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La ciudad se ha convertido en una batalla entre peatones, ciclistas y automovilistas, en la que los primeros dos están siempre en desventaja. ¿Cómo alcanzar un uso más equitativo del espacio público?
Quizá es la edad, pero todas las mañanas que uso mi bicicleta para salir a trabajar siento temor de ser atropellado. Hace unos meses que ese temor anidado en mis entrañas crece, y espero se detenga antes de que me impida utilizar mi medio de transporte favorito. Para detenerlo, he tratado de entender qué lo nutre.
La hipótesis de la edad, fundada en que los años te vuelven más cauto y temeroso, no es la única. Una hipótesis alternativa está basada en datos. En los últimos años el número de muertes por accidente vial ha aumentado 25%, mientras que los atropellamientos han aumentado 150%, con una impunidad del 70%. Parece que, desde que normalizamos nuestra vida post pandemia, salimos enojados a las calles. Tenemos más prisa, somos más feroces, más agresivos y a la vez más sensibles.
Una tercera hipótesis se basa en las políticas permisivas del gobierno local actual sobre la violación del Reglamento de Tránsito. Llevamos años sin grúas, y el número de multas es ínfimo comparado con el número de infracciones al reglamento. Esto empodera a los automovilistas que, al ver que romper las normas no tiene ninguna consecuencia, se asumen por encima de la ley. La falta de multas también promueve desinformación, pues se cree que si no hubo castigo es porque no se están violando las normas.
La permisividad con los conductores es el último eslabón de una historia urbana que se ha basado en la predilección por el automóvil por encima del transporte público, el peatón y el ciclista. Por eso, la cuarta hipótesis se basa en la preferencia histórica que ha tenido nuestra sociedad por el auto. Desde hace más de 50 años los gobiernos han favorecido la inversión para la construcción vial en la ciudad por encima del transporte público. En los últimos 25 años nos hemos llenado de segundos pisos, supervías, deprimidos y puentes, todos para autos. La inversión en infraestructura de autos se percibe mucho más que la del transporte público.
Los costos indirectos que genera el automóvil, como el cada vez mayor uso del espacio público, el aislamiento de colonias ocasionado por las avenidas, la promoción del cambio climático, la contaminación atmosférica y acústica y los problemas de salud que provocan, las muertes por accidentes viales, son cada día más altos y los pagamos todos, aunque menos de un tercio de los mexicanos usa automóvil.
Prácticamente nadie paga por el uso del espacio público, que en este caso son las calles y avenidas. Este uso debería cubrirse con el impuesto que conocemos como tenencia. Sin embargo, este impuesto excluye a los autos de menor costo y muchos de los propietarios de autos más costosos prefieren registrarlos en estados en los que no se paga tenencia, como en Morelos. Además de la exención por el uso de las calles y la infraestructura automotriz, el pago por tener licencia de manejo es prácticamente nulo, y no hay siquiera que saber manejar para tenerla. Finalmente, la gasolina, principal causante del cambio climático y de desastres como el aumento de las sequías y la fuerza de los huracanes (traducidos en el argot político como “sequías insólitas” y “lluvias extraordinarias”), está subsidiada para beneficio de los tres deciles más ricos del país.
También te puede interesar leer: "El ruido en la Ciudad de México: vidas sumergidas en el caos".
Por el contrario, más del 70% de la población se enfrenta a un transporte público cada día más deficiente, controlado por mafias que provocan accidentes y asaltos. En ese caso, salvo el subsidio al Metro y Metrobús, el usuario tiene que pagar el precio completo. Eso sin contar que es más vulnerable a la inseguridad que florece en las rutas de camiones y combis.
Toda esta preferencia por el desarrollo alrededor del automóvil ha generado una jerarquía tácita en la sociedad. Los automovilistas se abrogan más derechos que los demás ciudadanos. Esta superioridad se percibe en muchas actitudes sociales que van desde la preferencia al cruzar la calle (la persona tiene que correr una vez que el automovilista “generosamente” le dio el paso), hasta cómo se dirige la autoridad a cada sector.
En Ciudad Universitaria, por ejemplo, los letreros a peatones y ciclistas son paternalistas y te hablan de “tú”, mientras que a los automovilistas les hablan de “usted” y son más genéricos. “No uses el celular al caminar”, se puede leer en muchos letreros del Camino Verde, donde lo peor que podría pasar es un choque entre dos personas caminando. Pero en el circuito escolar nunca he visto un letrero que diga “No uses el celular mientras manejas”, donde un atropellado puede morir por la distracción de alguien que va en su auto hablando por teléfono. Esta actitud se expande a las autoridades de la CDMX que generan videos para educar al peatón sobre seguridad vial, pero nunca al automovilista
Esta jerarquía está tan arraigada que nos parece normal que existan puentes peatonales. Con ellos una persona tiene que desviar su ruta varios cientos de metros con el fin de subir y bajar entre ocho y diez metros para que el automóvil no tenga que disminuir su velocidad. Y toda la sociedad ve con desprecio a aquel que decide no usar el puente peatonal. “Decide arriesgar su vida por flojo”, dicen. La frase encierra desprecio y la preconcepción de que en un atropellamiento la culpa es de la víctima.
Una quinta hipótesis sobre el origen de mi temor está basada en los sentimientos que provocan las imágenes de atropellamientos de ciclistas y peatones. La mayoría de los videos que circulan en redes sociales son morbosos para expresar la falta de humanidad de una persona que, frente al volante, decide usar su carro para lastimar a quien lo hizo enojar. El morbo da más likes. No se tiene que matar a la persona para ser denunciado en redes. Muchos peatones y ciclistas se han abocado a denunciar a los automovilistas que no respetan el reglamento de tránsito. La multiplicación de estas denuncias ciudadanas reafirma la falta de acción del gobierno para hacer cumplir las normas de seguridad vial más elementales.
A nadie le gusta que le señalen sus errores y mucho menos que lo haga un ciclista. El resultado de estas denuncias no es una reflexión sobre qué se está haciendo mal, por lo que las denuncias promueven el enojo del automovilista. Al ver amenazada su posición en la jerarquía, muchos automovilistas se decantan por responder con el mismo coraje. No hay día en que no vea una amenaza, o las frases de quien asume que todos los que no usamos carro somos inferiores, ya sea porque no trabajamos, porque somos intolerantes, porque les tenemos envidia, porque no tenemos dinero, o porque no entendemos cómo funciona el progreso que se debe al automóvil. Esta respuesta es, de nuevo, cobijada por la sociedad. Si hay algún video de un ciclista simulando algún atropello es viralizado y utilizado en los medios de comunicación.
El resultado es que los ciclistas somos percibidos como gritones, gesticuladores y bélicos cuando estamos compartiendo la calle con los autos. Personas cercanas me dicen que nos tienen miedo por nuestra actitud irracional. Creo que en parte tienen razón.
Pero antes de seguir calificando a quienes optamos por transportarnos en bicicleta, pensemos en el comportamiento del automovilista. Quizá es que los códigos de comunicación ya están bien establecidos y la violencia normalizada, o que existen dos capas de metal y vidrio entre un automovilista y otro, pero la agresividad es mucho mayor de lo que reconocemos.
Como ejemplo, en días recientes pude apreciar desde mi bicicleta varias interacciones a menos de 200 metros del cruce entre Cerro del Agua y Copilco: un automovilista tocó el claxon sin parar por unos 15 segundos a otro que estaba dejando pasar a un grupo de peatones (que tenían el derecho de paso); un auto que se le cerró a otro para adelantarlo en una calle de 30 metros; otro automovilista tocó el claxon mientras se pasaba un alto para que no se le ocurriera a algún peatón cruzar la avenida, a pesar de que tuviera derecho; detrás de él, otro auto se pasó el mismo alto sin tocar el claxon pero aumentando la velocidad, poniendo en peligro a los peatones que ya estaban cruzando. Ese no fue un día especial, ese cruce siempre es así.
También te puede interesar leer: "Arquitectura hostil en la CDMX: 'Tú no puedes estar aquí'".
Por un momento quitemos el caparazón vehicular a estas imágenes y esas personas comportándose de la misma manera sin su coche. Uno saliéndose de la fila de las tortillas y corriendo para adelantarse un lugar en esa misma fila, metiéndosele al que tenía enfrente. Otra que le grita majaderías a la persona de enfrente porque se detuvo para dejar pasar a una señora con su bebé. Alguien más grita como loco en un cruce y sin detenerse como si fuera corredor de futbol americano. Es muy clara la imagen de lo violentos que somos dentro del automóvil, pero es posible que no lo percibamos porque está muy normalizada desde hace medio siglo.
Debo de decir con tristeza que muchos de la comunidad ciclista han imitado este ánimo bélico. La diferencia entre un ciclista agresivo y un automovilista agresivo es que el primero no tiene su caja de metal que filtra la interacción, y el caparazón, como armadura medieval, empodera a su ocupante. Lo que un automovilista percibe de una persona en bicicleta fuera de sus cabales es el mismo comportamiento que observa cotidianamente en los otros conductores. Sucede que la interacción de los ciclistas en el espacio público no está en el código de conducta.
Además, parte del empoderamiento del automovilista es que la interacción es muy desigual y en todos los sentidos el ciclista sale perdiendo. Esta desigualdad comienza entre una carrocería de 1.5 toneladas contra una de 20 kg de la bicicleta. Pero la percepción no siempre es cercana a la realidad y, por ahora, para mucha gente quienes usamos bicicleta somos fanáticos dispuestos a matar o morir en una lucha por el espacio. Lo último que quiere cualquier ciclista es convertirse en mártir de la movilidad.
Tengo muchos amigos y amigas ciclistas que son vocales para exigir nuestro derecho a usar las calles de manera segura. Por un lado, pienso, alimentan la polarización en donde la comunidad ciclista (que está en crecimiento) es la que sale perdiendo. Por otro lado, los derechos nunca se han ganado sin la confrontación que genera la exigencia de romper una jerarquía de privilegios.
No sé cuál de las cinco hipótesis es la correcta o si ninguna lo es. Lo más probable es que sea una mezcla de todas, más otros fenómenos que no consideré.
En el modelo de desarrollo de nuestra civilización se optó por el automóvil, y debemos reconocer que ha sido útil. Pero el crecimiento de las ciudades, en tamaño y densidad, ha hecho que los costos directos e indirectos de los coches sean cada vez más altos y se ha convertido en una ruta insostenible.
Si queremos revertir la ruta de desarrollo urbano es urgente cambiar el modelo de movilidad, y para eso tenemos que comenzar por entender el fenómeno para cambiar nuestro comportamiento, y presionar para un cambio en las políticas públicas. Un buen inicio sería obligar a las personas a conocer y respetar el Reglamento de Tránsito, que se cobre por las licencias de conducir y se entreguen después de que se aprobó un examen, que se fortalezca el transporte público, y se aplique un programa de banquetas y ciclovías dignas y seguras. Esto, con el paso del tiempo, haría de nuestra ciudad un lugar más sostenible.
Por lo pronto, no quisiera morir atropellado cuando salgo a trabajar.
La ciudad se ha convertido en una batalla entre peatones, ciclistas y automovilistas, en la que los primeros dos están siempre en desventaja. ¿Cómo alcanzar un uso más equitativo del espacio público?
Quizá es la edad, pero todas las mañanas que uso mi bicicleta para salir a trabajar siento temor de ser atropellado. Hace unos meses que ese temor anidado en mis entrañas crece, y espero se detenga antes de que me impida utilizar mi medio de transporte favorito. Para detenerlo, he tratado de entender qué lo nutre.
La hipótesis de la edad, fundada en que los años te vuelven más cauto y temeroso, no es la única. Una hipótesis alternativa está basada en datos. En los últimos años el número de muertes por accidente vial ha aumentado 25%, mientras que los atropellamientos han aumentado 150%, con una impunidad del 70%. Parece que, desde que normalizamos nuestra vida post pandemia, salimos enojados a las calles. Tenemos más prisa, somos más feroces, más agresivos y a la vez más sensibles.
Una tercera hipótesis se basa en las políticas permisivas del gobierno local actual sobre la violación del Reglamento de Tránsito. Llevamos años sin grúas, y el número de multas es ínfimo comparado con el número de infracciones al reglamento. Esto empodera a los automovilistas que, al ver que romper las normas no tiene ninguna consecuencia, se asumen por encima de la ley. La falta de multas también promueve desinformación, pues se cree que si no hubo castigo es porque no se están violando las normas.
La permisividad con los conductores es el último eslabón de una historia urbana que se ha basado en la predilección por el automóvil por encima del transporte público, el peatón y el ciclista. Por eso, la cuarta hipótesis se basa en la preferencia histórica que ha tenido nuestra sociedad por el auto. Desde hace más de 50 años los gobiernos han favorecido la inversión para la construcción vial en la ciudad por encima del transporte público. En los últimos 25 años nos hemos llenado de segundos pisos, supervías, deprimidos y puentes, todos para autos. La inversión en infraestructura de autos se percibe mucho más que la del transporte público.
Los costos indirectos que genera el automóvil, como el cada vez mayor uso del espacio público, el aislamiento de colonias ocasionado por las avenidas, la promoción del cambio climático, la contaminación atmosférica y acústica y los problemas de salud que provocan, las muertes por accidentes viales, son cada día más altos y los pagamos todos, aunque menos de un tercio de los mexicanos usa automóvil.
Prácticamente nadie paga por el uso del espacio público, que en este caso son las calles y avenidas. Este uso debería cubrirse con el impuesto que conocemos como tenencia. Sin embargo, este impuesto excluye a los autos de menor costo y muchos de los propietarios de autos más costosos prefieren registrarlos en estados en los que no se paga tenencia, como en Morelos. Además de la exención por el uso de las calles y la infraestructura automotriz, el pago por tener licencia de manejo es prácticamente nulo, y no hay siquiera que saber manejar para tenerla. Finalmente, la gasolina, principal causante del cambio climático y de desastres como el aumento de las sequías y la fuerza de los huracanes (traducidos en el argot político como “sequías insólitas” y “lluvias extraordinarias”), está subsidiada para beneficio de los tres deciles más ricos del país.
También te puede interesar leer: "El ruido en la Ciudad de México: vidas sumergidas en el caos".
Por el contrario, más del 70% de la población se enfrenta a un transporte público cada día más deficiente, controlado por mafias que provocan accidentes y asaltos. En ese caso, salvo el subsidio al Metro y Metrobús, el usuario tiene que pagar el precio completo. Eso sin contar que es más vulnerable a la inseguridad que florece en las rutas de camiones y combis.
Toda esta preferencia por el desarrollo alrededor del automóvil ha generado una jerarquía tácita en la sociedad. Los automovilistas se abrogan más derechos que los demás ciudadanos. Esta superioridad se percibe en muchas actitudes sociales que van desde la preferencia al cruzar la calle (la persona tiene que correr una vez que el automovilista “generosamente” le dio el paso), hasta cómo se dirige la autoridad a cada sector.
En Ciudad Universitaria, por ejemplo, los letreros a peatones y ciclistas son paternalistas y te hablan de “tú”, mientras que a los automovilistas les hablan de “usted” y son más genéricos. “No uses el celular al caminar”, se puede leer en muchos letreros del Camino Verde, donde lo peor que podría pasar es un choque entre dos personas caminando. Pero en el circuito escolar nunca he visto un letrero que diga “No uses el celular mientras manejas”, donde un atropellado puede morir por la distracción de alguien que va en su auto hablando por teléfono. Esta actitud se expande a las autoridades de la CDMX que generan videos para educar al peatón sobre seguridad vial, pero nunca al automovilista
Esta jerarquía está tan arraigada que nos parece normal que existan puentes peatonales. Con ellos una persona tiene que desviar su ruta varios cientos de metros con el fin de subir y bajar entre ocho y diez metros para que el automóvil no tenga que disminuir su velocidad. Y toda la sociedad ve con desprecio a aquel que decide no usar el puente peatonal. “Decide arriesgar su vida por flojo”, dicen. La frase encierra desprecio y la preconcepción de que en un atropellamiento la culpa es de la víctima.
Una quinta hipótesis sobre el origen de mi temor está basada en los sentimientos que provocan las imágenes de atropellamientos de ciclistas y peatones. La mayoría de los videos que circulan en redes sociales son morbosos para expresar la falta de humanidad de una persona que, frente al volante, decide usar su carro para lastimar a quien lo hizo enojar. El morbo da más likes. No se tiene que matar a la persona para ser denunciado en redes. Muchos peatones y ciclistas se han abocado a denunciar a los automovilistas que no respetan el reglamento de tránsito. La multiplicación de estas denuncias ciudadanas reafirma la falta de acción del gobierno para hacer cumplir las normas de seguridad vial más elementales.
A nadie le gusta que le señalen sus errores y mucho menos que lo haga un ciclista. El resultado de estas denuncias no es una reflexión sobre qué se está haciendo mal, por lo que las denuncias promueven el enojo del automovilista. Al ver amenazada su posición en la jerarquía, muchos automovilistas se decantan por responder con el mismo coraje. No hay día en que no vea una amenaza, o las frases de quien asume que todos los que no usamos carro somos inferiores, ya sea porque no trabajamos, porque somos intolerantes, porque les tenemos envidia, porque no tenemos dinero, o porque no entendemos cómo funciona el progreso que se debe al automóvil. Esta respuesta es, de nuevo, cobijada por la sociedad. Si hay algún video de un ciclista simulando algún atropello es viralizado y utilizado en los medios de comunicación.
El resultado es que los ciclistas somos percibidos como gritones, gesticuladores y bélicos cuando estamos compartiendo la calle con los autos. Personas cercanas me dicen que nos tienen miedo por nuestra actitud irracional. Creo que en parte tienen razón.
Pero antes de seguir calificando a quienes optamos por transportarnos en bicicleta, pensemos en el comportamiento del automovilista. Quizá es que los códigos de comunicación ya están bien establecidos y la violencia normalizada, o que existen dos capas de metal y vidrio entre un automovilista y otro, pero la agresividad es mucho mayor de lo que reconocemos.
Como ejemplo, en días recientes pude apreciar desde mi bicicleta varias interacciones a menos de 200 metros del cruce entre Cerro del Agua y Copilco: un automovilista tocó el claxon sin parar por unos 15 segundos a otro que estaba dejando pasar a un grupo de peatones (que tenían el derecho de paso); un auto que se le cerró a otro para adelantarlo en una calle de 30 metros; otro automovilista tocó el claxon mientras se pasaba un alto para que no se le ocurriera a algún peatón cruzar la avenida, a pesar de que tuviera derecho; detrás de él, otro auto se pasó el mismo alto sin tocar el claxon pero aumentando la velocidad, poniendo en peligro a los peatones que ya estaban cruzando. Ese no fue un día especial, ese cruce siempre es así.
También te puede interesar leer: "Arquitectura hostil en la CDMX: 'Tú no puedes estar aquí'".
Por un momento quitemos el caparazón vehicular a estas imágenes y esas personas comportándose de la misma manera sin su coche. Uno saliéndose de la fila de las tortillas y corriendo para adelantarse un lugar en esa misma fila, metiéndosele al que tenía enfrente. Otra que le grita majaderías a la persona de enfrente porque se detuvo para dejar pasar a una señora con su bebé. Alguien más grita como loco en un cruce y sin detenerse como si fuera corredor de futbol americano. Es muy clara la imagen de lo violentos que somos dentro del automóvil, pero es posible que no lo percibamos porque está muy normalizada desde hace medio siglo.
Debo de decir con tristeza que muchos de la comunidad ciclista han imitado este ánimo bélico. La diferencia entre un ciclista agresivo y un automovilista agresivo es que el primero no tiene su caja de metal que filtra la interacción, y el caparazón, como armadura medieval, empodera a su ocupante. Lo que un automovilista percibe de una persona en bicicleta fuera de sus cabales es el mismo comportamiento que observa cotidianamente en los otros conductores. Sucede que la interacción de los ciclistas en el espacio público no está en el código de conducta.
Además, parte del empoderamiento del automovilista es que la interacción es muy desigual y en todos los sentidos el ciclista sale perdiendo. Esta desigualdad comienza entre una carrocería de 1.5 toneladas contra una de 20 kg de la bicicleta. Pero la percepción no siempre es cercana a la realidad y, por ahora, para mucha gente quienes usamos bicicleta somos fanáticos dispuestos a matar o morir en una lucha por el espacio. Lo último que quiere cualquier ciclista es convertirse en mártir de la movilidad.
Tengo muchos amigos y amigas ciclistas que son vocales para exigir nuestro derecho a usar las calles de manera segura. Por un lado, pienso, alimentan la polarización en donde la comunidad ciclista (que está en crecimiento) es la que sale perdiendo. Por otro lado, los derechos nunca se han ganado sin la confrontación que genera la exigencia de romper una jerarquía de privilegios.
No sé cuál de las cinco hipótesis es la correcta o si ninguna lo es. Lo más probable es que sea una mezcla de todas, más otros fenómenos que no consideré.
En el modelo de desarrollo de nuestra civilización se optó por el automóvil, y debemos reconocer que ha sido útil. Pero el crecimiento de las ciudades, en tamaño y densidad, ha hecho que los costos directos e indirectos de los coches sean cada vez más altos y se ha convertido en una ruta insostenible.
Si queremos revertir la ruta de desarrollo urbano es urgente cambiar el modelo de movilidad, y para eso tenemos que comenzar por entender el fenómeno para cambiar nuestro comportamiento, y presionar para un cambio en las políticas públicas. Un buen inicio sería obligar a las personas a conocer y respetar el Reglamento de Tránsito, que se cobre por las licencias de conducir y se entreguen después de que se aprobó un examen, que se fortalezca el transporte público, y se aplique un programa de banquetas y ciclovías dignas y seguras. Esto, con el paso del tiempo, haría de nuestra ciudad un lugar más sostenible.
Por lo pronto, no quisiera morir atropellado cuando salgo a trabajar.
La ciudad se ha convertido en una batalla entre peatones, ciclistas y automovilistas, en la que los primeros dos están siempre en desventaja. ¿Cómo alcanzar un uso más equitativo del espacio público?
Quizá es la edad, pero todas las mañanas que uso mi bicicleta para salir a trabajar siento temor de ser atropellado. Hace unos meses que ese temor anidado en mis entrañas crece, y espero se detenga antes de que me impida utilizar mi medio de transporte favorito. Para detenerlo, he tratado de entender qué lo nutre.
La hipótesis de la edad, fundada en que los años te vuelven más cauto y temeroso, no es la única. Una hipótesis alternativa está basada en datos. En los últimos años el número de muertes por accidente vial ha aumentado 25%, mientras que los atropellamientos han aumentado 150%, con una impunidad del 70%. Parece que, desde que normalizamos nuestra vida post pandemia, salimos enojados a las calles. Tenemos más prisa, somos más feroces, más agresivos y a la vez más sensibles.
Una tercera hipótesis se basa en las políticas permisivas del gobierno local actual sobre la violación del Reglamento de Tránsito. Llevamos años sin grúas, y el número de multas es ínfimo comparado con el número de infracciones al reglamento. Esto empodera a los automovilistas que, al ver que romper las normas no tiene ninguna consecuencia, se asumen por encima de la ley. La falta de multas también promueve desinformación, pues se cree que si no hubo castigo es porque no se están violando las normas.
La permisividad con los conductores es el último eslabón de una historia urbana que se ha basado en la predilección por el automóvil por encima del transporte público, el peatón y el ciclista. Por eso, la cuarta hipótesis se basa en la preferencia histórica que ha tenido nuestra sociedad por el auto. Desde hace más de 50 años los gobiernos han favorecido la inversión para la construcción vial en la ciudad por encima del transporte público. En los últimos 25 años nos hemos llenado de segundos pisos, supervías, deprimidos y puentes, todos para autos. La inversión en infraestructura de autos se percibe mucho más que la del transporte público.
Los costos indirectos que genera el automóvil, como el cada vez mayor uso del espacio público, el aislamiento de colonias ocasionado por las avenidas, la promoción del cambio climático, la contaminación atmosférica y acústica y los problemas de salud que provocan, las muertes por accidentes viales, son cada día más altos y los pagamos todos, aunque menos de un tercio de los mexicanos usa automóvil.
Prácticamente nadie paga por el uso del espacio público, que en este caso son las calles y avenidas. Este uso debería cubrirse con el impuesto que conocemos como tenencia. Sin embargo, este impuesto excluye a los autos de menor costo y muchos de los propietarios de autos más costosos prefieren registrarlos en estados en los que no se paga tenencia, como en Morelos. Además de la exención por el uso de las calles y la infraestructura automotriz, el pago por tener licencia de manejo es prácticamente nulo, y no hay siquiera que saber manejar para tenerla. Finalmente, la gasolina, principal causante del cambio climático y de desastres como el aumento de las sequías y la fuerza de los huracanes (traducidos en el argot político como “sequías insólitas” y “lluvias extraordinarias”), está subsidiada para beneficio de los tres deciles más ricos del país.
También te puede interesar leer: "El ruido en la Ciudad de México: vidas sumergidas en el caos".
Por el contrario, más del 70% de la población se enfrenta a un transporte público cada día más deficiente, controlado por mafias que provocan accidentes y asaltos. En ese caso, salvo el subsidio al Metro y Metrobús, el usuario tiene que pagar el precio completo. Eso sin contar que es más vulnerable a la inseguridad que florece en las rutas de camiones y combis.
Toda esta preferencia por el desarrollo alrededor del automóvil ha generado una jerarquía tácita en la sociedad. Los automovilistas se abrogan más derechos que los demás ciudadanos. Esta superioridad se percibe en muchas actitudes sociales que van desde la preferencia al cruzar la calle (la persona tiene que correr una vez que el automovilista “generosamente” le dio el paso), hasta cómo se dirige la autoridad a cada sector.
En Ciudad Universitaria, por ejemplo, los letreros a peatones y ciclistas son paternalistas y te hablan de “tú”, mientras que a los automovilistas les hablan de “usted” y son más genéricos. “No uses el celular al caminar”, se puede leer en muchos letreros del Camino Verde, donde lo peor que podría pasar es un choque entre dos personas caminando. Pero en el circuito escolar nunca he visto un letrero que diga “No uses el celular mientras manejas”, donde un atropellado puede morir por la distracción de alguien que va en su auto hablando por teléfono. Esta actitud se expande a las autoridades de la CDMX que generan videos para educar al peatón sobre seguridad vial, pero nunca al automovilista
Esta jerarquía está tan arraigada que nos parece normal que existan puentes peatonales. Con ellos una persona tiene que desviar su ruta varios cientos de metros con el fin de subir y bajar entre ocho y diez metros para que el automóvil no tenga que disminuir su velocidad. Y toda la sociedad ve con desprecio a aquel que decide no usar el puente peatonal. “Decide arriesgar su vida por flojo”, dicen. La frase encierra desprecio y la preconcepción de que en un atropellamiento la culpa es de la víctima.
Una quinta hipótesis sobre el origen de mi temor está basada en los sentimientos que provocan las imágenes de atropellamientos de ciclistas y peatones. La mayoría de los videos que circulan en redes sociales son morbosos para expresar la falta de humanidad de una persona que, frente al volante, decide usar su carro para lastimar a quien lo hizo enojar. El morbo da más likes. No se tiene que matar a la persona para ser denunciado en redes. Muchos peatones y ciclistas se han abocado a denunciar a los automovilistas que no respetan el reglamento de tránsito. La multiplicación de estas denuncias ciudadanas reafirma la falta de acción del gobierno para hacer cumplir las normas de seguridad vial más elementales.
A nadie le gusta que le señalen sus errores y mucho menos que lo haga un ciclista. El resultado de estas denuncias no es una reflexión sobre qué se está haciendo mal, por lo que las denuncias promueven el enojo del automovilista. Al ver amenazada su posición en la jerarquía, muchos automovilistas se decantan por responder con el mismo coraje. No hay día en que no vea una amenaza, o las frases de quien asume que todos los que no usamos carro somos inferiores, ya sea porque no trabajamos, porque somos intolerantes, porque les tenemos envidia, porque no tenemos dinero, o porque no entendemos cómo funciona el progreso que se debe al automóvil. Esta respuesta es, de nuevo, cobijada por la sociedad. Si hay algún video de un ciclista simulando algún atropello es viralizado y utilizado en los medios de comunicación.
El resultado es que los ciclistas somos percibidos como gritones, gesticuladores y bélicos cuando estamos compartiendo la calle con los autos. Personas cercanas me dicen que nos tienen miedo por nuestra actitud irracional. Creo que en parte tienen razón.
Pero antes de seguir calificando a quienes optamos por transportarnos en bicicleta, pensemos en el comportamiento del automovilista. Quizá es que los códigos de comunicación ya están bien establecidos y la violencia normalizada, o que existen dos capas de metal y vidrio entre un automovilista y otro, pero la agresividad es mucho mayor de lo que reconocemos.
Como ejemplo, en días recientes pude apreciar desde mi bicicleta varias interacciones a menos de 200 metros del cruce entre Cerro del Agua y Copilco: un automovilista tocó el claxon sin parar por unos 15 segundos a otro que estaba dejando pasar a un grupo de peatones (que tenían el derecho de paso); un auto que se le cerró a otro para adelantarlo en una calle de 30 metros; otro automovilista tocó el claxon mientras se pasaba un alto para que no se le ocurriera a algún peatón cruzar la avenida, a pesar de que tuviera derecho; detrás de él, otro auto se pasó el mismo alto sin tocar el claxon pero aumentando la velocidad, poniendo en peligro a los peatones que ya estaban cruzando. Ese no fue un día especial, ese cruce siempre es así.
También te puede interesar leer: "Arquitectura hostil en la CDMX: 'Tú no puedes estar aquí'".
Por un momento quitemos el caparazón vehicular a estas imágenes y esas personas comportándose de la misma manera sin su coche. Uno saliéndose de la fila de las tortillas y corriendo para adelantarse un lugar en esa misma fila, metiéndosele al que tenía enfrente. Otra que le grita majaderías a la persona de enfrente porque se detuvo para dejar pasar a una señora con su bebé. Alguien más grita como loco en un cruce y sin detenerse como si fuera corredor de futbol americano. Es muy clara la imagen de lo violentos que somos dentro del automóvil, pero es posible que no lo percibamos porque está muy normalizada desde hace medio siglo.
Debo de decir con tristeza que muchos de la comunidad ciclista han imitado este ánimo bélico. La diferencia entre un ciclista agresivo y un automovilista agresivo es que el primero no tiene su caja de metal que filtra la interacción, y el caparazón, como armadura medieval, empodera a su ocupante. Lo que un automovilista percibe de una persona en bicicleta fuera de sus cabales es el mismo comportamiento que observa cotidianamente en los otros conductores. Sucede que la interacción de los ciclistas en el espacio público no está en el código de conducta.
Además, parte del empoderamiento del automovilista es que la interacción es muy desigual y en todos los sentidos el ciclista sale perdiendo. Esta desigualdad comienza entre una carrocería de 1.5 toneladas contra una de 20 kg de la bicicleta. Pero la percepción no siempre es cercana a la realidad y, por ahora, para mucha gente quienes usamos bicicleta somos fanáticos dispuestos a matar o morir en una lucha por el espacio. Lo último que quiere cualquier ciclista es convertirse en mártir de la movilidad.
Tengo muchos amigos y amigas ciclistas que son vocales para exigir nuestro derecho a usar las calles de manera segura. Por un lado, pienso, alimentan la polarización en donde la comunidad ciclista (que está en crecimiento) es la que sale perdiendo. Por otro lado, los derechos nunca se han ganado sin la confrontación que genera la exigencia de romper una jerarquía de privilegios.
No sé cuál de las cinco hipótesis es la correcta o si ninguna lo es. Lo más probable es que sea una mezcla de todas, más otros fenómenos que no consideré.
En el modelo de desarrollo de nuestra civilización se optó por el automóvil, y debemos reconocer que ha sido útil. Pero el crecimiento de las ciudades, en tamaño y densidad, ha hecho que los costos directos e indirectos de los coches sean cada vez más altos y se ha convertido en una ruta insostenible.
Si queremos revertir la ruta de desarrollo urbano es urgente cambiar el modelo de movilidad, y para eso tenemos que comenzar por entender el fenómeno para cambiar nuestro comportamiento, y presionar para un cambio en las políticas públicas. Un buen inicio sería obligar a las personas a conocer y respetar el Reglamento de Tránsito, que se cobre por las licencias de conducir y se entreguen después de que se aprobó un examen, que se fortalezca el transporte público, y se aplique un programa de banquetas y ciclovías dignas y seguras. Esto, con el paso del tiempo, haría de nuestra ciudad un lugar más sostenible.
Por lo pronto, no quisiera morir atropellado cuando salgo a trabajar.
La ciudad se ha convertido en una batalla entre peatones, ciclistas y automovilistas, en la que los primeros dos están siempre en desventaja. ¿Cómo alcanzar un uso más equitativo del espacio público?
Quizá es la edad, pero todas las mañanas que uso mi bicicleta para salir a trabajar siento temor de ser atropellado. Hace unos meses que ese temor anidado en mis entrañas crece, y espero se detenga antes de que me impida utilizar mi medio de transporte favorito. Para detenerlo, he tratado de entender qué lo nutre.
La hipótesis de la edad, fundada en que los años te vuelven más cauto y temeroso, no es la única. Una hipótesis alternativa está basada en datos. En los últimos años el número de muertes por accidente vial ha aumentado 25%, mientras que los atropellamientos han aumentado 150%, con una impunidad del 70%. Parece que, desde que normalizamos nuestra vida post pandemia, salimos enojados a las calles. Tenemos más prisa, somos más feroces, más agresivos y a la vez más sensibles.
Una tercera hipótesis se basa en las políticas permisivas del gobierno local actual sobre la violación del Reglamento de Tránsito. Llevamos años sin grúas, y el número de multas es ínfimo comparado con el número de infracciones al reglamento. Esto empodera a los automovilistas que, al ver que romper las normas no tiene ninguna consecuencia, se asumen por encima de la ley. La falta de multas también promueve desinformación, pues se cree que si no hubo castigo es porque no se están violando las normas.
La permisividad con los conductores es el último eslabón de una historia urbana que se ha basado en la predilección por el automóvil por encima del transporte público, el peatón y el ciclista. Por eso, la cuarta hipótesis se basa en la preferencia histórica que ha tenido nuestra sociedad por el auto. Desde hace más de 50 años los gobiernos han favorecido la inversión para la construcción vial en la ciudad por encima del transporte público. En los últimos 25 años nos hemos llenado de segundos pisos, supervías, deprimidos y puentes, todos para autos. La inversión en infraestructura de autos se percibe mucho más que la del transporte público.
Los costos indirectos que genera el automóvil, como el cada vez mayor uso del espacio público, el aislamiento de colonias ocasionado por las avenidas, la promoción del cambio climático, la contaminación atmosférica y acústica y los problemas de salud que provocan, las muertes por accidentes viales, son cada día más altos y los pagamos todos, aunque menos de un tercio de los mexicanos usa automóvil.
Prácticamente nadie paga por el uso del espacio público, que en este caso son las calles y avenidas. Este uso debería cubrirse con el impuesto que conocemos como tenencia. Sin embargo, este impuesto excluye a los autos de menor costo y muchos de los propietarios de autos más costosos prefieren registrarlos en estados en los que no se paga tenencia, como en Morelos. Además de la exención por el uso de las calles y la infraestructura automotriz, el pago por tener licencia de manejo es prácticamente nulo, y no hay siquiera que saber manejar para tenerla. Finalmente, la gasolina, principal causante del cambio climático y de desastres como el aumento de las sequías y la fuerza de los huracanes (traducidos en el argot político como “sequías insólitas” y “lluvias extraordinarias”), está subsidiada para beneficio de los tres deciles más ricos del país.
También te puede interesar leer: "El ruido en la Ciudad de México: vidas sumergidas en el caos".
Por el contrario, más del 70% de la población se enfrenta a un transporte público cada día más deficiente, controlado por mafias que provocan accidentes y asaltos. En ese caso, salvo el subsidio al Metro y Metrobús, el usuario tiene que pagar el precio completo. Eso sin contar que es más vulnerable a la inseguridad que florece en las rutas de camiones y combis.
Toda esta preferencia por el desarrollo alrededor del automóvil ha generado una jerarquía tácita en la sociedad. Los automovilistas se abrogan más derechos que los demás ciudadanos. Esta superioridad se percibe en muchas actitudes sociales que van desde la preferencia al cruzar la calle (la persona tiene que correr una vez que el automovilista “generosamente” le dio el paso), hasta cómo se dirige la autoridad a cada sector.
En Ciudad Universitaria, por ejemplo, los letreros a peatones y ciclistas son paternalistas y te hablan de “tú”, mientras que a los automovilistas les hablan de “usted” y son más genéricos. “No uses el celular al caminar”, se puede leer en muchos letreros del Camino Verde, donde lo peor que podría pasar es un choque entre dos personas caminando. Pero en el circuito escolar nunca he visto un letrero que diga “No uses el celular mientras manejas”, donde un atropellado puede morir por la distracción de alguien que va en su auto hablando por teléfono. Esta actitud se expande a las autoridades de la CDMX que generan videos para educar al peatón sobre seguridad vial, pero nunca al automovilista
Esta jerarquía está tan arraigada que nos parece normal que existan puentes peatonales. Con ellos una persona tiene que desviar su ruta varios cientos de metros con el fin de subir y bajar entre ocho y diez metros para que el automóvil no tenga que disminuir su velocidad. Y toda la sociedad ve con desprecio a aquel que decide no usar el puente peatonal. “Decide arriesgar su vida por flojo”, dicen. La frase encierra desprecio y la preconcepción de que en un atropellamiento la culpa es de la víctima.
Una quinta hipótesis sobre el origen de mi temor está basada en los sentimientos que provocan las imágenes de atropellamientos de ciclistas y peatones. La mayoría de los videos que circulan en redes sociales son morbosos para expresar la falta de humanidad de una persona que, frente al volante, decide usar su carro para lastimar a quien lo hizo enojar. El morbo da más likes. No se tiene que matar a la persona para ser denunciado en redes. Muchos peatones y ciclistas se han abocado a denunciar a los automovilistas que no respetan el reglamento de tránsito. La multiplicación de estas denuncias ciudadanas reafirma la falta de acción del gobierno para hacer cumplir las normas de seguridad vial más elementales.
A nadie le gusta que le señalen sus errores y mucho menos que lo haga un ciclista. El resultado de estas denuncias no es una reflexión sobre qué se está haciendo mal, por lo que las denuncias promueven el enojo del automovilista. Al ver amenazada su posición en la jerarquía, muchos automovilistas se decantan por responder con el mismo coraje. No hay día en que no vea una amenaza, o las frases de quien asume que todos los que no usamos carro somos inferiores, ya sea porque no trabajamos, porque somos intolerantes, porque les tenemos envidia, porque no tenemos dinero, o porque no entendemos cómo funciona el progreso que se debe al automóvil. Esta respuesta es, de nuevo, cobijada por la sociedad. Si hay algún video de un ciclista simulando algún atropello es viralizado y utilizado en los medios de comunicación.
El resultado es que los ciclistas somos percibidos como gritones, gesticuladores y bélicos cuando estamos compartiendo la calle con los autos. Personas cercanas me dicen que nos tienen miedo por nuestra actitud irracional. Creo que en parte tienen razón.
Pero antes de seguir calificando a quienes optamos por transportarnos en bicicleta, pensemos en el comportamiento del automovilista. Quizá es que los códigos de comunicación ya están bien establecidos y la violencia normalizada, o que existen dos capas de metal y vidrio entre un automovilista y otro, pero la agresividad es mucho mayor de lo que reconocemos.
Como ejemplo, en días recientes pude apreciar desde mi bicicleta varias interacciones a menos de 200 metros del cruce entre Cerro del Agua y Copilco: un automovilista tocó el claxon sin parar por unos 15 segundos a otro que estaba dejando pasar a un grupo de peatones (que tenían el derecho de paso); un auto que se le cerró a otro para adelantarlo en una calle de 30 metros; otro automovilista tocó el claxon mientras se pasaba un alto para que no se le ocurriera a algún peatón cruzar la avenida, a pesar de que tuviera derecho; detrás de él, otro auto se pasó el mismo alto sin tocar el claxon pero aumentando la velocidad, poniendo en peligro a los peatones que ya estaban cruzando. Ese no fue un día especial, ese cruce siempre es así.
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Por un momento quitemos el caparazón vehicular a estas imágenes y esas personas comportándose de la misma manera sin su coche. Uno saliéndose de la fila de las tortillas y corriendo para adelantarse un lugar en esa misma fila, metiéndosele al que tenía enfrente. Otra que le grita majaderías a la persona de enfrente porque se detuvo para dejar pasar a una señora con su bebé. Alguien más grita como loco en un cruce y sin detenerse como si fuera corredor de futbol americano. Es muy clara la imagen de lo violentos que somos dentro del automóvil, pero es posible que no lo percibamos porque está muy normalizada desde hace medio siglo.
Debo de decir con tristeza que muchos de la comunidad ciclista han imitado este ánimo bélico. La diferencia entre un ciclista agresivo y un automovilista agresivo es que el primero no tiene su caja de metal que filtra la interacción, y el caparazón, como armadura medieval, empodera a su ocupante. Lo que un automovilista percibe de una persona en bicicleta fuera de sus cabales es el mismo comportamiento que observa cotidianamente en los otros conductores. Sucede que la interacción de los ciclistas en el espacio público no está en el código de conducta.
Además, parte del empoderamiento del automovilista es que la interacción es muy desigual y en todos los sentidos el ciclista sale perdiendo. Esta desigualdad comienza entre una carrocería de 1.5 toneladas contra una de 20 kg de la bicicleta. Pero la percepción no siempre es cercana a la realidad y, por ahora, para mucha gente quienes usamos bicicleta somos fanáticos dispuestos a matar o morir en una lucha por el espacio. Lo último que quiere cualquier ciclista es convertirse en mártir de la movilidad.
Tengo muchos amigos y amigas ciclistas que son vocales para exigir nuestro derecho a usar las calles de manera segura. Por un lado, pienso, alimentan la polarización en donde la comunidad ciclista (que está en crecimiento) es la que sale perdiendo. Por otro lado, los derechos nunca se han ganado sin la confrontación que genera la exigencia de romper una jerarquía de privilegios.
No sé cuál de las cinco hipótesis es la correcta o si ninguna lo es. Lo más probable es que sea una mezcla de todas, más otros fenómenos que no consideré.
En el modelo de desarrollo de nuestra civilización se optó por el automóvil, y debemos reconocer que ha sido útil. Pero el crecimiento de las ciudades, en tamaño y densidad, ha hecho que los costos directos e indirectos de los coches sean cada vez más altos y se ha convertido en una ruta insostenible.
Si queremos revertir la ruta de desarrollo urbano es urgente cambiar el modelo de movilidad, y para eso tenemos que comenzar por entender el fenómeno para cambiar nuestro comportamiento, y presionar para un cambio en las políticas públicas. Un buen inicio sería obligar a las personas a conocer y respetar el Reglamento de Tránsito, que se cobre por las licencias de conducir y se entreguen después de que se aprobó un examen, que se fortalezca el transporte público, y se aplique un programa de banquetas y ciclovías dignas y seguras. Esto, con el paso del tiempo, haría de nuestra ciudad un lugar más sostenible.
Por lo pronto, no quisiera morir atropellado cuando salgo a trabajar.
Quizá es la edad, pero todas las mañanas que uso mi bicicleta para salir a trabajar siento temor de ser atropellado. Hace unos meses que ese temor anidado en mis entrañas crece, y espero se detenga antes de que me impida utilizar mi medio de transporte favorito. Para detenerlo, he tratado de entender qué lo nutre.
La hipótesis de la edad, fundada en que los años te vuelven más cauto y temeroso, no es la única. Una hipótesis alternativa está basada en datos. En los últimos años el número de muertes por accidente vial ha aumentado 25%, mientras que los atropellamientos han aumentado 150%, con una impunidad del 70%. Parece que, desde que normalizamos nuestra vida post pandemia, salimos enojados a las calles. Tenemos más prisa, somos más feroces, más agresivos y a la vez más sensibles.
Una tercera hipótesis se basa en las políticas permisivas del gobierno local actual sobre la violación del Reglamento de Tránsito. Llevamos años sin grúas, y el número de multas es ínfimo comparado con el número de infracciones al reglamento. Esto empodera a los automovilistas que, al ver que romper las normas no tiene ninguna consecuencia, se asumen por encima de la ley. La falta de multas también promueve desinformación, pues se cree que si no hubo castigo es porque no se están violando las normas.
La permisividad con los conductores es el último eslabón de una historia urbana que se ha basado en la predilección por el automóvil por encima del transporte público, el peatón y el ciclista. Por eso, la cuarta hipótesis se basa en la preferencia histórica que ha tenido nuestra sociedad por el auto. Desde hace más de 50 años los gobiernos han favorecido la inversión para la construcción vial en la ciudad por encima del transporte público. En los últimos 25 años nos hemos llenado de segundos pisos, supervías, deprimidos y puentes, todos para autos. La inversión en infraestructura de autos se percibe mucho más que la del transporte público.
Los costos indirectos que genera el automóvil, como el cada vez mayor uso del espacio público, el aislamiento de colonias ocasionado por las avenidas, la promoción del cambio climático, la contaminación atmosférica y acústica y los problemas de salud que provocan, las muertes por accidentes viales, son cada día más altos y los pagamos todos, aunque menos de un tercio de los mexicanos usa automóvil.
Prácticamente nadie paga por el uso del espacio público, que en este caso son las calles y avenidas. Este uso debería cubrirse con el impuesto que conocemos como tenencia. Sin embargo, este impuesto excluye a los autos de menor costo y muchos de los propietarios de autos más costosos prefieren registrarlos en estados en los que no se paga tenencia, como en Morelos. Además de la exención por el uso de las calles y la infraestructura automotriz, el pago por tener licencia de manejo es prácticamente nulo, y no hay siquiera que saber manejar para tenerla. Finalmente, la gasolina, principal causante del cambio climático y de desastres como el aumento de las sequías y la fuerza de los huracanes (traducidos en el argot político como “sequías insólitas” y “lluvias extraordinarias”), está subsidiada para beneficio de los tres deciles más ricos del país.
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Por el contrario, más del 70% de la población se enfrenta a un transporte público cada día más deficiente, controlado por mafias que provocan accidentes y asaltos. En ese caso, salvo el subsidio al Metro y Metrobús, el usuario tiene que pagar el precio completo. Eso sin contar que es más vulnerable a la inseguridad que florece en las rutas de camiones y combis.
Toda esta preferencia por el desarrollo alrededor del automóvil ha generado una jerarquía tácita en la sociedad. Los automovilistas se abrogan más derechos que los demás ciudadanos. Esta superioridad se percibe en muchas actitudes sociales que van desde la preferencia al cruzar la calle (la persona tiene que correr una vez que el automovilista “generosamente” le dio el paso), hasta cómo se dirige la autoridad a cada sector.
En Ciudad Universitaria, por ejemplo, los letreros a peatones y ciclistas son paternalistas y te hablan de “tú”, mientras que a los automovilistas les hablan de “usted” y son más genéricos. “No uses el celular al caminar”, se puede leer en muchos letreros del Camino Verde, donde lo peor que podría pasar es un choque entre dos personas caminando. Pero en el circuito escolar nunca he visto un letrero que diga “No uses el celular mientras manejas”, donde un atropellado puede morir por la distracción de alguien que va en su auto hablando por teléfono. Esta actitud se expande a las autoridades de la CDMX que generan videos para educar al peatón sobre seguridad vial, pero nunca al automovilista
Esta jerarquía está tan arraigada que nos parece normal que existan puentes peatonales. Con ellos una persona tiene que desviar su ruta varios cientos de metros con el fin de subir y bajar entre ocho y diez metros para que el automóvil no tenga que disminuir su velocidad. Y toda la sociedad ve con desprecio a aquel que decide no usar el puente peatonal. “Decide arriesgar su vida por flojo”, dicen. La frase encierra desprecio y la preconcepción de que en un atropellamiento la culpa es de la víctima.
Una quinta hipótesis sobre el origen de mi temor está basada en los sentimientos que provocan las imágenes de atropellamientos de ciclistas y peatones. La mayoría de los videos que circulan en redes sociales son morbosos para expresar la falta de humanidad de una persona que, frente al volante, decide usar su carro para lastimar a quien lo hizo enojar. El morbo da más likes. No se tiene que matar a la persona para ser denunciado en redes. Muchos peatones y ciclistas se han abocado a denunciar a los automovilistas que no respetan el reglamento de tránsito. La multiplicación de estas denuncias ciudadanas reafirma la falta de acción del gobierno para hacer cumplir las normas de seguridad vial más elementales.
A nadie le gusta que le señalen sus errores y mucho menos que lo haga un ciclista. El resultado de estas denuncias no es una reflexión sobre qué se está haciendo mal, por lo que las denuncias promueven el enojo del automovilista. Al ver amenazada su posición en la jerarquía, muchos automovilistas se decantan por responder con el mismo coraje. No hay día en que no vea una amenaza, o las frases de quien asume que todos los que no usamos carro somos inferiores, ya sea porque no trabajamos, porque somos intolerantes, porque les tenemos envidia, porque no tenemos dinero, o porque no entendemos cómo funciona el progreso que se debe al automóvil. Esta respuesta es, de nuevo, cobijada por la sociedad. Si hay algún video de un ciclista simulando algún atropello es viralizado y utilizado en los medios de comunicación.
El resultado es que los ciclistas somos percibidos como gritones, gesticuladores y bélicos cuando estamos compartiendo la calle con los autos. Personas cercanas me dicen que nos tienen miedo por nuestra actitud irracional. Creo que en parte tienen razón.
Pero antes de seguir calificando a quienes optamos por transportarnos en bicicleta, pensemos en el comportamiento del automovilista. Quizá es que los códigos de comunicación ya están bien establecidos y la violencia normalizada, o que existen dos capas de metal y vidrio entre un automovilista y otro, pero la agresividad es mucho mayor de lo que reconocemos.
Como ejemplo, en días recientes pude apreciar desde mi bicicleta varias interacciones a menos de 200 metros del cruce entre Cerro del Agua y Copilco: un automovilista tocó el claxon sin parar por unos 15 segundos a otro que estaba dejando pasar a un grupo de peatones (que tenían el derecho de paso); un auto que se le cerró a otro para adelantarlo en una calle de 30 metros; otro automovilista tocó el claxon mientras se pasaba un alto para que no se le ocurriera a algún peatón cruzar la avenida, a pesar de que tuviera derecho; detrás de él, otro auto se pasó el mismo alto sin tocar el claxon pero aumentando la velocidad, poniendo en peligro a los peatones que ya estaban cruzando. Ese no fue un día especial, ese cruce siempre es así.
También te puede interesar leer: "Arquitectura hostil en la CDMX: 'Tú no puedes estar aquí'".
Por un momento quitemos el caparazón vehicular a estas imágenes y esas personas comportándose de la misma manera sin su coche. Uno saliéndose de la fila de las tortillas y corriendo para adelantarse un lugar en esa misma fila, metiéndosele al que tenía enfrente. Otra que le grita majaderías a la persona de enfrente porque se detuvo para dejar pasar a una señora con su bebé. Alguien más grita como loco en un cruce y sin detenerse como si fuera corredor de futbol americano. Es muy clara la imagen de lo violentos que somos dentro del automóvil, pero es posible que no lo percibamos porque está muy normalizada desde hace medio siglo.
Debo de decir con tristeza que muchos de la comunidad ciclista han imitado este ánimo bélico. La diferencia entre un ciclista agresivo y un automovilista agresivo es que el primero no tiene su caja de metal que filtra la interacción, y el caparazón, como armadura medieval, empodera a su ocupante. Lo que un automovilista percibe de una persona en bicicleta fuera de sus cabales es el mismo comportamiento que observa cotidianamente en los otros conductores. Sucede que la interacción de los ciclistas en el espacio público no está en el código de conducta.
Además, parte del empoderamiento del automovilista es que la interacción es muy desigual y en todos los sentidos el ciclista sale perdiendo. Esta desigualdad comienza entre una carrocería de 1.5 toneladas contra una de 20 kg de la bicicleta. Pero la percepción no siempre es cercana a la realidad y, por ahora, para mucha gente quienes usamos bicicleta somos fanáticos dispuestos a matar o morir en una lucha por el espacio. Lo último que quiere cualquier ciclista es convertirse en mártir de la movilidad.
Tengo muchos amigos y amigas ciclistas que son vocales para exigir nuestro derecho a usar las calles de manera segura. Por un lado, pienso, alimentan la polarización en donde la comunidad ciclista (que está en crecimiento) es la que sale perdiendo. Por otro lado, los derechos nunca se han ganado sin la confrontación que genera la exigencia de romper una jerarquía de privilegios.
No sé cuál de las cinco hipótesis es la correcta o si ninguna lo es. Lo más probable es que sea una mezcla de todas, más otros fenómenos que no consideré.
En el modelo de desarrollo de nuestra civilización se optó por el automóvil, y debemos reconocer que ha sido útil. Pero el crecimiento de las ciudades, en tamaño y densidad, ha hecho que los costos directos e indirectos de los coches sean cada vez más altos y se ha convertido en una ruta insostenible.
Si queremos revertir la ruta de desarrollo urbano es urgente cambiar el modelo de movilidad, y para eso tenemos que comenzar por entender el fenómeno para cambiar nuestro comportamiento, y presionar para un cambio en las políticas públicas. Un buen inicio sería obligar a las personas a conocer y respetar el Reglamento de Tránsito, que se cobre por las licencias de conducir y se entreguen después de que se aprobó un examen, que se fortalezca el transporte público, y se aplique un programa de banquetas y ciclovías dignas y seguras. Esto, con el paso del tiempo, haría de nuestra ciudad un lugar más sostenible.
Por lo pronto, no quisiera morir atropellado cuando salgo a trabajar.
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