Los cazadores de superbacterias: ¿cuál será la próxima pandemia?
Cintia Kemelmajer
Fotografía de Sarah Pabst
Para 2050 las superbacterias, aquellas producidas por la resistencia a los antibióticos, matarán a once millones de personas al año, según pronostica la Organización Mundial de la Salud. Tras la pandemia de covid-19 esta amenaza se aceleró. En Argentina, un escuadrón de científicos lidera la detección de estas mutantes letales que pueden ser la próxima gran batalla mundial.
El germen de la catástrofe se escondía en una muestra de orina. Un organismo invisible, del tamaño de la milésima parte de un grano de arroz. Una bacteria mutante, capaz de sobrevivir a los antibióticos. Lo que la ciencia llama una superbacteria. Lo preocupante era que no tenía una sola mutación, sino dos. Eso la hacía casi imposible de detectar. Era mayo de 2020, pleno confinamiento por la pandemia de covid-19. Ellos estaban desbordados: se alternaban en burbujas para ir al laboratorio. Eran tres personas por día para hacer el trabajo de veinte. Aunque la bacteria mutante les pareció extraña, no tenían el tiempo suficiente para estudiarla en profundidad. La tomaron como un caso aislado. Cuatro meses después, apareció en otra muestra. Al mes siguiente, en 35 más. Casi un año más tarde, tenían 1 200 en el laboratorio. Las muestras eran de pacientes que se contagiaban de enfermedades “comunes”: infecciones urinarias, de piel, neumonías, otitis. Pero ningún tratamiento alcanzaba. La mayoría de ellos moría a los pocos días.
En el Servicio Antimicrobianos, el laboratorio donde se acumulaban las muestras, el equipo científico del Instituto Malbrán —un organismo público de Argentina que lleva adelante investigaciones para conocer el comportamiento de las enfermedades infecciosas y buscar soluciones— había encontrado un patrón siniestro: una pandemia dentro de la pandemia. En abril de 2021, casi un año después de haber detectado esa bacteria mutante, enviaron una advertencia a todos los hospitales del país, a las sociedades científicas, a los organismos mundiales de salud.
Un documento de doce páginas, con el título “Alerta epidemiológica” en letras mayúsculas rojas, el primero de una serie de avisos que, en los meses siguientes, también se enviarían desde Uruguay, Ecuador, Guatemala, Paraguay, Belice y Chile. “El hallazgo debe ser considerado de alto riesgo —instaba en uno de sus pasajes—. Se requiere el máximo esfuerzo de todos los integrantes de los equipos de salud para la rápida detección y contención del mecanismo”. Las palabras “rápida detección” y “contención” aparecían en mayúsculas, subrayadas. Detrás de ese lenguaje técnico, lo que se escondía era un mensaje apocalíptico: vamos camino a morir de las mismas enfermedades que en la Edad Media.
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El Instituto Malbrán ocupa una manzana en el barrio de Barracas, una zona fabril al sur de la ciudad de Buenos Aires. El edificio central tiene dos plantas de techos altos y pisos cerámicos con trazado geométrico. Apenas se ingresa, una antigua escalera de mármol blanco, que parece salida de la mansión del gran Gatsby, se bifurca hacia el segundo piso. En todas las paredes cuelgan fotografías enmarcadas de científicos nobeles. El Malbrán se inauguró el 10 de julio de 1916, a raíz de la epidemia de fiebre amarilla que asoló a Buenos Aires, donde, a fines del siglo XIX, murieron más de trece mil personas. Detrás del edificio central se abre una pequeña ciudad. Laboratorios que aparecen entre callejones con plantas, un insectario, un jardín de infantes y una torre de 35 metros de altura que funcionó como tanque de agua durante medio siglo. Hace trece años se restauró y en su interior se construyeron tres aulas de posgrado y una sala de conferencias. Desde el último piso de esa torre se alcanza a ver el parque bajo el cual se enterraron los miles de cadáveres que dejó aquella epidemia.
—Si yo tuviera otra vida, volvería a elegir este lugar —dice un día de mayo Alejandra Corso, jefa del Servicio Antimicrobianos—. Acá trabajamos para frenar un problema de salud que todavía es desconocido para casi todo el mundo, pero es igual de grave que el cambio climático.
El laboratorio está ubicado al final de uno de los múltiples pasillos que tiene el edificio central, detrás de una puerta de vidrio esmerilado. Es un sitio pequeño que se divide en dos plantas. En la planta baja hay seis habitaciones, cuyas puertas tienen pegados stickers con leyendas que dicen: Never stop learning (“nunca dejes de aprender”) y Teamwork allows common people to obtain uncommon results (“el trabajo en equipo le permite a la gente común llegar a resultados poco comunes”). Dentro de las habitaciones hay mesadas de granito negro sobre las que se apoyan pipetas, tubos de ensayo, balanzas, microscopios y decenas de placas de Petri: recipientes chatos y circulares en los que se cultivan bacterias. En las paredes hay hornos eléctricos que se usan para acelerar su reproducción y freezers calibrados en -70 °C que contienen veinte mil cepas de bacterias congeladas.
Todos los días reciben cientos de muestras con bacterias que les derivan desde más de quinientos hospitales de la Argentina. Son bacterias resistentes que aparecen en análisis de orina, de flema, de sangre. Ellos las identifican, investigan cómo se reproducen, diseñan protocolos, buscan combinaciones de fármacos para combatirlas.
—El mundo se acostumbró a usar antibióticos indiscriminadamente. Y la consecuencia de eso es que dejaron de funcionar —dice Corso—. Así llegamos a que muchas de las infecciones que provocan las bacterias no se puedan curar. Fue como matar una hormiga con una bomba.
Corso tiene 54 años y dirige el Servicio Antimicrobianos desde hace dieciséis. Es menuda, de enormes ojos cristalinos que aparecen detrás de unos anteojos de marco grueso rojo. Lleva el pelo recogido y teñido de rubio. Dos mechones le caen a los costados de los pómulos. Viste un guardapolvo blanco, jean y zapatillas. Para llegar a su despacho hay que subir por una escalera de maderas que crujen, atravesar dos salas y una cocina. Es un rincón escondido del laboratorio en el que apenas hay una mesa, una computadora y la foto en blanco y negro de un parque sin gente.
—Yo si quisiera tendría a los medios acá en la puerta todos los días, y es lo que evito. No queremos tirar bombas sin dar soluciones —dice y se deja caer en una silla de cuero que tiene el tapizado hecho jirones y el relleno de gomaespuma al descubierto—. Los que trabajamos en este lugar vivimos con miedo, dolor de panza, ansiedad.
En el Servicio Antimicrobianos trabajan veinte personas: bioquímicos, biotecnólogos, ingenieros en sistemas, técnicos de laboratorio y estudiantes de la Universidad de Buenos Aires (UBA) que están haciendo su residencia. Todos los días reciben cientos de muestras con bacterias que les derivan desde más de quinientos hospitales de la Argentina. Son bacterias resistentes que aparecen en análisis de orina, de flema, de sangre. Ellos las identifican, investigan cómo se reproducen, diseñan protocolos para que cualquier laboratorio pueda reconocerlas, buscan combinaciones de fármacos para combatirlas, tareas a las que Corso nombra con términos bélicos —“hacer vigilancia”, “atacar el blanco”, “emitir alertas”— y detrás de las cuales crece un fenómeno cuyo nombre también remite a la guerra: “resistencia a los antibióticos”. Se trata de una de las mayores amenazas a la salud global, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), que vaticinó que para 2050 matará a once millones de personas al año, más del total de las muertes anuales que produce el cáncer.
—En el fondo es un problema cultural. La gente piensa que está bien atendida cuando le recetan antibióticos —dice Corso—. Y hasta se automedican. Eso es lo más difícil de cambiar y, si no lo cambiamos, no va a haber luz al final del túnel.
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El Servicio Antimicrobianos fue designado como Laboratorio Nacional de Referencia en Resistencia a los Antimicrobianos por el Ministerio de Salud de Argentina y, desde 1986, coordina la Red Nacional de Vigilancia de la Resistencia a los Antimicrobianos. Desde el año 2000 coordina la Red Latinoamericana y del Caribe de Vigilancia de la Resistencia a los Antimicrobianos de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y capacita a más de ochocientos laboratorios de México, Chile, Uruguay y otros veintiún países de América Latina y el Caribe para identificar superbacterias. Desde 2020 es el primer y único laboratorio de la región designado Centro Colaborador de la OPS /OMS en Vigilancia de Resistencia a los Antimicrobianos. Según lo define la OPS en su página web, es un laboratorio “de vanguardia”, “clave en el abordaje de la resistencia a los antimicrobianos”, con “estándares de calidad […] de los más altos a nivel mundial”.
En el laboratorio identificaron las superbacterias más peligrosas que se conocen. En 2006 descubrieron una bacteria que contenía Klebsiella pneumoniae carbapenemasa (KPC): una enzima que alteraba el funcionamiento de las células y la hacía capaz de rechazar todos los antibióticos. Siete años después detectaron que había llegado a América Latina una bacteria con la Nueva Delhi metalobetalactamasa (NDM): otra enzima, que le provocaba una mutación que la hacía casi invencible. Aquellas dos superbacterias combinadas con enzimas, que ya existían en Estados Unidos e India, respectivamente, llegaron a Argentina a través de personas que habían viajado al exterior. En la pandemia de covid-19 apareció una nueva superbacteria, que contenía las dos enzimas juntas. En el laboratorio la llamaron “dobles productores” y enviaron la alerta mundial: había una bomba a punto de estallar.
—Durante la pandemia aparecieron bacterias mucho más resistentes, que nunca habíamos visto —dice Corso—, porque se usaron una barbaridad de antibióticos que no eran necesarios. Aumentó un 50% la cantidad de superbacterias en los hospitales. Lo que vaticinó la OMS para el 2050 ahora lo esperamos para el 2037. No tenemos margen. Es una carrera contra el tiempo.
“El mundo se acostumbró a usar antibióticos de manera indiscriminada. Y la consecuencia de eso es que dejaron de funcionar. Así llegamos a que muchas de las infecciones que provocan las bacterias no se puedan curar. Fue como matar una hormiga con una bomba”.
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Esta historia tiene 3 500 millones de años. Comenzó cuando en la Tierra no había oxígeno, los océanos eran verdes y los cielos naranjas. En las grietas de la corteza terrestre, por las que fluía agua a 400 °C, apareció la primera forma de vida. Organismos constituidos por una sola célula, que se duplicaban cada veinticuatro minutos. En ese paisaje yermo formaron una comunidad invisible, pero de escala descomunal: mil millones de años después vivían en los desiertos, los mares, los polos, en el interior de las plantas, los reptiles, los dinosaurios. Habían sobrevivido a las glaciaciones, a la ruptura de los continentes, a las extinciones masivas. En la era mesozoica, cuando un asteroide con la potencia de diez mil millones de bombas atómicas impactó en la Tierra y exterminó a los dinosaurios y a casi todas las formas de vida, los organismos unicelulares siguieron ahí, duplicándose cada veinticuatro minutos.
La ciencia los describió en 1676: el neerlandés Anton van Leeuwenhoek, creador del microscopio, los observó por primera vez y los llamó “animálculos”, un término que define a los animales que solo llegan a verse con una lupa. En 1828, por su forma alargada, el botánico alemán Christian Ehrenberg los bautizó con un nombre que en griego significaba “pequeños bastones” y con el que serían conocidos en todo el mundo: los llamó “bacterias”.
En nuestro cuerpo vive un número impronunciable de bacterias, de treinta ceros, solo comparable con la cantidad de estrellas que giran en la Vía Láctea. La mayoría habita en el sistema digestivo y en la piel. Asimilan lo que comemos, fortalecen las defensas del sistema inmune, modulan las emociones. Pero hay órganos del cuerpo, como el cerebro, los pulmones, el hígado, donde las bacterias se vuelven ponzoñosas. Cuando los invaden —a través de una herida, del aire, de la comida—, se alimentan de ellos. El primero que lo supo fue el médico alemán Robert Koch, quien en 1882 comprobó que una bacteria causaba la enfermedad más antigua de la humanidad: la tuberculosis, que aún hoy es la segunda causa de muerte a nivel global. Seis años después, un médico francosuizo llamado Alexandre Yersin descubría que la bacteria Yersinia pestis era la responsable del peor desastre biológico de la Historia, una epidemia ocurrida en la Edad Media, en la que murieron más de doscientos millones de personas en Asia, África y Europa: la peste negra.
Las bacterias que enfermaban y mataban al ser humano eran imposibles de combatir. Hasta que, a principios del siglo XX, las vacaciones de un científico escocés llamado Alexander Fleming transformarían para siempre la historia de la humanidad.
En nuestro cuerpo vive un número impronunciable de bacterias. La mayoría habita en el sistema digestivo y en la piel. Pero hay órganos, como el cerebro, los pulmones, el hígado, donde las bacterias se vuelven ponzoñosas.
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Alejandra Corso decidió que iba a ser bioquímica a los siete años. Una noche, mientras experimentaba un dolor agudo en el lado derecho del abdomen. Tenía apendicitis. La operaron de urgencia. Lo peor para ella ocurrió antes de entrar al quirófano: una enfermera quería sacarle sangre. Miró la aguja y lloró de miedo. Pero no sintió el pinchazo. “Cuando sea grande quiero ser como ella”, pensó. Al terminar la primaria les pidió a sus padres —él comerciante, ella ama de casa— que la mandaran a una escuela técnica con orientación en química. Se negaron: el examen de ingreso era muy difícil y no podían pagarle una maestra particular. Además, esas eran escuelas “de varones”. Corso, con doce años, insistió: “Quiero hacer química desde ahora, no quiero esperar mil años”. Decidió prepararse sola. Practicar matemática los sábados, pedirle a una prima que estudiaba Filosofía que le enseñara semántica. Pasó el examen. Se convirtió en la única alumna mujer en un curso de treinta varones. Apenas acabó la secundaria, trabajó como técnica en un laboratorio de análisis clínicos y se anotó en la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA. Al terminar sus estudios, en 1987, consiguió una pasantía en lo que consideraba la meca para su carrera: el Instituto Malbrán.
—Empecé trabajando gratis —recuerda en su despacho—. Todos acá arrancamos igual. Porque nos gusta lo que hacemos, es divertido. Hoy en parte sigo trabajando gratis, pero voluntariamente. Los sábados, los domingos, todo el tiempo nos llevamos trabajo a casa. Este fin de semana, por ejemplo, tengo que hacer una presentación para la OMS. Mi marido, por suerte, me entiende; si no, estaría en problemas.
Cuando hizo su pasantía, el lugar se llamaba Servicio Antibiograma. El nombre se refería a la prueba básica de laboratorio que se le realiza a una bacteria para detectar si es resistente. En los noventa, se rebautizó como Servicio Antimicrobianos —un sinónimo de antibióticos— porque se convirtió en el laboratorio que monitoreaba la aparición de superbacterias en los hospitales de Argentina y buscaba combinaciones de antibióticos para combatirlas. En esos años, la resistencia a esos medicamentos aparecía como un problema mundial en ciernes y en la mayoría de los países se creaban laboratorios dentro del sistema de salud pública para detectar bacterias resistentes. Los más importantes a nivel global surgieron en Estados Unidos, Reino Unido, España, Suecia. Corso fue becada para entrenarse en el Laboratorio de Microbiología de la Universidad Rockefeller en Nueva York, un centro de renombre mundial para la investigación médica. Cuando regresó de esa estadía, la OPS convocó al Servicio Antimicrobianos para que capacitara a los laboratorios de toda la región. Eran los años 2000. Corso comenzó a recorrer América Latina enseñando a monitorear el surgimiento de superbacterias: una semana viajaba a El Salvador, otra semana a Perú, la siguiente a Bolivia. Un periplo que llevaba al laboratorio a la cima mientras su vida privada se resquebrajaba.
—Fue de las peores experiencias de mi vida. Justo coincidió con el nacimiento de Catalina, mi primera hija. Ella tenía cuatro meses. Fue un caos. Siempre que me iba de viaje se enfermaba de otitis y después caía mi marido. Pero tenía que hacerlo, era un momento en el que no había nadie más formado que yo en el tema y significó un salto cuántico para el laboratorio. Nos posicionó como Laboratorio Regional de Referencia.
Una mujer sonriente, de rizos negros y voz grave, entra al despacho a dejar unos papeles. Se llama Paula Gagetti. Fue compañera de Corso en la carrera de Bioquímica y entró al laboratorio como pasante en 1999. En los primeros seis años, hasta que la efectivizaron, tuvo que trabajar por las tardes en la guardia de un hospital para mantenerse. Se especializa en el estudio de dos bacterias —neumococo y meningococo— que provocan brotes de neumonía, otitis y meningitis en todos los hospitales de Argentina. Y supervisa los métodos de detección de superbacterias que utilizan los laboratorios de la región.
—Acá nadie dejó de hacer nada por cuestiones familiares ni económicas —dice Gagetti—. La vocación es lo primero. Cuando Ale viajó por Latinoamérica, yo le cuidaba a Catalina y la traía al jardín maternal. Al día de hoy me dice tía. Los que trabajamos acá somos padrinos o madrinas de los hijos del otro. Nos juntamos a comer con cualquier excusa, hasta cuando alguno se muda. Nos hicimos medio parientes.
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El 28 de septiembre de 1928, antes de tomarse vacaciones, Alexander Fleming olvidó sobre su escritorio un recipiente con una bacteria llamada Staphylococcus aureus. Un mes después, cuando regresó a su laboratorio en el sótano del Hospital de St. Mary de Londres, descubrió que un hongo había crecido alrededor de la bacteria: la envolvía como una densa nube de tormenta. Durante la Primera Guerra Mundial, Fleming había servido en el Cuerpo Médico del Ejercito Real, en el frente occidental de Francia. En esas trincheras descubrió que a la mayoría de los soldados no los mataban las balas, las bombas o los misiles. Morían infectados por la Staphylococcus aureus, esa misma bacteria que, en su laboratorio, estaba colonizada por un hongo que crecía en el pan rancio: el Penicillium notatum. Al crecer, segregaba una sustancia capaz de matar a las bacterias. En junio de 1929, Fleming publicó el hallazgo en la revista científica British Journal of Experimental Pathology. Había descubierto la penicilina: un elemento químico que eliminaba infecciones causadas por bacterias. El primer antibiótico del mundo.
Hacia fines de 1945, la penicilina era promocionada como el medicamento que ganó la Segunda Guerra Mundial. Había salvado a más de seis millones de soldados del ejército Aliado. Ese mismo año, Fleming era galardonado con el Premio Nobel de Medicina. El 10 de diciembre, durante la ceremonia de entrega celebrada en Estocolmo, el científico, de impecable traje negro y corbatín, lanzó palabras inquietantes: “Existe el peligro de que el hombre ignorante pueda fácilmente exponer las bacterias a cantidades no letales de penicilina y hacerlas resistentes al medicamento. Si no se las mata, se harán cada vez más fuertes”.
Setenta y cinco años después de ese discurso, a medida que transcurría 2020, las muestras con la superbacteria mutante que se acumulaban en el Servicio Antimicrobianos del Instituto Malbrán traían un mensaje aterrador: la profecía de Fleming se había cumplido.
Fleming descubrió que a la mayoría de los soldados no los mataban las balas, las bombas o los misiles. Morían infectados por la Staphylococcus aureus, esa misma bacteria que, en su laboratorio, estaba colonizada por un hongo que crecía en el pan rancio: el Penicillium notatum. Al crecer, segregaba una sustancia capaz de matar a las bacterias.
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En el mundo se fabrican más de cien mil toneladas de antibióticos al año: el equivalente a dos Titanics repletos de medicamentos. Pero dos tercios de esa producción se destinan al “mejoramiento de animales”. Se inyectan en millones y millones de cerdos, vacas, pavos y pollos para acelerar su crecimiento, de modo que lleguen más rápido a las carnicerías. Solamente un tercio de los antibióticos es utilizado en el sistema de salud. Y la mitad de esa proporción se usa para tratar gripes y resfríos: enfermedades que no son causadas por bacterias. Según la OPS, ocurre porque “la automedicación con antibióticos […] es una costumbre muy arraigada, y va en crecimiento continuo, desplazando en ocasiones la consulta médica”. Según el organismo, “pese a la prohibición de venta sin fórmula médica, […] hasta en un 80% de casos es posible adquirir antibióticos en farmacias, sin receta o, peor aún, son recetados allí o son recomendados por familiares, amigos y compañeros de trabajo”. El mundo está superpoblado de antibióticos que no atacan a ninguna bacteria y las vuelven más resistentes. Ya en 2019, un estudio publicado en la revista científica The Lancet estimaba que más de 1.2 millones de personas morían cada año por enfermedades causadas por superbacterias.
—Cuando las bacterias son expuestas a un antibiótico, en cinco años, como máximo, mutan y se adaptan —explica el científico y divulgador Alejandro Vila, con voz nasal y cadencia pausada—. Mientras tanto, los seres humanos tardamos quince años para desarrollar un antibiótico nuevo. No hay forma de que le podamos ganar la carrera a las bacterias.
Vila habla por teléfono desde el Aeropuerto Internacional de Ezeiza en Buenos Aires, Argentina. Está a punto de embarcarse rumbo a L’Aquila, una ciudad rodeada de muros medievales que queda a dos horas de Roma, Italia. Dará una charla titulada “Evolución de las variantes de NDM: un viaje del tubo de ensayo al periplasma bacteriano” en el 13th Beta-Lactamase Meeting, una reunión entre científicos de todo el mundo, en la que se presentan avances en el campo de la resistencia antimicrobiana. Vila es investigador en el Instituto de Biología Molecular y Celular de Rosario del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, el mayor organismo de ciencia de Argentina. Sus investigaciones apuntan a diseñar un fármaco para neutralizar las lactamasas: proteínas que se encuentran en ciertas bacterias y destruyen los antibióticos.
—La mayoría de las bacterias resistentes está en los hospitales. Desde que una persona entra a un hospital con una infección hasta que un análisis muestra qué bacteria específica tiene, pasan entre 24 y 48 horas —dice el científico—. En esas horas los médicos le dan lo que se llama antibióticos de amplio espectro. Ahí está el principal problema.
Los antibióticos de amplio espectro sirven para curar la mayoría de las infecciones producidas por bacterias. Según Vila, para cuando se desentraña qué bacteria específica causó la infección, se deberían quitar los antibióticos que estén de más y redirigir la terapia hacia esa bacteria. Durante la primera ola de covid-19, debido al desconocimiento de la enfermedad, 70% de los pacientes infectados en el mundo recibieron antibióticos de amplio espectro, cuando la mayoría no los necesitaba. El efecto fue devastador: solo en Argentina, el porcentaje de pacientes hospitalizados y contagiados con superbacterias pasó de 20% en 2019 a casi el doble en 2021. Irrumpieron superbacterias con mutaciones nuevas, como las “dobles productores” que detectó primero el Servicio Antimicrobianos. Una vez que el laboratorio envió la alerta mundial, fueron halladas las mismas superbacterias en Uruguay, Ecuador, Guatemala, Paraguay, Belice y Chile. En los meses siguientes, esos países emitieron sus propias alertas. Todos los avisos fueron recopilados por la OPS, que mandó un informe en octubre de 2021 en el que advirtió que, de no tomarse medidas, “el riesgo de diseminación de estos mecanismos de resistencia es muy elevado”.
—Estamos entrando a la era preantibiótica. El pronóstico es preocupante. Para hacerle frente a las superbacterias los ciudadanos tenemos que lavarnos las manos, algo que parece obvio y es muy importante, y cuidar cómo administramos los antibióticos —advierte Vila—. Que no se vendan sin prescripción médica, no interrumpir las tomas si empezamos un proceso de antibióticos. Pero, además de esta educación científica de la población, se necesita una concientización de los estados. Un plan global.
En mayo de 2015, la OMS lanzó un plan de acción mundial contra la resistencia antimicrobiana llamado “Una Salud”. Además de concientizar a la población y al personal sanitario sobre el uso de los antibióticos, planteaba como objetivos para los siguientes diez años reforzar la vigilancia y la investigación, prevenir las infecciones a través de medidas de higiene en los hospitales y, como punto destacado, aumentar la inversión en nuevos medicamentos. El plan se implementa en Sudamérica bajo la coordinación del Servicio Antimicrobianos.
—Para las grandes farmacéuticas ya no resulta rentable fabricar antibióticos que, casi automáticamente, generan resistencia y dejan de funcionar —advierte Vila—. Por eso, en lo que va del siglo XXI hubo un solo nuevo tipo de antibiótico. Son más redituables los medicamentos para enfermedades crónicas, neurodegenerativas, cáncer, disfunción eréctil. Es necesario que los gobiernos lancen políticas sanitarias y científicas para generar nuevos antibióticos. Y que se fortalezca el rol de los laboratorios de referencia, como el Servicio Antimicrobianos del Malbrán, que detectan qué superbacteria afecta a los pacientes y a través de qué mecanismos se hizo resistente, para dar el tratamiento adecuado. En el caso del Malbrán, lo hacen con una seriedad que los hace referentes a nivel regional. Tienen un impacto que trasciende el país. Para mí son fenómenos.
En el mundo se fabrican más de cien mil toneladas de antibióticos al año: el equivalente a dos Titanics repletos de medicamentos. Pero dos tercios de esa producción se destinan al “mejoramiento de animales”. Se inyectan en millones y millones de cerdos, vacas, pavos y pollos para acelerar su crecimiento de modo que lleguen más rápido a las carnicerías.
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Una nube gris del tamaño de la yema de un dedo meñique crece en medio de lo que parece la superficie de un planeta verde con vetas brillantes. Así se ve, en una placa de Petri, la Pseudomonas aeruginosa: una bacteria resistente a todos los antibióticos. Provoca infecciones mortales en la sangre, los pulmones, las vías urinarias, las heridas quirúrgicas. En el último listado de bacterias “especialmente peligrosas” para la salud humana de la OMS, publicado en 2017, se encuentra entre las tres más dañinas.
—Mirá qué linda es —dice Alejandra Corso y la muestra en la pantalla de su teléfono celular, en el que guarda imágenes de las bacterias más “atractivas” con las que ella trabaja.
Es una mañana de junio y el sol se filtra por la ventana del laboratorio de la Clínica I, en la planta baja del Servicio Antimicrobianos. De fondo se escucha una versión de la canción “Killing me softly” de Ed Sheeran y Miley Cyrus que reproduce una computadora. Desde la habitación contigua llega el pitido constante de una máquina que identifica bacterias en pocos segundos. Celeste Lucero, una de las bioquímicas del Servicio Antimicrobianos, coloca sobre la mesada unas diez placas de Petri, esos recipientes circulares de plástico en los que hacen crecer a las bacterias.
—Acá somos medio sádicos —dice Lucero, que lleva puestos jeans, guardapolvo blanco y un collar de macramé en el cuello—. Como que lo raro, lo que para el paciente es una cagada, para nosotros es lo entretenido, lo que nos da adrenalina. Es alucinante.
Lucero tiene 52 años y trabaja en el laboratorio desde 1998. Es la encargada de realizar los antibiogramas: las pruebas de laboratorio que indican si las bacterias son resistentes a los antibióticos. Todos los días cultiva colonias de bacterias en placas de Petri que contienen agar, una gelatina con nutrientes que las hace crecer. Las manipula con un “asa bacteriológica”: una herramienta larga de metal que parece un burbujero. Sobre la placa con bacterias introduce pequeños discos de papel impregnados con quince antibióticos distintos. La placa va a “la estufa” —una máquina que se mantiene a 37 °C y que parece un horno eléctrico— durante veinticuatro horas. Al día siguiente analiza los “halos”: esas nubes grises que se forman alrededor de los discos de antibióticos. Cuanto más grandes son los halos, más resistentes las bacterias.
—¡Esta es la Biblia! —exclama Lucero, a la vez que señala un libro fotocopiado y anillado que se apoya sobre la mesada del laboratorio.
En la tapa se lee, en letras blancas sobre fondo negro, Performance standards for antimicrobial susceptibility testing, 33rd edition, del Clinical and Laboratory Standards Institute. Contiene los estándares internacionales para determinar si las bacterias son resistentes a los antibióticos. Dado que el número de superbacterias sigue en aumento, la guía se actualiza todos los años.
—La verdad es que todos los que trabajamos acá cruzamos los dedos para no internarnos. Ni nosotros ni ningún familiar. Ahí ya estás cortando clavos, porque sabés que en algún momento en el hospital… A mi vieja le pasó.
Dos años atrás, la mamá de Lucero quedó internada después de un infarto. En el hospital se contagió de neumonía. Pasó a terapia intensiva. A los pocos días contrajo una infección urinaria. Lucero intentaba transmitirle tranquilidad, pero por dentro sufría pensando que podía contagiarse de una superbacteria. Según la OMS, el mayor contagio se da entre pacientes que están en terapia intensiva, a quienes les realizan procedimientos invasivos: les colocan respiradores, catéteres, sondas.
—Yo le rogaba al laboratorio del hospital para que me dieran su análisis de orina y traerlo acá para diagnosticarla rápido. Sabía que, si tenía un bicho, era resistente. La muestra al final me la dieron un sábado.
Lucero se encerró esa noche en el laboratorio de la Clínica I para hacer el antibiograma. Dejó la placa en la estufa y al día siguiente, cuando volvió al laboratorio para medir los halos, sostuvo entre sus manos la peor de las noticias. Su madre tenía una superbacteria llamada Proteus. En el listado de la OMS está catalogada como “especialmente peligrosa”. Debajo de su nombre, se aclara: “Causa infecciones letales”.
—Cuando uno sabe un poco más… ¿cómo le hablás al médico? Sutilmente le dije qué antibiótico tenía que darle. Por suerte a mi mamá le dieron lo que les sugerí. Y mi mamá sobrevivió.
“Para las grandes farmacéuticas ya no resulta rentable fabricar antibióticos que, casi automáticamente, generan resistencia y dejan de funcionar. Por eso, en lo que va del siglo xxi hubo un solo nuevo tipo de antibiótico. Son más redituables los medicamentos para enfermedades crónicas, neurodegenerativas, cáncer, disfunción eréctil”.
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—Si veo un buen paper me lo reservo para leerlo en la tranquilidad de mi casa. Es como un mimo científico. Lo leo en la tablet, antes de acostarme. Así lo disfruto en silencio. Acá es un despelote de gente todo el tiempo.
Fernando Pasterán es bioquímico y vicedirector del Servicio Antimicrobianos. Un hombre de semblante plácido y una barba negra que le cubre parte de las mejillas. Está sentado en uno de los laboratorios junto a dos residentes, evaluando la eficacia de un antibiótico llamado cefiderocol, que acaba de lanzarse al mercado para enfrentar la Pseudomonas aeruginosa.
—Queremos saber cuanto antes si el cefiderocol nos va a servir —dice Pasterán—. Hace poco, en Chile, por ejemplo, pasó que lanzaron al mercado un antibiótico para una superbacteria que ya se había hecho resistente. Apenas salió, el antibiótico ya era obsoleto.
Todos los días en el Servicio Antimicrobianos, Pasterán supervisa antibióticos, prueba combinaciones para combatir infecciones con superbacterias, busca nuevos métodos para detectarlas y arma protocolos para que esos métodos se apliquen en los hospitales. En los documentos que confecciona para enviar a los organismos de salud de todo el mundo incluye dibujos de zombis, tumbas y cuervos. Llegó a estudiar la carrera de Diseño Gráfico para que se vean mejor. En 2006, cuando el laboratorio descubrió la KPC —una de las dos enzimas que componen la superbacteria “dobles productores” hallada en la pandemia—, Pasterán incluyó en el protocolo el dibujo de un Obelisco —el monumento icónico de Buenos Aires, de casi setenta metros de altura— partido a la mitad. Debajo, en letras rojas, aparecía la palabra “apocaliKPCsis”.
—Fue un momento bisagra para el servicio —dice y se acaricia la barba.
El método que les permitió descubrir la KPC surgió de una extraña idea de Pasterán. Al laboratorio llegó la muestra de una mujer trasplantada del riñón. Llevaba internada varios meses porque una herida quirúrgica no cicatrizaba. Hacía muchos años, el bioquímico había leído en un artículo científico las posibles propiedades antibióticas del ácido borónico, un veneno para plagas. En la placa de Petri en la que incubaron la muestra, alrededor del ácido se formó el ansiado halo gris.
—El ácido nos permitió detectar KPC —recuerda Pasterán—. Fue algo inusual, impensado, que cambió las prácticas de laboratorio del mundo.
Seis meses después, Pasterán escribió el hallazgo en un paper que se publicó en la revista Preventing Chronic Disease, del Centro Nacional para la Prevención de Enfermedades Crónicas y Promoción de la Salud, el organismo dedicado a la prevención de enfermedades más importante de Estados Unidos. La empresa farmacéutica Melinta, de Nueva Jersey, desarrolló un poderoso antibiótico a partir del ácido borónico. El estudio que evaluó la eficacia de esa droga, en homenaje al Servicio Antimicrobianos, se llamó “Tango”.
—La gente del Malbrán tiene una tradición en modificar los tests de detección de superbacterias que los hace únicos. El ejemplo más claro de eso es la utilización de discos de ácido borónico para identificar KPC —dice por videollamada, desde Washington, Pilar Ramón-Pardo, asesora en Resistencia Antimicrobiana de la OPS—. El servicio conoce los problemas que enfrentan día a día los hospitales y busca soluciones con métodos viables en todo el mundo. Eso permite que países sin recursos puedan enfrentar a las superbacterias. El panorama a futuro de la resistencia es sombrío. A menos que hagamos algo colectivo para frenarlo, no se revertirá. Lo que sucede en un país afecta a otro, lo que se detecta en un lugar luego aparece en otro. Es necesario que se monitoreen las superbacterias en los laboratorios de todos los países para contener posibles brotes. En América Latina, el Malbrán capacita para que todos los países, entre ellos México, puedan tener laboratorios a la altura del problema.
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Cuando supo que su madre se había contagiado de la bacteria Klebsiella pneumoniae, Jorge Trgovcic pensó en la película ¿Quién quiere ser millonario? En ella se cuenta el relato de un niño huérfano que vive en los suburbios de India y gana un concurso millonario de preguntas y respuestas. La cinta se convirtió en un fenómeno global y ganó el Oscar a Mejor Película en 2009.
—El protagonista sabía todas las respuestas por lo que había vivido. En mi vida fue lo mismo —dice Trgovcic, 53 años, el pelo canoso peinado con gel hacia arriba, una mañana de domingo en un café de San Telmo, barrio de bares antiguos y calles de adoquines en el sur de la ciudad de Buenos Aires—. Siempre me llamó la atención ese nombre, Klebsiella. Lo escuchaba en los pasillos de mi laburo. “Qué nombre raro”, decía, pero nunca pensé que me iba a arruinar la vida.
Trgovcic trabaja desde hace 31 años como técnico en el área de Parasitología del Instituto Malbrán, un laboratorio que está a un pasillo de distancia del Servicio Antimicrobianos. En 2017, su madre, Rosa, se resfrió. Cuando la revisó un médico, descubrió que el resfrío era en realidad una neumonía avanzada. Quedó internada, conectada a un respirador. Encontraron un foco de “cándida”, infección vaginal causada por bacterias. Ningún antibiótico mejoraba el cuadro. Trgovcic se acercó hasta la puerta del Servicio Antimicrobianos y le contó su historia a Alejandra Corso. Ella se contactó con los médicos que atendían a Rosa, les pidió una muestra para analizar en el laboratorio. En la prueba de antibiograma encontraron esa superbacteria que a Trgovcic le llamaba la atención: Klebsiella pneumoniae.
—Una superbacteria rejodida. Uno se piensa que si lo medican con un antibiótico ya está curado, y nada que ver. A mi mamá la estaban tratando con cuatro antibióticos y d ninguno servía. Desde el servicio sugirieron otra combinación, pero ya era tarde. Mi vieja se murió.
En el laboratorio, la historia de Trgovcic es una peligrosa excepción: nunca conocen a quienes están detrás de las muestras que analizan. Quince años antes de que él llevara la Klebsiella, llegó al laboratorio un hombre desconocido que había tenido osteomielitis maxilar: una infección en la boca producida por la superbacteria Staphylococcus aureus. Lo salvaron con una combinación de antibióticos que ellos habían propuesto y quería agradecerles. Mientras se lo contaba, los integrantes del servicio, con los ojos humedecidos, lo miraban en silencio.
—No le ponemos cara a las muestras. Para nosotros son bacterias —dice Corso—. Tratás de no involucrarte sentimentalmente, porque si no, no podés trabajar. Todos los casos que vienen acá son casos graves. No vamos a estar haciendo un duelo en cada vuelta de página.
***
El jefe de residentes del Servicio Antimicrobianos, un chico flaco, con aritos en las orejas y un ambo azul, pasa por las puertas del laboratorio gritando:
—¡A comeeer!
Como todos los viernes, los miembros del Servicio Antimicrobianos están en la cocina almorzando y tomando fernet, una bebida alcohólica a base de hierbas que se mezcla con Coca-Cola. Lo hacen desde que empezó la pandemia de covid-19, cuando se turnaban en burbujas de tres personas para ir a trabajar. En esas jornadas sombrías y extenuantes preparaban tragos para sobrellevar el trabajo.
—Lo del coronavirus al principio no lo queríamos relacionar con las superbacterias —recuerda Celeste Lucero en la cocina—. Éramos negacionistas. Pero se sabía que iba a repercutir en nosotros de la peor forma. Porque, obviamente, toda esa acumulación de pacientes, el desborde de la emergencia… iban a aumentar las infecciones intrahospitalarias. Iban a aparecer bacterias recontrarresistentes.
Sobre la mesa alargada y de madera blanca se distribuyen platos con panes y otros con matambre de cerdo cortado en rodajas. Hay sachets de mayonesa, cubiertos y vasos de plástico y tazas con la leyenda “Cubicin. Daptomicina para infusión”: un medicamento que se usa para tratar infecciones provocadas por Staphylococcus aureus.
—Che, ¿la Coca está en la cámara fría? —pregunta el jefe de residentes.
Va hasta la planta baja, abre una heladera repleta de placas de Petri con bacterias, agarra un pack de gaseosas que está en un rincón y lo lleva hasta la cocina. En las paredes del lugar cuelgan banderines de colores y, pegadas en una ventana, hay dos hojas impresas. Una dice “Protocolo para el uso seguro del comedor” y tiene recomendaciones como “lavarse las manos antes de ingerir alimentos”, acompañadas por dibujos alusivos. La otra se titula “Los cuatro acuerdos toltecas” y dice: “1) ser impecable con tus palabras, 2) siempre hacer lo máximo que puedas, 3) no hacer suposiciones, 4) no tomar nada personalmente”.
—Los estuvimos discutiendo en el almuerzo del viernes pasado y dijimos de colgarlos en cada pared —dice Paula Gagetti—. La primera es la mejor. La segunda la intentamos todos acá. La tercera es difícil. La cuarta es imposible, porque acá todos le decimos al otro: “¿Me lo estás diciendo a mí?”. Tendríamos que ponerlos más en práctica.
Durante el almuerzo hablan sobre el dress code de los que trabajan en el laboratorio, se pasan stickers a través de sus teléfonos celulares, analizan series y películas de moda.
—¿Alguien tiene el billete? —pregunta Gagetti—. Todavía no lo consigo.
En mayo pasado, en Argentina se puso en circulación un nuevo billete de dos mil pesos. Es el de más valor en el país. En una de sus caras, en tono gris oscuro y rosado, aparece dibujada la fachada del Instituto Malbrán. El Banco Central de Argentina decidió ponerlo “en homenaje a la ciencia y la salud pública argentina”.
—Tomá, te dejo lo veas nomás. Me lo dieron el otro día en el kiosco y me lo guardé —dice el jefe de residentes.
Cuando terminan el almuerzo se sacan una selfie grupal y vuelven a sus puestos de trabajo. En un rincón de la cocina se queda sentado Fernando Pasterán contestando mails frente a una computadora portátil.
—Se cree que el descubrimiento de los antibióticos permitió a la raza humana ganar veintidós años de sobrevida. Ahora vamos a morir de una infección en un ojo, una otitis, una faringitis, cualquiera nos va a terminar matando —dice, y la cara se le ilumina con el resplandor de la pantalla—. ¿Viste la película Náufrago? Hay una escena en la que Tom Hanks se saca una muela infectada usando la cuchilla de un patín porque no tiene antibióticos para poder hacerle frente a esa infección localizada. Bueno, vamos camino a terminar todos así. Desdentados, sin antibióticos para curar una infección banal en la boca. Sacándonos las partes infectadas de nuestro cuerpo con un cuchillo.
Esta historia se publicó en el impreso 226: Cuidados colectivos
CINTIA KEMELMAJER. Mar del Plata, Argentina, 1984. Es licenciada en Periodismo y Comunicación Social por la Universidad Nacional de La Plata y maestra en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Fue becaria de la Fundación Gabo. Trabajó en las redacciones de los diarios Hoy y Diagonales, de La Plata. Como periodista freelance, colabora con las revistas Gatopardo, Brando, Cerdos & Peces, Lento, Anfibia, Ñ y La Agenda, y los diarios Clarín, Perfil, El Día y Página 12. Forma parte del área de Comunicación del Conicet, el mayor organismo científico de Argentina. En esta edición escribió de las superbacterias.
SARAH PABST. Fotógrafa documental y narradora visual de origen alemán radicada en Buenos Aires. Además de su obra autobiográfica, su trabajo se centra en las mujeres, la identidad, los derechos humanos y las cuestiones medioambientales. Su trabajo fue publicado en medios internacionales como Time, The New York Times, The Wall Street Journal, Le Monde, The Washington Post, Bloomberg y Der Spiegel, entre otros. Es miembro de Women Photograph y de Ayün Fotógrafas. En 2022 fue nominada como mentora del programa Women Photograph Mentorship. Además, su trabajo fue premiado en numerosos concursos, como Pictures of the Year International, POY Latam, Daylight Photo Awards y los International Photography Awards. Su primer libro, Morning song, fue finalista del Lucie Photo Book Prize y nombrado uno de los mejores fotolibros de 2021 por el Photographic Museum of Humanity. Tiene un máster en Artes Visuales (Pintura/ Fotografía) y Español por las universidades de Wuppertal y Colonia, Alemania.
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