El agua o la vida: otra guerra ha comenzado en México

El agua o la vida: otra guerra ha comenzado en México

Hace años se temía que las guerras venideras fueran por el agua: ese futuro ya nos alcanzó. Hoy, en México, hay 916 batallas por este recurso. Presentamos aquí un fragmento del libro El agua o la vida: otra guerra ha comenzado en México, de Jesús Lemus, publicado por Grijalbo.

Tiempo de lectura: 26 minutos

La historia de Nautla

Antes de comenzar esta investigación conocí a Nautla. Una niña guatemalteca que murió de sed. La conocí en uno de esos viajes que a veces nos regala el periodismo, llevándonos a los lugares más apartados e inimaginados, siempre con la promesa de tener una historia que contar. Ella vivía en la comunidad de La Laguna, a 175 kilómetros del municipio de Sayaxché, en el departamento de Petén, casi en los límites de Guatemala con México.

Llegué al pequeño pueblo de Sayaxché con la intención de continuar la investigación de la devastación minera que en Guatemala no es distinta a la que se vive en México. Mi intención era publicar un trabajo sobre el conflicto minero en Centroamérica, como continuación de México a cielo abierto (Grijalbo, 2018). No tenía ni la menor idea de que lo que ahí encontraría cambiaría la ruta de mi investigación.

Me hospedé en el hotel San Francisco, en espera de encontrarme con el contacto que había ofrecido guiarme para ubicar los sitios de reserva minera que los gobiernos de Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá han ofertado a las trasnacionales. Pablo tardaría en llegar dos días, pues, me explicó por teléfono, estaba participando en un foro contra la minería en la zona de Cobán.

Desesperado como soy, y sabiendo que en el periodismo no se puede perder un solo día, no me resigné a la contemplación del paisaje, pese a que era un sacrilegio rechazar la invitación a la deliciosa vista de los cerros teñidos de múltiples tonos verdes y azules. Decidí comenzar por mi cuenta el recorrido.

Mochila al hombro, me dirigí a la zona norte de Guatemala, era el 16 de julio y lo supe porque así lo anunciaban los cohetones que decenas de fieles tronaban al aire para celebrar el día de la Virgen del Carmen. Abordé una camioneta de redilas, que por sólo tres quetzales ofreció llevarme a la localidad de San Andrés, a la orilla del Lago Petén, donde ya se gestaba un movimiento en defensa del lago.

Sentado en los tablones de la camioneta convertida en transporte público, escuché a dos hombres que frente a mí hablaban casi en secreto de lo que hasta ese momento era un tema que no conocía: “la pobre gente de La Laguna”, que les había “caído la policía”, que habían dejado “casi medio muerto” a uno de los coordinadores, y que “la gente ya se estaba saliendo del lugar”.

No lo pude evitar. Con el mayor de los sigilos, escogiendo las palabras para no causar recelos, pregunté qué había pasado. El más joven de ellos, de apenas unos 30 años de edad, me dijo que a los pobladores de La Laguna los estaban obligando a dejar su comunidad, porque las tierras, que habían sido de ellos desde siempre, las pretendía ocupar el gobierno de Guatemala para construir hoteles.

La intuición, o la terquedad, me hizo preguntar cómo llegar a La Laguna desde San Andrés. Me explicaron que no había transporte público, que la única forma era caminando o rentando una mula en el poblado de Sacpuy. Después de pasar la noche en un cobertizo de la policía de Sacpuy, me decidí por la primera opción.

Luego de 12 horas de camino, a paso lento, cruzando sembradíos y áreas espesas de selva, se abrió ante mis ojos, casi a las cuatro de la tarde, un verdadero paraíso: un puño de casas de madera mal acomodadas, que exhalaban humo por todas las rendijas; una laguna verde que acariciaba el viento; una manada de perros, y unos niños que jugaban al balón, y que detuvieron el juego para verme, me dieron la bienvenida.

Me preguntaron si yo era el padre que les daría la comunión al día siguiente. Sólo sonreí ante su inocencia. Aún no terminaba de quitarme el sombrero para limpiar el sudor que me corría en la frente cuando tres hombres salieron a mi encuentro. Con la naturalidad del que no deja de ser niño a pesar de las responsabilidades de adulto, uno de ellos me tendió la mano, y sin saber mis intenciones me abrazó. Otro insistió en cargar mi mochila, y el tercero simplemente puso su mano en mi pecho, como tocándome el corazón.

No los decepcioné cuando les dije que yo no era el sacerdote. Sentí que se liberaron de una carga cuando les expliqué que solamente era un periodista, y que me había llevado hasta ese lugar la necesidad de conocer las razones por las que la comunidad estaba siendo desplazada. Mario, el que tocó mi pecho, el mayor de los tres, todavía no sé por qué, pero me agradeció.

Me llevaron a la casa del Patriarca. En el trayecto de no más de 200 metros, José, el que intentó vanamente cargar mi mochila, me explicó la desgracia de la comunidad: el gobierno quiere entregar en concesión la Laguna Larga y toda la tierra que la rodea a empresas internacionales que pretenden hacer un centro turístico. Y las más de 200 familias que viven ahí les estorban.

El Patriarca, José Chacón, me recibió en la puerta de su casa. Su minúscula figura y sus pequeños ojos negros eran el principal contrasentido del liderazgo que mantenía en la comunidad; con sólo un movimiento de cabeza hizo que mis acompañantes se retiraran a más de dos metros de distancia. Me invitó a pasar. Me ofreció un banco de madera y nos sentamos a una mesa metálica con el letrero de Coca-Cola al centro.

La plática fue larga. Hablamos de la problemática del despojo, de las familias que ya habían abandonado la comunidad, de la falta de atención médica, de la necesidad de conservar el suelo y el agua. De lo único que no hablamos fue de la pobreza lacerante, porque esa no necesitaba mayor explicación. Cuando menos acordamos una de las hijas de José Chacón ya estaba sirviendo tortillas y frijoles para la cena.

El Patriarca me ofreció quedarme en su casa, para que al día siguiente pudiera hablar con otras familias, como se lo solicité inicialmente. Me brindó un rincón en aquel espacio no mayor de 30 m2 donde habitaban silenciosamente, además de su mujer y sus dos hijas, dos camas, un ropero, la mesa y el fogón. Con los cartones de dos cajas de pañales, de donde vació ropa y algunos trastos de cocina, me preparó una cama, que fue mi espacio de reflexión y redacción durante los siguientes 15 días.

En la comunidad de la Laguna Larga amanecía distinto a cualquier otra parte de los suelos en donde he dormido: desde las cinco de la mañana se escuchaba el trajinar de los hombres que se iban a la labor, un viejo molino que machacaba el aire como un tren que se despide lentamente llamaba a las mujeres a moler el nixtamal para las tortillas del día. Los techos de láminas de cartón se desperezaban con los primeros rayos del sol que se reflejaban en la laguna, y el viento llegaba siempre cargado con la humedad de la selva.

Era un pedazo de paraíso en la tierra, aunque las familias que lo habitaban vivían un infierno a causa del hostigamiento oficial para desplazarlos. Yo simplemente era un perro callejero que apenas le abrían la puerta salía a husmear entre la maraña de calles mal trazadas y casas con paredes de madera, que detrás de sus rendijas siempre escondían unos ojos delatados por la risita y el cuchicheo de observar el paso de un extraño.

Así llegué a la casa de la niña “que trajeron enferma de la mina”. Ella vino de San Miguel Ixtahuacán, donde opera la mina de oro San Martín, propiedad de Montana Exploradora de Guatemala, que según lo reconoce el Ministerio de Energía y Minas de Guatemala, en su Anuario Estadístico Minero 2016 es filial de la canadiense Goldcorp Inc. Sus padres decidieron ir a La Laguna porque el doctor les dijo que a la pequeña le hacía daño el agua que corría por San Miguel. Por eso ocuparon un terreno de los abuelos maternos, donde levantaron una pequeña casa de madera.

Nautla estaba sentada en una silla al sol. Escondía las manos entre sus rodillas. Con su mirada escudriñaba durante horas el silencio de la calle. Cuando el sol le comenzaba a quemar la cabeza, ella misma, con dificultad, recorría su silla hacia la sombra del tejabán, para seguir con su labor contemplativa. A veces hablaba con su perro, el Pinto, que se había convertido en su guardián desde hacía más de cinco años.

El encuentro no fue fortuito: salí a buscarla luego de dos noches de plática con José Chacón, quien me contó su historia y cómo los médicos ya la habían desahuciado. Cuando la vi, ella ya me había visto. Iba subiendo la calle revisando las casas para encontrar aquella que tenía tejabán y dos morillos que soportaban una hamaca, cuando a lo lejos sentí su mirada. La reconocí por las señas que me dio el Patriarca.

Tenía 13 años. Su cara redonda la adornaban dos trenzas largas y negras que le bajaban hasta los codos. Lo moreno de su piel parecía que poco a poco la abandonaba para tornarse cada vez más amarillo. De las manos ya se le habían desprendido casi todas las uñas, sólo le quedaban las de los dedos anular derecho y medio izquierdo, que todavía tenían rastros de un esmalte viejo entre nácar y rosado.

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—¿Tú eres Nautla? —le pregunté, mientras me acercaba sigiloso.

Ella simplemente sonrió. Sus ojos brillosos y castaños eran lo único de su cuerpo que parecía no estar enfermo. A pesar del padecimiento, sumente estaba lúcida, era lo único que no se le había enfermado, me dijo después.

—Sí —respondió acompañando la afirmativa con un movimiento ligero de cabeza, sin quitar la mirada de mis botas polvorientas, al tiempo que también me cuestionó:

—¿Tú vienes de la mina?

—No, soy periodista y vengo a conocerte. Quiero platicar contigo.

—¿Para qué? —me interrumpió—. ¿Voy a salir en la tele? —preguntó entre alegre y sarcástica.

—No —le respondí temiendo decepcionarla—. Yo solamente escribo, y quiero contar tu historia.

Intenté acercarme a ella al momento que le tendí la mano para saludarla, pero el Pinto me peló los dientes y se puso a la defensiva. Nautla lo aquietó con un shhh que hizo que el perro se volviera a echar a sus pies.

—Es muy nervioso —me explicó—, y no puedo saludarte porque mis manos me duelen —dijo al tiempo que me mostraba sus dedos sangrados y descarnados desde la raíz de las uñas.

—¿Cuánto tiempo llevas enferma?

—Ya voy a cumplir un año. En agosto cumplo un año de que me llevaron por primera vez al hospital.

—¿Sabes de que estás enferma?

—Sí, de la sangre. Tomé agua envenenada del pozo y eso fue lo que me enfermó.

La plática fue interrumpida por Rosalía, la madre de Nautla, que al escuchar las voces en la entrada de su casa salió para ver con quién hablaba su hija. La saludé y me presenté. La natural sencillez de esta gente volvió a salir a flote: sacó dos sillas y los tres nos movimos al cobertizo para refugiarnos del sol que ya comenzaba a calar. Nautla no quiso que le ayudaran con su silla.

—Yo puedo. Todavía puedo moverme —refunfuño mientras empujaba con las rodillas la silla que trastocó dos veces en el disparejo piso de tierra.

La alegría y amabilidad de Rosalía se volvió tristeza. Sin dejar ver cómo le escurrían las lágrimas, contó cómo a causa de la contaminación de la mina San Martín, la mayoría de los pozos de agua en San Miguel Ixtahuacán habían quedado inservibles para el uso de la gente; muchos niños comenzaron a enfermar, y familias completas tuvieron que irse para ponerse a salvo del agua envenenada.

—Nautla está enferma de saturnismo —dijo Rosalía al tiempo que apagaba sus sollozos—. Dijo el doctor que se está envenenando con el plomo y el cianuro que salen de la mina. Por eso nos venimos para acá, con mis papás, donde el agua está limpia, para ver si eso le ayuda a componerse.

Nautla no dijo nada. Sólo puso la mano sobre la cabeza de su madre, como para darle algo de resignación, al tiempo que le mesaba los cabellos. Las dos lloraron abrazadas durante interminables minutos, mientras el Pinto y yo nos mirábamos con desconcierto.

Cuando cesó el llanto, Nautla anticipó su destino:

—Me voy a morir pronto —dijo mirándome con los ojos inundados—. Tú debes escribir esto para que no sigan muriendo más niños por la contaminación del agua.

La encomienda la sentí como la más grande carga que en mis más de treinta años de periodismo ningún entrevistado me haya hecho. Luego hablamos de otras cosas, como para destensar la tristeza. El Pinto fue el objeto de nuestra plática. El animal sabía que hablábamos de él. Paró las orejas y se acercó a Nautla para que le sobara el lomo. Ella platicó, sin quitarle la vista, cómo llegó a su casa un día de lluvia y cómo desde entonces se quedó y formó parte de la familia.

La tarde nos encontró hablando del Pinto, la mina, la vida en La Laguna, del arrebato del agua y el territorio que han hecho algunas mineras en la zona oriente y norte de Guatemala, y de cómo la gente ha tenido que encarar con protestas la explotación contaminante del suelo, hasta que Nautla dijo que se sentía cansada y quería dormir.

Rosalía no dejó que Nautla se fuera a la cama sin que se tomara el caldo de gallina que le había preparado. Ella puso una condición: me pidió que la acompañara a comer y que le contara cómo era México. Que le contara cómo eran el mar y la Ciudad de México. Que le hablara de los charros. Que le contara quién era yo y le hablara del trabajo de los periodistas.

Tras la comida, se recostó en su cama. Su madre la acomodó cuidadosamente y la arropó. Antes de cerrar los ojos pidió que le contara cómo viven los niños en México; le expliqué que en muchas regiones de mi país las condiciones de vida de los niños no son distintas a las que viven los de Guatemala, que también los lacera la pobreza, la contaminación, la escasez de agua y sobre todo la violencia.

Le conté historias de valor entre los niños que he encontrado a lo largo de mi trabajo periodístico por todo el país, le hablé de los niños enfermos por las minas en Sonora, de los niños con hambre en Chihuahua, de los niños de la calle en la Ciudad de México, de los niños presos en Tamaulipas, y de los niños autodefensas de Michoacán y Guerrero, todo con matices de valentía para no hacer más negro el ya de por sí oscuro panorama que ella misma tenía frente a su vida.

Cuando Nautla se quedó dormida ya había caído la noche. Mientras Rosalía y el Pinto me miraban desde el otro extremo de la casa, me levanté de los pies de la cama y caminé despacio hacia la puerta. Con un ademán de silencio me despedí con la promesa de regresar al día siguiente para seguir platicando con Nautla.

Esa noche, en la posada que me brindó José Chacón, tendido sobre los cartones que tenía como cama, no pude dormir. No sólo eran los ojos inundados de Nautla y su triste historia lo que me apachurraba el corazón, también era mi papel de periodista, que en aquella situación no podía hacer nada. Me laceró el cuestionamiento moral de saber si sólo con la denuncia de un hecho se podría cambiar la realidad, y si era válido éticamente mi involucramiento personal con la protagonista de esta historia.

José Chacón sintió mi desconcierto. Sentado en su cama, mientras yo daba vueltas para tratar de dormir, me habló quedito para no despertar a su mujer y sus dos hijas:

—Periodista, levántate —me dijo mientras se ponía la camisa y se amarraba los huaraches—. Ven, vamos para afuera.

Apenas cerró la puerta, nos sentamos en el suelo. Con unos pedazos de leña hizo una pequeña fogata y sacó de entre sus ropas una botella de aguardiente. La destapó y me dio a beber. Luego él hizo lo mismo. Sin mirarme, con los ojos clavados en las llamas que entibiaban el ambiente, me preguntó:

—¿Qué es lo que no te deja dormir?

—Estoy pensando en la historia de la niña enferma que llegó de San Miguel. Pienso que una vida así no debe terminar tan pronto. Que es injusto lo que están viviendo las gentes de San Miguel, por la contaminación del agua.

—Lo que estamos viviendo los pueblos indios de Guatemala es una injusticia. Tenemos todo para ser felices y no lo somos, porque el gobierno nos quiere dejar sin nada. Si nos quitan el suelo y el agua, nos quitan también la vida. Ya lo estamos viendo, nos quieren matar de sed, por eso están envenenando el agua.

No sé cuánto duró la plática sobre el arrebato del agua y el suelo, pero fue lo suficiente para tomarnos aquella botella de tres cuartos de Quezalteca Especial, con la que José Chacón terminó llorando por la desgracia de los niños enfermos de la zona de San Miguel. Se lamentaba sobre todo por Nautla, quien llegó para unir a todos, dijo, en la lucha por la defensa de La Laguna, porque antes había división, pero al conocerse su caso, ningún vecino quiere para sus hijos una enfermedad así.

Al día siguiente, apenas el molino del pueblo comenzaba a dar sus primeros alaridos de alegría por la molienda, me dirigí a la casa de Nautla. Todavía estaba oscuro cuando crucé las cuatro calles que había desde la casa de José Chacón. El Pinto me recibió con dos ladridos que hicieron que saliera Carlos, el padre de Nautla. Él no rompió el patrón de sencillez y amabilidad. No hubo necesidad de presentación, porque Rosalía ya le había dicho que un periodista las había visitado.

Nautla ya estaba despierta, aunque seguía recostada. Carlos me sentó a la mesa y tomamos café. Le expliqué lo que intentaba hacer con mi trabajo periodístico, y agradeció que pudiera denunciar el despojó del que eran víctimas los pueblos indios de Guatemala. Lloró en silencio cuando dijo que lo único que tenía, su hija, lo iba a perder por culpa de la minera. Yo me acordé de mi hija y no quise ni por asomo estar en la misma posición que Carlos.

Nautla se levantó con la ayuda de su madre y también se sentó a la mesa. Sus trenzas estaban enmarañadas, pero su sonrisa era la misma. Sus ojos brillaban más a la luz de la vela, y el amarillo de su rostro era más intenso. Con dificultad tomó el pocillo donde Rosalía le había servido un té de canela y apenas lo probó con dos sorbos.

—Mira —me mostró con inocencia su mano izquierda—, ya se me cayó la otra uña.

Rosalía dejó de peinarle el cabello y fue a la cama de Nautla. Sacudió las cobijas y comenzó a pasar la mano sobre la sábana, hasta que en la penumbra dio con la uña desprendida. La tomó amorosamente y se salió al patio.

—La va a enterrar —me explicó Carlos, al ver que la seguía con curiosidad—. Ha enterrado las nueve uñas que se le han caído a mi niña, porque es una forma de aquietar a la tierra, para que no pida el cuerpo de Nautla.

Nautla, con inocencia, simplemente sonrió. Después, Carlos apuró el café y lo bebió de dos tragos. Se alistó para la labor. Le pidió a Rosalía la bendición, como se la ha pedido los últimos 14 años que llevan de matrimonio, antes de irse a trabajar.

—Ya vamos a levantar el frijol —dijo mientras Rosalía lo persignaba—, y siempre necesitamos la ayuda de diosito.

Carlos puso su mano en mi hombro derecho y salió apuradamente, como si el frijol se fuera a ir antes de que él llegara. Rosalía lo acompañó hasta la puerta; desde el quicio todavía trazó una serie de cruces en el aire, en espera de verlo de regreso en la noche.

Nautla me sacó de mi abstracción.

—Cuéntame de los niños autodefensas de Michoacán.

Antes de contarle la historia del Niño de la guerra, metí la mano en mi mochila y saqué dos paquetes de galletas y un sobre de chocolates confitados —de los que siempre cargo en mis viajes—. Su alegría me desgarró. No recordaba cuándo fue la última vez que se comió un chocolate, me confesó. Platicamos mucho. Sólo nos interrumpió la salida del sol, que fue cuando Nautla quiso que le ayudara con la silla para sentarse afuera de la casa, donde la conocí.

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Ilustración de Mara Hernández.

El sol nos estuvo recorriendo a la sombra del tejabán. Ella estaba abstraída en las historias de los niños mexicanos que le contaba. Sólo me interrumpía para preguntar detalles de la narración. A veces abría sus ojos de asombro. A veces acercaba más su cara, como para escucharme mejor. Otras simplemente perdía la mirada en el largo de la calle, imaginando sólo Dios sabe qué.

Entre la plática, donde nos turnábamos nuestras historias, nos sorprendió la tarde, y luego la noche, y luego el día siguiente, y el otro, y otro más, hasta que sin querer fueron 15 días de una familiaridad no programada. En ese tiempo la salud de Nautla fue en detrimento: perdió la última uña que le quedaba en la mano derecha. Cada vez le fue más difícil comer. Dejó de beber agua, y no se volvió a levantar de su cama.

La última plática que tuvimos fue un 31 de julio. Ella murió en la madrugada del día siguiente. Con esfuerzo me dijo su dolor por saber que iba a morir. No quería dejar de ver las montañas ni lo verde de la laguna. Dijo que iba a extrañar mucho a sus papitos. Que le dolía verlos llorar por ella. Que le hubiera gustado crecer sana, tener hijos y ser maestra de una escuela. Que también quería ser doctora para defender a los pueblos indígenas y los niños enfermos.

No quería que el mundo se acabara, dijo Nautla en su lecho de muerte. No quería que los animales se murieran por no tener dónde dormir sin bosques ni selvas, ni agua para beber. Dijo que la tierra, por culpa de las minas, estaba enferma, y que era como ella, que se estaba muriendo, porque los hombres simplemente no habían sabido convivir con ésta.

También dijo que Dios había hecho los bosques para que nos dieran alimentos. Que si los cortábamos, era como si nosotros mismos nos cortáramos los brazos y las piernas:

—No sabríamos qué hacer. No nos podríamos mover. Y terminaríamos muertos, muy rápido.

De la laguna dijo que le daba mucha tristeza, porque su agua ya no serviría para regar las plantas y los cultivos, y que también se iba a morir si alrededor de ella construían los hoteles, que pretende el gobierno de Guatemala.

—El agua es para mover a la gente, a la naturaleza, no es para las minas ni para las fábricas, ellas no nos dan oxígeno ni son parte de nosotros.

Luego se quedó dormida. Rosalía, con el llanto en los ojos, le mojaba los labios resecos con un algodón que sumergía en un pocillo de agua con una cucharada de azúcar y media de sal. Su respiración era agitada.

Abrió los ojos. Sin borrar su sonrisa, le dijo a su mamá que tenía mucho frío y mucho sueño. Me despedí en silencio de Carlos y Rosalía, con la promesa de regresar al día siguiente, en espera de verla mejor.

Estaba recostado y entre despierto, cuando a las 3:45 de la mañana tocaron a la puerta de la casa de José Chacón. Era Carlos que llamaba desde la calle al Patriarca. No era usual que el Patriarca fuera despertado a deshoras, eso ocurría sólo en casos de extrema urgencia, como de enfermedad grave o de la muerte de alguno de los pobladores.

Escuché el llanto de Carlos y algunos susurros de José Chacón. Deduje de inmediato la tragedia. José Chacón entró en la casa, se puso una chamarra, y aun cuando sus hijas, su esposa y yo estábamos a la expectativa, dijo sin decirle a nadie:

—Se murió la niña.

No puedo negar que la noticia me dolió. José Chacón salió para hacer los arreglos oficiales para el funeral de Nautla. Yo simplemente arreglé mi mochila. Deshojé de mi cuaderno de apuntes el texto que le había comenzado a preparar a Nautla esa misma noche, donde le explicaba el origen náhuatl de su nombre. Me despedí de las tres mujeres de Chacón y salí de la comunidad de La Laguna sigilosamente como había llegado. No tuve el valor de ver a Nautla muerta, ni a sus padres desgarrados por el dolor. La lloré a mi modo, mientras desandaba el camino a Sacpuy.

Por eso cuando mi editor Juan Carlos Ortega me propuso esta investigación, y comencé un nuevo recorrido por todo México para ubicar los 906 puntos de conflicto que existen entre las comunidades a las que grandes trasnacionales y empresas nacionales les han arrebatado el agua y el territorio, no pude dejar de pensar a cada momento en Nautla, cuyos ojos y cuya historia de vida me siguieron y motivaron durante este trabajo.

***

El Estado sumiso

En México prevalece un modelo de gestión excluyente e insostenible que favorece a los negocios muy particulares.

Léo Heller, relator especial de Naciones Unidas

Motivado por la historia de Nautla, al término de mi recorrido por el país, llegué a la conclusión de que lo que pareciera sacado de la ciencia ficción ya es una realidad en México: comenzó la guerra por el agua. En una dispareja disputa, los grupos empresariales, de la mano de la autoridad federal, han comenzado a arrebatar el vital líquido a comunidades enteras. Lo hacen con letalidad. Están dejando yerta la tierra y devasta dos los pueblos y no hay nada que los detenga. ¿La ley? Está de su lado.

La pelea es desigual. Mientras los grandes corporativos cuentan con los recursos económicos y humanos, y han sido dotados en las recientes administraciones federales de un marco jurídico que les garantiza la apropiación de toda el agua que consideren necesaria para su operación, la población, principalmente grupos indígenas, no tienen otra cosa a su alcance que la protesta y la lucha social.

En este desigual encuentro prevalecen dos gritos de guerra: uno emanado del corazón de los pueblos originarios que reclama sobrevivencia, y el otro, el de las trasnacionales, que exige despojo. Bajo el cañón del dinero, las corporaciones parecen reclamar a los pueblos “el agua o la vida”, en una variante de asalto que terminará por aniquilarlos de cualquier forma.

La lucha social, el grito de sobrevivencia, podría parecer estéril, no por la naturaleza del reclamo, sino por la nula resonancia que tienen las denuncias en las esferas de gobierno y en la opinión pública.

La prensa también es cómplice del despojo de recursos. En 2017 y hasta enero de 2019 sólo algunos medios de comunicación, sobre todo locales, registraron un total de 573 manifestaciones públicas colectivas de comunidades que denunciaron el robo del agua y el territorio. En ningún caso el gobierno federal atendió puntualmente el reclamo. La denuncia, insistente, sigue siendo invisible. La mayoría de los grandes medios, hipnotizados por el masticado discurso del desarrollo generador de bienestar social, le prestan poca atención a la voz de los que no tienen voz.

Nadie escucha a las comunidades que corren el riesgo de morir de sed. A las grandes trasnacionales les basta una buena relación con las élites federales para decidir cuál y cuánta agua necesitan, para que se les entregue en usufructo, a costa de lo que sea.

La corrupción política, el Estado al servicio del capital, la deshonestidad empresarial y la relación de miembros del crimen organizado con la industria es lo que hace suponer que el futuro nos ha alcanzado: el agua, lo más elemental para la vida, la que la naturaleza otorga a borbotones, se ha convertido en una mercancía que resulta tan cara como el oro.

No sólo son los pueblos originarios los que están siendo despojados del vital líquido, el problema atañe también a grandes concentraciones urbanas en toda la geografía nacional, donde la amenaza se cierne bajo el principio de la privatización de los mantos acuíferos y el uso desproporcional del agua disponible.

Actualmente en nuestro país existen 906 puntos geográficos donde se han desencadenado graves conflictos entre pobladores e industrias. La disputa central es por la propiedad del agua, a veces de la mano con la propiedad del territorio. El Estado casi siempre está del lado de las empresas, al sostener una legislación que privilegia el uso industrial del líquido, antes que el abasto humano.

El estado de convulsión social por la crisis del agua, que se vive casi en silencio ante la falta de cobertura mediática, afecta a casi una cuarta parte de la población mexicana, y podría impactar a más de la mitad, de continuar los actuales planes de otorgamiento del agua para fines industriales.

Esta situación no es fortuita, es el resultado de la corrupción de la clase gobernante que en los últimos 12 años, durante las administraciones de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, gestó y puso en marcha un marco jurídico encaminado a favorecer a las grandes trasnacionales que han puesto sus ojos en el territorio mexicano.

El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y la insistente postura del gobierno mexicano de sostenerlo a costa de lo que sea es uno de los mejores motivos que los promotores del uso desmedido y la privatización del agua han encontrado para seguir arrebatándole ese recurso a la población en su conjunto.

El despojo del agua es también alentado por la corrupción empresarial, que en los últimos años ha ido al alza y ha permitido que muchas compañías consoliden su expansión. Sólo en 2016 la práctica de la corrupción y el soborno empresarial creció en nuestro país 18% en relación con el año anterior.1

México se ubica en segundo lugar, sólo después de Rusia, en la lista de países donde las empresas realizan pagos extraoficiales para obtener beneficios del gobierno.2 Las prácticas más comunes son el uso de relaciones personales o familiares para conseguir contratos públicos, los sobornos a políticos de alto nivel o a partidos políticos, y los sobornos a funcionarios de nivel inferior para acelerar trámites.

Sólo en ese contexto se puede entender cómo durante los últimos años el agua de uso común ha pasado a manos de las empresas privadas para favorecer su actividad. En un sondeo propio con 110 posesionarios de agua en 18 estados del país, descubrí que la corrupción está presente en trámites como la perforación de pozos y la obtención de concesiones de uso de agua. El 47% de los entrevistados aseguró haber realizado pagos extraoficiales para agilizar los trámites u obtener el permiso de uso de agua para fines industriales, agrícolas y ganaderos. El 24% hizo pagos directos a funcionarios federales, 18% pagó cuotas a funcionarios municipales, 4% pagó a miembros del crimen organizado, en tanto que 14% pagó “asesores particulares” para llevar el trámite.

Aun cuando la Ley Federal de Derechos Aplicable en Materia de Aguas Nacionales establece que por cada título de asignación o concesión para explotar, usar o aprovechar aguas nacionales se hace un pago de 2 mil 535 pesos, los concesionarios entrevistados para este trabajo que pagaron para agilizar sus trámites gastaron de 7 a 12 veces más que lo establecido, contribuyendo así a la corrupción del sistema.

La corrupción a gran escala es la más preocupante, ya que afecta de forma incisiva sectores elementales como salud, educación e infraestructura.3 Desde luego, los altos niveles de corrupción empresarial no serían posibles si las élites del gobierno mexicano no fueran partícipes del proceso. Tan sólo durante 2017 las empresas mexicanas mostraron un incremento de 2%, respecto al año anterior, en la cantidad de acciones relacionadas con el fraude, el soborno y la corrupción, las cuales involucraron en su mayoría a funcionarios y dependencias del gobierno federal.

A escala mundial, en una proporción casi general, el agua se destina en 26% al uso industrial, 14% al uso agrícola y 60% al uso doméstico. Sin embargo, en nuestro país esos valores cambian drásticamente: 34% se destina al uso industrial, 32% al uso agrícola y solamente 34% al uso doméstico.

En términos generales, los núcleos poblacionales en México utilizan casi la mitad del agua de la que disponen otras localidades parecidas en el resto del mundo. Aun así, la legislación federal vigente y la política de desarrollo económico propuesta por la administración de Peña Nieto empujaron a un mayor despojo: en los próximos cinco años, de no revertirse dicha legislación durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, los núcleos poblacionales en México podrían llegar a utilizar menos de 20% del agua disponible en nuestro país.

Esta situación ha generado 906 conflictos sociales en el país. Al menos en la mitad de ellos se ha desatado la violencia con saldos desfavorables para los defensores del agua, quienes han pagado con pérdidas humanas, secuestros, extorsiones, amenazas, desapariciones, encarcelamiento y persecución judicial.

El modelo de despojo: crimen, política y explotación

En este panorama se ha detectado cómo diversos grupos criminales, muchos de ellos asociados al tráfico de drogas ilegales, han visto la posibilidad de vender sus servicios delictivos a los grandes corporativos empresariales, para disuadir los movimientos sociales por medio de la persecución de activistas de la defensa del agua.

La presencia criminal en los conflictos por el agua se ha detectado en todo el territorio nacional, pero con mayor frecuencia en Sonora, Michoacán, Puebla, Veracruz, Estado de México y Zacatecas, los estados donde se extrae la mitad del agua que utilizan las empresas asentadas en el país.

El modelo de despojo en México no es una mera suposición, es un hecho reconocido por 101 organizaciones civiles, comunidades y colectivos. Así se lo hicieron saber a la ONU en el “Informe Sobre Violaciones a los Derechos Humanos al Agua Potable y al Saneamiento en México 2017”, donde se asienta que “en México prevalece un modelo de gestión excluyente e insostenible que favorece a los negocios muy particulares”. Este documento se entregó al relator especial sobre los derechos humanos al agua potable y el saneamiento, Léo Heller, en ocasión de su visita a nuestro país en mayo de 2017.

En el recorrido que hacen estas organizaciones a lo largo del territorio nacional en una investigación documental de diez años, se detallan “las distintas estrategias que el Estado mexicano ha implementado para impulsar políticas públicas que buscan la privatización del líquido, que en lugar de buscar la reducción de la desigualdad de su acceso, privilegia a empresas vinculadas a la industria extractiva y de megaproyectos”.

En el informe se revela que las industrias de desarrollo han despojado a comunidades enteras de su derecho al líquido, un proceso que se recrudeció a partir de la reforma energética que promovió el gobierno de Peña Nieto desde 2013. Esta reforma establece que las actividades de exploración y explotación del subsuelo de las empresas mineras y de extracción de hidrocarburos tienen “preferencia sobre cualquier otra que implique el aprovechamiento de la superficie y del subsuelo de los terrenos afectos a aquéllas”.4

Con esa motivación legal, ya son miles las empresas del sector primario, tanto subsidiarias de las estatales Comisión Federal de Electricidad (CFE) y Petróleos Mexicanos (Pemex) como privadas nacionales y trasnacionales, que se han posesionado del agua, dejando en segundo plano el suministro a otras actividades consideradas como minoritarias.

Tan sólo al cierre de 2018 se registró una insostenible desproporción de uso del vital líquido para fines industriales frente a los de uso doméstico. En el ámbito minero, por ejemplo, una planta de mediana proporción utiliza en un solo día el agua que sería suficiente para el sostenimiento de una población de 60 mil habitantes durante un año. No es de extrañar que los conflictos sociales se acentúen en aquellas entidades con vocación minera, como Chihuahua, Coahuila, Colima, Durango, Michoacán, Nuevo León, Sonora, Veracruz y Zacatecas, donde se concentra casi 75% de los problemas de disputa del agua y la delincuencia organizada defiende los intereses de los corporativos.

La lucha por el agua ha costado sangre y libertad a los defensores de derechos ambientales. En los últimos cinco años han sido asesinadas 122 personas al frente de movimientos de defensa del agua, otras 139 han sido encarceladas, 163 cuentan con orden de aprehensión por delitos fabricados, 74 se encuentran desaparecidas y por lo menos 270 líderes comunales han tenido que desplazarse ante las amenazas de muerte. Resulta significativo que las agresiones contra los activistas tienen mayor incidencia en poblaciones aledañas a las cuencas hidrológicas de mayor explotación industrial, entre ellas las de los ríos Balsas, Bravo, Yaqui, San Lorenzo, Colorado, Sonora, Pánuco, Asunción, Coatzacoalcos, Marabasco, Jamapa, Lerma-Chapala, Papaloapan y Coahuayana.

La propia Comisión Nacional del Agua (Conagua), encargada por mandato constitucional de administrar este recurso vital, reconoce que esas cuencas hidrológicas, hacia finales de 2018, representaban el mayor grado de explotación minera, al aportar un promedio anual de 328.4 millones de m3 de agua al mal planeado desarrollo económico.5

Esta cantidad de agua equivale a la que podrían utilizar en conjunto durante casi 50 años las poblaciones actuales de Monterrey, Guadalajara y la Ciudad de México, y representa casi 0.07% de toda la reserva de agua dulce renovable con la que cuenta el país.

Al consumo de la industria minera se deben agregar los volúmenes de líquido de otras industrias como la agroalimentaria, que no son menores y también significan un arrebato a la población. Tan sólo a la industria autoabastecida —empresas que toman el agua directamente de los ríos, arroyos, lagos y acuíferos— se le otorgan 634 mil 700 m3 de agua al año, mientras que para la operación de termoeléctricas se han concesionado 414 mil 900 m3 de agua por año.

Mineras privilegiadas

Según el Registro Público de Derechos de Agua (Repda) del gobierno federal, los mayores posesionarios de derechos de agua no son los gobiernos municipales o estatales, sino las empresas privadas dedicadas a la minería, la agroindustria y las bebidas embotelladas.

De acuerdo con un estudio realizado por la Fundación Heinrich Böll en colaboración con la organización CartoCrítica, el Grupo México, del giro minero, propiedad de Germán Larrea Mota Velasco, es el que tiene la mayor cantidad de concesiones de agua: este consorcio es dueño de 142 títulos que amparan el uso directo, sin restricción, de más de 90 millones 612 mil 942 m3 de agua al año.

De esas concesiones, la mayoría logradas gracias a las buenas relaciones del empresario con las élites de gobierno, por lo menos 103 son para la operación de la mina Buenavista del Cobre, en Cananea; 14 para Industrial Minera México y 11 para Mexicana de Cananea, todas ubicadas en el mismo municipio, en donde la población no está abastecida al 100%, y donde la mayoría de los trastornos de salud tiene su causa en la escasez del líquido.

La segunda empresa a escala nacional con la mayor cantidad de títulos de concesión de uso de agua también es una minera: la canadiense Goldcorp Inc., propiedad de Ian Telfer, que cuenta con 74 permisos, los cuales le permiten utilizar hasta 47 millones 656 mil 34 m3 de agua al año. De ellos, 63 son para la operación de la empresa Peñasquito, ubicada en una zona semidesértica de Zacatecas, donde las poblaciones de Mazapil y Salaverna no cuentan con el abasto mínimo de agua.

Por su parte, el Grupo Cemex, de Fernando A. González, se ha hecho de 48 concesiones, que amparan un suministro anual de hasta 12 millones 903 mil 727 m3 de agua, los cuales permiten la operatividad de sus diecisiete plantas industriales, tanto de extracción como de trituración de derivados pétreos, que se extienden a lo largo de todo el territorio nacional.

La Minera Frisco, empresa de Carlos Slim, es otro de los gigantes de la industria consumidora de agua. Tiene 36 concesiones que amparan el uso irrestricto de hasta 10 millones 251 mil m3 de agua al año. Ocho de esos permisos son para la mina Real de Ángeles, ubicada en el desierto de Mexicali, donde los pobladores de San Felipe no cuentan con el abasto regular del vital líquido.

Para entender la forma en la que el agua se ha entregado al sector minero, hay que hacer un simple comparativo; por ejemplo, los 90 millones 612 mil 942 m3 de agua que utiliza el Grupo México en un año son suficientes para el sostenimiento de la vida cotidiana durante ese mismo periodo en una población equivalente a la de la ciudad de Zacatecas, Fresnillo, Navojoa, Guaymas, Texcoco o Tulancingo.

Goldcorp Inc., Cemex y Frisco hacen un gasto equivalente al que realiza en promedio 30% de los municipios de todo el país con poblaciones que oscilan entre los 2 mil 500 y los 15 mil habitantes, donde al menos una décima parte de la población carece de acceso al agua entubada en sus domicilios.

Represión, la constante

Uno de los riesgos más graves es la simbiosis que estas compañías han establecido con el gobierno federal y en ocasiones con células del crimen organizado. Esto ha ocurrido con la intención de reprimir cualquier manifestación de inconformidad por parte de las comunidades despojadas, las cuales sufren agresiones tan anónimas como violentas.

La respuesta corporativa a las protestas es un guion bien ensayado: se ha copiado del protocolo de las industrias mineras europeas en África y Centroamérica, las cuales comienzan a infiltrar los movimientos de resistencia, después dividen a las comunidades y luego llegan hasta la persecución de los líderes, que muchas veces termina en desaparición o asesinato.

El hostigamiento contra los defensores de la tierra se ejecuta por dos vías: primero por la legal, mediante delitos falsos y órdenes de aprehensión. Si no funciona de ese modo, se opta por la vía del anonimato, donde intervienen con amenazas diversos grupos criminales.

Este guion también lo siguen instancias oficiales con desarrollos que enfrentan oposición de los defensores del agua, como es el caso de la CFE y Pemex, que han criminalizado las protestas sociales para seguir adelante con el despojo y poner en marcha sus proyectos de beneficio exclusivo para el sector privado.

Un claro ejemplo de esto ocurre en Cuetzalan, Puebla, en la Sierra Norte, donde activistas que se oponen a la operación de cuatro proyectos hídricos de la CFE actualmente cuentan con órdenes de aprehensión de la Fiscalía General de la República (FGR), luego de haber liderado movimientos sociales. A causa de su labor de defensa del agua, hasta el cierre de esta investigación, eran buscados para ser procesados penalmente Rufina Edith Villa Hernández, de la organización Maseualsiuamej Mosenyolchicauanij; Álvaro Aguilar Ayón, asesor de la Unión de Cooperativas Tosepan Titataniske; Nazario Diego Téllez, representante del Grupo Altepetajpianij y cooperativista de Tosepan Titataniske, y Luis Enrique Fernández Lomelín, investigador universitario.

Bajo la confección de delitos falsos del orden federal, también eran perseguidos por la FGR Francisco Jiménez Pablo, líder nacional del Movimiento Independiente, Obrero, Campesino, Urbano y Popular (MIOCUP) y exmiembro del gobierno en rebeldía del EZLN; Alfredo Guerrero Santos y Manuel Gaspar Rodríguez. Este último, tras la persecución emprendida en su contra, fue asesinado a punta de navaja en un hotel del municipio de Cuetzalan la mañana del 15 de mayo de 2018, en hechos que la fiscalía de Puebla acreditó como “resultado de un conflicto pasional”. En ningún momento la fiscalía reconoció la posibilidad de que el crimen se vinculara con su labor como activista, pese a que ocurrió dos días después de que organizara un foro regional de defensa de la tierra en Chignautla, donde expuso el intento de despojo del agua de las comunidades para fines industriales. En la investigación oficial del homicidio tampoco se tomaron en cuenta las amenazas de muerte que el defensor había denunciado ante la autoridad ministerial y que también hizo públicas en sus redes sociales.6

En su último acto público, Manuel Gaspar denunció la colusión del gobierno estatal y federal con empresas privadas, para ceder la mayoría de los mantos acuíferos de la zona norte a favor de al menos quince proyectos de generación de energía y extracción de gas, sin importar la oposición de los pueblos originarios. El ambientalista también evidenció la presencia de células del crimen organizado, en este caso del llamado y poco reconocido Cártel del Totonacapan, el cual, aseguró, está al servicio de la empresa ICA para amedrentar a los líderes de los movimientos que se oponen a la construcción de cuatro subestaciones eléctricas sobre el río Apulco: Ana, Boca, Conde y Diego, las cuales alimentarán a los proyectos mineros del Grupo Frisco en Tetela de Ocampo.

De acuerdo con la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales (ANAA), sólo en la zona norte de Puebla, en Ocotepec, Cuetzalan y Pahuatlán, se encuentran amenazados al menos sesenta activistas que se han opuesto a las operaciones de Living Water International y Gaya, esta última promotora del megaproyecto de TransCanada, que incluye la construcción del gasoducto Tula-Tuxpan.

El asesinato de Manuel Gaspar fue el número 33 de los cometidos contra defensores de la tierra y del agua de 2017 a 2018, y se sumó a los 122 asesinatos cometidos contra defensores de derechos humanos y ambientalistas que ocurrieron durante el sexenio de Peña Nieto, de los que al menos 110 siguen en completa impunidad, sin que cuenten siquiera con el señalamiento de los posibles actores materiales.

Este fragmento del libro El Agua o la vida: otra guerra ha comenzado en México se publicó con autorización de la editorial Grijalbo.

 


Notas:

  1. Reporte global de fraude y riesgo, Kroll-Forrester Consulting, 2017, p. 68.
  2. María Amparo Casar, México: anatomía de la corrupción, 2016, p. 28.
  3. “Fraude y corrupción, un análisis de su impacto en las organizaciones”, Encuesta de Delitos Económicos 2018, Consultoría PwC, México, 2018, p. 15.
  4. Decreto por el que se reforman y adicionan diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en Materia de Energía, Transitorio Octavo, párrafos primero y segundo, Diario Oficial de la Federación, 16 de marzo de 2018.
  5. Conagua, Estadísticas del agua en México, México, noviembre de 2017, p. 36.
  6. Amnistía Internacional, comunicado Acción Urgente, 18 de mayo de 2018.

 

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