Sumergirse en lo local para entender la violencia «en México»: el caso de Nayarit
Cuando hablamos de la violencia “en México”, solemos obviar las dinámicas específicas que generan los asesinatos y las desapariciones a nivel local. El territorio nacional opera como una ilusión de continuidad, mientras se pierden de vista los arreglos y los engranes de una maquinaria que se cobra la vida de personas de distintos oficios, no solo periodistas y defensores de la tierra, sino también taxistas y transportistas, como se muestra en esta radiografía de Nayarit.
“No, joven, de eso se encarga el patrón. Nosotros solo pasamos el porcentaje requerido”, me explicó Juan, así llamaré al taxista que me habló de las extorsiones que debía pagar para transitar sin problema en Nayarit. Juan fue muy claro: a ciertos lugares no puede ir, no tiene permiso y no quiere perder el carro ni la vida. “No nos cobra directamente la maña (la mafia)”, agregó para cerrar. Juan había pasado gran parte de la mañana conduciendo su taxi para llevarnos a un colega y a mí por distintos poblados de la entidad, donde trabajamos documentando violaciones de derechos humanos y apoyando procesos y articulaciones que reivindican la justicia contra esos abusos.
Con la pregunta que le hice a Juan, informal y en tono de conversación, pretendía entender un poco más las lógicas detrás de los homicidios, los desaparecidos y otros hechos violentos cometidos en contra de personas vinculadas al sector del transporte, que habíamos registrado en Nayarit como parte de un ejercicio de documentación que abarca dieciséis años, de 2005 a 2021.
Las fechas no son coincidencia: buscábamos capturar cómo se ha materializado eso que llamamos la “guerra contra las drogas” en un contexto local, así como su mutación, sus redes, sus trayectorias. Queríamos rasgar más allá de la superficie de los eventos que se reportan gracias a las denuncias valientes de grupos ciudadanos que buscan justicia, como el grupo de la Comisión de la Verdad de Nayarit.
Escuché la respuesta de Juan y me trasladó hasta Ayotzinapa, a diez horas de aquella carretera sinuosa en Nayarit que los tres recorríamos y que poco a poco nos iba adentrando a la boca de la sierra. Ayotzinapa es quizá el caso insignia cuando se piensa en la crisis de derechos humanos que azota a México. Pensé en el caso, más allá de la distancia entre un estado y otro, porque refleja de modo paradigmático ciertos puntos de contacto que me interesa mucho destacar.
Según los hallazgos de un grupo de expertos internacionales, la desaparición de 43 estudiantes normalistas la noche del 26 de septiembre de 2014 —y los homicidios menos mencionados de otros tres estudiantes, un taxista, un conductor de autobús y un futbolista de Iguala— habría tenido como detonante que uno de los camiones que los jóvenes habían tomado, para ir a las manifestaciones conmemorativas de la Matanza de Tlatelolco en la Ciudad de México, trasladaba heroína hacia Chicago.
Hay otras hipótesis sobre el “móvil del caso” —oscilaron entre el boicoteo de un acto político local hasta la pertenencia de los normalistas a grupos criminales—, pero la explicación más convincente ha sido que los chicos afectaron “el negocio”, su red de traslado y distribución. Habrá quien diga que en este México los normalistas “se lo buscaron”. Es la salida fácil, pero a la vez es mucho más: al decir eso se hace referencia a unas “reglas del juego” a las que nos hemos acostumbrado, resumidas en una máxima metajurídica: “el que se lleva se aguanta”.
Lo difícil es preguntarse —y luego investigar— cuántos arreglos entre actores federales, locales, municipales, privados y criminales tienen que gestarse, mantenerse y aceitarse continuamente para que esas rutas, donde las economías legales e ilegales convergen, funcionen con éxito. Son los “microacontecimientos” de las realidades locales los que van sumando, como en un efecto de goteo, los homicidios y desaparecidos de distintos oficios y profesiones —estudiantes, taxistas, choferes, un futbolista, taqueros, meseras, mecánicos, políticos, periodistas, defensores de la tierra—, hasta que los vemos resumidos en las escandalosas cifras nacionales.
Tan solo unas semanas después del recorrido que hicimos en Nayarit, el grupo de expertos para el caso Ayotzinapa informó que partía caminos. Solamente dos, Ángela Buitrago y Carlos Beristain, permanecieron para dar seguimiento a la investigación. A su salida, el grupo reiteró que el trasiego trasnacional de drogas mediante rutas de transporte y su colusión con diversas autoridades es el escenario donde se desenvolvieron aquellos hechos atroces, que no se limitan a los normalistas de Ayotzinapa.
En el norte del país, por ejemplo, entre 2010 y 2021 el Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas reportó, en un informe que publicó tras su visita a México (la primera de esta naturaleza que ha hecho este comité en todo el mundo), que hubo 206 desaparecidos en la carretera 85, que une a Monterrey con Nuevo Laredo. La mayoría de las víctimas son conductores de vehículos de transporte pesado. ¿Cuántos Ayotzinapas menos vistosos, pero que esconden relaciones de este tipo, hay en el país?, ¿cómo se tiene que configurar el poder político y qué comparte con lo criminal para generar esta clase de ecosistemas y sus “reglas del juego”?
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Los de arriba son apenas unos cuantos registros, pero hablan de una colección de contextos locales que caracterizan a una parte importante de México. A falta de imaginación, y en una repetición acrítica del discurso político que inició el expresidente Calderón, le seguimos llamando la “guerra contra las drogas”.
De un total de 861 eventos, que van desde un hecho violento o un acto de corrupción hasta un procedimiento legal o un acto de resistencia de la ciudadanía, 265 involucran al menos una muerte violenta, la desaparición de una persona, lesiones que podrían ser signo de tortura, secuestros o detenciones hechas por alguna autoridad con indicios de arbitrariedad. Estos casos presentan muchos —y diversos— puntos de contacto con el sector del transporte.
Por ejemplo, durante una intensa serie de acciones que lanzó la Fiscalía de Nayarit en un periodo de cinco meses (entre diciembre de 2011 y mayo de 2012) para desarticular un grupo al que se le atribuían hechos violentos (en particular, en el último año del gobierno saliente, una masacre de veintinueve personas y otra de quince víctimas), se aseguraron tarjetas de presentación de una compañía local de taxis y el equipo de radiocomunicación utilizado por este tipo de empresas de transporte. En por lo menos catorce operativos, que terminaron en el arresto de 52 personas y en la muerte de dos más en circunstancias poco claras, dos de los detenidos dijeron que su oficio era el de taxista.
Uno dijo que hacía servicios de traslado a distintos puntos de Nayarit y sus estados colindantes para cumplir con las necesidades de aquel grupo delictivo. El otro explicó que trabajaba como vigilante para una persona con aparente liderazgo dentro de ese mismo grupo local; también usaba su vehículo para secuestrar personas y trasladarlas ante los miembros del grupo delictivo y a veces se hacía cargo él mismo de sus ejecuciones. Aquel líder local “apareció” muerto en febrero de 2012, unos meses antes de la detención del segundo taxista.
Más que una saludable respuesta del Estado para hacer valer la ley y combatir la impunidad, esta serie de acciones de la Fiscalía de Nayarit insinuaba una estrategia para reemplazar, mediante detenciones arbitrarias y ejecuciones, a unos actores violentos relacionados con una red por otros actores violentos vinculados a un grupo antagonista, a quienes el poder público local podría haber querido favorecer. Cambian los nombres y las personas, pero se mantienen las reglas del juego.
Otro ejemplo: un año antes, en 2010, Carlos Saldate, el líder local del sindicato de taxistas más importante de Nayarit —quien después fue candidato a la presidencia municipal de la capital, presidente local de un partido político y presidente del Congreso local— dijo que dos conductores de taxi habían desaparecido en ese año. Hoy Saldate está detenido, fue acusado de tener una participación central en una serie de detenciones, perpetradas por la autoridad con fines de extorsión, para hacerse de inmuebles de pequeños empresarios y ejidatarios, algo que denunció el grupo ciudadano de la Comisión de la Verdad de Nayarit.
Entre 2013 y 2020, además, documentamos la desaparición de por lo menos cuatro personas más que trabajaban como taxistas, incluyendo el hallazgo del cuerpo sin vida de uno de ellos. Después, en agosto de 2018, se encontraron los cadáveres calcinados de dos personas dentro de un taxi totalmente quemado y abandonado en el paraje de la carretera rural del poblado de La Virocha, en el municipio costero de San Blas. Al parecer alguien le había prendido fuego, con las personas dentro.
La pregunta que sigue gravitando alrededor de todos estos casos es ¿por qué? Hay formas de encontrar sentido a tantos hechos violentos, esparcidos y reportados como si no tuvieran conexiones. En este texto propongo algunas aproximaciones para entenderlos.
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Los testimonios que se obtuvieron de los procedimientos contra Saldate, quien enfrentaba denuncias por operar un esquema ilegal para otorgar cientos de concesiones de taxis, arrojan algo de luz sobre las piezas que mueven la maquinaria. La primera pieza es la entrega forzosa de dinero a líderes transportistas de la zona para conseguir una concesión (en este caso, de 130 mil pesos por interesado); el monto se dividía entre el sindicato de Saldate y la autoridad que otorgaba las concesiones. La segunda pieza es la entrega mensual de un porcentaje de las utilidades, so pena de experimentar “las consecuencias de no hacerlo”. La tercera es el reparto de esas ganancias —que por el giro del negocio se tratan de dinero en efectivo (de difícil fiscalización)— entre líderes transportistas y autoridades. La práctica, según los testimonios y los datos recopilados, está enraizada y es ordinaria, aunque los nombres de los responsables “de operar el negocio”, las formas y el grado de abuso vayan mutando. Es posible que sigan vigentes de una manera u otra, aunque Saldate y las autoridades involucradas en ese momento estén fuera de la jugada.
Es sencillo inferir que alguna parte de este dinero, recolectado mediante amenazas y violencia, en combinación con otros recursos del gremio, se utilicen para incidir en la política. Esta hipótesis se alinea con dos ideas que Romain Le Cour apuntó en otro texto publicado en Gatopardo, “Morir por participar en la democracia mexicana”.
La primera idea es que la violencia crónica a manos de diversos actores violentos no implica que pierda estabilidad el sistema político y económico de México, en realidad, estos hechos violentos son una manifestación de su oscuro funcionamiento.
La segunda idea apunta en contra de la dicotomía entre el crimen (al que generalmente se le atribuye una naturaleza y una finalidad económicas) y la violencia estatal (a la que, en cambio, se le atribuye una naturaleza o justificación política). Esa dicotomía resulta estéril en México. Lo que en verdad sucede es que un amplio espectro de actores —caciques, empresarios, presidentes municipales, gobernadores o, como ocurrió en Nayarit, líderes sindicales de transporte y los mismos operadores de unidades— participan de la violencia dentro de un sistema que valida su empleo para determinar cómo toma decisiones el poder público, para incidir, por ejemplo, en quién será el candidato a una diputación estatal o a una presidencia municipal, para influir en cómo toma decisiones el poder público una vez que se han ocupado esos cargos y cómo se comporta la ciudadanía, todos ellos actos políticos en su acepción más dura.
A la vez solemos pensar que hay divisiones claras y funcionales entre lo que llamamos “dinero legal”, proveniente de empresas legalmente constituidas, como las de transporte, y el “dinero sucio”, que asociamos con el narcotráfico. Otra vez la realidad nos desmiente: esa frontera tiene un aspecto mucho más diluido. Vuelvo al caso de Saldate en Nayarit: las concesiones “legales” emanaban de esquemas corruptos y de extorsiones para sacarles una renta mensual a quienes operan taxis. Muchas veces los conductores son subyugados, o bien participan directamente, cometen actos violentos —como el taxista que brinda sus servicios a un grupo criminal local.
Una porción de las utilidades puede seguir alimentando este sistema perverso y encontrar un camino para beneficiar a algún candidato “amigo” o incluso para cumplir el deseo de un líder sindical local que quiere, él mismo, ocupar un puesto de elección popular.
Por si acaso no bastara el ejemplo de Saldate, recordemos otro, más notorio. El otrora fiscal de Nayarit Édgar Veytia, según la prensa, se inició en la política ofreciéndole a un político local, que deseaba ser presidente municipal de la capital de Nayarit, que los camiones de transporte público que Veytia operaba se usaran el día de la elección para trasladar a posibles votantes. Aquel político triunfó y, a cambio, su patrocinador fue nombrado director de transporte y vialidad del municipio; luego fue nada menos que director de Seguridad Pública municipal. Cuando aquel político local logró escalar a gobernador, Veytia lo siguió como subprocurador y después como fiscal general de Nayarit. La máquina siguió girando.
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En México, entre 2007 y 2021 —un periodo que, reitero, merece un nombre diferente al de la “guerra contra las drogas”— ha ocurrido lo siguiente. El Estado intensificó su uso frontal de la fuerza y de otros medios violentos para combatir actores criminales, principalmente a través de un despliegue mayor de las fuerzas armadas y las policías federales, locales y municipales. A ello se le suma la respuesta violenta de estos actores, entre sí y contra el Estado, en el contexto de la transición a la democracia y la competencia multipartidista, un aspecto relevante porque los arreglos entre actores criminales y políticos que antes eran más estables —pues se trataba de pactar con un solo partido en el poder— se volvieron más frágiles, inciertos y volátiles debido a la rotación de personas en los cargos públicos. En este México, a lo largo y ancho de su territorio, en esos catorce años se cuentan más de 387,830 muertes violentas y 81,415 desaparecidos o personas no localizadas, según cifras del Inegi y la Comisión Nacional de Búsqueda, respectivamente.
Casi medio millón de personas (469,245 registros, para ser exactos) se han reportado como muertas o desaparecidas en apenas una década y media.
Los homicidios dolosos y la desaparición de personas no son fenómenos idénticos, pero cada registro indica una potencial violación grave a los derechos humanos, por lo que se pueden agregar en una “variable compuesta” que los suma para ver su comportamiento conjunto por estado, más allá de las lógicas y los perfiles subyacentes a cada caso. La siguiente gráfica muestra la distribución de esta variable compuesta por entidad federativa durante estos años. Sobresale el tamaño de las porciones que representan el Estado de México (45,393 registros), Chihuahua (44,669), Jalisco (35,051), Guerrero (31,830) y Guanajuato (27,709), a pesar de sus distintos volúmenes poblacionales.
Nayarit apenas tiene el 1.06% de los registros, tan solo —dirán algunos— 4,916 casos de la tragedia nacional (con 4,011 homicidios dolosos y 905 desaparecidos, al menos según los datos oficiales). Pero dentro de ese porcentaje, como se ve en el relato de varios casos, se encierra una serie de historias y arreglos en la que las fronteras entre lo público, lo privado y lo criminal se difuminan para producir la violencia crónica.
Nayarit no ha permanecido estático en este periodo; pensar que todo sigue igual es una trampa mental en la que caemos al hablar de un México monolítico de muertes y desapariciones. Por el contrario, prestando atención a la manera en que interactúan los homicidios y los desaparecidos, se pueden identificar cinco momentos en la historia reciente de la entidad.
El primero ocurrió en los años iniciales de la “guerra contra las drogas”: entre 2007 y 2009 hubo un incremento paulatino de homicidios, aunque aún eran cifras cercanas al promedio de los cinco años previos a esa guerra (entre 2002 y 2006 hubo 126 homicidios anuales). En un segundo momento, que comenzó en 2010, ocurrió un incremento dramático de los homicidios, casi se triplicaron respecto a 2009, pero las desapariciones se mantuvieron en números bajos, lo cual puede responder a distintos motivos, por ejemplo, que en esos años existía un nulo reconocimiento y registro del fenómeno. En un tercer momento, entre 2012 y 2016, decrecen los homicidios y se estabilizan, son números que oscilan alrededor del periodo anterior al de la “guerra contra las drogas”, y el total de desaparecidos también se mantuvo bajo.
El presente más cercano vuelve a mostrar, entre 2017 y 2018, un aumento dramático de homicidios y es en este cuarto momento cuando la desaparición de personas crece exponencialmente: de un promedio anual de once casos entre 2012 y 2016 a 131 en 2017 y 181 en 2018. Por último, entre 2019 y 2020 se regularizaron los homicidios, pero las desapariciones se mantienen en cifras sumamente elevadas.
La siguiente tabla considera estos cinco momentos y los números de homicidios dolosos y desaparecidos. ¿Qué sobresale?, que los años más violentos son los años en que hubo elecciones para el gobierno local: 2011 y 2017. De nuevo, y esta quizá sea la consecuencia más dura de la democracia en México, las elecciones rompen los arreglos entre actores y el nuevo statu quo se consigue a punta de asesinatos y desapariciones.
Añadiendo un lente de aumento, y para mostrar un ejemplo, gran parte de los homicidios que se atribuían al grupo desarticulado por la Fiscalía de Nayarit en 2011 ocurrieron en el último año de gobierno de Ney González (entre 2010 y 2011). En cambio, la desactivación del grupo, mediante detenciones y posibles ejecuciones, sucedió en el primer año de gobierno de Roberto Sandoval, es decir: se gestaron nuevos acuerdos pero persistieron las mismas reglas del juego, como ya he dicho. Édgar Veytia fue detenido en marzo de 2017 y de nuevo los homicidios y los desaparecidos se dispararon. La Comisión Nacional de Búsqueda, en su análisis sobre Nayarit publicado en noviembre de 2021, ha calificado el periodo entre marzo y diciembre de 2017 (que abarca el final del gobierno de Sandoval, el proceso electoral de 2017, la transición del nuevo gobierno de Antonio Echevarría y el asentamiento de su nuevo gobierno) como una etapa de “limpieza social”, tras la caída de Veytia; las razones: la salida de un posible intermediario importante como Veytia, las represalias y el desorden entre los grupos y las disputas por el territorio y su control.
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La espectacularidad de un hecho violento visto desde la fotografía nacional —el asesinato reportado que logra encontrar un camino hacia los medios de cobertura nacional— contiene una falacia en la que a veces no reparamos: si bien el caso tiene el mérito de alertarnos, al final del día se agrega, en una simple sumatoria, a lo que sucede “en México”. El territorio del país se usa como una ilusión de continuidad, llena de atajos intelectuales, que no siempre refleja las realidades locales. Algo sucedió hoy en Zacatecas, mañana en Sinaloa y al día siguiente en Guerrero, pero muchos titulares y analistas siguen preguntándose por el total de homicidios y desaparecidos en México. Así vamos sustrayendo las dinámicas locales de los estados, reemplazándolas con una construcción continua y abstracta. Lo explicamos todo en términos automáticos que van perdiendo significado —“fue el narco”, “fue el ejército”— y que poco hacen por mostrar los factores subrepticios —esos que no siempre llegan a los medios de comunicación— que sí dan cuenta de cómo y por qué suceden estos homicidios y desaparecidos.
Volviendo al caso de Nayarit, la preguntaría debe ser: ¿por qué en este periodo hay tanta violencia, visible y subrepticia, contra esa categoría que podemos aglutinar como “servicios de transporte”? Las personas como Saldate y Veytia deben enfrentar procesos para que una autoridad judicial determine su responsabilidad. De eso no hay la menor duda. Sin embargo, la salida fácil sería concluir que sin ellos el “juego” ya no sigue ocurriendo. Ni Saldate ni Veytia son mentes maestras de la criminalidad. Si matan, desaparecen y se ejercen otros tipos de violencias contra integrantes del sector del transporte es porque forman parte de un engranaje, ya sea como apoyo logístico, como informantes, como sicarios, o bien porque no pagaron una “renta” (una extorsión) —por ejemplo, la que debe pagar Juan, el taxista, al “patrón” y él a “la maña”— o porque se interviene en las elecciones locales para inclinar la balanza por el candidato que más conviene. Hay tan pocos incentivos de contención que el sistema valida los homicidios y que haya desaparecidos, sin que cometer estos delitos suponga tomar una decisión difícil.
El desafío de instalar otras “reglas del juego”, que resuelvan los conflictos de manera democrática, pasa por atemperar los incentivos que propician los homicidios y las desapariciones y por promover que haya sanciones cuando estos ocurren. Mientras tanto, esas “reglas del juego” en Nayarit se reproducen en diversos puntos de México y crean una colección de microcontextos que imbrican el mosaico nacional.
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Muchos han querido responder por qué el país se volvió tan violento en la primera parte del siglo XXI, sobre todo porque hubo un decrecimiento constante en su tasa de homicidios desde la Revolución mexicana hasta fines del siglo XX, como apuntaron Raúl Zepeda Gil y Carlos Pérez Ricart en un artículo reciente: “de una tasa de cuarenta homicidios por cada cien mil habitantes en 1938, México pasó a una de menos de diez [homicidios] en 2006”. ¿Cuál fue el año más pacífico en la historia del país? Sucedió seis años después de la primera alternancia en el gobierno federal, cuando el PRI cedió por primera vez la batuta después de siete décadas en el poder.
Quince años más tarde, las cosas empeoraron drásticamente, como sabemos todos. En 2007 aquella tendencia “pacífica” empezó a revertirse y, aunque la cifra actual no alcanza los números de la época posrevolucionaria, sí llegó a una tasa anual de veintinueve homicidios por cada cien mil habitantes entre 2018 y 2020. Son más de 36 mil homicidios por año, alrededor de setecientos a la semana en promedio.
Una nueva corriente de pensamiento ha replanteado el rol de lo “político” en este contexto, porque inicialmente la explicación se simplificó demasiado: todo se vio como un problema simplón de criminalidad frente a un Estado débil o fallido que antagonizaba con los actores criminales. La realidad es mucho más intrincada, como en el sector del transporte en Nayarit. Gracias a los nuevos estudios y análisis que siguen abriéndose paso contra las explicaciones predominantes, hoy hemos llegado a algunas convicciones que sirven para desmontar las creencias que teníamos.
Primero, y aunque parezca irónico, la criminalidad no es lo mismo que la violencia. Los sitios donde opera el crimen organizado no necesariamente traen aparejados contextos de violencia, esencialmente porque usarla como recurso no opera en su interés. Sin embargo, hay ocasiones en que los actores criminales pueden emplear medios violentos, pero eso obedece más a sus respuestas frente a las acciones del Estado, como cuando los combate a través de la confrontación. Con todo, la realidad ha ido cambiando: desde hace algunas décadas la principal fuente de violencia letal en el mundo proviene de eso que llamamos “crimen”, aunque es más preciso hablar de muertes relacionadas con contextos de criminalidad. Los Estados de América Latina se posicionan como la región más violenta del planeta. Según el “Estudio mundial sobre el homicidio”, publicado en 2019 por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, desde el comienzo del siglo XXI eso que se etiqueta como “crimen organizado” ha causado en dieciséis años el mismo número de muertes que los conflictos armados, es decir, que las guerras entre naciones y las guerras civiles, en el mismo periodo: el total es de un millón.
Nuestra segunda nueva convicción es que resulta imposible separar del presente las trayectorias históricas que se remontan a la propia configuración del Estado que emergió de la Revolución mexicana y que batalló para asentarse como tal. El historiador Alan Knight afirmó que la década entre 1910 y 1920 estuvo más cerca de ser, sobre todo al final, una lucha fratricida entre facciones ganadoras, con un gobierno carrancista frágil que intentaba sobrevivir a varios frentes violentos, para consolidar una suerte de poder público que no fuera derrocado al siguiente año. Entonces se tomaron algunas decisiones, conscientes o inconscientes, en especial, la violencia “macropolítica” —que se refiere al alcance nacional, como tomar el poder estatal, que se haría presente en periodos muy específicos de los siguientes años, como en la represión de los estudiantes y las guerrillas— amainó para ceder paso a un mosaico de violencias “micropolíticas”, relacionadas con metas sociopolíticas locales y acotadas, por ejemplo, los conflictos en torno a las elecciones y las candidaturas estatales, o los casos de Nayarit y el sector del transporte.
La realidad es que el Estado mexicano nunca tuvo interés en hacer valer la máxima hobbesiana de ostentar el monopolio de la violencia; no tuvo interés en “desarmar” a los grupos armados no estatales que se gestaron en la Revolución mexicana y que operaban en distintos estados del México posrevolucionario. La violencia micro (local y periférica) no amenazaba su estabilidad macro. El propio Knight sentencia: “Quizá el desorden micropolítico (violento y caciquil) fue el precio pagado para asegurar la estabilidad macropolítica” del Estado. Aquella serie de decisiones, cien años después, aun hacen sentir sus consecuencias en los terrenos relegados.
La tercera convicción es que no nos encontramos ante una situación de conflicto —al menos en el sentido de un antagonismo puro— entre el Estado y los actores armados privados, que se sintetizan en la opinión popular en ese término que significa todo y nada: los cárteles. Las aproximaciones que usan el lente del antagonismo a nivel nacional contra este o aquel cártel no brindan explicaciones satisfactorias de los mecanismos que desatan la violencia en los microcontextos; sobra decir que no solo perdemos explicaciones, también perdemos intervenciones que podrían ayudar en estos escenarios. La realidad es más compleja y lastimosa que la narrativa del enfrentamiento entre el bien y el mal. Para que la actividad criminal pueda florecer, requiere acuerdos, connivencias y zonas grises con el propio Estado o, para ser más precisos, con facciones o actores de ese Estado que no es monolítico.
Lo dice bien Ben Smith en The dope: the real history of the Mexican drug trade, un libro en que el historiador advierte que durante esa configuración del Estado mexicano se adhirió —o quizá se acentuó— la aplicación selectiva de las “reglas del juego”. Las autoridades locales “gravaban”, esto es, obtenían una parte de las utilidades de las actividades ilícitas a cambio de protegerlas y de no implementar la ley (en esencia: no usar a la policía, no perseguir a los criminales y no sancionarlos). Además, la evolución de las violencias en México está íntimamente ligada a la tensión constante entre el gobierno nacional y los gobiernos locales.
A partir de los setenta, las autoridades federales, descubriendo la bonanza de las empresas que brindan protección a cambio de extorsión y cuya quintaesencia es la oferta de no ejecutar una amenaza que estas mismas crean, trataron de hacerse ellas. Esas “empresas de protección” están distribuidas a lo largo y ancho del territorio nacional, son pequeños engranes que hacen negociaciones constantes y que enfrentan cambios continuos, aunque eso aumenta si hay más partidos políticos con posibilidades de acceder al poder e influir en cómo se configuran esos arreglos. Ben Smith sostiene que desde 1990, y de forma paulatina, los actores privados criminales se han ido haciendo de estas redes de protección, en sustitución del Estado. Lo que se describe como “conflictos sobre el tráfico de drogas” se trata en realidad de conflictos alrededor de un bien escaso: quién controla y opera estas redes de cobro. Los actores estatales y no estatales están en constante negociación, asociación y conflicto.
A partir de estas conclusiones, que se desprenden de la nueva corriente que busca comprender la violencia crónica en México, quiero hacer un par de provocaciones.
Empecemos por esta: hoy atestiguamos dos mutaciones que se han ido gestando en las últimas décadas dentro de los contextos locales mexicanos. Por un lado, se han expandido estas redes de protección y extorsión más allá del “juego del narcotráfico” para abarcar otros negocios. Por más que cause anatema, los especialistas les llaman regímenes de “gobernanza criminal”, espacios donde un grupo, red o articulación criminal se erige en parte como la autoridad relevante del pueblo. Su interés no es sustituir al Estado, sino convivir con él, imponiendo una parte de las reglas y proveyendo algunos servicios. Cuando estos regímenes se consolidan, pueden disminuir los hechos explícitos de violencia —los homicidios, los desaparecidos—, pero al mismo tiempo se reducen, aún más, las condiciones para que los ciudadanos ejerzan sus derechos. La simple amenaza de violencia, aunque no se cumpla, es suficiente para callar voces y coartar derechos.
La segunda provocación es acaso más dura, más desoladora para la gente que vive en este país. Debemos cuestionar qué rol le queda, qué papel puede desempeñar eso que llamamos Estado, al que seguimos viendo como la ventanilla a la que acercamos nuestras quejas para hacer valer nuestros derechos. El Estado se ha retraído, dice el antropólogo Claudio Lomnitz en El tejido social rasgado. Su soberanía no está en juego, pero tiene poco interés en regular a los sectores de la policía y la justicia criminal; lo ha delegado —por decisión o por desidia— a otros actores “privados”, entre ellos, grupos criminales y pandillas con presencia local. Quizá toca invertir muchas horas en repensar quién es ese Estado al que le gritamos nuestras demandas.
Todo esto explica por qué sobre la pregunta que le hice a Juan, el taxista de Nayarit, suele recaer la verdad parcial de las teorías totalizantes, que le hacen un flaco favor a su realidad. En lo local se difumina continuamente lo público y lo privado, no cesa el intercambio entre “lo que es criminal” y “lo que no lo es”. La población vive y ejerce sus derechos en esas condiciones, bajo unas reglas del juego que les imponen esquemas perversos de connivencia entre poderosos.
Matan y desaparecen taxistas en los mosaicos que contiene este país así como matan y desaparecen a personas que tienen otros oficios —panaderos, taqueros, policías— o a niñas y mujeres. Un periódico de la zona, cuando en 2010 se descubrió el cadáver de un supuesto líder criminal de la región, junto con otros once cuerpos calcinados en un paraje de una carretera rural, advirtió lo que he querido decir en estas líneas: las reglas del juego pasarían de unas manos a otras: “Hoy quizá comience la leyenda del Pepino, personaje mencionado múltiples veces en voz baja por taxistas, meseros y por mucha gente común que lo respetaba y admiraba”. Comenzaría, entonces, la leyenda de otros personajes que, insisto, juegan con las mismas reglas y así continúa la violencia crónica en lo local.
Este texto es parte del proyecto “Narra Nayarit” implementado por Justicia Transicional en México y el Centro Guernica por la Justicia Internacional, cuyo director de operaciones, Michael Reed, revisó una versión de este escrito.
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