Nacidos para sudar: moléculas, glándulas y cerebro ante las olas de calor
Agustín B. Ávila Casanueva
Ilustraciones de Fernanda Jiménez
Tras el sudor hay millones de años de evolución, nuestras células intentan aclimatarse a toda velocidad y el cerebro solo busca cómo seguir funcionando. ¿Qué pasa en nuestro cuerpo con las altas temperaturas?, ¿cómo podemos protegerlo?
El hombre es el único animal que se sonroja.
O que necesita hacerlo.
Mark Twain
Cada vez me pasa con más frecuencia. Me quedo sentado frente a la computadora, o la mesa, simplemente teniendo calor. Completamente entregado —inadvertidamente y en contra de mi voluntad— a la experiencia de tener calor. Mi cabeza no da para más, el único pensamiento posible es “tengo calor”. No hay espacio para un “movámonos a un lugar más fresco”, ni un atisbo de “échate un vasito de agua”, o un cafecito caliente como dicta la sabiduría costeña. Simplemente quedo, durante varios minutos, anonadado por el calor. Ante un planeta cada vez más caluroso, ¿qué pasará con nuestros cuerpos y mentes conforme los grados Celsius se apilan? ¿De dónde vienen nuestras adaptaciones al calor?
El animal que mejor suda (o el que más necesita hacerlo)
Te sientas, tienes frente a ti el examen final de la materia que menos has entendido en toda tu vida. Intentas calmarte pero todo va en sentido contrario. Necesitas estar tranquilo, pero tu corazón late cual locomotora desbocada. Tus músculos se tensan, se hinchan y se alistan para salir corriendo y trepar las bardas y árboles que sean necesarios para escapar. Pero tú tienes que mantenerte sentado y en silencio. Dentro de todo el desastre, al menos hay una ventaja: el agarre que tienes sobre tu lápiz o pluma es inmejorable.
Ahora, no es que tu propia cabeza se ponga en contra tuya. Tu cerebro sí percibió el estrés y sí respondió de la mejor manera que encontró. El problema es que a esa parte del cerebro no se le ha avisado que el estrés no siempre implica ser perseguido por un depredador, que un rush de adrenalina no es la respuesta a todo, que algunas veces no es necesario salir corriendo, y que aunque el sudor en nuestras manos nos permite agarrarnos mejor de los árboles o las rocas —o tomas con más fuerza algún palo o lanza—, la mayoría de las veces solo nos hace sentir incómodos y más conscientes de nuestro nerviosismo.
Pero así es como empezamos a sudar. En realidad, no solo nosotros, sino todos los mamíferos: “Hace doscientos millones de años, los ancestros de los mamíferos desarrollaron garras sudorosas”, me explica el doctor Andrew Best del Colegio de Artes Liberales de Massachusetts, en Estados Unidos, quien estudia la evolución del sudor en humanos. “El sudor permitía que las garras tuvieran un mejor agarre”, continúa Andrew, pero el sudor no era una innovación por sí misma, “lo que cambió fueron las glándulas ecrinas (un tipo de sudoríparas) que surgieron en las palmas de las garras”.
Tenemos dos tipos de sudores. El sudor aceitoso, oloroso, lleno de proteínas, azúcares y amonia es secretado por las glándulas apocrinas, que se encuentran en las axilas, pechos, cara, perineo y cuero cabelludo. Sin embargo, esta sudoración está más relacionada con una función social y sexual —el generar un olor y liberar hormonas, a manera de una comunicación no verbal—, que con la función de reducir la temperatura. Mientras que el sudor de las glándulas ecrinas —que está compuesto principalmente por agua y sales—, se encarga de regular la temperatura. Pero hace doscientos millones de años, estás glándulas solamente estaban localizadas en las palmas de nuestras garras.
Andrew me explica que tomó bastante tiempo para que esas glándulas migraran dentro de nuestros cuerpos. “Hace cerca de 35 millones de años, con los ancestros de los monos catarrinos —los monos del viejo mundo, agrupación a la que pertenece nuestra especie— las glándulas ecrinas se empezaron a esparcir por todo su cuerpo. Probablemente con la función de regular la temperatura corporal, pero pudo haber habido otra causa que desconocemos”. Y es que estudiar la piel es complicado. Las glándulas no se convierten en fósiles y hay que buscar otras evidencias como los estudios comparativos de las distintas especies actuales para inferir el pasado.
“Hace entre uno y tres millones de años tuvimos una explosión de glándulas ecrinas […], los Australopithecus fueron probablemente los primeros sudadores”, doctor Andrew Best.
Continuando nuestro camino evolutivo, los grandes simios nos volvimos menos peludos. Los gorilas, chimpancés, bonobos, orangutanes y humanos tenemos un pelaje más bien ralo. Nosotros los humanos, además, cambiamos de tipo de pelo. En cantidad de folículos seguimos siendo bastante parecidos a un chimpancé, pero mucho de nuestro pelo es prácticamente microscópico. Nuestra sudoración empezó un poco antes de ese cambio.
“Hace entre uno y tres millones de años tuvimos una explosión de glándulas ecrinas”, me cuenta Andrew, “los Australopithecus fueron probablemente los primeros sudadores”. Las glándulas ecrinas que ya estaban por todo nuestro cuerpo, se multiplicaron y aumentaron su densidad. Actualmente tenemos hasta diez veces más glándulas ecrinas que cualquier otro primate, pero ¿para qué necesitábamos tanto sudor? Conforme nos mudamos a los pastizales de la sabana y empezamos a caminar en dos piernas, nos encontramos con un ambiente más cálido y una mayor exposición al sol. “Mantenernos activos durante el día tenía sus ventajas”, me cuenta Andrew, “la mayoría de los depredadores están dormidos, justamente, evitando el calor”. Así que, con este nuevo truco bajo la manga —bajo toda la piel, en realidad— podíamos buscar comida con mayor tranquilidad bajo el rayo del sol.
La sudoración es un método muy eficiente para enfriarse. Mientras algunos animales evitan por completo el calor, y otros jadean sin parar o buscan pasar sangre por zonas de gran intercambio de calor —como lo hacen los elefantes en sus orejas—, la sudoración es mucho más efectiva. Al liberar agua sobre la superficie caliente de nuestra piel, el agua absorbe el calor y se evapora, refrescándonos en el proceso. “Pero esto sólo funciona en climas secos, como en los que evolucionamos”, especifica Andrew, “en climas húmedos no funciona porque el agua no alcanza a evaporarse”. Por eso podemos resistir de mejor manera el desierto sonorense mientras estemos bien hidratados, pero nos sentimos jaiba hervida en los humedales de Tabasco.
Ahora, no todos sudamos igual. “Hay mucha variación sobre la cantidad de sudor que genera cada persona”, cuenta Andrew, “probablemente hay un componente genético”, pero hasta ahora no se ha descrito un mecanismo claro que explique la diferencia. Además, “también sudamos de manera diferente a lo largo del año […], cada nueva época de calor, después de un invierno, nuestro cuerpo vuelve a aprender a sudar, a regular su temperatura. Es por esto que la primera temporada de calor del año se siente con mayor fuerza: aún no logramos regular de manera precisa nuestra sudoración”.
También la sudoración tiene un límite. Perder agua y sales a cubetadas nos deshidrata rápidamente. Al perder agua “nuestra sangre se hace más densa y más salada, y esto hace que nuestro corazón trabaje con mayor esfuerzo” advierte Andrew, “sudar expone al cuerpo a bastante estrés”. Si no nos rehidratamos constantemente, sudar pasa muy rápidamente de ser una ventaja a volverse un riesgo bastante peligroso. Y en un planeta cada vez más caliente y con cada vez menos agua, el riesgo se incrementa. “Las diferencias genéticas poco van a importar en cuanto a la cantidad de sudor” concluye Andrew, “las diferencias socioeconómicas importarán mucho más: el acceso al agua, a lugares frescos, a una buena alimentación. Esas son variables que pesarán mucho más”. No todo lo podremos solucionar sudando.
Derretido y desdoblado: nuestras células se acaloran
Mientras más calor siento, peor me siento. Me refiero a que me acomodo de peor manera en una silla. La espalda apoyada en un solo punto, el cuello torcido, las rodillas desalineadas. Mis articulaciones se desacomodan buscando un poco de fresco en la incomodidad. Y a las proteínas les pasa algo parecido: lo que les permite cumplir su función es cómo se doblan, la forma que adoptan.
Nuestras proteínas son una concatenación de aminoácidos —cada cadena puede tener desde unos pocos hasta miles o incluso decenas de miles de aminoácidos puestos uno al lado del otro—. La cadena lineal de aminoácidos en sí es bastante fuerte, pero los enlaces que utiliza para mantener sus dobleces y su forma tridimensional son laxos, y el calor los mete en problemas.
A nivel molecular el calor —en realidad, la energía térmica—, se mide como qué tan rápido se mueven los átomos y moléculas. Es decir, un termómetro molecular en realidad sería un velocímetro. Y mientras más energía acumulan, entre más rápido se mueven sus átomos, es más complicado que las proteínas mantengan su forma y sus dobleces.
A las células, por su parte, no les gusta el desorden. Tienen muchas tareas que cumplir, y no es sencillo estar rompiendo azúcares, replicando el ADN, y prepararse para la división celular teniendo unas proteínas mal dobladas y que por lo tanto no están haciendo su trabajo, tiradas por ahí. Como todo, esta energía térmica afecta más a algunas proteínas que otras, pero su desdoblamiento y falta de función puede traer consecuencias lo suficientemente graves como para que las células recurran, en algunas ocasiones, a la muerte celular.
Pero tampoco seamos tan dramáticos. Antes de recurrir al harakiri, las células tienen otros trucos bajo la membrana. Al detectar que sus proteínas se están desdoblando, las células empiezan a construir un batallón de un nuevo tipo de proteínas, llamadas proteínas de choque térmico (heat shock proteins). Estas proteínas son chaperonas, es decir acompañan a las otras proteínas que están siendo afectadas por el calor y que se desdoblan ante la rapidez del clima. En realidad tienen una función más bien de paramédico, revisan a la proteína desdoblada, y la ayudan a recuperar su forma funcional para que pueda realizar su trabajo y la célula cumpla con sus funciones. Si el paramédico fracasa, se encarga entonces de coordinar la degradación de proteína desdoblada y derrotada para que sus aminoácidos se reutilicen para formar otras proteínas nuevas. Así, también, la célula evita acumular proteínas desdobladas (y derrotadas por el calor) por todo su citoplasma, y mantiene un equilibrio, una homeostasis, un orden que le permite continuar con vida.
Un cerebro abrasador
Si puedo agradecerle algo al calor es el recordatorio constante de que también soy un cuerpo. Para poder sentarme a escribir tengo muy claro que debo haber leído múltiples fuentes, entrevistar a un par de investigadoras o investigadores lo suficientemente amables como para regalarme un poco de su tiempo, y tener una idea más o menos clara de lo que quiero decir. Pero pocas veces pienso que debo estar hidratado, sentarme bien, y que si consigo caminar un poco ese día, las cosas salen mejor. Es decir, si además también tomo en cuenta a mi cuerpo. Y el calor hace inevitable el tomarlo en cuenta.
Haciendo un giro borgiano y recordando que “Dios mueve al jugador y este a la pieza”, pasa lo mismo con nuestros cerebros. Lo que habita dentro de nuestro cráneo no es sólo la mente y las memorias, el cerebro también tiene un cuerpo que es, precisamente, el cerebro mismo. Y también se acalora y deshidrata.
Ahora, ni el sudor, ni la sensación de calor inician en la piel. Como casi cualquier interpretación de nuestro mundo, todo empieza en el cerebro. “En el hipotálamo, para ser más precisos” me explica Santiago Pech, investigador del Instituto de Neurobiología de la UNAM.
El hipotálamo se encuentra más o menos al centro de nuestro cerebro. Y ahí llegan casi todas las señales sensoriales, incluyendo la del calor. Y también desde ahí, se liberan hormonas que llegan a la hipófisis —otra parte de nuestro cerebro— que a su vez envía otras hormonas al torrente sanguíneo que provocan la vasodilatación, que a su vez, genera la sudoración.
Pero nuestro cerebro también puede verse afectado por las altas temperaturas. De hecho, parte de las razones por las que mantuvimos el pelo en nuestra cabeza y no se perdió —o cambió como en el resto del cuerpo—, es para proteger al cerebro de un aumento de temperatura al exponernos directamente a la luz del sol. “Un cerebro con hipertermia, es decir a partir de los 37 o 38 grados Celsius, cambia su comportamiento”, me explica Santiago, “en la corteza frontal —la parte del cerebro que está más hacia el exterior y justo debajo de nuestra frente— se reduce la actividad de las ondas beta —las que normalmente presentamos cuando estamos despiertos y concentrados— y aumenta la actividad de las ondas alfa —las que normalmente presentamos justo antes o después del sueño—”. Santiago explica un poco más esta situación: “Es decir, tenemos un cerebro más relajado, aletargado, menos activo. No vamos a tener una buena respuesta a lo que nos sucede, vamos a reaccionar lento y con menor concentración».
“Un cerebro con hipertermia, es decir a partir de los 37 o 38 grados Celsius, cambia su comportamiento […]. Es decir, tenemos un cerebro más relajado, aletargado, menos activo», Santiago Pech, investigador.
Al igual que con el resto de nuestro cuerpo, la deshidratación también afecta al cerebro. “Nuestro cerebro no está acomodado nada más dentro de nuestro cráneo”, dice Santiago, “está flotando en el líquido cefalorraquídeo. Este líquido, además de ayudar a proteger el cerebro, también se encarga de llevarle nutrientes, eliminar desperdicios y de hidratarlo”. Y cuando nos deshidratamos, nuestro cerebro también lo hace. Pierde líquido y esto hace que “ciertas zonas se reduzcan o se expandan”, añade Santiago, como consecuencia “se disminuye la conectividad dentro del cerebro. Esto provoca una sobreestimulación, lo cual nos hace más sensibles a nuestro entorno”. Es decir, estar deshidratados y sufriendo el calor no solamente hace que estemos más lentos y torpes, también hace que nos estresemos más rápido y que estemos de mal humor o enojados; pero además, ¡hace que seamos más sensibles al mismo calor! Mientras más calor tengamos, más calor sentiremos. Si hay una malvada deidad del calor por ahí, debe andar muy oronda con este triunfo suyo.
La vida es sueño y el calor también mete su cuchara en la sopa de Morfeo. “Si nuestro cerebro está estresado por el calor” explica Santiago, “nuestro cerebro está hiperactivo” —torpe, pero muy activo en su torpeza—, “eso hace que sea más difícil conciliar el sueño. Si se logra vencer esta barrera y entramos a la parte onírica de nuestra vida, cual Freddy Krueger, el calor nos persigue en nuestros sueños. Pero estos no serán muy profundos, nos cuenta Santiago: “el sueño REM es más difícil de conseguir si nos encontramos deshidratados”. El sueño REM —cuyas siglas en inglés significan: sueño de movimientos oculares rápidos— nos permite mantener una buena memoria, reforzar nuestros aprendizajes del día y en general tener un mejor descanso.
Todo apunta a que tendremos un futuro más torpe, estresado, malhumorado y cansado. La mejor receta para prevenirlo es la hidratación. Sin embargo, esto no es una solución, además de que sería solamente individual y, en un futuro no muy lejano, sólo para quien pueda costearla. Tenemos que reaccionar para mitigar los efectos del cambio climático. Y si nuestros gobiernos no reaccionan, demandar que lo hagan, así como lo hicieron las mujeres mayores de Suiza.
Escribo esto desde Cuernavaca, la ciudad de la eterna primavera, con su clima envidiable que cada vez aguanto menos. En sus crónicas de viajes, Manuel Gutiérrez Nájera, quejándose del calor de mi ciudad, escribió: “¿Por qué has creado el infierno, Dios mío? ¿No habías creado Cuernavaca?”. Consciente de su exageración, añade que “Bien sé que puede sudarse más en otras partes”, pero el remate es prodigioso e impecable: “Pero mi carne es flaca y yo no quiero enflaquecerla más. Para mis pecados pobretones y vulgares, un infierno como Cuernavaca basta”. ¡Basta de calor!
AGUSTÍN B. ÁVILA CASANUEVA es egresado de la Lic. en Ciencias Genómicas. Como miembro del colectivo Ciencia Beat fue ganador del Premio Nacional de Periodismo 2018 en la categoría de Divulgación de la Ciencia y Difusión de la Cultura con el reportaje en formato podcast: «El fandango de la identidad afromexicana». En 2020 fue ganador de la beca Robert L. Breen para periodistas mexicanos del programa Under the Volcano. Ha publicado en medios como Tec Review, Chilango, Nexos, La Revista de la Universidad, Gatopardo, Botany ONE, y Este País.
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