VIH en Yucatán: el silencio de los pacientes en los pueblos mayas

El silencio del VIH en Yucatán: el estigma que persiste en los pueblos mayas

Para las comunidades mayas, dar positivo en una prueba de VIH no es una sentencia de muerte, pero sí un castigo que se recorre en pantano. El diagnóstico inhabilita al paciente para fungir como madre, padre, empleado, ser humano. Queda marginado. La falta de concientización sobre el sida y la vida sexual es una problemática urgente, pues aún persiste una gran necesidad de información. A finales de 2022, Yucatán registró 11 146 casos nuevos de VIH, con lo que ocupa el segundo lugar nacional en nuevos diagnósticos.

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Chavelita reza todos los días a Nuestra Señora de Izamal, la virgen católica que cuida de las enfermedades a la península de Yucatán. A ella le dedica sus plegarias para que le dé fuerzas. Toma un rosario de su bolso, una estampa del Sagrado Corazón de Jesús, un frasco con Biktarvy —su actual medicamento—, y reza.

Tiene 48 años, una mujer “maya, mexicana y católica”, como se describe a sí misma, que vive desde hace un par de décadas con el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), parte de las 1 594 mujeres yucatecas diagnosticadas en el sureste mexicano. Una “hija de su hogar”, dice, que se formó como profesional técnica en Contabilidad Fiscal y que ahora trabaja empaquetando comida de entrega —con la que ella no tiene contacto, aclara— en una fonda de la ciudad de Mérida, propiedad de una prima “a la que le ha ido mejor”.

Son las ocho de una mañana de julio de 2022 y ya se siente el bochorno del concreto sometido al calor del verano. Chavelita viene cargando su bolsa negra, apretada entre el brazo y el pecho, junto con su familia —su madre, una hermana, el novio—, a la clínica especializada en VIH que se encuentra en el perímetro del Hospital General Agustín O’Horán. Chavelita, como todos aquí conocen a Isabel, viene de nuevo con sus compañeros de lucha, doctores, enfermeros, trabajadores sociales, que están al tanto de cómo sus pulmones se han vuelto el semáforo de su frágil salud. Ella reza, y en su rostro hay un gesto de incertidumbre: el riesgo de también padecer cáncer.

VIH en Yucatán

Chavelita y su familia suben las escaleras principales del Hospital General Agustín O’Horán, el más antiguo de Yucatán. Ella teme padecer cáncer debido a un quiste que fue hallado en uno de sus pulmones. Tiene más de dos décadas de ser paciente por VIH en Yucatán.

Chavelita aguarda al interior de la clínica para atender esta entrevista. El hospital general de Mérida está protegido por varias puertas, rejas y guardias que apenas si contestan el saludo a las filas de pacientes y familiares que buscan entrar día con día. El hospital fue inaugurado en su sede actual en 1906 y sacado del centro de la ciudad gracias a las gestiones del doctor Agustín O’Horán y Escudero, de quien toma el nombre. Al otro extremo de la barda, en lo laberíntico de las callejuelas que rodean el instituto médico y oficinas gubernamentales, un enfermero desayuna una Coca-Cola, unas galletas de chocolate y un cigarro.

—Disculpe, ¿dónde está la clínica de VIH?
—No, no sé —dice el enfermero.

Más adelante, en una entrada de personal, dos guardias son interrumpidas en su conversación de cambio de turno:

—¿Cómo llego a la clínica de VIH?
—Por allá —responden al unísono, con una seña displicente de la mano y una mirada de desaprobación.
—¿Dónde está la clínica de VIH?

Un último guardia, el del estacionamiento, no responde absolutamente nada. Esa clínica que nadie parece conocer, el Centro Ambulatorio para la Prevención y Atención en Sida e Infecciones de Transmisión Sexual (CAPASITS), contrasta con lo enorme de la torre mayor del Hospital General Agustín O’Horán, el único edificio con más de cuatro pisos en todo el barrio de la avenida Jacinto Canek, construido en lo que simula una especie de colina: para llegar a sus puertas hay que subir tres tramos de escaleras. Con más de 1 200 pacientes y construido en el año 2009, el CAPASITS de Mérida fue concebido como todas las clínicas de su tipo: externas e integrales.

A la clínica se le puede agregar un elemento más impersonal: apenas si hay carteles o anuncios para la prevención del VIH, el uso de condón o simplemente los requisitos para consultas o para la afiliación al servicio médico. Pero es mucho más de lo que se tenía a inicios de los años 2000, cuando los pacientes eran atendidos en la banqueta o en un pequeño consultorio que funcionó por cinco años al fondo del hospital. Yucatán tiene cuarenta años enfrentando el tema del VIH y, sin embargo, afuera del CAPASITS, casi todos los meridanos se refieren a la condición de vivir con el virus como “la enfermedad”. Cuando Chavelita supo que vivía con la enfermedad, que la tenía, entregó a su hija Amalia, recién nacida, a la abuela, y se alejó de la familia.

—¡Yo nunca juzgué a mi hija, ni cuando salió embarazada ni cuando le dieron su diagnóstico! —recuerda Hilda, la madre, una anciana de voz ronca, en sus setenta años, que ha trabajado como empleada doméstica y cocinera, originaria de Chapab de las Flores, localidad mayahablante, al sur del estado—. Un día llegó su hermana y me dijo: “¡Mamá, mi hermana está embarazada!”. Pero yo no pude soltar a mi hija, porque es mi sangre, es mi hija, yo la crecí. Le dije: “Hija, no te preocupes”…, y cuando tuvo a Amalia, a los meses siguientes fue diagnosticada con la enfermedad. Ella dijo que no quería ser una carga para nadie… y se fue a un albergue.

Chavelita reza todos los días a Nuestra Señora de Izamal, la virgen católica que cuida de las enfermedades a la península de Yucatán. A ella le dedica sus plegarias para que le dé fuerzas.

VIH en Yucatán

La salud de Chavelita es endeble. Cuando le notificaron que vivía con VIH, decidió alejarse de su familia e incluso renunciar a su maternidad. Durante años vivió en albergues o en casas prestadas “para no ser una carga para su familia”.

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A finales de 2022, Yucatán registró 11 146 casos en el “Informe histórico VIH-SIDA 4.º Trimestre 2022”, del Sistema de Vigilancia Epidemiológica de VIH, de la Secretaría de Salud Federal. Las cifras habían aumentado más de 100% en solo diez años, luego de 5 401 casos registrados en 2013. Hoy, este territorio, que cuenta con 106 municipios y 2 320 898 habitantes, es uno de los polos turísticos más importantes del país, situación que no logra repercutir en la calidad de vida de quienes ahí viven. Casi la mitad de los yucatecos (49.5%) vive en pobreza, 1 156 000 pobres; de esta última cifra, 578 000 personas no tienen acceso a los servicios básicos de salud, según el último informe del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social.

A nivel nacional, Yucatán posee 3.2% de los casos localizados de VIH, en una lista que encabezan la Ciudad de México (13.5%), el Estado de México (10.1%) y Veracruz (9.3%). Yucatán ocupa el segundo lugar en la tasa de nuevos casos. Esto es, casi treinta ciudadanos por cada cien mil habitantes. A inicios de 2022 comenzó la fase 3 de la vacuna Mosaico, de la farmacéutica Janssen, para el combate del VIH en pacientes de tres ciudades del país: la Ciudad de México, Guadalajara y, precisamente, Mérida, la capital de Yucatán. Sin embargo, en enero de 2023, la farmacéutica decidió suspender los ensayos clínicos por no tener los resultados deseados. Los avances sí servirán para futuras experimentaciones contra el virus. A la fecha, el VIH no tiene cura.

Fue en 1983 cuando se registraron los primeros dos pacientes con VIH en Mérida. Las décadas posteriores fueron de lucha y manifestación por parte de activistas que se fueron agrupando en organizaciones que aún colaboran en la prevención y atención del virus. De esta región se recuerdan casos como la muerte de dos reclusos del Centro de Readaptación Social de Mérida en el año 2000. El primero falleció en la puerta del Hospital General Agustín O’Horán; el paciente mostraba un cuadro de deshidratación por vómito dentro de una camioneta de la Secretaría de Protección y Vialidad. El segundo fue internado, pero se le negó el tratamiento; murió por una infección oportunista a causa de meningitis, según consigna la recomendación 009/2002 de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). A los señalamientos públicos contra el hospital se sumaron colectivos yucatecos y de todo el país, además de figuras como el escritor Carlos Monsiváis, y la recomendación de la CNDH señaló alteraciones a los registros de ambos casos en notas médicas y en la relación del personal que atendió.

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En Yucatán, recibir el resultado de una prueba de carga viral en la que se confirme el diagnóstico no es sentencia de muerte, pero sí un castigo que se recorre en pantano. Se convierte en un autoexilio que inhabilita al paciente para fungir como madre, padre, empleado, como ser humano. La falta de concientización sobre el VIH y la vida sexual se debe a “siglos de una cultura donde la reproducción, la sexualidad no son temas que se vean naturales”, dice la doctora Ligia Vera Gamboa, profesora e investigadora de la Universidad Autónoma de Yucatán, quien, desde finales de los noventa, se ha dedicado a la educación sexual, principalmente en mujeres yucatecas, y, en la actualidad, a la lucha por la legalización del aborto en la península. “Existe una gran deuda en la formación y educación sexual para con las mujeres […], cuando se tocan los temas de sexualidad se remite únicamente a la cuestión de reproducción. Nunca se les pregunta qué prácticas han tenido ni cuántas parejas sexuales han tenido, ni a hombres ni a mujeres; entonces, eso complica mucho el trabajo a los que nos dedicamos a estos temas”, dice.

En la familia yucateca existe una línea matriarcal que no suele estar involucrada en la toma de decisiones sobre el patrimonio, lo cual está directamente relacionado con la preservación de las tradiciones familiares. Según lo explican las investigadoras consultadas para esta nota, las esposas dejan a su familia y se vuelven parte de la del esposo; viven en terrenos grandes donde conviven con suegros, cuñados y cuñadas. Al envejecer, se vuelven procuradoras de la “moral” de las nuevas familias formadas por sus hijos e hijas. En 2015, cuando las doctoras Vera Gamboa y Rocío Quintal López realizaron el estudio “Análisis de la vulnerabilidad social y de género en la díada Migración y VIH/sida entre mujeres mayas de Yucatán”, en el que participaron amas de casa en hogares con esposos migrantes, la primera barrera con la que se encontraron fue la vigilancia de las suegras ante los cuestionamientos del grupo investigador.

“Cuando llegábamos y pedíamos a las esposas para hacer los cuestionarios, lo primero que pasaba es que nos sentaban las suegras a un costado para supervisar lo que le preguntábamos a las mujeres”, recuerda Vera Gamboa, que visitó las comunidades de Chacsinkín y Tahdziú, municipios del sur de Yucatán.

“Las mujeres en general enfrentan múltiples obstáculos para la toma de decisiones en materia de salud sexual”, dice el libro De mujer a mujer, protégete del sida, manual editado en 2007 por la Universidad Autónoma de Yucatán y el Centro Nacional para la Prevención y el Control del VIH y el Sida.

Puedes ver el documental completo aquí:

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Mientras Chavelita espera su turno, una de las doctoras tratantes —quien pidió no revelar su nombre— explica lo complicado de su caso “principalmente porque hubo un tiempo que Chavelita abandonó su tratamiento”. Lleva casi diez años dándole seguimiento a su paciente, desde que llegó al CAPASITS de Mérida. Chavelita fue víctima de maltrato por parte de su última pareja, que la engañaba y agredía, hasta que ella le pidió que se alejara. La depresión la orilló a tomar su tratamiento de forma intermitente. Casi todo el personal de la clínica habló y apoyó a la paciente, para que superara su pérdida. En esta ocasión, en julio de 2022, Chavelita viene a actualizar su expediente clínico, que abarca más de cincuenta páginas; es más amplio que el de un paciente regular, un tomo de varios centímetros de grosor con documentos médicos. A pesar de lo saturado que pueden estar los servicios públicos de salud, a la llegada de Isabel todos se toman un momento para saludarla. En dos horas tiene cita para comenzar un proceso de biopsia en el sistema respiratorio.

—¡Chavelita, qué gusto verte! —le dirá después la médica al verla en la entrada del consultorio—. ¡Te ves muy bien…, te ves gordita, llena de vida!
—Ya voy mejorando —dice ella cubriéndose la boca con la mano.

VIH en Yucatán

Chavelita y su pareja, Ángel, visitan periódicamente la clínica de Mérida para recibir sus medicamentos. Ambos son pacientes de VIH en Yucatán. Él cuidó de ella durante el tratamiento por un quiste que la incapacitó. Trabajan en un restaurante pequeño, “pero no tenemos contacto con la comida”, recalca Chavelita.

Para su estatura y complexión, puede considerársele una mujer delgada, con un peso de sesenta kilogramos. Hace dos años, la báscula marcaba solo 32. Chavelita desarrolló quistes por virus del papiloma humano (VPH) cerca del recto, que se volvieron cancerígenos, por lo que se tuvo que someter a cirugías para poder librarse del cáncer, procedimientos que la debilitaron y la hicieron adelgazar.

—Hace dos años, un compañero médico de epidemiología vino a hacer tamizajes de VPH. Ese mismo día vino Chavelita a resurtirse el medicamento y le pedí que pasara. Se le hace la prueba y salió reactiva. Fue cuando nos confiesa que tenía un tumor en el área del recto y no había dicho nada a nadie por pudor, por vergüenza. Ahora será sometida a una biopsia en un pulmón, el derecho, por un quiste que podría ser cancerígeno —explica la doctora.

—A mí Chavelita me amenazó —dice Ángel, su actual novio—. Me dijo que, si decía algo sobre su problema, me corría de la casa. Pero ya rengueaba.

Según la Sociedad Americana contra el Cáncer, el VPH puede generar riesgo de cáncer en la zona anal tanto en hombres como en mujeres. “Es más común entre las personas con VIH y en hombres que tienen actividad sexual con otros hombres”. Para Chavelita, esto era una nueva “prueba ante Dios”. Ella apenas recuerda cómo le transmitieron el virus.

—Pues yo no supe del problema, de la enfermedad, hasta que nació mi hija… —dice en el volumen y tono de quien cuenta un secreto—. Yo tengo una hija, mi hija ya tiene veintitrés años. Cuando me detectaron la enfermedad, ella tenía año y medio. Realmente… tuve un novio, hasta me iba a casar con él, me dijo que tenía cáncer en el estómago, no sabía que tenía VIH. Pero no tuve relaciones sexuales con él.

—¿Sabes cómo te expusiste al virus?
Chavelita balbucea dentro del consultorio y responde:

—No sé si fue por accidente. Me dicen que a veces es ilógico, que así no se contagia una. Pero a él le dieron un golpe y con su codo también me lastimó. Y al haber agarrado su sangre, me agarró también la nariz. Pero dicen que ¿de qué manera me pudo haber contagiado, si no…? Yo no estuve con él —dice.

Como es común en cuadros de VIH sin tratamiento inmediato, comenzaron a llegar enfermedades oportunistas. La mujer enfermó de los pulmones. Al principio, cuando el virus comenzaba a manifestarse, la familia pensó que solo se trataba de una gripa o alguna infección común en una mujer de casi veinticinco años, no imaginaron que se trataba del virus; desde la infancia, su punto débil fue el sistema respiratorio. Como es recurrente, el VIH vino acompañado de un cuadro de tuberculosis.

—Estuve ingresada en un albergue de monjas porque estaba yo muy mal de los pulmones, me daba calentura, bajaba mucho de peso, la diarrea, vómito. Como mi mamá estaba muy apegada a la iglesia, tenía una amiga que colaboraba con este albergue y le preguntaba:

“¿Tu hija cómo está?”. Y pues ella respondía: “Sigue mal”. Entonces le preguntó qué síntomas tenía.
La amiga de Hilda, madre de Chavelita, le sugirió que podía tener VIH. Pero nadie lo creía, hasta que las pruebas de sangre lo confirmaron.

“Cuando llegábamos y pedíamos a las esposas para hacer los cuestionarios, lo primero que pasaba es que nos sentaban las suegras a un costado para supervisar lo que le preguntábamos a las mujeres”.

Chavelita y su pareja, Ángel, visitan periódicamente la clínica de Mérida para recibir sus medicamentos. Ambos son pacientes de VIH en Yucatán. Él cuidó de ella durante el tratamiento por un quiste que la incapacitó. Trabajan en un restaurante pequeño, “pero no tenemos contacto con la comida”, recalca Chavelita.

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En Yucatán, la primera reacción ante cualquier padecimiento es la separación, un destierro autoimpuesto que podría explicarse de manera histórica. Según el doctor Renán Góngora-Biachi, pionero en la investigación del VIH en el estado, los textos sagrados del siglo XVI, como Chilam Balam y Popol Vuh, hablan del xekik (un vómito con sangre), lo que muy probablemente era un cuadro de fiebre amarilla. En la leyenda “Maestro Mago Brujito”, del Popol Vuh, los mayas responsabilizaron a los monos de propagar la enfermedad y los desterraron. Estos bajaron al Xibalbá y, desde el inframundo, enviaron hordas de mosquitos que propagaron el xekik y mataron a los jefes de las tribus.

Entre 1833 y 1857, el cólera morbus llegó a la península por actividades comerciales costeras. El ayuntamiento de Mérida publicó entonces una serie de ordenamientos para evitar su propagación: “Conservar aseadas las calles, absteniéndose de arrojar aguas corrompidas u otras inmundicias que infestaran el aire. Como la ciudad se dividió en cuatro cuarteles, la basura se tiraría en los puntos indicados para cada lugar”, dice una investigación de Laura Machuca, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social. Además de eso, se contempló la idea de construir clínicas y hospitales a las afueras de la ciudad.

Sin embargo, lo que persistió por trescientos años fue la fiebre amarilla —en 1569 se registraron los primeros casos y, en 1906, durante la modernización de Mérida, en el porfiriato, fueron construidos los pabellones en las clínicas públicas para separar a los pacientes y estudiar el padecimiento—. A pesar de los esfuerzos, en los albores de la Revolución, Mérida le atribuye el control de las epidemias a Nuestra Señora de Izamal que, desde 1648, cuida a Yucatán de las enfermedades.

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Casi todos los albergues en Mérida están dedicados a cuidar enfermos y personas en situación de calle, administrados por asociaciones civiles u organizaciones religiosas.

El hecho de que Chavelita tuviera a su hija y le fuera transmitido el VIH después del parto es visto por ella como “un milagro de la Divina Misericordia, del Sagrado Corazón de Jesús”. Lo mismo piensa del acceso a medicamentos en clínicas públicas.

La relación entre madre e hija, Chavelita y Amalia, es complicada. Al no criarse con ella, Amalia ha juzgado a su madre y las decisiones que tomó respecto a su vida dentro de los albergues.

—Amalia es lo que más quiere Isabel en la vida —dice Hilda, la abuela—. Pero siempre le recrimina su distancia y que las pocas temporadas que estuvo bien prefirió seguir en los albergues y quedarse con sus parejas. Por ejemplo, ella hoy no está aquí. Fue muy rebelde cuando conoció y se acercó a su papá. Mi nieta le gritaba a su mamá, hasta que un día me planté y le dije: “Quieres mucho a tu papá, ¡pues vete con él! Pero deja de acosar a tu madre, porque ella también es mi hija”.

Son las diez de la mañana y Chavelita acaba de entrar a la sala grande del hospital para comenzar con sus análisis. Una semana después escribirá un mensaje: “¡Estoy bien! ¡No tengo cáncer!”.

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Carmen vive en un terreno grande que comparte con la familia de su esposo en Xaya, un pueblo donde “todos hablan de todos y, entre nosotros, todos nos conocemos”, dice. Por eso, Carmen y su marido ocultan su diagnóstico, y cuando tienen que hablar de él, o de cualquier premura relacionada al VIH, lo hacen a puertas cerradas, en secreto.

Es una mujer maya de 45 años, de origen campesino —apenas concluyó la preparatoria—, y se dedica a la industria de los servicios. Su casa es pequeña y tiene un anexo de bahareque, paredes hechas con varas engarradas y techado de lámina de cartón que funge como cocina y taller de hamacas, que vende para ayudarse económicamente. Cada mes tiene que salir con mucha discreción hacia Mérida y solo dos cuñadas y sus suegros saben realmente adónde va: al CAPASITS.

Carmen está sentada en la cocina, prepara un relleno negro, platillo típico de la región hecho con pollo y puerco en una salsa de chiles tatemados. Cuando ve que la comida ya está lista, comienza a relatar su vida, pero guarda silencio y pide discreción.

—Nadie en Xaya puede saber que vivimos con VIH.
Si lo llegaran a saber, se tendrían que ir.

VIH en Yucatán

Carmen cuidó de Sol durante sus primeras semanas de nacida dentro del Hospital General Agustín O’Horán. Ahí sufrió de discriminación por parte de médicos y enfermeras que sabían que ambas vivían con VIH en Yucatán. Carmen luchó sola durante meses para salvar a su hija.

La primera experiencia sexual de Carmen fue a los diecinueve años, un recuerdo nada grato: un compañero abusó de ella en el turno nocturno de un hotel en Playa del Carmen, Quintana Roo, donde ambos trabajaban. De aquello resultó embarazada, y a los pocos meses recibió su diagnóstico de VIH. Desde entonces han pasado veintitrés años, desde que nació Sol, su primera hija, a quien lamentablemente le transmitió el virus en el parto. Carmen pasó diez años en un albergue a las afueras de Mérida, donde la apoyaron para rehabilitar a su hija, que tuvo problemas psicomotores. Carmen tenía que valerse por sí sola, y desde entonces vende comida para sobrevivir.

—Esa persona abusó de mí. Y yo quedé embarazada de Sol, me quedé sola. A pesar de eso, decidí salir adelante, decidí no regresar a casa porque tenía miedo, miedo de mi familia, de decirles que me embarazaron.

Carmen enseña su patio y su cría de gallinas y guajolotes. La vida de las familias yucatecas transcurre en la cocina y los patios. La comida es el centro de la convivencia; los patios, el del descanso después del jornal de trabajo. La cocina de Carmen es pequeña pero bien distribuida; los estantes están colgados de extremo a extremo con cuerdas empotradas dentro de la casa de palma y las paredes son de varitas delgadas que permiten que traspase la luz del sol cuando atardece. La despensa está escondida y lejos del alcance de los gatos y los gallos que son intrusos todo el día.

Originaria de X-Can, un pueblo mayahablante a una hora y media de Cancún y a tres de Mérida, donde es común la migración hacia la industria hotelera del Caribe, Carmen fue una de las más de treinta mil personas que, según el “Anuario de migración y remesas”, de la Secretaría de Gobernación, en promedio, se mueven hacia Quintana Roo para trabajar en la industria turística. Y tomar esa decisión le cambió la vida.

Cuando la gestación de su embarazo le impidió trabajar, tuvo que regresar a la casa de sus padres, quienes entendieron el crimen del que había sido víctima. Su hija Sol nació el 25 de junio de 2000, en el Hospital General de Valladolid, y estuvo dos semanas en incubadora al manifestar infecciones oportunistas producto del VIH.

Carmen no se imaginaba que le había transmitido el VIH a su hija; ella tampoco sabía de su estado serológico. El diagnóstico, hasta entonces, era una bronconeumonía, y la bebé bajaba de peso y presentaba diarreas, así que tuvieron que ser trasladadas de Valladolid a Mérida. Los médicos no entendían lo que pasaba y solo les restó decir: “No creo que sobreviva, porque la niña no tiene defensas”, recuerda Carmen con crudeza.

La primera experiencia sexual de Carmen fue a los diecinueve años, un recuerdo nada grato: un compañero abusó de ella en el turno nocturno de un hotel donde ambos trabajaban.

Sol muestra las cicatrices de sus primeras semanas de vida. Nació con VIH y fue atendida con pocas expectativas de supervivencia. “Me la entregaron para morir”, recuerda su madre. Ahora, Sol está en sus veinte.

Para esas fechas, la atención y los protocolos en el Hospital General Agustín O’Horán eran precarios, aún con prejuicios y, por ende, revictimizantes; tampoco existían los CAPASITS, y el Gobierno federal apenas había descentralizado el Consejo Nacional para la Prevención y el Control del Sida y ordenaba la creación de sistemas de atención en los estados. Apenas si se contaba con una pequeña oficina donde se surtían los medicamentos. Jorge Saavedra, creador del sistema CAPASITS, declaró en marzo de 2023 para el portal de salud MundodeHoy.com que, en el O’Horán en Mérida, “las personas con VIH no podían entrar al hospital y los atendían en la banqueta”.

El panorama para Carmen y su hija no era alentador.

—Entonces, de Mérida me piden que si aceptaría nos hicieran el estudio del VIH y les digo que sí. Como nunca he tenido así novio, yo pensaba que no tendríamos eso. Cuando me dieron las noticias estaba sola y buscaba qué hacer en ese momento. Bueno, me dijeron que tenía esta enfermedad que podía quitarme, quitarnos, la vida. No tenía muchas salidas, porque cuando me enviaron acá, mis padres no me siguieron, me dijeron que no podían venir conmigo, y sola me vine. Yo les dije que no importaba. Yo me fui sola con mi hija. “Voy a llegar adonde esté”, les dije…

La mujer interrumpe su relato para sacar la olla de la lumbre y espantar a los pollos que ya defecaron en el suelo de la cocina. En la tarde bochornosa, a 37 °C, los rayos del sol atraviesan las paredes y se mezclan con el calor del fogón.

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Carmen le pide a su hija Sol, una chica de veintipocos años, que vaya por un refresco a la tienda, que vaya con sus primos y su hermano menor, producto de su actual matrimonio. Ella recuerda que cuando llegó a Mérida no tenía amigos ni familia, nadie la ayudaba y había días completos en que no comía. “Salía a sentarme en la puerta del hospital”, dice. Pasaba las mañanas y las tardes afuera esperando el parte médico de la bebé. Solo podía ingresar a la hora de visita, y antes de concluir el horario se escondía debajo de la instalación de la incubadora, separada de los otros neonatos, donde tenían a la niña, para estar un rato más. Las enfermeras la discriminaban y ni siquiera lo disimulaban. Recuerda esos años y dice que ellas no la atendían, la esquivaban.

—Me tenían miedo o asco, pero siempre entre lo malo hay algo bueno. Había una enfermera que registraba a Sol como si fuera una niña más grande y con otro padecimiento y me dejaba una charola de comida en la cena, y así viví varias semanas.

A los tres meses de estancia, Carmen conoció a Carlos Renán Méndez Benavides y Martín Cauich, que en ese momento dirigían juntos el albergue Oasis de San Juan de Dios, fundado para personas con VIH en Yucatán. Ubicado en el municipio de Conkal, a unos treinta minutos del centro de Mérida, el lugar era financiado con donativos privados y tenía mucha actividad y apoyo por parte de organizaciones internacionales. El albergue estaba en reconstrucción con el fin de recibir a más personas. Carlos Renán y Martín se llevaron a Carmen, y ahí pudo pasar las noches en una cama y tener comida caliente. Pronto le pidieron que comenzara a tomar terapia para enfrentar y asimilar la transmisión del VIH. Carmen y Sol terminarían viviendo ahí durante diez años.

—Carlos me comenzó a educar sobre el VIH. Me empezó a alertar sobre mis consultas y medicamentos, cómo me los tenía que tomar. Al principio me acompañaba al hospital, y después me enseñó a andar sola y regresar al albergue. Me pusieron cuatro psicólogos para terapia. Existía, pero estaba desconectada de la realidad. Cuando me dijeron que vivía con VIH, todo cambió. Se me esfumó la vida.

Sol pasó siete meses en el Hospital General Agustín O’Horán. Aunque en ese tiempo ya existían protocolos de atención y tratamiento para recién nacidos con VIH, los médicos entregaron a la niña con su madre “para que terminara de morir”.

Era el año 2001 y Sol era la única bebé entre los residentes adultos del albergue Oasis de San Juan de Dios, por lo que Carlos Renán y Martín la adoptaron como su “sobrina”. Carmen describe a su hija “como un suspiro, muy chiquita, rígida de brazos y piernas, tenía muy poco desarrollados sus músculos”.

Martín recuerda:

—En el albergue había una investigadora canadiense que estudiaba plantas medicinales. Fue ella la que dijo: “Si un paciente adulto toma pastilla completa, entonces la niña tomará la mitad. Y de esa mitad, otra mitad, y luego otra mitad”. El caso es que comenzamos a tratar a Sol con la pastilla de Zidovudina y Darunavir, que para esa época parecían unos “alkaséltzeres” de los grandes.

La religión en Yucatán se percibe en cada rincón y las tradiciones familiares persisten. Por muchos años, los temas de salud sexual, prevención del VIH y uso del condón se mantuvieron en secreto. La opinión de los sacerdotes se convertía en ley, y las suegras eran las procuradoras de la moral familiar.

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Lo último en lo que Carmen pensaba era en tener pareja. De cierta forma, y al igual que sucedió con Chavelita, cuando le notificaron del VIH sintió un miedo que la paralizó. “Me sentí responsable de que mi hija casi muere por la enfermedad”.

En las poblaciones rurales y urbanas, entre mujeres mayahablantes y las que solo hablan español, existe una necesidad de información, y con la pandemia del coronavirus ha habido un retroceso en la discusión pública respecto a los temas sanitarios. El covid-19 lo ha abarcado todo. Para Rocío Quintal López, investigadora de la Unidad de Ciencias Sociales del Centro de Investigación Regional Dr. Hideyo Noguchi, “más allá de un tema moral, hay poco interés por parte de las administraciones para difundir el tema de la sexualidad, el VIH, el derecho de las mujeres a decidir. El gobierno [estatal] no quiere poner la atención en esos temas. El gobierno quiere poner atención en lo bonito, en lo nice, en la cara que se le da al turista. Que se hable de los mayas, si son Mexican curious. Problemas no, invertir en VIH o en mayas, no”, considera la también autora de Maternidad, el derecho a elegir. Quintal López coincide en que el desarrollo de políticas de prevención tiene que ser de “segundo y tercer nivel [de atención]. No se puede llegar a las comunidades a pedirles a las mujeres que pidan el uso del condón, porque se puede generar una situación de violencia”.

Al salir de sus hogares en busca de mejores salarios, los hombres pueden realizar prácticas sexuales riesgosas; al abandonar su hogar, la responsabilidad recae en los esposos. De mujer a mujer, protégete del sida ya reconocía en 2007 que la situación de la migración —hacia el extranjero o a destinos nacionales— “pone a la mujer en desventaja”, ya que cuando los hombres regresan a sus comunidades de origen, “se reanuda la vida conyugal sin protección, a pesar de que ha sido reportado que cuando una persona sale de su comunidad puede adoptar comportamientos de riesgo”.

“Más allá de un tema moral, hay poco interés por parte de las administraciones para difundir el tema de la sexualidad, el VIH, el derecho de las mujeres a decidir. Se quiere poner atención en lo bonito, en lo nice, en la cara que se le da al turista. Problemas no, invertir en VIH o en mayas, no”.

Álex fue entregado al albergue como paciente de VIH en Yucatan. Su familia no supo cómo atenderlo y tuvo problemas de adicción a las drogas. En ninguna clínica de rehabilitación yucateca fue aceptado por vivir con el virus. Es callado y pasa sus tardes sentado en un sillón del pasillo principal hablando consigo mismo.

Dentro del albergue, Carmen conoció a Gonzalo, un albañil, ahora de 38 años, un hombre bajito y grueso, de bigote entrecano, con varias arrugas en el rostro. Fue el constructor de algunos cuartos y salas del albergue, como parte del trabajo en colaboración de todos los residentes, porque él también vive con VIH. Intentó acercarse a Carmen desde que la conoció, pero no fue fácil, porque ella les tomó rencor a los hombres. Necesitó paciencia y reflexión para saber si de verdad quería iniciar una nueva relación. Casi un año después, accedió a comenzar una relación con Gonzalo, quien cuidó de Sol como si fuera su hija y “en el albergue decidimos tener otro hijo, con más cuidados” en la gestación. Su segundo hijo tiene ya doce años.

Ni Carmen ni Gonzalo están dispuestos a ir al CAPASITS más cercano a su localidad. Hay uno a treinta minutos de viaje, pero prefieren trasladarse cada mes dos horas en colectivo hasta Mérida que arriesgarse a que alguien de una población cercana los identifique.

—Yo le agradezco al Divino Niño, todos los días, porque él salvó a mi niña y también me salvó a mí —concluye entre sonrisas la mujer y presume al Divino Niño, una estatua de unos cincuenta centímetros, maciza y amarillenta, chamagosa por el humo de la cocina que produce el fogón.

Carmen llama a Sol y le saca del pecho una medallita, ella hace lo mismo.

Muestran ambas sus medallas del niño Jesús.

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En el sur de Yucatán, la religión se ha convertido en un velo que impide la discusión de los temas reproductivos, el VIH o el uso del condón. Bernardo Caamal es un locutor mayahablante en Peto, una localidad que se encuentra a veinte minutos de Xaya. Recuerda su infancia y juventud, y cómo los padrecitos decían en sus arengas que no se podía hablar del condón ni de sexualidad.

—Cuando comenzaron las campañas en idioma maya para el uso del condón, en los noventa, hubo manifestaciones de señoras y ancianitas en contra de lo que conocemos como sooltom [forro de pene]. En los ochenta, pobre de ti que el sacerdote te señalara, a ti o alguno de tus amigos, si te veían entrando al cine a ver alguna película de ficheras. Cuando las estrenaban, las señoras que apoyaban a la iglesia se sentaban frente al cine para ver quién se iba a meter al cine —recuerda.

Peto, como muchas localidades de Yucatán, vive de la agricultura y de las remesas que mandan los paisanos desde Estados Unidos. Los hombres del pueblo recuerdan y explican cómo se escapaban al monte para ver las revistas para adultos que conseguían de mano en mano, de compañero a compañero, o simplemente para tener su primer encuentro con alguna trabajadora sexual. Gonzalo, esposo de Carmen, fue llevado por su padre y tíos a perder la “virginidad en una casa de citas en Ticul. Es una mala costumbre que se tiene por acá, llevar a los chamacos cuando ya están algo grandecitos, para ‘quitarles la virginidad’, pero no te enseñan a usar condón ni a cuidarte”.

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Martín Cauich compone unas cortinas blancas, cuelga una hamaca. Es viudo desde julio de 2021, año en que su pareja falleció por una afección cardiaca; ahora administra el primer albergue para personas con VIH que se creó en Yucatán: el Oasis de San Juan de Dios, un lugar con habitaciones, comedor comunal, baños y una capilla católica, un tanto alejado de Mérida, pero bien conectado por la carretera estatal Conkal-Chicxulub Puerto.

Este espacio fue fundado por Carlos Renán Méndez Benavides, quien, en los ochenta, cuando el VIH llegó a México, se dedicaba a atender una modesta tienda de regalos de su familia. Lo intenso de aquella pandemia despertó su curiosidad, comenzó a leer sobre la enfermedad y realizó viajes fuera del estado para saber qué pasaba más allá de sus fronteras. Detectó que había muchas muertes, y en Mérida comenzaron a aparecer casos de quienes eran echados de sus hogares y no eran recibidos en los hospitales ni en las beneficencias privadas. Tan solo en esta ciudad, según relata Martín, había cinco albergues con diferentes objetivos, pero todos administrados o vinculados a religiosos. El tema del VIH estaba prohibido. En ese momento, Carlos Renán decidió abrir un albergue que pudiera liberarse de la vocación cuasi monástica. Aquí llegarían a vivir Chavelita y Carmen.

VIH en Yucatán

Arriba: los habitantes del albergue cuidan los unos de los otros. De ser un conjunto de galeras, este espacio pasó a alojar un edificio de concreto, el cual fue construido gracias al apoyo de fundaciones extranjeras. El albergue tuvo tiempos mejores, principalmente cuando su fundador, Carlos Renán Méndez Benavides, organizaba marchas y actos en exigencia de los derechos de las personas con VIH en Yucatán. Abajo: Pancho vive en el albergue Oasis de San Juan de Dios desde su fundación. Sufre de parálisis, que solo le permite mover un brazo y una parte de la pierna, con la que opera su silla de ruedas.

A inicios de los noventa, Carlos Renán, un yucateco homosexual, y una monja carmelita descalza —un dúo sui géneris— empezaban a ayudar a las personas infectadas. Sor Amalia López era una religiosa española que llegó de misión a México y escogió Yucatán para vivir una temporada. La monjita se aprovechaba de su hábito y se acercaba a los ricos de Yucatán a pedir ayuda para los enfermos, para los desahuciados.

—Los ricos le daban dinero, apoyo en especie, le prestaban casas. Carlos quiso conocerla porque escuchó de su modus operandi, y decidieron hacer equipo para ayudar a los pacientes de VIH. Metían a personas en muy mal estado a casas particulares, departamentos prestados. Los alimentaban, les conseguían los tratamientos antirretrovirales hasta que mejoraban —recuerda Martín.

Aunque su deseo era no vincularse a la religión, en 1992 Carlos Renán soñó con la Virgen, quien le dijo que el lugar que buscaba para la creación del albergue estaba en un terreno con cinco pozos de agua. Semanas después, como una premonición —relata Martín—, le ofrecieron un terreno con cinco pozos de agua. El activista se convirtió en un cuasi pontífice y comenzó a usar crucifijos, grandes y llamativos, como parte de su vestimenta diaria. Recibió el apoyo de Moza Salazar y Juanita Pérez y Pérez, dueñas de las diez manzanas que componen el terreno del albergue. El proyecto original databa de 1986, cuando ambas intentaron construir un asilo de ancianos que no se concretó. Para 1996 cedieron legalmente la propiedad a Carlos Renán.

Los muros dan cuenta de que hubo tiempos mejores: hay escritorios, sillas, muebles en desuso, y la pintura, en algunas partes, está descarapelada. En el jardín, entre plantas de calabaza, hay muchas flores del desierto de color rosa y rojo encendido, parte de un proyecto de vivero que no prosperó. En los corredores hay altares a santos y vírgenes en repisas de concreto, fotografías de los antiguos donantes y colaboradores que ya fallecieron. Un retrato que ronda es el de tres niños con VIH que crecieron aquí hasta convertirse en adultos. Ángel, huérfano de padres, es uno de ellos; hoy se encarga de la limpieza junto con su mujer, Priscila, y ponen música de Lupita D’Alessio para amenizar la faena. En el recorrido encuentro a Kendra, mujer trans y trabajadora sexual que ha ayudado a muchas personas en situación de calle; cada tanto visita el Oasis de San Juan de Dios para dejar algún apoyo y saludar a Mariela, otra mujer trans habitante de este espacio. En las hortalizas están Álvaro y Gerardo trabajando. En la cocina, Raúl y María piensan qué comida preparar hoy “que rinda para todos”. En el comedor me encuentro con Pancho, uno de los miembros fundadores del albergue. En un sillón, Álex habla consigo mismo. Cuentan que no fue aceptado en ninguna clínica de desintoxicación por vivir con VIH. Más al fondo está Lupita, una mujer de la tercera edad que experimenta trastorno de estrés postraumático desde que le dieron su diagnóstico. Todos cuidan de ella y ella cuida de sus muñecas de trapo. La población actual del albergue se compone de veintidós personas, un conjunto variopinto de historias y orígenes.

“Los ricos le daban dinero, apoyo en especie, le prestaban casas. Carlos quiso conocerla porque escuchó de su modus operandi, y decidieron hacer equipo para ayudar a los pacientes de VIH. Metían a personas en muy mal estado a casas particulares, departamentos prestados”.

Lupita, una mujer de la tercera edad, a quien todos cuidan, tiene más de una década en el albergue Oasis de San Juan de Dios. Vive con VIH y perdió a una de sus hijas en el embarazo.

Desde 1993, cuando iniciaron las labores, el Oasis de San Juan de Dios ha recibido a más de 1 200 personas, orientado a nueve mil para la obtención de su tratamiento contra el VIH y atendido a 436 que recibieron una muerte digna y fueron sepultadas en el cementerio municipal de Conkal.

Pero Conkal no se los puso fácil. Los vecinos pidieron que se construyeran bardas para no ver a los asilados, exigieron fumigaciones contra el mosco porque pensaban que con los piquetes del bicho se les transmitiría el VIH. Fue hasta que la mujer más rica del pueblo de Conkal, doña Zulita, trajo a su grupo de amigas de la iglesia a convivir con ellos que vieron que eran “gente normal y tranquila”. Las reuniones y los donativos de doña Zulita se acabaron en 2014, cuando ella falleció.

—En Conkal ha habido gente que prefiere ver morir a un familiar que pedirnos ayuda. En 2001 hubo una vecina, a una cuadra de aquí, que su hijo vivía con VIH y nunca quiso traerlo para que recibiera atención médica. Todo por miedo al qué dirán.

Martín es un hombre con copete alto y pocas canas. Tiene una sonrisa blanquecina que no esconde cada que menciona a su pareja que ya no está. Su semblante cambia cuando habla de las donaciones y apoyos que recibía cuando Carlos Renán estaba con vida. “No quiero cerrar ni que se deje de ayudar a la gente. Esta es una casa de puertas abiertas”, dice. Aún logran alimentar a los residentes con donativos en especie. Hoy es un espacio que sobrevive para apoyar a las poblaciones con VIH, marginadas por sus familias, por la sociedad, por las instituciones.

Martín termina de acomodar la hamaca. Se asoma por la ventana, acaricia un crucifijo pequeño que cuelga de su cuello y dice: “No sé adónde nos vaya a llevar esto, espero que podamos resistir más”.

Esta historia se publicó en el impreso 226: Cuidados colectivos

Al albergue de Conkal han llegado familias completas, desterradas por la violencia o la discriminación. “Es una casa de puertas abiertas”, dice Martín Cauich en recuerdo de Carlos Renán Méndez Benavides. Ahora, una familia centroamericana vive en el albergue. VIH en Yucatán.

Este texto fue producido como parte de Simbiosis, un programa de formación periodística de Gatopardo y Arizona State University


JAIR AVALOS LÓPEZ. Nació en 1994 en Veracruz y fue criado por sus abuelos en Tierra Blanca, uno de los municipios más violentos del sur del estado. Egresado de la Universidad Veracruzana en Ciencias de la Comunicación, especializado en Periodismo. Ha colaborado en medios locales y nacionales, como Crónica Veracruz, Eje Central, El Universal, AVC Noticias y Grupo FM Multimedios. En 2022 fue alumno de Simbiosis, programa realizado en conjunto entre Gatopardo y la Arizona State University, en el que recibió capacitación para una mejor cobertura y escritura de sus reportajes. Ha cubierto temas de seguridad, corrupción, política, desastres naturales y desaparición de personas en el sureste de México. En esta edición escribió de los casos de VIH en Yucatán.

JOSÉ MANUEL RODRÍGUEZ AGUILERA. Fotógrafo y diseñador gráfico yucateco con más de doce años de experiencia en el ramo de la fotografía editorial y publicitaria. Amante del retrato y la fotografía documental. Con su cámara ha sido testigo del boom de Yucatán durante los últimos años. Su pasión por la espontaneidad y lo imperfecto es una parte claramente visible en su trabajo.


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