Las tendencias editoriales del presente serán la historia intelectual de mañana. Cuando los historiadores del porvenir estudien los libros publicados en inglés a inicios del siglo XXI, notarán que había una sensación de pesimismo a causa de la erosión democrática. Muchos politólogos que dedican sus vidas profesionales a analizar la democracia han decidido escribir libros para el público general, alertados sobre la posibilidad de que este sistema político esté en peligro en numerosos países occidentales. En los títulos mismos se aprecia el pesimismo que ha envuelto a la disciplina: Cómo mueren las democracias, El pueblo contra la democracia, Las crisis de la democracia, Cómo terminan las democracias. El tema no se ha circunscrito a politólogos e investigadores; filósofos, historiadores, periodistas e intelectuales que antes no se dedicaban a este tipo de análisis se han volcado a él, contribuyendo con más libros. Es probable que no se haya visto una reflexión colectiva sobre la democracia de esta magnitud desde el final de la Guerra Fría, con la diferencia crucial de que entonces el ánimo era optimista y ahora el tono es justo el contrario.
Actualmente, en el centro de la conversación está el término “erosión democrática”, es decir: el desmantelamiento pausado de la democracia. En la base de datos del corpus de la lengua inglesa de Google se puede ver que el concepto (democratic backsliding) fue casi desconocido hasta la década de los noventa –por entonces se utilizaba poquísimo en el lenguaje impreso– pero a partir de 2010 su uso despegó precipitadamente. Que tantos pensadores, de disciplinas tan distintas, se hayan volcado al tema, animados por el mismo impulso pesimista, es una muestra de que está ocurriendo una reflexión de suma importancia. Estamos presenciando una conversación que inició por un miedo común: nos percatamos de que la democracia es más frágil de lo que creíamos.
¿Qué significa “erosión democrática” y cuáles son sus rasgos compartidos? En este ensayo me detendré en tres paradas obligatorias del recorrido: 1) el distintivo compás lento y camuflado de la erosión democrática, 2) el papel crucial de las alianzas y traiciones en el proceso de erosión y 3) el desmoronamiento de la realidad compartida que acompaña a esta transformación política. Hay otros problemas inmiscuidos en este asunto, pero los que seleccioné no sólo me parecen los más relevantes, también creo que las lecciones al respecto son las que más fácilmente se pueden transportar del contexto europeo y estadounidense al latinoamericano.
En vez de resumir los argumentos de demasiados libros, escribiré únicamente sobre cuatro que abarcan una variedad de puntos de vista. Uno lo escribió la historiadora Anne Applebaum, El ocaso de la democracia; otro se pensó desde el periodismo y la narrativa personal, Sobrevivir a la autocracia, de Masha Gessen; el siguiente es un libro de dos politólogos, Daniel Ziblatt y Steven Levitsky, Cómo mueren las democracias; y, finalmente, incluyo el libro de un teórico político, Así termina la democracia, escrito por David Runciman. Además de provenir de disciplinas diferentes, esta selección abarca lecciones de distintos lugares del mundo (Applebaum habla de Polonia; Gessen, de Rusia y Estados Unidos; Ziblatt y Levitsky, de América Latina y Europa; Runciman, de Grecia y Turquía), y aunque tienen estilos diferentes, detectan el mismo fenómeno: la erosión de la democracia.
Con todo, ¿por qué los lectores debemos estar atentos a esa bibliografía? Primero, porque es difícil enfrentar la experiencia de que algunas certezas políticas se están derribando; la imaginación se nubla al pensar en las consecuencias, posiblemente enormes, de ciertos cambios. Las ideas contenidas en estos libros nos ayudan a comprender lo que está pasando y también nos arrebatan el consuelo de que en el presente no estamos viviendo sucesos trascendentales.
Aún así, ¿por qué a los lectores de América Latina nos conviene estar al pendiente de los procesos de erosión democrática? La respuesta es que nuestra región no es ajena al poder cautivador de los caudillos ni a las consecuencias de tenerlos en el gobierno –entre ellas, el desmantelamiento de contrapesos e instituciones–. Al revisar los aspectos de ese proceso, podremos pensar cuáles afectan a los países de esta región y quizá podamos averiguar cómo frenarlos. Poner atención a este debate también nos sirve para combatir el vicio de estirar conceptos. Un adagio dice que cuando uno sostiene en la mano un martillo, todo parece un clavo. Los conceptos de las ciencias sociales pueden ser útiles para descifrar la realidad… o para malinterpretarla. Hay que tener cautela ante conceptos novedosos, como el de erosión democrática, pues podrían nublar nuestra vista y hacernos creer que todos los problemas políticos de América Latina se reducen a él.
Los gobiernos democráticos del presente enfrentan un peligro envuelto en una paradoja: la democracia no se desmantela, en nuestros tiempos, con medios extralegales –por ejemplo, con el clásico golpe de Estado–, sino con procedimientos legales que se ostentan democráticos, pero que van concediéndole más poder al Ejecutivo. Las modificaciones resultan de usar las instituciones y las leyes mismas para desmontar los contrapesos y suceden lentamente, a cuentagotas, camufladas en el discurso de que los cambios son, en realidad, una forma democrática más auténtica que la anterior. Pero la consecuencia es indiscutible: la existencia de las instituciones y los contrapesos queda reducida al papel; se convierten en fachadas o cascarones vacíos.
Quienes llevan a cabo estos cambios los defienden –como mencioné antes– diciendo que son parte de una democracia “más auténtica” porque los implementan fuerzas políticas mayoritarias que usan su popularidad para alterar las reglas del juego y congelarlas a su favor. En Cómo mueren las democracias Ziblatt y Levitsky acuden a una analogía para explicar el proceso de desmantelamiento de contrapesos: es como si un equipo de futbol se dedicara a capturar a los árbitros; sus miembros no sólo juegan a ganar, también sesgan las reglas a su favor. Esa estrategia provoca, al final, dos efectos: el presidente o el primer ministro pueden gobernar con menos contrapesos y el partido al que pertenecen se protege en el mediano plazo ante una pérdida eventual de popularidad, pues ésta no necesariamente se traducirá en su salida del poder, en cambio, es probable que logren conservar el control político porque hicieron que las reglas los favorecieran.
Conviene recordar algunos ejemplos de este desmantelamiento. De acuerdo con Ziblatt y Levitsky, cuando el partido del actual primer ministro de Hungría, Viktor Orban, ganó las elecciones de 2010 con una mayoría calificada, reemplazó al ombudsman y a las cabezas de la auditoría nacional, de la oficina de estadística del país y de la fiscalía, para poner a sus aliados políticos. El partido de Orban también aumentó el número de ministros en la Corte Constitucional de ocho a quince y nombró a gente leal en los siete puestos adicionales sin consultar a la oposición. Una vez que tuvo a la Corte de su lado, el Fidesz reescribió las reglas electorales para que la redistritación, entre otras piezas del sistema electoral, le beneficiaran. Además, prohibió que se difundieran mensajes de campaña en canales de televisión privados, lo que obligó a todas las campañas a transmitirse únicamente en canales públicos; por supuesto, Orban sustituyó a los jefes de esos canales con más personas leales al partido. Por si fuera poco, después de una larga pugna, logró expulsar a la universidad más famosa, la Universidad Centroeuropea, cuya autonomía le representaba un peligro.
Fueron evidentes los efectos de estas modificaciones: Orban y sus allegados gobiernan Hungría a su arbitrio, tienen el país a su disposición, cometen actos de corrupción que no se investigan, coartan la libertad de expresión, controlan los centros de enseñanza e investigación y hay cada vez menos intelectuales independientes. Cuatro años más tarde, el voto por Fidesz cayó de 53% en 2010 a 44.5%, pero gracias a los cambios en las reglas electorales, el partido mantuvo su mayoría calificada; en las elecciones de 2018, pese a obtener menos del 45% del voto, Fidesz preservó casi tres cuartas partes del legislativo, como consignaron Ziblatt y Levitsky.
Insisto en el punto principal: ninguno de esos cambios fue por sí mismo la estocada que le puso fin al orden democrático liberal en Hungría –hay que conservar en la mente la imagen del cuentagotas– y todos siguieron los procesos legales, aunque violaran el espíritu de las leyes del país, pero en conjunto devastaron la democracia. Además, cada cambio se hizo en nombre de una transformación que supuestamente acercaría a Hungría a una democracia más auténtica, y se hicieron lentamente, dificultando que se formara una oposición unida para proteger el régimen democrático.
Los golpes de Estado de antes al menos tenían la gracia de dejar en claro que el orden de la democracia quedaba suspendido, comenta mordazmente David Runciman en el libro Así termina la democracia. Esos golpes solían suceder con fulgor y contundencia, sin embargo, desde que terminó la Guerra Fría, prácticamente son inexistentes. La erosión democrática, en cambio, es lenta y toma tiempo, por eso no queda claro cuándo se cruza la frontera entre democracia y autoritarismo, y tampoco ayuda que el proceso se envuelve en peleas que desorientan al público. Esa falta de claridad hace difícil crear una oposición coordinada a los cambios –“a menudo hace falta la chispa que encienda el llamado efectivo a la acción”, escribió la politóloga Nancy Bermeo–. Durante la erosión democrática hay, por supuesto, oponentes que alzan la voz, que gritan ¡golpe de Estado!, pero los defensores de los líderes autoritarios responden que todo es histeria y exageración. Tampoco ayuda que algunos sucesos políticos son tan complejos que desorientan completamente a los ciudadanos.
Turquía es un buen ejemplo de ello. En verano de 2016 un grupo de militares rebeldes intentó llevar a cabo un golpe de Estado. El primer ministro Recep Tayyip Erdogan inició una transmisión en vivo por Facebook para alentar a los turcos a tomar la calle y oponerse al intento de golpe, y miles respondieron, salieron a la calle; finalmente, la mayoría de las fuerzas armadas mostró lealtad al orden constitucional y el golpe falló.
Erdogan aprovechó la coyuntura para purgar al ejército, al servicio público y hasta las universidades. Un gran número de políticos de oposición, profesores y periodistas fueron acusados de haber apoyado el golpe fallido, aunque no existiera evidencia que los vinculara al suceso. Más aún, con el impulso de haber derrotado un golpe de Estado, en 2017 Erdogan lanzó un referéndum que terminó por ganar, haciendo que Turquía dejara de ser un sistema parlamentario y se convirtiera en uno presidencial, lo que aumentó el poder del propio Erdogan, según el análisis de Runciman. El partido de Erdogan, el AKP, también hizo reformas electorales para ganar una ventaja estructural en los comicios. Erdogan hizo estos cambios, nos recuerda Runciman, bajo el argumento de que eran necesarios para defender a la democracia: “El golpe fallido se convierte así en una excusa para el trastocamiento real de la democracia”. En consecuencia, el público turco no supo de dónde venía el riesgo real, si de posibles golpes de Estado o de que el presidente acaparara el poder, desmantelando los contrapesos y menoscabando a la oposición.
En Sobrevivir a la autocracia, Masha Gessen tiene las mismas preocupaciones que expresan los politólogos Ziblatt y Levitsky en Cómo mueren las democracias, pero ella se concentra en Estados Unidos durante la presidencia de Trump. Al analizar el daño que en sólo cuatro años le hizo Trump a la democracia, incluso a una de tradiciones tan sólidas, Gessen sentencia: “Es tentador imaginar que Trump nos haría el favor de anunciar el punto de no retorno con un gesto inequívoco y grandioso… [pero] su esfuerzo autocrático ha sido una serie de acciones que han cambiado el gobierno y la política paso a paso”. Gessen lo demuestra al enlistar las maneras en que Trump buscó sacudirse los contrapesos inherentes al sistema político de su país: nombró en puestos clave a personas leales, nominó a perfiles de ideología extrema a las cortes federales, sometió al Partido Republicano y quiso controlar la agenda mediática con un goteo continuo de escándalos y espectáculos ridículos, que fueron corrosivos para la democracia… y distracciones atractivas para la ciudadanía.
Para Gessen, Trump tenía la misma intención y los mismos métodos que Orban en Hungría y Erdogan en Turquía, pero él se enfrentó con instituciones más fuertes que resistieron mejor los embates. No obstante, la presidencia de Trump es una muestra, según Gessen, de “que un esfuerzo autocrático en Estados Unidos tiene una probabilidad creíble de triunfar”. Aun cuando no logró desmantelar las instituciones, el esfuerzo autocrático de Trump ocasionará daños en el largo plazo, pues logró minar la confianza de muchos estadounidenses en su proceso democrático y validó a grupos racistas y de ultraderecha.
En América Latina también se observan, recientemente, casos de erosión democrática: se trata de líderes fuertes, apoyados por mayorías legislativas, que buscan desmantelar contrapesos y lo hacen mediante acciones paulatinas y con procedimientos legales, pero asestan golpes demoledores contra las instituciones.
Tristemente, sobran ejemplos en nuestra región. El primero es El Salvador. En mayo de 2021, después de que el partido del presidente Nayib Bukele, Nuevas Ideas, ganara una mayoría calificada, sus legisladores destituyeron a todos los miembros de la Sala Constitucional de la Corte Suprema y al titular de la Fiscalía General. Bukele justificó esta medida como una acción que acercaba al país a una democracia más auténtica, pues la Corte había puesto frenos a algunas políticas suyas; en específico, aseguró que la Corte había bloqueado indebidamente sus órdenes ejecutivas para responder a la crisis del covid y que eso había entorpecido la reacción del gobierno. Al cuestionar la integridad del fiscal y los jueces agregó que él estaba “limpiando nuestra casa”.
El segundo ejemplo es Venezuela. Hugo Chávez, de igual modo, utilizó su popularidad y sus mayorías legislativas para demoler los contrapesos. Quiero recordar el caso más burdo: Chávez empezó su presidencia en 1999, pero con la nueva Constitución de 2001, no sólo amplió el periodo presidencial de cinco a seis años, además decidió que los primeros dos no contaban y así pudo postularse y reelegirse por segunda ocasión en 2007; encima de todo, ese mismo año sometió a referéndum la posibilidad de reelección indefinida; entonces no obtuvo mayoría, pero en 2009 lanzó otro referéndum y por fin consiguió la posibilidad de reelegirse para un cuarto periodo, que ganó en 2010. No logró acabarlo porque murió en 2013.
La centralidad de las alianzas
La erosión democrática suele ser responsabilidad de políticos que declaran su desdén por las instituciones, los contrapesos y las normas de convivencia de la democracia liberal y que, al mismo tiempo, apelan a los problemas que realmente aquejan a sus países –la corrupción, las carencias democráticas, la desigualdad, las élites enquistadas– para justificar el desmantelamiento de los límites a su poder. Erdogan apeló a la desigualdad y al desprecio de las élites turcas por la religiosidad popular; Uribe alertó a los colombianos sobre los niveles de violencia en el país para luego acaparar el poder; Trump aprovechó la percepción de corrupción en Washington e insistió en los trabajadores olvidados por la globalización. Sin embargo, más allá de sus discursos, para que los líderes que menosprecian las instituciones lleguen al poder, las élites en turno deben abrirles la puerta: y lo hacen al crear alianzas con ellos.
Retomo la fábula de “El caballo y el ciervo”, escrita por Esopo, porque los politólogos Ziblatt y Levitsky la usan para mostrar cómo funcionan las alianzas que llevan a figuras autoritarias al poder dentro de las propias democracias. La fábula cuenta que un caballo quiso vengarse de un ciervo por un altercado y le pidió al cazador que lo ensillara, lo montara y le jalara el freno que le pondría en la boca; el cazador accedió y ambos derrotaron al ciervo; con ese éxito, el caballo pensó que el cazador lo liberaría de la silla y del freno, pero el cazador prefirió seguir manteniéndolo bajo su dominio. En otras palabras, las élites entran en alianza con políticos populares y autoritarios creyendo que podrán domarlos cuando estén en el poder, pero una vez que éstos llegan al mando, someten a esas élites.
Ziblatt y Levitsky les llaman “alianzas fatídicas”; son un patrón y, como tal, nos ayudan a entender cómo ciertos políticos se hacen de poder. Ellos mismos explican de esa forma el auge de Chávez. Recordemos lo que sucedió. Después de liderear un golpe de Estado fallido en 1992, Chávez fue encarcelado; en tanto, el expresidente Rafael Caldera, una figura emblemática que pertenecía a un partido bien arraigado en Venezuela, ganó las elecciones presidenciales de 1993 luego de formar un partido independiente y montándose en la popularidad de Chávez. Caldera supuso que Chávez perdería popularidad y que no se lanzaría a la presidencia después de su fallido golpe de Estado. Entonces decidió indultarlo. Al remover los cargos en su contra y liberarlo de la cárcel, Caldera allanó el camino de Chávez, quien ganó la presidencia en 1998.
El ascenso al poder de Trump también coincide con lo relatado en la fábula de Esopo. Al inicio de la primaria republicana, varios políticos prominentes del partido se distanciaron de Trump, argumentaron que era un peligro y hasta lo llamaron “narcisista” y “mentiroso”. Una vez que Trump ganó la primaria, el establishment republicano se fue cuadrando y los miembros de esta élite callaron sus críticas para no perder la elección de 2016. Desde que Trump ganó la presidencia, el Partido Republicano quedó casi completamente sometido a él.
Masha Gessen, por su parte, hizo un recuento de los detalles más ignominiosos de los cuatro años del mandato de Trump. En Sobrevivir a la autocracia relata el grado de sometimiento de los republicanos ante un hombre que comenzó su ascenso político como foráneo del partido. Trump llegó al punto de crear ocasiones para aparecer en público con republicanos destacados y que le profesaran alabanzas; no le bastaba el trabajo que hacían por él, buscaba su lealtad absoluta adornada de halagos. Gessen describe, por ejemplo, estas escenas: en público, el secretario de Vivienda, Ben Carson, le agradeció a Dios por la presidencia de Trump y el vicepresidente Pence fue filmado mientras le decía: “Tú serás quien haga que Estados Unidos sea grande otra vez”. Acerca de estos rituales de adulación, Gessen dice que una figura autoritaria transforma la política de tal modo que los miembros del partido actúan para ella. Trump es “su audiencia principal” y no los ciudadanos, porque él domina las bases electorales de los republicanos y, gracias al sistema de primarias abiertas, tiene una influencia desmedida en quién gana y quién pierde las elecciones primarias de su partido.
El dominio que esas figuras autoritarias ejercen sobre sus partidos no produce únicamente imágenes desagradables de sumisión, incompatibles con los ideales del gobierno democrático, sino que también se expande en un poder desmedido. Luego de que una turba atacara el Capitolio, atizada en parte por un discurso mentiroso de Trump, varios republicanos que en ese momento se distanciaron de él han tenido que disculparse y justificar o minimizar los hechos de ese día. ¿Qué revela esto? Que mientras Trump mantenga su popularidad entre las bases electorales del partido y haya republicanos que ambicionen el poder por encima de la coherencia, su figura destructiva seguirá haciendo valer el dominio que tiene sobre ellos. Volvemos a la fábula de Esopo: el establishment político imagina que podrá controlar a las figuras que manifiestan su deseo por dañar las bases de los arreglos democráticos, pero no lo consiguen.
En El ocaso de la democracia, el tercer libro que considero en este texto, la historiadora y escritora Anne Applebaum añade otro motor de la erosión democrática: no sólo ocurren las alianzas fatídicas en las cúpulas, también cuentan las alianzas pequeñas, dispersas, múltiples. Para hablar sobre la erosión democrática en Occidente, en especial, en Europa, Applebaum empieza su libro con el relato de una fiesta que organizaron su esposo –un político de Polonia– y ella para celebrar la llegada del año 2000, a la que acudieron figuras clave de la centroderecha y liberales polacos, políticos e intelectuales que miraban con ansia y alegría la entrada de su país a la Unión Europea, pues deseaban una Polonia liberal, tolerante, armada de contrapesos sólidos, siguiendo el modelo europeo occidental. Veinte años después, escribe Applebaum con amargura, esa fiesta no podría repetirse: la mitad de los asistentes abandonó el ideario de la democracia liberal y formó una alianza con la fuerza populista de derecha, el Partido Ley y Justicia, cuyo líder desmonta contrapesos al poder, fomenta el antisemitismo y la homofobia e impulsa leyes ultraconservadoras y el distanciamiento de Polonia ante la Unión Europea.
Para Applebaum, la erosión democrática en Polonia no habría sido posible sin esas alianzas acomodaticias, con las que políticos, intelectuales, periodistas, funcionarios y artistas –clercs, los llama Applebaum siguiendo a Julien Benda– traicionaron sus ideales para apoyar al líder autoritario. Forman estas alianzas porque no quieren continuar siendo críticos del poder sin ostentarlo ellos mismos.
Applebaum describe a una de esas figuras: Mária Schmidt, una historiadora húngara que apoyó la transición polaca a la democracia y que también es directora general de la Terror Háza, un museo que preserva la memoria sobre el terror de Estado en Hungría que ocurrió bajo el régimen nazi y el comunista, pues el país sufrió ambos. Desde que Orban llegó al poder, Schmidt se convirtió en una de sus propagandistas más fieles: publica textos contra George Soros –el villano favorito de Orban y el blanco de las teorías de conspiración antisemitas–, amplificó las críticas contra la Universidad Centroeuropea –que recibió embates del gobierno por mantener su autonomía– y repite la propaganda antiinmigrante (con el argumento de que la identidad húngara se ve amenazada por recibir extranjeros). A cambio de su lealtad, Terror Háza recibe un financiamiento generoso por parte del gobierno y Mária se ha convertido en una de las historiadoras más poderosas de Hungría.
En El ocaso de la democracia desfilan innumerables figuras que se aliaron, a cambio de poder, estatus y dinero, con un gobierno que erosiona la democracia. Sus casos no sólo son anécdotas sobre la debilidad de los ideales frente a la ambición, para Applebaum, estas son las alianzas que sustentan la erosión democrática: las “dictaduras blandas […] dependen de élites que estén al frente de la burocracia, de los medios públicos de comunicación, de las cortes […] Estos clercs modernos entienden cuál es su papel: defender a los líderes sin importar cuán deshonestas sean sus afirmaciones ni cuán grande sea su corrupción, sin importar cuán desastroso sea su impacto en la gente común y en las instituciones. Ellos saben que serán recompensados y que sus carreras avanzarán”.
Una de las observaciones más agudas de Applebaum en este libro es que la erosión democrática y el desmantelamiento del orden liberal también suceden a través de una multiplicidad de pugnas de poder a lo largo y ancho del mundo público. El resultado es un sistema en el que la mediocridad se acepta y se celebra siempre y cuando las personas sean leales al líder y a su partido. En este escenario no se impone la censura absoluta, pero aumentan de manera desproporcionada la difusión y la influencia del punto de vista del bando en el poder. La misión de los intelectuales, analistas, líderes de opinión y funcionarios que quieran asegurar sus cargos es apoyar al titular del Ejecutivo y evitar cuestionarlo a toda costa. Todo es subsidiario a esa lealtad: la interpretación de cualquier cosa que suceda debe plegarse para proteger al líder o a su partido.
La realidad distorsionada y el papel de los medios
La última parada obligatoria en este recorrido sobre la erosión democrática es la distorsión de la realidad. Gessen, Applebaum y Runciman dedican una parte importante de sus libros a analizar cómo la misma percepción de la realidad se ve afectada por los procesos de erosión democrática y concentración de poder en un líder con tendencias autoritarias.
Empecemos por Runciman, quien escribe sobre el papel central que ocupan las teorías conspirativas en el proceso que antecede y en el que acompaña a la erosión democrática. La teorías conspirativas solían ser el subterfugio de los perdedores en la política; en el mundo del siglo XXI, se han vuelto esenciales para la retórica de quienes ostentan el poder.
Trump, por ejemplo, inició su carrera política a partir de la idea –totalmente falsa– de que el presidente Barack Obama nació fuera de Estados Unidos y, por lo tanto, no podía ocupar el cargo. Estos discursos no se detuvieron cuando ganó la presidencia; pese a que Trump ganó en 2016, insistió en que los comicios fueron fraudulentos y en que un número mayor de personas votó por él.
En Turquía, Erdogan acusa a sus enemigos de conspirar contra su gobierno, apoyados por la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y otros actores extranjeros. En la India, el primer ministro Narendra Modi utiliza Twitter para acusar al “Estado profundo” de querer entorpecer a su gobierno y de cometer fraude en la elección. En Hungría, Orban acusa a inmigrantes, a fuerzas extranjeras, a George Soros y a las élites cosmopolitas de querer estorbarle a su gobierno para robarle el poder al pueblo húngaro. Todos construyen una categoría bastante amorfa de enemigos para justificar sus acciones y evitar el escrutinio de sus decisiones. Así, nos advierte Runciman, los líderes de la erosión democrática han transformado la política, haciendo de la conspiración su retórica principal.
¿Qué se pierde con ello? Dos elementos cruciales: la existencia de una realidad compartida y la capacidad para la deliberación pública. Es muy difícil entablar un debate sobre los problemas que aquejan a un país si no hay una percepción compartida de la realidad. Para evitar que se vuelva a construir una interpretación común y crítica del gobierno, los líderes y sus aliados representan a sus opositores como conspiradores, a quienes no vale la pena escuchar ni tomar en cuenta, y repiten falsedades en sus medios de comunicación y en las redes sociales. Cualquier diferencia o disenso puede asimilarse en este discurso para que termine fortaleciendo al líder.
También Gessen examina la corrosión de la realidad que activan las figuras autoritarias, comenzando por el lenguaje. Cuando Orban quiso llevar a cabo las reformas que pretendían eliminar contrapesos y fortalecerlo desmedidamente, decidió llamarlas un “sistema de cooperación nacional”. El punto era esconder la erosión democrática detrás de una pantalla de colaboración.
Es Trump quien provee la lista más nutrida de distorsiones en el libro de Gessen, empezando porque cooptó el término fake news y lo usó contra las noticias que no le favorecían; lo hizo en todas partes: en las redes, en sus largas y frecuentes declaraciones sobre la prensa y en cualquier evento público, donde etiquetaba de “mentirosos” a los medios de comunicación que hacían su trabajo periodístico.
Una gran ironía atravesó su presidencia: Trump es extraordinariamente locuaz y mediático, pero llenó la arena pública de ideas fragmentarias, palabras sin sentido y declaraciones nebulosas y contradictorias. ¿Cuál fue la consecuencia? La corrosión de la realidad compartida: para el público estadounidense, la experiencia de la desorientación es abrumadora. Al respecto, Gessen sentencia: “Las palabras de Trump llenan el espacio público con estática, del mismo modo que la contaminación satura el aire de las ciudades industriales, intoxicándolas y creando un perpetuo estado de bruma”. No puede haber debate democrático si ni siquiera compartimos un acuerdo sobre lo que significan los términos torales de la política.
El panorama es peor de lo que parece: la distorsión de la realidad hace mucho más que abrumar al público, las mentiras y falsedades que Trump repitió le sirvieron para afianzar su poder. El objetivo, explica Gessen, no es convencer a los demás de creer que es verdadero un hecho que es falso, sino asentar que “el derecho a mentir” viene con el poder y con la tarima pública, algo a lo que también están obligadas las personas que apoyan al líder. Durante la erosión democrática, “el poder asume el derecho de hablar sin ser desafiado. Tener la razón es un asunto de poder y no de evidencia”.
En esto Gessen identifica con claridad otro peligro más: la distorsión de la realidad crea una dinámica de control sobre los medios de comunicación que deciden amplificar el mensaje del líder. Según Trump, los medios de comunicación son “el partido opositor”, “no entienden al país” y son “el enemigo del pueblo estadounidense”. El presidente de Estados Unidos creó así un dilema profundísimo para los medios: si cubren cada tuit escandaloso, cada teoría conspirativa, cada mentira, cada monólogo y cada confrontación con los reporteros, amplificarán su mensaje; si dejan de cubrir todo esto, permitirán que actúe con mayor opacidad y disminuirán la posibilidad de que se someta a la rendición de cuentas. Muchos medios estadounidenses decidieron cubrir cada detalle de la presidencia de Trump y él dominó la agenda noticiosa.
Era de esperarse que en los libros sobre la erosión de la democracia, Hannah Arendt fuera una intelectual prominente. Gessen empieza Sobrevivir a la autocracia con una cita de Los orígenes del totalitarismo que advierte precisamente sobre el peligro político que supone esta distorsión de la realidad. De acuerdo con Arendt, el público de los regímenes totalitarios combina la credulidad que le concede al líder con el cinismo político. Un día sus seguidores se creen las afirmaciones más fantásticas del líder y al otro, cuando reciben evidencia de la falsedad, dirán que siempre supieron que esa aseveración era mentira… pero en vez de criticar al líder, de distanciarse de él o de hacerlo rendir cuentas, dirán que lo admiran por su “inteligencia táctica superior”.
¿Qué se puede concluir mientras vivimos la erosión de las democracias?
Dentro de la ola de libros que se publican en el mercado de habla inglesa sobre los peligros que actualmente enfrentan las democracias, también hay lecciones para América Latina. La primera de ellas es, en realidad, una advertencia: entender cómo ocurre la erosión democrática puede hacernos reflexionar sobre lo que está en juego cuando un gobierno popular usa su mayoría legislativa para hacer cambios institucionales que socavan los contrapesos. Más importante aún es que esta bibliografía nos enseñe a identificar que el compás lento de los cambios no es un consuelo. No debemos despreocuparnos porque las cosas ocurren a cuentagotas. En cuanto a los medios de comunicación, también cabe esperar que continúen e intensifiquen la reflexión sobre el papel que terminan jugando al amplificar los discursos que nos roban un sentido compartido de la realidad.
Con todo, es necesario hacer una advertencia en el sentido contrario. No debemos extralimitarnos en el uso del concepto de “erosión democrática”, no debemos estirarlo hasta romper su capacidad de análisis. Arendt nos aconsejó en contra de esa tendencia: no podemos decir que un zapato es un martillo si nos ayudó a colocar un clavo.
Entonces, ¿qué debemos hacer? La respuesta es: mantenernos alerta ante la erosión democrática sin confundir otros problemas políticos de la región con ella; me refiero, por ejemplo, a la debilidad del Estado en países latinoamericanos, a la corrupción endémica y al subdesarrollo económico, por mencionar algunos que son igual de relevantes.
Es verdad que la conversación pesimista sobre la democracia proviene de otras regiones, donde ese sistema de gobierno tiene bases más sólidas que en América Latina. Muchos podrán responder a este texto, y a la bibliografía que presenta, diciendo que en nuestra región la democracia siempre ha estado en riesgo, y no les faltará razón. Otros repararán en que la erosión democrática ya sucedió en varios países latinoamericanos –en Nicaragua con Daniel Ortega o en Venezuela a partir de Chávez– e incluso podrían añadir que algunos han podido recuperarse de la erosión –como Perú después del embate de Fujimori; en cierta medida, Colombia después de Uribe; y Ecuador después de Rafael Correa–. También tendrían la razón.
Con todo, estas observaciones no significan que debamos ignorar la tendencia editorial que está sonando la alarma sobre el estado de la democracia y el nuevo tipo de peligros que enfrenta. Ojalá que este conocimiento –estos compendios analíticos, las definiciones que contienen y las comparaciones que consiguen hacer– nos sirvan para contrarrestar los esfuerzos propagandísticos que distorsionan la realidad; quizá estos libros y su circulación entre el público nos ayuden a crear un nuevo sentido común que le haga frente a la erosión en la que se empeñan los líderes autoritarios. Quizá al leerlos podamos darle una segunda vida a nuestras democracias.