I.
Dua Lipa, la de los párpados preciosos, me promete la levitación: puedes irte volando conmigo esta noche. La escucho volver a sublimar la rica tradición del funk pop, con bajos para bailar los hombros y lámparas de antro en gel; de oírla, la quiero conocer en la fortaleza de sus piernas y la ternura de sus gestos: la Vía Láctea, luminiscencias en el cielo, luminiscencias en mis ojos, estamos levitando. Y, sin embargo, al mirar su video se me aparece un detalle que mi conato de embriaguez no había registrado, que mi conciencia escurrida de amor no sospechaba: la aguja girante del elevador que nos ayuda a levitar, a ella, a mí, a todos sus amantes, es la impresión en tres dimensiones platinadas del ícono de tiktok que indica el deambular del armatoste por los pisos del antro cósmico donde una cantante contemporánea nos promete la delicia del despegue contra la vulgaridad del suelo. Y yo, que empezaba a sentir amor, más bien comienzo a decepcionarme: contrario a mi parecer, participaba menos de la exquisitez de un recorrido por los cachetes astronómicos de la diva que de la ubicación en un recinto poco promisorio, menos creador, y me descubro la población destino de una hábil y simulada campaña de publicidad para promover, desde la mística congregante que es la música —que sigue abarrotando estadios por la promesa de hacer sentir algo en la fundición masiva—, una aplicación de entretenimiento made in China que vino al mundo para desplazar al gigante ubicuo instragram, donde se iluminan pasteles, cascadas, leggings y músculos en el esfuerzo mayúsculo de la ilustración de la presunta tranquilidad plural del mundo.
Con más de cuatrocientas millones de reproducciones en su versión oficial de youtube, el talento y la presencia de Dua Lipa en “Levitating” coinciden en su punto de arranque con la que, en mi conciencia sin datos, es la explosión de usuarios de tiktok en el mundo: el alicaído y confinado 2020, apto para levitar en plataformas digitales ante la obligada distancia y sus apegos domésticos. Con esos bailes pensábamos que acudíamos a la poesía de la flotación cuando, más bien, participábamos de un ya muy conocido ritual: el de la inducción de marca, el de la normalización de nuestros nuevos lenguajes de identidades de consumo, el único ejercicio ciudadano autorizado en el hipercapitalismo, que nos autoriza la elección de proveedores de entretenimiento —tal vez queramos militar en apple, tal vez en android— mientras nos incita eróticamente a obedecer los canales del reconocimiento gregario por la venta de millones de réplicas autorizadas en el mundo. Y que nadie se mueva hacia las regiones de la autogestión donde, quizás, Luis Cardoza y Aragón nos invite a pensar bíblicamente en Guatemala. En cambio, conozco una galaxia y puedo darte un aventón, aunque tú también la conoces ya: es el mismo territorio de siempre en el que tus potencialidades milenariamente emplumadas quedarán sujetas a la domesticación contemporánea de comprar mientras morimos.
Entonces ya estoy más claro. No amaba, no volaba. Y me decepciono.
II.
Un par de años antes de aquel elevador de las inducciones —publicidad nativa, presumen—, voté por un gobierno de izquierda. En ese entonces es —casi, en julio de 2006 no tenía la mayoría de edad— la tercera vez que voto por el mismo candidato presidencial en el país de la dictadura perfecta, cuyo genio enunciante, cuyo autor de tan atinado diagnóstico —¡qué ostentosa claridad!—, Mario Vargas Llosa, devendrá rabioso defensor de la desregulación de la riqueza privada, adalid de la monarquía española, renegado de su natal Cochabamba, Bolivia, de su caótico natal Perú, y pedirá luego matizar sus propias lecturas radicales sobre el PRI.
Brasil no es para principiantes, dijo Caetano Veloso que sostuvo Tom Jobim sobre el país de la cuica y el caxixi. Y México tampoco es para principiantes: los pragmatismos del presidente de hoy, sus pactos fácticos, sus maneras de la necia decisión, sus francas broncas abusivas y unilaterales en espacios como la agencia de noticias del Estado, Notimex, apresuran el decreto sintético de muchos intelectuales públicos y comunicadores profesionales, que concluyen con solidez que no voté por un gobierno de izquierda: lo que sucede en México después del 1 de diciembre de 2018 es una mal simulada derecha evangélica y militarista, sentencian con velocidad crítica y lectura sagaz del complejo México de los siglos donde, al menos, eso sí, la pobreza es la constancia, y me invitan a decepcionarme: esto no es izquierda.
Por supuesto que alcanzo a ver las tonterías del abuso político acomodado en el mismo lugar de siempre —como antes reconocí, pese al alarde de modernidad, la misma publicidad tan familiar aunque nativa, disfrazada— y no me conformo en las puertas cómodas abiertas para los agresores de la normalidad, como el empresario y viajante en helicóptero Ricardo Salinas Pliego, analfabeta político y tal vez analfabeta emocional que, además de no pagar sus impuestos multimillonarios, come en la cuchara de la calma en el país de sus ventajas mientras el gobierno de la izquierda mesiánica y delirante del macuspano desubicado no resuelve las contradicciones del sistema político mexicano en los minutos apretados de su gestión, sino que toma incómodas decisiones pragmáticas rumbo a donde aún no sabemos qué. Tendrías que decepcionarte, me sugiere con toquidos en el hombro u omnipresencias en la radio el análisis docto que resuelve la realidad del mundo desde las tuberías de la interpretación, aunque quizás hace algún tiempo que no ha acariciado las rodillas ancianas a su alrededor —o abordado uno de los feos microbuses que en nuestras calles han sido—. El consejo, está claro, es la decepción: cabe arrepentirse, recular, escupir la bilis y, ahora, en las alternatividades progresistas del panorama multicolor, hacer campaña por las opciones de la valentía política, como el Movimiento Ciudadano de Samuel García, sí, un político más frontal, más transparente, menos contradictorio que el tabasqueño; menos decepcionante.
III.
Poco antes de Dua Lipa y poco después de López Obrador, busco el amor. Me aventuro a hacer salsa verde —cebolla blanca y dientes de ajo— y a improvisar la valentía en la petición de cobijas compartidas para los sillones distendidos de las salas vip del cinematógrafo de Félix Cuevas. Aprendo a dar besos transversales y a preferir las caminatas nocturnas entre gabardinas que ocultan la verdad de los pants podridos con los que, de todos modos, pese a su fealdad, se combate el frío. Elijo opinar que, seguramente, de la entrega de las mejores facultades de mi corazón felpudo, de su vainilla, brotarán algunos vínculos fuertes de la canción íntima; es decir, compartida. Decido esperanzarme con que la entrega de mis oscilaciones acuáticas —que yo sea la piedra y tú seas el lago; que tú seas la piedra y yo sea el lago— necesariamente derive en la hermosura cobriza del atardecer sobre el castillo emocional de arena: de la belleza surge la belleza, de la sinceridad surge la sinceridad, de la entrega surgen los ganchos encarnados en la pasión de la cercanía.
Pero la vida, que es dios, que es el escarabajo real y no el que sueño, se ríe de mis certezas, de mis elecciones, de mis aprendizajes, de mis comodidades en la interpretación: “La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú quieres creer”, anota el poeta creacionista [1] Vicente Huidobro, candidato presidencial en Chile, promotor de la golondrina y de la autoproclamada divinidad de la rosa moderna. Y el que sería mi proyecto de edificación con acústicas termina en herida, en confusión, en incerteza, en coraje, en la claridad de haber sido despojado de un corazón en calma. Buscaba el amor y, tras el chile habanero y los cilantros, los mangos y los aguacates para los aguachiles del atrevimiento ofrendado, ahora, más bien —aquí sin duda—, me decepciono.
IV.
Me miro y reconozco los grumos de decepciones de distinto voltaje o sus asomos o sus amenazas exógenas, que de algunos años a esta parte me habitan. Y tras las decepciones reconozco mis dudas. Reflexiono ante mi desenamoramiento de Dua Lipa y tengo que admitirme alguna malicia: ¿de veras no miraba con alguna suspicacia —antes de notar la aguja del elevador— el profesionalismo de su porte en simulación de casualidad?, ¿de veras no sospechaba que detrás del vuelo estelar de la británica no sólo habría convocatorias rumbo al estallido interior —a la manera de las pirotecnias motivacionales de Katy Perry— sino, tal vez, también definidos intereses del mercado que la apuntalaran en la búsqueda de hacer levitar utilidades en dirección a otra galaxia, a propósito de la privatización del espacio exterior que perpetra Elon Musk? ¿No había escuchado antes de hoy de las elasticidades perversas y simuladas del autoelogio que, en las varias plataformas que son siempre la misma, se inocula el sistema económico, bien presto a la galvanización y divulgación de sus costumbres para que se adopten como prestigio propio, al grado de que sus himnos resuenan en la panadería de los Héroes de Tacubaya un miércoles común en diciembre de 2021? O bien, ¿no sabía yo que en el amor con aguachile se ocultan los riesgos de la frustración y, al no ser obligatoria, la reciprocidad no se compra ni con el pétalo de una inmensidad?[2] O bien, ¿pensaban mis aguerridos defensores de la decepción política que la transición democrática no implicaría contradicciones irritantes y prevalencias de dinosaurios del camuflaje y el chapulineo?
Yo me enamoré de noche y la luna me engañó; la luna no engaña a nadie, el que se engañó fui yo, anotan los filósofos de la comprensión campo adentro, en el son jarocho.
En el proceso del deseo, del entusiasmo que edifica proyecciones de futuro, cada resorte oxidado, cada rama estrellada en la cara, cada deformación que procura el beso en la plasticidad de la cara son oportunidades para el aprendizaje, para la comprensión simultánea, para la amplitud escabrosa. Por eso el poeta español Luis Cernuda, integrante de la llamada generación del 27 por devoción a Góngora y exiliado en México, concentró su inteligencia poética alrededor de una dicotomía: La realidad y el deseo. Así que, además de enamorarme al primer llamado de la delicia en la aguja de un elevador; más que embeberme en la soberbia ingenua de mi salsa verde, tan tonta en su certeza que se niega a actuar ante la obvia realidad para prolongar la esperanza; más que concluirme en velocidades ante el proceso histórico, siempre atravesado de la fealdad y el accidente, tal vez en la decepción y sus azufres dolorosos pueda hallar el delicioso bosquejo de aprender a desear, a proyectar, a calcular, a suponer, en el respeto de los flujos permanentes donde lo único seguro es la impermanencia. Es la pérdida de la inocencia preconizada por Erich Fromm en El corazón del hombre: su potencia para el bien y para el mal:[3] tras la ruptura, el marchitamiento del amor incondicional —en el que todo el mundo es extensión del abrazo de la madre, sin crítica ni lesiones— sólo tengo como opción nacer a la incomodidad de lo real, donde se rayan las narrativas de la unidad y la consecuencia equilibrada y se desmoronan los imperativos de la causa y la consecuencia proporcionadas.
Me decepciono porque he supuesto y la realidad siempre será más amplia, más desafiante, más húmeda que mi comprensión. Pero no puedo evitar suponer y supongo porque amo, porque ocurre en mí el corazón: uno mío y uno social, que se confunden, se extrapolan, se transfieren. Y me inscribo en las corrientes de mi entorno para apetecer lo que apetecen mis pares y me descubro herido con ellos cuando nuestro ángel no llega. Tendré entonces, ante el derrumbe de la expectativa, que flotar mediante la construcción de oportunidades súbitas para nuevas opciones.[4] Y tendré entonces que reconocerme parcial y en un tránsito permanente donde el objetivo final no es convertirme en el cuenco tibetano que equilibra en vibración su cúspide tras acumular los dolores que paguen mi derecho a la estabilidad teleológica. Así que tampoco puedo enamorarme de la certeza de la llegada donde trasciendo la decepción porque la relativizo, porque la discuto y me asumo —nada más ahora mismo en capacidad de dialogarla—; sino que tendré que saberme identificar en dolores inesperados de nuevas decepciones, figuras de otro espanto, y me descubriré entonces deseando ya haber alcanzado la comprensión esférica de mis deseos.
¿Y si más bien me reconozco en un proceso permanente de incerteza más o menos lúcida, más o menos ofuscada? No por el ánimo de entronar las flexibilidades de la relativización, sino apenas para tratar de honrar con un esquema fluido los tejidos de contradicciones en que nos movemos. Pero aun en esos tejidos sólo es posible la intentona, el proyecto, los trazos de construcción: la inconformidad que asoma como la campana que pide el cambio. Donde, además, la esperanza es el acto.
“En efecto, estoy solo y de modo inconmensurable. De allí en más, también puedo jugar de verdad, en serio, a construir vínculos: a crear comunidades, a ayudar, a amar, a perder. La gravedad se transforma en ligereza que preserva a la memoria del sufrimiento y prosigue la búsqueda de su verdad por el goce de recomenzar a cada momento”, escribió Julia Kristeva en Al comienzo era el amor: psicoanálisis y fe.[5]
Tras los dolores de mi decepción, tras los desafíos de mi país sin principiantes, donde todo se envilece; tras las evaporaciones donde el sueño con Dua Lipa se deshace en girones, tal vez ahora sólo me reste la oportunidad de conocerme.
[1] ¿Acaso el creacionismo puede pensar con la lucidez de la inteligencia emocional?, ¿no es sólo guasayamamada, pendejada, delirio sin anclaje en los métodos y su realidad?, ¿no es nada más zangoloteo contra la ceremonia del hieratismo prudencial?, me autorizo a preguntarme.
[2] Ni todos los hombres del rey pondrán a Humpty Dumpty junto otra vez.
[3] Edición del Fondo de Cultura Económica, traducción de Florentino M. Torner.
[4] “Sí / Del oriente al ocaso / estalla un arco de triunfo”, escribió el poeta español Gerardo Diego, contemporáneo de Cernuda.
[5] Traducido por Graciela Klein para Editorial Gedisa, Buenos Aires, 1986.