcilla, chicharrón, patacones, plátano y yuca. Hace 59 años, en 1962, el alcalde de Bogotá, Jorge Gaitán Cortés, cedió a los vendedores un terreno de la Alcaldía Mayor, vacío y sin servicios públicos, pero bien ubicado junto al estadio, lo que les aseguró una clientela fija: los fanáticos del fútbol, que en Colombia se conocen como hinchas. En el grupo de cocineros estaban María Otilia Torres y Cecilia Forero, hoy de 92 años, cuya hija, Gladys Rodríguez, acaba de entrar y se une a la conversación para recordar que entonces fabricaron alcancías y salieron a pedir dinero para construir ellos mismos todo lo que hoy se ve aquí: el Palacio del Colesterol.
Poco antes de las once, entran más trabajadores: Gloria Páez, Ludyn Soto, Tulia Barón, Rosalba Vargas, Carlos Parra. A ellos se suman Edward Rubiano, el hombre que estaba barriendo, y su esposa, Heidy Cristiano; la pareja se encarga de cuidar el lugar. Faltan otros y los que están piden que sean mencionados: Carlos Neira, Janeth Agudelo, Elena Vargas, Jorge Antonio Castro, Julio Salamanca, Judith Parra, Elvira Castro, Fernando Orozco y Leidy Páez. Son tres generaciones dedicadas a alimentar a los fanáticos capitalinos del fútbol. Se sientan en bancas y comienzan la entrevista evocando los buenos tiempos. “Para la inauguración hubo fiesta con banda papayera”, cuenta María Otilia Torres.
Su hijo es Carlos Parra, tiene 65 años y es el guardián no oficial de la memoria del Palacio del Colesterol: “Desde el año 62, después de los partidos [de fútbol], los mismos jugadores y comentaristas deportivos venían a reencontrarse con los hinchas. La fritanga se conoció en Bogotá por el Palacio del Colesterol y fue tan fuerte que el señor Carlos Arturo Rueda, un gran locutor e historiador, le puso ese nombre icónico. Aquí vinieron concejales, alcaldes, candidatos a la presidencia a hacer sus campañas”.
Otro de los trabajadores, Edward Rubiano, heredó de su padre y su abuelo el arte de la cocina y, aunque es joven, se sabe los nombres de los visitantes históricos del Palacio del Colesterol: la cantante de rancheras y boleros Helenita Vargas, el boxeador Bernardo Caraballo, el futbolista Willington Ortiz, el candidato presidencial –asesinado en 1989– Luis Carlos Galán. Acerca de las multitudes, calcula: “Dependiendo de la calidad del partido, podíamos atender a trescientas, quinientas personas, pero lo más bonito es que en un clásico entre Santa Fe y Millonarios [los tradicionales rivales bogotanos] se reunían hinchas de ambos equipos. Debatían, hablaban de fútbol, de lo que les había gustado del juego y compartían la comida; pedían: ‘Llévele media gallina a ellos’. No éramos un restaurante normal que abre de lunes a sábado, sino cuando había partido. Ése fue el fuerte del Palacio: la gente que viene al fútbol”.
En fotos antiguas las y los trabajadores del Palacio del Colesterol aparecen ajetreados, con sus gorras y delantales, tras voluptuosas bandejas de comida, fogones encendidos y las caras sonrientes de los comensales. “Veníamos a las nueve de la mañana, pero en la casa uno se levantaba a las cinco a preparar la sopa, a cocinar la gallina. Yo aprendí por mi mamá. Ya aquí se fritaba la papa; la rellena y a vender. Los hinchas llegaban antes del partido, al mediodía, a almorzar y pasar el rato. Luego entraban al estadio y a la salida volvían, ganaran o perdieran. A las diez, once de la noche cerrábamos”, recuerda Gladys Rodríguez.
Entonces Ludyn Soto, tan locuaz como su marido Carlos Parra, presume: “Éste es el único sitio a nivel latinoamericano aledaño a un estadio que vende comidas típicas. Y ésa es nuestra pelea”. Se refiere a las diecisiete personas que alquilan las casetas del Palacio del Colesterol al Instituto Distrital de Recreación y Deporte (IDRD), a las veintiséis que conforman la Asociación de Comidas Típicas del Palacio del Colesterol y a las más de sesenta –sin contar a sus familias– que se emplean directa o indirectamente allí, quienes pelean con el objetivo de que el instituto no cierre definitivamente el lugar y lo entregue al proyecto para la construcción del Complejo Cultural y Deportivo Estadio El Campín, una alianza público-privada que está en fase de revisión de factibilidad por parte del IDRD.
El proyecto, en el que participa un conglomerado de empresas nacionales y extranjeras, se dio a conocer a la ciudadanía el 13 de octubre en una reunión presencial con poca asistencia debido a la falta de difusión. Entre las megaempresas involucradas están las españolas L35 (un estudio de arquitectura con oficinas en trece ciudades, a cargo de doscientas obras en cuatro continentes, como la remodelación del estadio Santiago Bernabéu de Madrid) y Lanik (dedicada al diseño, fabricación y montaje de estructuras y cubiertas, por ejemplo, del estadio Dinamo de Moscú), la multinacional BAC Engineering Consultancy Group, la colombiana MSH Consulting, la firma colombiana de abogados Coral Delgado & Asociados y Logística 911, una de las mayores organizadoras de eventos del país.
De aprobarse –lo que podría ocurrir dentro de unos seis meses– el complejo sumaría 167,000 metros cuadrados en los que, además de la ampliación del aforo de El Campín a 45,000 espectadores, habría un centro de acondicionamiento físico con piscinas olímpicas y canchas de fútbol, un pabellón de eventos, un auditorio para la Orquesta Filarmónica de Bogotá con capacidad para 2,500 personas, un espacio comercial con bolera y cines, un hotel con cerca de ciento veinte habitaciones, 44,000 metros cuadrados de parques y plazoletas y 4,800 de restaurantes. Con una inversión de un billón de pesos colombianos que equivalen a 280 millones de dólares, la financiación, construcción, operación, mantenimiento, administración y explotación económica correría a cuenta de la parte privada por un periodo de treinta años.
El 8 de marzo de 2020 el equipo bogotano Santa Fe y el Nacional de Medellín empataron un partido ante unos veinticinco mil aficionados en el último encuentro presencial en El Campín antes de la pandemia de covid. Fue también la última vez que el Palacio del Colesterol abrió. “El partido fue un sábado, el martes había otro y lo suspendieron. Ahí empezó la pandemia”, recuerda María Otilia Torres. Ese mes quedó paralizado el contrato de alquiler –bajo la figura de aprovechamiento económico– con el IDRD, que finalizaba en mayo y se renovaba anualmente. Como solían hacerlo, las y los trabajadores presentaron los documentos para la renovación, pero ésta aún no ocurre. Sentados en su lugar de trabajo, ahora tan fantasmal, dicen que en casi sesenta años de historia han sufrido distintos atropellos. María Otilia recuerda que, en la década de los noventa, el terreno pasó a ser propiedad del IDRD, una medida que desconoció la posesión histórica de los vendedores como ella.
“Esto lo donaron, pero tuvimos que arreglar todo”, insiste María Otilia y Ludyn Soto la secunda: “Esto no lo construyó el instituto ni ninguna entidad. Fueron los socios, ladrillo a ladrillo, peso a peso que iban ganando”. “Cuando se les daba la gana, nos echaban a la policía. A veces la policía nos cercaba para que no entrara nadie. Desavenencias ha habido siempre y –me perdona la expresión– pero nos mamamos todos estos años luchando para que nos hicieran un contratico para darnos caramelo”, explica María Otilia.
Su hijo, Carlos Parra, cuenta que en 1996 el hoy extinto Fondo de Ventas Populares, la entidad que organizaba y formalizaba a los vendedores ambulantes, firmó un convenio con el IDRD para que administrara el Palacio del Colesterol. “Ahí dice que se le entregan al instituto 44 casetas, dos baterías de baños, tres asaderos, dos bodegas y una vivienda y que con el arriendo que se le pague el IDRD, pagará servicios públicos y celaduría”. Según los trabajadores, no sucedió así y, aparte del alquiler, tuvieron que ocuparse de los servicios públicos, la vigilancia, las pólizas y el mantenimiento del Palacio del Colesterol. “Unos vendían lechona, tamales, gallina, pero la mayoría vendía fritanga y había tres asaderos de carne a la llanera”, continúa Carlos, y luego menciona un decreto emitido por la Alcaldía Mayor de Bogotá en 1998 que prohíbe el expendio de licor a menos de doscientos metros del estadio El Campín. “Con la prohibición, los ingresos mermaron y muchos vendedores entregaron sus casetas; otros fallecieron. Éramos veinticinco; al año siguiente, veinte; y en la actualidad, diecisiete. ¿Qué hizo el instituto? Nos fue encerrando. El pedazo que usted ve allá”, Carlos señala más casetas al otro lado de una reja, “ya lo tomaron ellos”.
Eso no significa, como han dicho la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, y la directora del IDRD, Blanca Durán, que sólo doce personas trabajen en el Palacio del Colesterol o que la clientela haya disminuido. En una entrevista al periódico El Tiempo publicada el pasado 22 de septiembre, la directora Durán dijo: “Hay que tener en cuenta que este punto [el Palacio del Colesterol] estaba decayendo. De 56 módulos, sólo doce fueron ocupados en el último contrato. Menos personas iban a comer allá”. Cuando se le preguntó por qué el lugar no había hecho parte de la reactivación económica tras la pandemia, respondió: “La solicitud del operador es que todos estos predios estén libres para que se puedan iniciar los estudios y diseños a detalle”. En esa misma entrevista propuso reubicar a los trabajadores en cualquiera de los 132 parques de la ciudad. Ellos, sin embargo, no están de acuerdo.
“¿Cómo nos van a llevar a un parque? A mí, que vivo en el norte, ¿cuánto me sale un viajecito hasta el sur, al parque El Tunal?”, reclama María Otilia. Carlos Parra añade: “Nuestra clientela se debe al fútbol. Yo no necesito a cuarenta mil personas que van a un parque, sino a las tres mil que entran al estadio y a las cincuenta familias que vienen a comer. Me voy a un parque y voy a conseguir enemigos, gente que trabaja allá y que va a decir: ‘¿Éste de dónde apareció?’. Nosotros queremos que se respete nuestro sitio y que si nos van a reubicar, nos reubiquen aquí y nos hagan partícipes del proyecto”.
Ésa es su petición: ser incluidos en el Complejo Cultural y Deportivo Estadio El Campín que, como se dijo en la presentación del 13 de octubre, tendría 4,800 metros cuadrados destinados a restaurantes. En esa reunión, Édgar Cardona, director del equipo estructurador del proyecto, dijo: “Estamos buscando un ecosistema donde la gente viva, que no pase alrededor, sino que sea parte, que se integre. Vamos a tener una zona gastronómica urbana. Hicimos una encuesta en la que preguntamos: cuando viene un turista, ¿a dónde lo invita? Entre los clasificados estaban Monserrate, la Candelaria y un par de parques; el resto era fuera de Bogotá y casi todo de comida mexicana, peruana, brasilera. […] Nosotros queremos tener aquí un centro gastronómico urbano. […] Queremos tener nuestro espacio del Palacio del Colesterol, pero que no sea sólo para el fin de semana y el fútbol, sino para todos los días y todas las personas, un sitio turístico”. Aún no ha habido conversación entre las y los trabajadores y el proyecto privado.
Otra petición de los vendedores es que el Palacio del Colesterol sea declarado patrimonio gastronómico de Bogotá. Tras enviar tres comunicados al IDRD que no obtuvieron respuesta y una serie de tres o cuatro reuniones con el instituto, en las que ha habido pocos acuerdos, el grupo acudió a los medios. Han contado con el apoyo de concejales y congresistas y de los propios fanáticos del fútbol; en un partido reciente de Millonarios dispusieron una enorme pancarta en la que se leía: “#YoDefiendoElPalacioDelColesterol”. El exhorto circula en redes sociales.
En entrevista con Gatopardo, Heidy Sánchez, concejala de Bogotá por el partido Unión Patriótica, comenta que está trabajando con el representante a la Cámara Inti Asprilla para lograr la declaración de patrimonio gastronómico del Palacio del Colesterol, lo que aseguraría que el espacio se salvaguarde. Su gestión se ha enfocado en hacer notorio el problema ante la opinión pública, en lograr la renovación del contrato de los vendedores –ellos han intentado obtener permisos temporales para reabrir la venta de comida– y en que se les incluya en la renovación de la zona: “En agosto empezó el proceso de reactivación económica, hicimos una reunión con el subdirector del IDRD para ver alternativas, pero no hubo respuesta. Hoy hay una nueva mesa de trabajo y tenemos avances importantes para renovar el contrato e incluirlos en la alianza público-privada. Para un proyecto de tanta plata no es difícil ubicarlos ahí”, argumenta la concejala.
Ya pasó el mediodía y llueve en Bogotá. En el Palacio del Colesterol, con una taza de café en la mano, Ludyn Soto se envuelve en un poncho de lana y dice: “Si usted pregunta en los alrededores del estadio, en los barrios, le van a decir que esto hace parte de la cultura bogotana. Nosotros tenemos una trayectoria de mucho tiempo y no estamos mendigando, estamos exigiendo al Estado que nos deje trabajar”. Su esposo, Carlos Parra, termina así: “Tenemos que seguir batallado porque el desempleo es total. Mis hijos, por ejemplo, trabajan con contratos a seis meses; entonces uno les dice: ‘Acá hay un legado, sigan con lo mismo porque ¿qué hacemos?’”.