En América Latina existe un negocio multimillonario y fraudulento que hace peligrar a las mujeres, su salud, sus vidas. El negocio contra la obesidad es longevo y continúa vigente. Este ensayo, de la escritora María Fernanda Ampuero, no es meramente personal, es algo más. Es íntimo. Es sobre el empoderamiento de nuestros cuerpos. Un manifiesto para las gordas, nosotras.
Vas a ser gorda. No vas a estar gorda: vas a serlo.
Nada servirá. Ninguna dieta. Ninguna pastilla. Ninguna hipnosis. Ninguna inyección. Ninguna acupuntura. Ningún laxante. Ningún supresor de apetito. Ninguna crema reductora. Ni bailar horas hasta caer rendida. Ninguna nutricionista. Ni caminar hasta reventarte los pies. Ningún diurético. Ningún batido. Ni comer durante un año entero pechuga hervida y brócoli.
Bajarás de peso —mucho— una vez. Será tu apocalipsis y tendrás un muerto dentro, pudriéndose, que te impedirá ingerir comida. La gente te dirá que estás guapísima. En la misa de tu padre, con la cara deforme de llorar por ese hombre que se fue sin decirte te quiero, te felicitarán por estar delgada. Por fin, el milagro.
Afuera de la iglesia te dirán:
—¿Cuánto adelgazaste? Por lo menos unas cuarenta libras, ¿no? Muy bien, muy bien. ¿Qué hiciste?
En tu cara huesuda, gris de desnutrida, se formará una especie de sonrisa, la sonrisa de alguien que está pensando: se murió mi papá a diez mil kilómetros de mí, perdí al hombre de mi vida y la oportunidad de ser madre. Fuera de eso, magnífico, estoy delgada, es lo que importa. Lo único que siempre les ha importado, ¿no? Mientras te incendias por dentro y te ahogas en el alquitrán de la pena más honda del mundo, te dirán que nunca has estado tan guapa.
Pasarán los años. Pasará el duelo inmenso. Engordarás. Vas a ser una señora gorda, María Fernandita.
Y está bien.
Estamos bien.
Quisiera contarte todo esto al oído mientras estamos en la sala de espera del doctor Miranda, ese que inyectaba cosas sin nombre ni etiqueta a las niñas gordas como nosotras. Alguien dijo una vez que era Racumin, veneno para ratas, y una compañera del colegio dijo que prefería morir como rata que vivir como ballena.
Prefería morir como rata que vivir como ballena.
Supongo que nosotras también. Estábamos ahí, ¿no? Pero no sé. Tal vez nosotras, así, gordas, presentíamos ya lo de amar y ser amadas en nuestro cuerpo, no en otro más delgado, no, en el nuestro: con sus pecas en los hombros, con sus pies de caricatura, con su nariz redondita, con sus ojos siempre mirando más allá, con sus pezones de avellana sin tostar, con sus redondeces, con sus piernas fortísimas, con su culo redondo y sus deliciosas proporciones. Porque, ¿sabes qué?, desnudas somos increíblemente hermosas.
"Bajarás de peso una vez. Será tu apocalipsis y tendrás un muerto dentro, pudriéndose, que te impedirá ingerir comida. La gente te dirá que estás guapísima. En la misa de tu padre, ese hombre que se fue sin decirte te quiero, te felicitarán por estar delgada. Por fin, el milagro".
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Por esa época —tendríamos quince o catorce años— en la que íbamos con Mamá todas las semanas a inyectarnos donde el doctor Miranda quién sabe qué líquido denso color gasolina, alguien dijo que la mierda esa generaba esterilidad. Estábamos muy lejos de pensar en tener hijos. Dejamos ese pensamiento guardado en una cajita muy atrás del armario de la cabeza.
Total, para tener hijos hay que conquistar a un hombre, y para conquistar a un hombre hay que estar delgada. ¿No?
Hoy no tenemos hijo ni hija, María Fernandita. Tal vez sí causaba esterilidad la porquería que nos inyectaban todas las semanas. No lo podemos saber. Y pensarlo me pone triste por ti y por mí y por el hijo, la hija, que no tuvimos.
En el consultorio había un afiche que mirábamos mucho. Era un dibujo de una mujer amargada. Su cuerpo estaba deforme: tetas enormes y caídas, caderas, celulitis, muslos gigantes de gelatina. Justo en medio de su pecho gordísimo había un cierre. La mujer gorda abría el cierre y salía otra mujer felicísima: esbelta, estilizada, deseable.
Dentro de nosotras, sepultada en sebo, estaba esa chica, a la que invitaban a fiestas, a la que le daban besos, a la que le dedicaban canciones. Solo había que recibir las inyecciones del doctor Miranda, hacer la dieta de la Clínica Mayo —la de la sopa de col tres veces al día—, que casi nos hacía vomitar, y entonces, mágicamente, se abriría el cierre que dejaría salir a la flaca linda de la gorda asquerosa. Nosotras mismas encerrábamos, como a una princesa de cuento, a la niña de nuestros sueños.
No en una torre, no: en grasa.
Nos habíamos tragado a nuestra propia heroína por golosas, por excesivas, por desordenadas, acaso por falta de amor propio.
En casi todos los consultorios estaba el dibujo de la gorda con el cierre en medio del pecho, como si le hubieran hecho una autopsia, como si fuera el colgajo horrible de una oruga, un disfraz de gordura y tristeza que ocultaba de la vista de la gente a la mariposa que todas podíamos ser. Que nosotras podíamos ser.
Porque no éramos feas, eso nos decían, porque teníamos una cara preciosa, nos repetían. El problema, decían, era el cuerpo, la gordura, el sobrepeso, la talla grande. Ese cuerpo de nuestros quince, dieciséis, veinte años que ahora miro en las fotos y veo armonioso, fuerte y bonito. El cuerpo de una adolescente que era capaz de bailar cinco horas seguidas, de caminar superrápido sin ahogarse —todavía podemos hacer eso—, de nadar y gozar el agua como si fuéramos líquidas —también hacemos eso—.
A nuestro cuerpo no le pasaba nada. Con nuestro cuerpo les pasaban cosas a los otros: a Mamá, a la abuela, a las tías, a las amigas de Mamá, a los compañeros de colegio, a doctores y doctoras, los seres más crueles que hemos conocido, a la gente que nos quería vender tratamientos y pastillas, al mundo, pues, que no nos dejaba sentirnos bonitas porque jamás es bonita una gorda.
Ese mundo que todos los días considera fallidas y perfectibles a las niñas, chicas y mujeres, sean como sean. Ese mundo que vende veneno sin receta médica en cualquier farmacia de cualquier país. Ese mundo que permitió que los organismos y las cabezas de millones de nosotras se enloquecieran y que sufriéramos trastornos alimentarios y alteraciones metabólicas. Ese mundo en el que las mamás compraban drogas para dárselas a sus hijas pequeñas.
Qué bonitas que éramos, carajo.
No lo sabíamos.
Todavía no lo sabemos del todo, esas cosas de la autoestima se marcan con fuego en las vísceras, pero unos días sí que lo sabemos, sobre todo gracias a las amigas activistas, a las buenas doctoras y a los libros de otras gordas que aman su cuerpo.
Nosotras también vamos a amar nuestro cuerpo gordo, nos tomará años y no será todo el tiempo —a veces no querremos mirarnos al espejo y está bien, nadie puede amarse a cada rato, qué cansancio—, pero nos amigaremos con nosotras mismas, niña, lo haremos.
Te lo juro por ti.
No es fácil, te imaginarás, fuimos conejillas de Indias de todo tipo de tratamientos peligrosos para atender algo, nuestras libras, que no hacía peligrar nuestra salud. ¿Recuerdas el episodio de las anfetaminas? Ni siquiera sabíamos qué era eso. Nunca habíamos visto ni la mariguana.
El consultorio de los doctores peruanos era en una casa, una casa cualquiera. Pero todo el mundo estaba tomando las pastillas peruanas, todo el mundo estaba perdiendo diez, quince, veinte, treinta libras, todo el mundo estaba feliz, y Mamá también quería que fuéramos felices.
¿Cómo Mamá no iba a querer lo mejor para nosotras? Aunque ese cuidado materno incluyera que tomáramos medicamentos sin marca, sin receta, sin prospecto, que vendían unos supuestos médicos extranjeros en una funda de papel. Madre también era gorda. A Madre también le habían dicho que era horrible ser gorda, se lo había dicho su propio marido.
Madre e Hija tomábamos las pastillas.
Naranjas por el día. Amarillas por la noche.
Hija soñando a Madre flaca y feliz. Madre soñando a Hija flaca y feliz.
Madre e Hija éramos miserables por la báscula, por el probador del que siempre salíamos llorando, por los resultados desiguales —por decirlo de una forma amable, aunque más bien eran esperpénticos— de los vestidos mandados a hacer a costureras, por la diferencia de talla con las otras niñas y mujeres que parecían más felices, más amadas, más dignas de estar vivas.
Las flacas parecían merecer más el mundo que nosotras.
Madre quería conservar a Marido. Hija tenía que conseguir Marido.
Ambas cosas requerían de las pastillas amarillas y naranjas de los doctores peruanos.
Tomábamos las pastillas, ¿recuerdas? Daban una sensación rara, de no estar mucho en la tierra, de no entender bien lo que hablaban las maestras, de volar un poquito por encima de los demás, de tener pensamientos que se movían lento como plantas carnívoras y rápido como mandíbulas de cocodrilo. Madre barría a las tres de la mañana. No podía dormir. Limpiaba y limpiaba. Ordenaba. Se levantaba. Planchaba. Volvía a barrer.
Quizá su dosis era más alta.
Ni Hija ni Madre teníamos hambre nunca.
A nuestro cuerpo no le pasaba nada. Con nuestro cuerpo les pasaban cosas a los otros: a Mamá, a la abuela, a las tías, a las amigas de Mamá, a los compañeros de colegio, a doctores y doctoras, los seres más crueles que hemos conocido, a la gente que nos quería vender tratamientos, que no nos dejaba sentirnos bonitas porque jamás es bonita una gorda.
Para conocer más de la autora, te recomendamos: "El animal que llevo dentro".
Un día llegó Papá. Nosotras —la Hija— lo miramos raro, parecía un hombre con una máscara de Papá, un hombre malo que nos quería engañar. Gritamos, lloramos, le intentamos pegar. Papá nos llevó al médico. El médico puso una luz en un ojo nuestro y cerró la puerta para dejar a Papá y Mamá fuera.
—¿Qué te metiste? —preguntó el médico con cara de susto, los ojos como huevos.
Ver a un médico de verdad asustado.
El pensamiento abriéndose y cerrándose como planta carnívora, como mandíbula, la lengua pesada de una vaca muerta. Madre hablando en sordina, como debajo del agua:
—Las pastillas de los doctores peruanos.
Tres chicas que estaban tomando lo mismo habían muerto en la ciudad. Por sobredosis.
Muchas anfetaminas. Muchos somníferos.
Pastillas naranjas y amarillas.
Más diuréticos. Más laxantes. Más otras porquerías para decirle a un cuerpo sano de una chica que está creciendo, de una chica de catorce años, que no sienta hambre. Miro en internet hoy, busco advertencias, textos médicos con alertas sobre lo que pueden hacer las anfetaminas en un cuerpo en desarrollo para entender lo que nos pasó. Encuentro promociones, ofertas, nuevos productos para adelgazar, en todas las plataformas. Muchos de ellos, diuréticos, anfetaminas, laxantes.
No veo un solo aviso de precaución.
Es el año 2023, pequeña María Fernanda, han pasado más de treinta años y hay muchas otras chiquillas como tú tomando esa misma mierda que casi nos mata.
No puedo retroceder el tiempo para hablar contigo en el consultorio del doctor Miranda frente al dibujo de la mujer gorda y triste que llevaba dentro a la mujer feliz y delgada, pero sí puedo decirles a las niñas y mujeres de ahora que amen sus piernas, porque las llevarán a lugares increíbles, y que amen sus brazos, que les permitirán abrazar a gente extraordinaria, y que amen sus barrigas y sus caras y sus pechos y sus caderas, porque solo así los que se están haciendo millonarios con las niñas muertas por sobredosis, con las niñas que se odian al punto de cortarse o matarse de hambre, con las niñas que quieren romper el espejo cada vez que se contemplan, perderán todo nuestro dinero y todo nuestro poder.
Y ¿saben qué? Lo volveremos a tener nosotras.
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