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Plebiscito en Chile: la decisión del siglo

Plebiscito en Chile: la decisión del siglo

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Un manifestante sostiene un cartel durante una manifestación, mientras la asamblea constituyente encabeza la ceremonia de entrega del borrador final de la nueva Constitución en Santiago, Chile. Fotografía de Ivan Alvarado / REUTERS.
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La Convención Constituyente logró elaborar y redactar su propuesta de Constitución, entregada al presidente Boric el 4 de julio. El documento enfrenta los desafíos del siglo: el modelo de desarrollo frente al cambio climático, el cuidado del clima, la desigualdad de género y la descentralización del sistema democrático. Entre críticas y fake news, Chile podría ser el primer país en contar con una constitución redactada por una convención paritaria, expresión de la diversidad social. Lo sabremos el próximo mes de septiembre.

El viernes 18 de octubre de 2019, Chile, el país modelo de América Latina, dejó de serlo. Al atardecer de ese día, las protestas de los escolares por el alza del pasaje del metro, aunciada dos semanas antes, se habían extendido por Santiago de Chile, la capital de una nación considerada por muchos ejemplar debido a la estabilidad política y económica mantenida durante las tres últimas décadas. La forma que los estudiantes encontraron para llamar la atención de las autoridades y de la prensa consistía en evadir el pago saltando los torniquetes de las estaciones del tren subterráneo en trombas que bajaban corriendo las escalinatas, se escabullían de los guardias y se esparcían por escaleras y andenes. Carabineros, la policía militarizada, intentó controlar las evasiones pero no lo logró. Las protestas continuaron, desbordando los andenes, y empezaron a producirse destrozos. El viernes 18, justo antes del final de la jornada de trabajo, las autoridades decidieron cerrar toda la red de metro. El efecto inmediato fue que cientos de miles de santiaguinos acabaron deambulando por los barrios céntricos buscando la manera de trasladarse a sus casas en los suburbios. El sistema de buses colapsó, las calles se repletaron de peatones. El malestar callejero fue trepando hasta el punto de encender la noche con protestas, incendios en las estaciones del metro y saqueos, desbordando al gobierno encabezado por Sebastián Piñera.

Las protestas ya no eran sólo por el alza del metro, sino por un conjunto de cosas que iban desde la educación pública en ruinas a un sistema privado de pensiones que pagaba cifras miserables desde hacía una década; desde la crisis hídrica que vivía gran parte del territorio por una sequía extendida y agravada por la privatización de los derechos de agua, que favorece a los grandes empresarios agrícolas y mineros y perjudica a las comunidades de agricultores y pueblos rurales, hasta el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas. La imagen de bonanza y modernidad del país se lograba gracias a un modelo económico que beneficiaba a unos pocos mientras la mayor parte de la población recibía ingresos bajos: según el Instituto Nacional de Estadísticas, la mitad de los habitantes percibe ingresos mensuales de 442 dólares mensuales o menos, un monto con el que apenas se cubre el arriendo de un departamento de dos dormitorios en un barrio de clase media. Chile es uno de los países con mayores índices de desigualdad del mundo: según cifras del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, el 10% de la población más rica del país concentra el 60% de los ingresos totales, la cifra más alta de América Latina que es, a su vez, la región mas desigual del planeta. En 2018, las familias chilenas tenían una tasa de endeudamiento del 73% del ingreso disponible por hogar. Una de las principales causas era el costo de la educación superior: muchos jóvenes inician su vida laboral endeudados como consecuencia del crédito bancario que se han visto obligados a solicitar para pagar la universidad. Solo durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet se creó una política que le otorgaría gratuidad a los estudiantes de menores ingresos: en Chile, incluso las universidades públicas del Estado son pagadas, con un costo mensual que sobrepasa el ingreso medio de una familia.

En las semanas que siguieron al estallido, se realizaron protestas masivas convocadas a diario en Plaza Italia, rebautizada como Plaza Dignidad por los manifestantes, un lugar que es el corazón de Santiago. Las marchas multitudinarias eran pacíficas, pero terminaban en desórdenes violentos, con incendios y saqueos en el centro y en las periferias de la capital. Pronto comenzó a suceder lo mismo en ciudades como Valparaíso, La Serena y Concepción. La represión policial fue feroz. Hubo cientos de personas que perdieron los ojos producto de los balines disparados por Carabineros y denuncias de abusos físico, sexual, torturas y muertes. Las demandas comenzaron a encauzarse en cabildos autoconvocados en distintos barrios, reuniones vecinales. La idea de reformar la Constitución aparecía como la manera más obvia de salir de la crisis, porque era el principal obstáculo para atender a las demandas. Una propuesta que no era nueva: en su segundo gobierno Michelle Bachelet intentó lanzar un proceso constituyente adelantándose a una crisis, pero la derecha lo frenó cuando volvió al gobierno con el segundo mandato de Sebastián Piñera.

Pese a la represión, la violencia y los disturbios no se detenían, y continuaron a lo largo de todo el mes de octubre. La agitación amenazaba la democracia y el gobierno no encontraba, ni parecía buscar, una fórmula para superar la crisis, hasta que el viernes 15 de noviembre un grupo transversal de parlamentarios firmó un acuerdo, llamado Por la paz social y la nueva Constitución, abriendo las puertas para una salida a la crisis a través de un proceso que reformularía la Constitución promulgada por la dictadura de Pinochet en 1980 (que, a su vez, reemplazaba a la de 1925, nacida tras otra crisis política), y que había sentado las bases de la transición democrática, iniciada en 1990 con la elección de Patricio Aylwin.

Durante treinta años, los sectores más conservadores habían mantenido el poder gracias a la Constitución de 1980, que les aseguraba una sobre representación en el Congreso a través de senadores designados —eliminados recién en 2005—, un sistema electoral binominal —reformado en 2015—, un cuórum parlamentario altísimo para lograr reformas, y la existencia de un Tribunal Constitucional que, en los hechos, funciona como una tercera cámara impidiendo cualquier cambio profundo del texto.

Los manifestantes se reunieron cerca del antiguo congreso nacional durante el primer día de la convención constitucional. Fotografía de Felipe Figueroa / REUTERS.

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La Constitución promulgada en plena dictadura y, por tanto, sin que participaran los ciudadanos ni la oposición, aseguraba un modelo económico neoliberal y una concepción subsidiaria del Estado, es decir, un Estado restringido al mínimo que se hace presente sólo en los espacios en los que al mercado no le conviene operar, como la salud —el sistema privado solo cubre al 20% de la población, la más rica y la más joven, es decir la que tiene menos problemas sanitarios—, la educación de los más pobres y el sistema de pensiones. Hoy, según ese sistema, personas de ingresos medios o bajos, como los profesores, reciban pensiones mensuales equivalentes a 150 dólares o menos, después de más de treinta años de trabajo.

El acuerdo del 15 de noviembre, en el que el entonces diputado de izquierda Gabriel Boric y actual presidente tuvo un rol protagónico, acordó un plebiscito de entrada convocado para el 25 de octubre de 2020 que se realizó en torno a dos consultas. Una planteaba dos opciones: rechazar la creación de una convención (encargada de redactar el texto final) o aprobarla. La otra preguntaba por la conformación que debía tener ese organismo: mixta (representantes elegidos por votación y parlamentarios ya en ejercicio), o sólo representantes elegidos por votación. Se impuso esta última con casi un 80% de los votos: ningún parlamentario integraría la convención constituyente. Ninguna de las constituciones anteriores —diez, si se cuentan los primeros reglamentos constitucionales de la primera mitad del siglo XIX—, había sido redactada por representantes elegidos en sufragio universal, menos aun en un proceso que exigía paridad de género y reservaba escaños para los once pueblos originarios reconocidos oficialmente.

La elección de representantes para la convención se realizó el 15 y el 16 de mayo de 2021. El resultado fue demoledor: la derecha no consiguió asegurar el tercio de representantes que le hubiera permitido ejercer el veto sobre las propuestas que les resultaran incómodas y fue, además, una derrota para los partidos tradicionales de centro izquierda, cuyos candidatos fueron opacados por los nuevos movimientos vinculados al activismo en causas ambientales, de género e indígenas.

La primera lista más votada de la izquierda, Apruebo Dignidad, alcanzó 28 escaños, con candidaturas que reunían movimientos feministas y ecologistas, además de los partidos del Frente Amplio, al que pertenecía el entonces diputado Gabriel Boric. La segunda lista más votada, que logró 26 escaños, fue la debutante Lista del Pueblo, sin ninguna figura política conocida entre sus candidatos. La Democracia Cristiana, hasta hace dos décadas el principal partido de la Concertación, la coalación política de centroizquierda que gobernó Chile durante la década de los noventa y que eligió a dos presidentes después de la dictadura, sólo logró un escaño.

Con esos resultados, apareció un repertorio de reivindicaciones que apenas había tenido espacio en la política tradicional: demandas de las comunidades indígenas, de las disidencias sexuales , de los enfermos crónicos, de los agricultores que sufrían la sequía en el valle central, de los ambientalistas que estaban en contra de las granjas salmoneras, de quienes reclamaban el aborto legal.

La irrupción de los recién llegados produjo desconcierto: nadie sabía quiénes eran ni de dónde habían salido. Repentinamente, activistas anónimos que habían cuestionado el poder pasaban a ejercerlo, como Giovanna Grandon, una transportista escolar que había acudido a las manifestaciones, durante el estallido, disfrazada de Pikachu; la abogada Jennifer Mella, activista lesbiana de una ciudad de provincia; o Francisco Caamaño, activista medioambiental cuyo trabajo hasta ese momento era el de administrativo en una universidad. Ninguno de ellos pertenecía a los ambientes políticos habituales, pero serían los encargados de escribir el texto constitucional, mientras el establishment quedaba en minoría.

Durante la ceremonia en la que se inauguró la convención constituyente, el 4 de julio de 2020, eso quedó en evidencia: los rostros tradicionalmente vinculados al poder —hombres y mujeres blancos, vestidos formalmente y acostumbrados a los protocolos— permanecían en un rincón, mientras personas desconocidas, vestidas con trajes tradicionales indígenas o portando banderas de las disidencias sexuales, colmaban el espacio habilitado para una ceremonia caótica y emotiva a la vez. La lingüista y académica mapuche Elisa Loncon se transformó en el rostro del proceso, tras ser elegida presidenta de la convención para los primeros seis meses, el periodo en el que debían ser elaboradas las reglas que regirían el funcionamiento del organismo. Asumió con un discurso que inició en mapudungun, su primera lengua, y después, en castellano, anunció: “Hoy se funda un nuevo Chile plural, plurilingüe, con todas las culturas, con todos los pueblos, con las mujeres y con los territorios, ese es nuestro sueño para escribir una Nueva Constitución”

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Los primeros meses fueron particularmente difíciles: había que organizar una institución desde cero con un gobierno, el del saliente Sebastián Piñera, que le era hostil y que apenas colaboró con el proceso. Los constituyentes no contaban con oficinas ni instalaciones adecuadas, tampoco tenían computadores y los honorarios de los asesores —profesionales de distintas especialidades— eran pagados con retraso. Cada obstáculo debió ser subsanado por la mesa directiva presidida por Loncon, se logró con el apoyo de las universidades, que pusieron a disposición salas y especialistas.

Aunque del total de 155 miembros había 59 abogados y abogadas (entre ellos, varios especialistas en derecho constitucional), y la convención contaban con el apoyo de las universidades más prestigiosas del país —la Universidad de Chile y la Universidad Católica, pública y privada respectivamente—, quienes se oponían al proceso (desde dirigentes políticos hasta comentaristas en los medios), instalaron la idea de que los encargados de redactar la nueva constitución eran inexpertos, ignorantes o pillos, y que no estaban trabajando o a que, si lo estaban haciendo, no lo hacían con la rapidez necesaria: “El circo constituyente”, le llamó el dirigente de extrema derecha Cristián Valenzuela en una columna publicada el 22 de febrero en La Tercera. La misma idea era repetida en las notas de los matinales, los noticieros y los programas políticos de televisión.

El Presidente de Chile, Gabriel Boric, la Presidenta y Vicepresidenta de la Convención Constituyente de Chile, MarÌa Elisa Quinteros y Gaspar Domínguez, presentan el borrador final en el Congreso Nacional en Santiago. Fotografía de Lucas Aguayo Araos / REUTERS.

La percepción de que la labor de los constituyentes era desprolija cundió. Y acabó encontrando respaldo en los hechos cuando la prensa descubrió que unos de los convencionales más populares, un hombre llamado Rodrigo Rojas Vade, que trabajaba como actor, resultó ser un fraude. Rojas Vade era un desconocido hasta que cobró notoriedad durante las protestas de 2019, cuando apareció calvo y demacrado marchando y enfrentando a la policía durante las manifestaciones que siguieron al estallido. Su rostro ojeroso y su cuerpo macilento del que salían tubos plásticos adheridos con parches y gasas llamaron la atención de los medios: según él, estaba enfermo de cáncer. Eso repitió en entrevistas y en sus redes sociales, en donde mostraba una bitácora de sus padecimientos y sus sesiones de quimioterapia. Luego fue convocado por la Lista del Pueblo para participar en la elección de la constituyente y logró un cupo. Poco después, cuando la convención ya estaba trabajando, un reportaje publicado en el diario La Tercera contrastó la historia contada por Rojas Vade y encontró que había mentido. Nunca había tenido cáncer, él mismo se rapaba y se maquillaba para fingir decaimiento. Pese a que al darse a conocer el fraude abandonó la convención, antes de participar en la elaboración y la votación de las propuestas, el daño que su conducta le provocó al proceso fue profundo. La Lista del Pueblo, que sostenía un discurso que repudiaba la conducción política tradicional, acabó disolviéndose entre conflictos internos por mal manejo financiero, enturbiando la labor de los constituyentes que habían sido elegidos por su  movimiento.

Los doce meses de trabajo de la convención, instalada el 4 de julio de 2021 y disuelta el 4 de julio de 2022, cuando entregó la propuesta final del texto, estuvieron marcados por la tensión permanente entre un grupo de convencionales de izquierda, que exigían cambios radicales con declaraciones y propuestas altisonantes, como cambiar el himno nacional reemplazando la línea que dice “puro Chile es tu cielo azulado” por “pluri Chile es tu cielo azulado”, o incluir la “obligación de sororidad”, y los miembros de la derecha que desprestigiaban el proceso con críticas casi siempre  falaces, como cuando denunciaron que la propuesta acabaría con la educación privada. Lo que para unos era expresión de la diversidad social, para otros era un circo impresentable en donde imperaba el desorden y el desmadre. Los medios destacaban las propuestas y declaraciones de los convencionales más conflictivos, como Elsa Labraña, que impidió a gritos que una orquesta juvenil tocara el himno nacional durante la inauguración porque no la representaba como símbolo de unidad . El momento, transmitido en directo, pudo haber resultado bochornoso de no ser por la intervención de la abogada del Servicio Electoral, encargada del procedimiento, que calmó los ánimos alterados de los miembros constituyentes más radicales, que parecían estar atentos a interpretar cualquier señal como un gesto de desaire.

La convención careció de una conducción comunicacional clara. Lorena Penjean, la periodista encargada de llevarla a cabo, renunció en febrero de 2022 con una dura declaración que apuntaba a la mesa directiva dominada por los representantes de la izquierda: “He llegado a la conclusión de que no existe la cohesión interna ni la voluntad que se requiere para desplegar una estrategia comunicacional profesional y acorde a la magnitud del desafío. Un plan de comunicaciones a la altura de la ciudadanía”.

A esas alturas, la convención era percibida como un ente ajeno y lejano y la ciudadanía estaba ocupada con otras urgencias, agobiada por la crisis económica que había dejado la pandemia. Pero en marzo de 2022, el cambio de gobierno le dio un nuevo aire, cuando asumió como presidente Gabriel Boric, hasta ese momento diputado del Frente Amplio —partidos y movimientos de izquierda— y uno de los principales artífices del acuerdo que inició el proceso constituyente.

Pese a los pronósticos de sus detractores, la convención logró elaborar y redactar en el tiempo asignado la propuesta constitucional que fue entregada al presidente Boric el 4 de julio. Cada artículo de la nueva constitución fue aprobado con más de dos tercios de los votos, es decir que, en promedio, cada artículo fue respaldado por más del 70% de los constituyentes. Pese a todo, los sectores políticos más conservadores plantean que no es un texto representativo porque los constituyentes de la derecha fueron marginados cuando, en verdad, no lograron ni representación suficiente para obtener poder de veto, ni votos para que sus propuestas fueran aprobadas.

Si la nueva constitución entrara en vigencia tal como está, desaparecería el actual Senado y sería reemplazado por una cámara con énfasis regional; se podría modificar el sistema de pensiones, y el funcionamiento de la salud pública se extendería, reformulando la participación de los seguros privados. La noción de Estado subsidiario sería reemplazada por la de Estado social y democrático de derecho y habría reconocimiento explícito de los pueblos originarios. Todas las medidas apuntan a un cambio radical: de cumplir un rol restringido al mínimo, el Estado pasaría a garantizar derechos como la salud, la educación y el retiro, y ocuparía un rol gravitante en la protección de la población vulnerable. Aunque el texto fue entregado en tiempo y forma, y según constitucionalistas locales y extranjeros enfrenta los principales desafíos del siglo XXI (el modelo de desarrollo frente al cambio climático, el cuidado del medio ambiente, la desigualdad de género, la descentralización del sistema democrático) las dificultades no terminaron: cada día las noticias falsas sobre la nueva constitución se esparcen sin control por las redes sociales, a veces de manera anónima, otras en voz de dirigentes políticos reticentes. Esta semana, una nota de BBC Mundo citaba al profesor de comunicaciones Sebastián Valenzuela, de la Universidad Católica, la universidad privada más antigua y prestigiosa del país, quien decribía la desiformación generada en torno al texto como “brutal”. Las falsedades que más se repiten anuncian que la constitución propone el fin de la propiedad privada y de los seguros médicos pagos, la creación de una justicia paralela para los pueblos indígenas o la posibilidad de abortar hasta los nueve meses. Por cada desmentida hay una nueva mentira puesta en circulación. El gobierno intenta contrarrestar la desinformación imprimiendo miles de ejemplares del texto, que se agotan con rapidez. La oposición ha criticado la edición masiva de ejemplares bajo el argumento de que es “poco ecológica”. Aunque existen críticas desde los expertos de centroizquierda sobre la propuesta —nadie la considera perfecta—, la mayoría coincide en que se concentran en aspectos muy específicos que pueden ser modificados posteriormente con celeridad.

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El 4 de septiembre se hará el plebiscito de salida, cuando la ciudadanía deberá votar si aprueba o rechaza la propuesta de la Convención. El rechazo corre con ventaja: en la encuesta Pulso Ciudadano del 11 de julio de 2022, un 46.3% de los encuestados declaró que votaría por el rechazo, solo un 28% que aprobaría y un 15% se mostraba indeciso.

Si triunfa el rechazo, se abre otra incógnita: continuará vigente una Constitución que la mayoría de los partidos, excepto la derecha, juzgan desprestigiada. Pero no hay un acuerdo sobre el modo en que se podría reformar. El presidente Gabriel Boric anunció que si el texto no cuenta con el respaldo de la mayoría, debería iniciarse otro proceso constituyente. La oposición apuesta por volver a la antigua práctica de una comisión de expertos, es decir, una constitución sin elecciones y a puertas cerradas.

Si ganara la opción Apruebo, Chile se transformaría en el primer país del mundo en contar con una Constitución redactada por una convención paritaria.

Para muchos chilenos y chilenas significaría, además, dejar atrás por fin la larga sombra de la dictadura de Pinochet.

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La Convención Constituyente logró elaborar y redactar su propuesta de Constitución, entregada al presidente Boric el 4 de julio. El documento enfrenta los desafíos del siglo: el modelo de desarrollo frente al cambio climático, el cuidado del clima, la desigualdad de género y la descentralización del sistema democrático. Entre críticas y fake news, Chile podría ser el primer país en contar con una constitución redactada por una convención paritaria, expresión de la diversidad social. Lo sabremos el próximo mes de septiembre.

El viernes 18 de octubre de 2019, Chile, el país modelo de América Latina, dejó de serlo. Al atardecer de ese día, las protestas de los escolares por el alza del pasaje del metro, aunciada dos semanas antes, se habían extendido por Santiago de Chile, la capital de una nación considerada por muchos ejemplar debido a la estabilidad política y económica mantenida durante las tres últimas décadas. La forma que los estudiantes encontraron para llamar la atención de las autoridades y de la prensa consistía en evadir el pago saltando los torniquetes de las estaciones del tren subterráneo en trombas que bajaban corriendo las escalinatas, se escabullían de los guardias y se esparcían por escaleras y andenes. Carabineros, la policía militarizada, intentó controlar las evasiones pero no lo logró. Las protestas continuaron, desbordando los andenes, y empezaron a producirse destrozos. El viernes 18, justo antes del final de la jornada de trabajo, las autoridades decidieron cerrar toda la red de metro. El efecto inmediato fue que cientos de miles de santiaguinos acabaron deambulando por los barrios céntricos buscando la manera de trasladarse a sus casas en los suburbios. El sistema de buses colapsó, las calles se repletaron de peatones. El malestar callejero fue trepando hasta el punto de encender la noche con protestas, incendios en las estaciones del metro y saqueos, desbordando al gobierno encabezado por Sebastián Piñera.

Las protestas ya no eran sólo por el alza del metro, sino por un conjunto de cosas que iban desde la educación pública en ruinas a un sistema privado de pensiones que pagaba cifras miserables desde hacía una década; desde la crisis hídrica que vivía gran parte del territorio por una sequía extendida y agravada por la privatización de los derechos de agua, que favorece a los grandes empresarios agrícolas y mineros y perjudica a las comunidades de agricultores y pueblos rurales, hasta el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas. La imagen de bonanza y modernidad del país se lograba gracias a un modelo económico que beneficiaba a unos pocos mientras la mayor parte de la población recibía ingresos bajos: según el Instituto Nacional de Estadísticas, la mitad de los habitantes percibe ingresos mensuales de 442 dólares mensuales o menos, un monto con el que apenas se cubre el arriendo de un departamento de dos dormitorios en un barrio de clase media. Chile es uno de los países con mayores índices de desigualdad del mundo: según cifras del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, el 10% de la población más rica del país concentra el 60% de los ingresos totales, la cifra más alta de América Latina que es, a su vez, la región mas desigual del planeta. En 2018, las familias chilenas tenían una tasa de endeudamiento del 73% del ingreso disponible por hogar. Una de las principales causas era el costo de la educación superior: muchos jóvenes inician su vida laboral endeudados como consecuencia del crédito bancario que se han visto obligados a solicitar para pagar la universidad. Solo durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet se creó una política que le otorgaría gratuidad a los estudiantes de menores ingresos: en Chile, incluso las universidades públicas del Estado son pagadas, con un costo mensual que sobrepasa el ingreso medio de una familia.

En las semanas que siguieron al estallido, se realizaron protestas masivas convocadas a diario en Plaza Italia, rebautizada como Plaza Dignidad por los manifestantes, un lugar que es el corazón de Santiago. Las marchas multitudinarias eran pacíficas, pero terminaban en desórdenes violentos, con incendios y saqueos en el centro y en las periferias de la capital. Pronto comenzó a suceder lo mismo en ciudades como Valparaíso, La Serena y Concepción. La represión policial fue feroz. Hubo cientos de personas que perdieron los ojos producto de los balines disparados por Carabineros y denuncias de abusos físico, sexual, torturas y muertes. Las demandas comenzaron a encauzarse en cabildos autoconvocados en distintos barrios, reuniones vecinales. La idea de reformar la Constitución aparecía como la manera más obvia de salir de la crisis, porque era el principal obstáculo para atender a las demandas. Una propuesta que no era nueva: en su segundo gobierno Michelle Bachelet intentó lanzar un proceso constituyente adelantándose a una crisis, pero la derecha lo frenó cuando volvió al gobierno con el segundo mandato de Sebastián Piñera.

Pese a la represión, la violencia y los disturbios no se detenían, y continuaron a lo largo de todo el mes de octubre. La agitación amenazaba la democracia y el gobierno no encontraba, ni parecía buscar, una fórmula para superar la crisis, hasta que el viernes 15 de noviembre un grupo transversal de parlamentarios firmó un acuerdo, llamado Por la paz social y la nueva Constitución, abriendo las puertas para una salida a la crisis a través de un proceso que reformularía la Constitución promulgada por la dictadura de Pinochet en 1980 (que, a su vez, reemplazaba a la de 1925, nacida tras otra crisis política), y que había sentado las bases de la transición democrática, iniciada en 1990 con la elección de Patricio Aylwin.

Durante treinta años, los sectores más conservadores habían mantenido el poder gracias a la Constitución de 1980, que les aseguraba una sobre representación en el Congreso a través de senadores designados —eliminados recién en 2005—, un sistema electoral binominal —reformado en 2015—, un cuórum parlamentario altísimo para lograr reformas, y la existencia de un Tribunal Constitucional que, en los hechos, funciona como una tercera cámara impidiendo cualquier cambio profundo del texto.

Los manifestantes se reunieron cerca del antiguo congreso nacional durante el primer día de la convención constitucional. Fotografía de Felipe Figueroa / REUTERS.

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La Constitución promulgada en plena dictadura y, por tanto, sin que participaran los ciudadanos ni la oposición, aseguraba un modelo económico neoliberal y una concepción subsidiaria del Estado, es decir, un Estado restringido al mínimo que se hace presente sólo en los espacios en los que al mercado no le conviene operar, como la salud —el sistema privado solo cubre al 20% de la población, la más rica y la más joven, es decir la que tiene menos problemas sanitarios—, la educación de los más pobres y el sistema de pensiones. Hoy, según ese sistema, personas de ingresos medios o bajos, como los profesores, reciban pensiones mensuales equivalentes a 150 dólares o menos, después de más de treinta años de trabajo.

El acuerdo del 15 de noviembre, en el que el entonces diputado de izquierda Gabriel Boric y actual presidente tuvo un rol protagónico, acordó un plebiscito de entrada convocado para el 25 de octubre de 2020 que se realizó en torno a dos consultas. Una planteaba dos opciones: rechazar la creación de una convención (encargada de redactar el texto final) o aprobarla. La otra preguntaba por la conformación que debía tener ese organismo: mixta (representantes elegidos por votación y parlamentarios ya en ejercicio), o sólo representantes elegidos por votación. Se impuso esta última con casi un 80% de los votos: ningún parlamentario integraría la convención constituyente. Ninguna de las constituciones anteriores —diez, si se cuentan los primeros reglamentos constitucionales de la primera mitad del siglo XIX—, había sido redactada por representantes elegidos en sufragio universal, menos aun en un proceso que exigía paridad de género y reservaba escaños para los once pueblos originarios reconocidos oficialmente.

La elección de representantes para la convención se realizó el 15 y el 16 de mayo de 2021. El resultado fue demoledor: la derecha no consiguió asegurar el tercio de representantes que le hubiera permitido ejercer el veto sobre las propuestas que les resultaran incómodas y fue, además, una derrota para los partidos tradicionales de centro izquierda, cuyos candidatos fueron opacados por los nuevos movimientos vinculados al activismo en causas ambientales, de género e indígenas.

La primera lista más votada de la izquierda, Apruebo Dignidad, alcanzó 28 escaños, con candidaturas que reunían movimientos feministas y ecologistas, además de los partidos del Frente Amplio, al que pertenecía el entonces diputado Gabriel Boric. La segunda lista más votada, que logró 26 escaños, fue la debutante Lista del Pueblo, sin ninguna figura política conocida entre sus candidatos. La Democracia Cristiana, hasta hace dos décadas el principal partido de la Concertación, la coalación política de centroizquierda que gobernó Chile durante la década de los noventa y que eligió a dos presidentes después de la dictadura, sólo logró un escaño.

Con esos resultados, apareció un repertorio de reivindicaciones que apenas había tenido espacio en la política tradicional: demandas de las comunidades indígenas, de las disidencias sexuales , de los enfermos crónicos, de los agricultores que sufrían la sequía en el valle central, de los ambientalistas que estaban en contra de las granjas salmoneras, de quienes reclamaban el aborto legal.

La irrupción de los recién llegados produjo desconcierto: nadie sabía quiénes eran ni de dónde habían salido. Repentinamente, activistas anónimos que habían cuestionado el poder pasaban a ejercerlo, como Giovanna Grandon, una transportista escolar que había acudido a las manifestaciones, durante el estallido, disfrazada de Pikachu; la abogada Jennifer Mella, activista lesbiana de una ciudad de provincia; o Francisco Caamaño, activista medioambiental cuyo trabajo hasta ese momento era el de administrativo en una universidad. Ninguno de ellos pertenecía a los ambientes políticos habituales, pero serían los encargados de escribir el texto constitucional, mientras el establishment quedaba en minoría.

Durante la ceremonia en la que se inauguró la convención constituyente, el 4 de julio de 2020, eso quedó en evidencia: los rostros tradicionalmente vinculados al poder —hombres y mujeres blancos, vestidos formalmente y acostumbrados a los protocolos— permanecían en un rincón, mientras personas desconocidas, vestidas con trajes tradicionales indígenas o portando banderas de las disidencias sexuales, colmaban el espacio habilitado para una ceremonia caótica y emotiva a la vez. La lingüista y académica mapuche Elisa Loncon se transformó en el rostro del proceso, tras ser elegida presidenta de la convención para los primeros seis meses, el periodo en el que debían ser elaboradas las reglas que regirían el funcionamiento del organismo. Asumió con un discurso que inició en mapudungun, su primera lengua, y después, en castellano, anunció: “Hoy se funda un nuevo Chile plural, plurilingüe, con todas las culturas, con todos los pueblos, con las mujeres y con los territorios, ese es nuestro sueño para escribir una Nueva Constitución”

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Los primeros meses fueron particularmente difíciles: había que organizar una institución desde cero con un gobierno, el del saliente Sebastián Piñera, que le era hostil y que apenas colaboró con el proceso. Los constituyentes no contaban con oficinas ni instalaciones adecuadas, tampoco tenían computadores y los honorarios de los asesores —profesionales de distintas especialidades— eran pagados con retraso. Cada obstáculo debió ser subsanado por la mesa directiva presidida por Loncon, se logró con el apoyo de las universidades, que pusieron a disposición salas y especialistas.

Aunque del total de 155 miembros había 59 abogados y abogadas (entre ellos, varios especialistas en derecho constitucional), y la convención contaban con el apoyo de las universidades más prestigiosas del país —la Universidad de Chile y la Universidad Católica, pública y privada respectivamente—, quienes se oponían al proceso (desde dirigentes políticos hasta comentaristas en los medios), instalaron la idea de que los encargados de redactar la nueva constitución eran inexpertos, ignorantes o pillos, y que no estaban trabajando o a que, si lo estaban haciendo, no lo hacían con la rapidez necesaria: “El circo constituyente”, le llamó el dirigente de extrema derecha Cristián Valenzuela en una columna publicada el 22 de febrero en La Tercera. La misma idea era repetida en las notas de los matinales, los noticieros y los programas políticos de televisión.

El Presidente de Chile, Gabriel Boric, la Presidenta y Vicepresidenta de la Convención Constituyente de Chile, MarÌa Elisa Quinteros y Gaspar Domínguez, presentan el borrador final en el Congreso Nacional en Santiago. Fotografía de Lucas Aguayo Araos / REUTERS.

La percepción de que la labor de los constituyentes era desprolija cundió. Y acabó encontrando respaldo en los hechos cuando la prensa descubrió que unos de los convencionales más populares, un hombre llamado Rodrigo Rojas Vade, que trabajaba como actor, resultó ser un fraude. Rojas Vade era un desconocido hasta que cobró notoriedad durante las protestas de 2019, cuando apareció calvo y demacrado marchando y enfrentando a la policía durante las manifestaciones que siguieron al estallido. Su rostro ojeroso y su cuerpo macilento del que salían tubos plásticos adheridos con parches y gasas llamaron la atención de los medios: según él, estaba enfermo de cáncer. Eso repitió en entrevistas y en sus redes sociales, en donde mostraba una bitácora de sus padecimientos y sus sesiones de quimioterapia. Luego fue convocado por la Lista del Pueblo para participar en la elección de la constituyente y logró un cupo. Poco después, cuando la convención ya estaba trabajando, un reportaje publicado en el diario La Tercera contrastó la historia contada por Rojas Vade y encontró que había mentido. Nunca había tenido cáncer, él mismo se rapaba y se maquillaba para fingir decaimiento. Pese a que al darse a conocer el fraude abandonó la convención, antes de participar en la elaboración y la votación de las propuestas, el daño que su conducta le provocó al proceso fue profundo. La Lista del Pueblo, que sostenía un discurso que repudiaba la conducción política tradicional, acabó disolviéndose entre conflictos internos por mal manejo financiero, enturbiando la labor de los constituyentes que habían sido elegidos por su  movimiento.

Los doce meses de trabajo de la convención, instalada el 4 de julio de 2021 y disuelta el 4 de julio de 2022, cuando entregó la propuesta final del texto, estuvieron marcados por la tensión permanente entre un grupo de convencionales de izquierda, que exigían cambios radicales con declaraciones y propuestas altisonantes, como cambiar el himno nacional reemplazando la línea que dice “puro Chile es tu cielo azulado” por “pluri Chile es tu cielo azulado”, o incluir la “obligación de sororidad”, y los miembros de la derecha que desprestigiaban el proceso con críticas casi siempre  falaces, como cuando denunciaron que la propuesta acabaría con la educación privada. Lo que para unos era expresión de la diversidad social, para otros era un circo impresentable en donde imperaba el desorden y el desmadre. Los medios destacaban las propuestas y declaraciones de los convencionales más conflictivos, como Elsa Labraña, que impidió a gritos que una orquesta juvenil tocara el himno nacional durante la inauguración porque no la representaba como símbolo de unidad . El momento, transmitido en directo, pudo haber resultado bochornoso de no ser por la intervención de la abogada del Servicio Electoral, encargada del procedimiento, que calmó los ánimos alterados de los miembros constituyentes más radicales, que parecían estar atentos a interpretar cualquier señal como un gesto de desaire.

La convención careció de una conducción comunicacional clara. Lorena Penjean, la periodista encargada de llevarla a cabo, renunció en febrero de 2022 con una dura declaración que apuntaba a la mesa directiva dominada por los representantes de la izquierda: “He llegado a la conclusión de que no existe la cohesión interna ni la voluntad que se requiere para desplegar una estrategia comunicacional profesional y acorde a la magnitud del desafío. Un plan de comunicaciones a la altura de la ciudadanía”.

A esas alturas, la convención era percibida como un ente ajeno y lejano y la ciudadanía estaba ocupada con otras urgencias, agobiada por la crisis económica que había dejado la pandemia. Pero en marzo de 2022, el cambio de gobierno le dio un nuevo aire, cuando asumió como presidente Gabriel Boric, hasta ese momento diputado del Frente Amplio —partidos y movimientos de izquierda— y uno de los principales artífices del acuerdo que inició el proceso constituyente.

Pese a los pronósticos de sus detractores, la convención logró elaborar y redactar en el tiempo asignado la propuesta constitucional que fue entregada al presidente Boric el 4 de julio. Cada artículo de la nueva constitución fue aprobado con más de dos tercios de los votos, es decir que, en promedio, cada artículo fue respaldado por más del 70% de los constituyentes. Pese a todo, los sectores políticos más conservadores plantean que no es un texto representativo porque los constituyentes de la derecha fueron marginados cuando, en verdad, no lograron ni representación suficiente para obtener poder de veto, ni votos para que sus propuestas fueran aprobadas.

Si la nueva constitución entrara en vigencia tal como está, desaparecería el actual Senado y sería reemplazado por una cámara con énfasis regional; se podría modificar el sistema de pensiones, y el funcionamiento de la salud pública se extendería, reformulando la participación de los seguros privados. La noción de Estado subsidiario sería reemplazada por la de Estado social y democrático de derecho y habría reconocimiento explícito de los pueblos originarios. Todas las medidas apuntan a un cambio radical: de cumplir un rol restringido al mínimo, el Estado pasaría a garantizar derechos como la salud, la educación y el retiro, y ocuparía un rol gravitante en la protección de la población vulnerable. Aunque el texto fue entregado en tiempo y forma, y según constitucionalistas locales y extranjeros enfrenta los principales desafíos del siglo XXI (el modelo de desarrollo frente al cambio climático, el cuidado del medio ambiente, la desigualdad de género, la descentralización del sistema democrático) las dificultades no terminaron: cada día las noticias falsas sobre la nueva constitución se esparcen sin control por las redes sociales, a veces de manera anónima, otras en voz de dirigentes políticos reticentes. Esta semana, una nota de BBC Mundo citaba al profesor de comunicaciones Sebastián Valenzuela, de la Universidad Católica, la universidad privada más antigua y prestigiosa del país, quien decribía la desiformación generada en torno al texto como “brutal”. Las falsedades que más se repiten anuncian que la constitución propone el fin de la propiedad privada y de los seguros médicos pagos, la creación de una justicia paralela para los pueblos indígenas o la posibilidad de abortar hasta los nueve meses. Por cada desmentida hay una nueva mentira puesta en circulación. El gobierno intenta contrarrestar la desinformación imprimiendo miles de ejemplares del texto, que se agotan con rapidez. La oposición ha criticado la edición masiva de ejemplares bajo el argumento de que es “poco ecológica”. Aunque existen críticas desde los expertos de centroizquierda sobre la propuesta —nadie la considera perfecta—, la mayoría coincide en que se concentran en aspectos muy específicos que pueden ser modificados posteriormente con celeridad.

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El 4 de septiembre se hará el plebiscito de salida, cuando la ciudadanía deberá votar si aprueba o rechaza la propuesta de la Convención. El rechazo corre con ventaja: en la encuesta Pulso Ciudadano del 11 de julio de 2022, un 46.3% de los encuestados declaró que votaría por el rechazo, solo un 28% que aprobaría y un 15% se mostraba indeciso.

Si triunfa el rechazo, se abre otra incógnita: continuará vigente una Constitución que la mayoría de los partidos, excepto la derecha, juzgan desprestigiada. Pero no hay un acuerdo sobre el modo en que se podría reformar. El presidente Gabriel Boric anunció que si el texto no cuenta con el respaldo de la mayoría, debería iniciarse otro proceso constituyente. La oposición apuesta por volver a la antigua práctica de una comisión de expertos, es decir, una constitución sin elecciones y a puertas cerradas.

Si ganara la opción Apruebo, Chile se transformaría en el primer país del mundo en contar con una Constitución redactada por una convención paritaria.

Para muchos chilenos y chilenas significaría, además, dejar atrás por fin la larga sombra de la dictadura de Pinochet.

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Plebiscito en Chile: la decisión del siglo

Plebiscito en Chile: la decisión del siglo

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Un manifestante sostiene un cartel durante una manifestación, mientras la asamblea constituyente encabeza la ceremonia de entrega del borrador final de la nueva Constitución en Santiago, Chile. Fotografía de Ivan Alvarado / REUTERS.
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La Convención Constituyente logró elaborar y redactar su propuesta de Constitución, entregada al presidente Boric el 4 de julio. El documento enfrenta los desafíos del siglo: el modelo de desarrollo frente al cambio climático, el cuidado del clima, la desigualdad de género y la descentralización del sistema democrático. Entre críticas y fake news, Chile podría ser el primer país en contar con una constitución redactada por una convención paritaria, expresión de la diversidad social. Lo sabremos el próximo mes de septiembre.

El viernes 18 de octubre de 2019, Chile, el país modelo de América Latina, dejó de serlo. Al atardecer de ese día, las protestas de los escolares por el alza del pasaje del metro, aunciada dos semanas antes, se habían extendido por Santiago de Chile, la capital de una nación considerada por muchos ejemplar debido a la estabilidad política y económica mantenida durante las tres últimas décadas. La forma que los estudiantes encontraron para llamar la atención de las autoridades y de la prensa consistía en evadir el pago saltando los torniquetes de las estaciones del tren subterráneo en trombas que bajaban corriendo las escalinatas, se escabullían de los guardias y se esparcían por escaleras y andenes. Carabineros, la policía militarizada, intentó controlar las evasiones pero no lo logró. Las protestas continuaron, desbordando los andenes, y empezaron a producirse destrozos. El viernes 18, justo antes del final de la jornada de trabajo, las autoridades decidieron cerrar toda la red de metro. El efecto inmediato fue que cientos de miles de santiaguinos acabaron deambulando por los barrios céntricos buscando la manera de trasladarse a sus casas en los suburbios. El sistema de buses colapsó, las calles se repletaron de peatones. El malestar callejero fue trepando hasta el punto de encender la noche con protestas, incendios en las estaciones del metro y saqueos, desbordando al gobierno encabezado por Sebastián Piñera.

Las protestas ya no eran sólo por el alza del metro, sino por un conjunto de cosas que iban desde la educación pública en ruinas a un sistema privado de pensiones que pagaba cifras miserables desde hacía una década; desde la crisis hídrica que vivía gran parte del territorio por una sequía extendida y agravada por la privatización de los derechos de agua, que favorece a los grandes empresarios agrícolas y mineros y perjudica a las comunidades de agricultores y pueblos rurales, hasta el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas. La imagen de bonanza y modernidad del país se lograba gracias a un modelo económico que beneficiaba a unos pocos mientras la mayor parte de la población recibía ingresos bajos: según el Instituto Nacional de Estadísticas, la mitad de los habitantes percibe ingresos mensuales de 442 dólares mensuales o menos, un monto con el que apenas se cubre el arriendo de un departamento de dos dormitorios en un barrio de clase media. Chile es uno de los países con mayores índices de desigualdad del mundo: según cifras del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, el 10% de la población más rica del país concentra el 60% de los ingresos totales, la cifra más alta de América Latina que es, a su vez, la región mas desigual del planeta. En 2018, las familias chilenas tenían una tasa de endeudamiento del 73% del ingreso disponible por hogar. Una de las principales causas era el costo de la educación superior: muchos jóvenes inician su vida laboral endeudados como consecuencia del crédito bancario que se han visto obligados a solicitar para pagar la universidad. Solo durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet se creó una política que le otorgaría gratuidad a los estudiantes de menores ingresos: en Chile, incluso las universidades públicas del Estado son pagadas, con un costo mensual que sobrepasa el ingreso medio de una familia.

En las semanas que siguieron al estallido, se realizaron protestas masivas convocadas a diario en Plaza Italia, rebautizada como Plaza Dignidad por los manifestantes, un lugar que es el corazón de Santiago. Las marchas multitudinarias eran pacíficas, pero terminaban en desórdenes violentos, con incendios y saqueos en el centro y en las periferias de la capital. Pronto comenzó a suceder lo mismo en ciudades como Valparaíso, La Serena y Concepción. La represión policial fue feroz. Hubo cientos de personas que perdieron los ojos producto de los balines disparados por Carabineros y denuncias de abusos físico, sexual, torturas y muertes. Las demandas comenzaron a encauzarse en cabildos autoconvocados en distintos barrios, reuniones vecinales. La idea de reformar la Constitución aparecía como la manera más obvia de salir de la crisis, porque era el principal obstáculo para atender a las demandas. Una propuesta que no era nueva: en su segundo gobierno Michelle Bachelet intentó lanzar un proceso constituyente adelantándose a una crisis, pero la derecha lo frenó cuando volvió al gobierno con el segundo mandato de Sebastián Piñera.

Pese a la represión, la violencia y los disturbios no se detenían, y continuaron a lo largo de todo el mes de octubre. La agitación amenazaba la democracia y el gobierno no encontraba, ni parecía buscar, una fórmula para superar la crisis, hasta que el viernes 15 de noviembre un grupo transversal de parlamentarios firmó un acuerdo, llamado Por la paz social y la nueva Constitución, abriendo las puertas para una salida a la crisis a través de un proceso que reformularía la Constitución promulgada por la dictadura de Pinochet en 1980 (que, a su vez, reemplazaba a la de 1925, nacida tras otra crisis política), y que había sentado las bases de la transición democrática, iniciada en 1990 con la elección de Patricio Aylwin.

Durante treinta años, los sectores más conservadores habían mantenido el poder gracias a la Constitución de 1980, que les aseguraba una sobre representación en el Congreso a través de senadores designados —eliminados recién en 2005—, un sistema electoral binominal —reformado en 2015—, un cuórum parlamentario altísimo para lograr reformas, y la existencia de un Tribunal Constitucional que, en los hechos, funciona como una tercera cámara impidiendo cualquier cambio profundo del texto.

Los manifestantes se reunieron cerca del antiguo congreso nacional durante el primer día de la convención constitucional. Fotografía de Felipe Figueroa / REUTERS.

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La Constitución promulgada en plena dictadura y, por tanto, sin que participaran los ciudadanos ni la oposición, aseguraba un modelo económico neoliberal y una concepción subsidiaria del Estado, es decir, un Estado restringido al mínimo que se hace presente sólo en los espacios en los que al mercado no le conviene operar, como la salud —el sistema privado solo cubre al 20% de la población, la más rica y la más joven, es decir la que tiene menos problemas sanitarios—, la educación de los más pobres y el sistema de pensiones. Hoy, según ese sistema, personas de ingresos medios o bajos, como los profesores, reciban pensiones mensuales equivalentes a 150 dólares o menos, después de más de treinta años de trabajo.

El acuerdo del 15 de noviembre, en el que el entonces diputado de izquierda Gabriel Boric y actual presidente tuvo un rol protagónico, acordó un plebiscito de entrada convocado para el 25 de octubre de 2020 que se realizó en torno a dos consultas. Una planteaba dos opciones: rechazar la creación de una convención (encargada de redactar el texto final) o aprobarla. La otra preguntaba por la conformación que debía tener ese organismo: mixta (representantes elegidos por votación y parlamentarios ya en ejercicio), o sólo representantes elegidos por votación. Se impuso esta última con casi un 80% de los votos: ningún parlamentario integraría la convención constituyente. Ninguna de las constituciones anteriores —diez, si se cuentan los primeros reglamentos constitucionales de la primera mitad del siglo XIX—, había sido redactada por representantes elegidos en sufragio universal, menos aun en un proceso que exigía paridad de género y reservaba escaños para los once pueblos originarios reconocidos oficialmente.

La elección de representantes para la convención se realizó el 15 y el 16 de mayo de 2021. El resultado fue demoledor: la derecha no consiguió asegurar el tercio de representantes que le hubiera permitido ejercer el veto sobre las propuestas que les resultaran incómodas y fue, además, una derrota para los partidos tradicionales de centro izquierda, cuyos candidatos fueron opacados por los nuevos movimientos vinculados al activismo en causas ambientales, de género e indígenas.

La primera lista más votada de la izquierda, Apruebo Dignidad, alcanzó 28 escaños, con candidaturas que reunían movimientos feministas y ecologistas, además de los partidos del Frente Amplio, al que pertenecía el entonces diputado Gabriel Boric. La segunda lista más votada, que logró 26 escaños, fue la debutante Lista del Pueblo, sin ninguna figura política conocida entre sus candidatos. La Democracia Cristiana, hasta hace dos décadas el principal partido de la Concertación, la coalación política de centroizquierda que gobernó Chile durante la década de los noventa y que eligió a dos presidentes después de la dictadura, sólo logró un escaño.

Con esos resultados, apareció un repertorio de reivindicaciones que apenas había tenido espacio en la política tradicional: demandas de las comunidades indígenas, de las disidencias sexuales , de los enfermos crónicos, de los agricultores que sufrían la sequía en el valle central, de los ambientalistas que estaban en contra de las granjas salmoneras, de quienes reclamaban el aborto legal.

La irrupción de los recién llegados produjo desconcierto: nadie sabía quiénes eran ni de dónde habían salido. Repentinamente, activistas anónimos que habían cuestionado el poder pasaban a ejercerlo, como Giovanna Grandon, una transportista escolar que había acudido a las manifestaciones, durante el estallido, disfrazada de Pikachu; la abogada Jennifer Mella, activista lesbiana de una ciudad de provincia; o Francisco Caamaño, activista medioambiental cuyo trabajo hasta ese momento era el de administrativo en una universidad. Ninguno de ellos pertenecía a los ambientes políticos habituales, pero serían los encargados de escribir el texto constitucional, mientras el establishment quedaba en minoría.

Durante la ceremonia en la que se inauguró la convención constituyente, el 4 de julio de 2020, eso quedó en evidencia: los rostros tradicionalmente vinculados al poder —hombres y mujeres blancos, vestidos formalmente y acostumbrados a los protocolos— permanecían en un rincón, mientras personas desconocidas, vestidas con trajes tradicionales indígenas o portando banderas de las disidencias sexuales, colmaban el espacio habilitado para una ceremonia caótica y emotiva a la vez. La lingüista y académica mapuche Elisa Loncon se transformó en el rostro del proceso, tras ser elegida presidenta de la convención para los primeros seis meses, el periodo en el que debían ser elaboradas las reglas que regirían el funcionamiento del organismo. Asumió con un discurso que inició en mapudungun, su primera lengua, y después, en castellano, anunció: “Hoy se funda un nuevo Chile plural, plurilingüe, con todas las culturas, con todos los pueblos, con las mujeres y con los territorios, ese es nuestro sueño para escribir una Nueva Constitución”

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Los primeros meses fueron particularmente difíciles: había que organizar una institución desde cero con un gobierno, el del saliente Sebastián Piñera, que le era hostil y que apenas colaboró con el proceso. Los constituyentes no contaban con oficinas ni instalaciones adecuadas, tampoco tenían computadores y los honorarios de los asesores —profesionales de distintas especialidades— eran pagados con retraso. Cada obstáculo debió ser subsanado por la mesa directiva presidida por Loncon, se logró con el apoyo de las universidades, que pusieron a disposición salas y especialistas.

Aunque del total de 155 miembros había 59 abogados y abogadas (entre ellos, varios especialistas en derecho constitucional), y la convención contaban con el apoyo de las universidades más prestigiosas del país —la Universidad de Chile y la Universidad Católica, pública y privada respectivamente—, quienes se oponían al proceso (desde dirigentes políticos hasta comentaristas en los medios), instalaron la idea de que los encargados de redactar la nueva constitución eran inexpertos, ignorantes o pillos, y que no estaban trabajando o a que, si lo estaban haciendo, no lo hacían con la rapidez necesaria: “El circo constituyente”, le llamó el dirigente de extrema derecha Cristián Valenzuela en una columna publicada el 22 de febrero en La Tercera. La misma idea era repetida en las notas de los matinales, los noticieros y los programas políticos de televisión.

El Presidente de Chile, Gabriel Boric, la Presidenta y Vicepresidenta de la Convención Constituyente de Chile, MarÌa Elisa Quinteros y Gaspar Domínguez, presentan el borrador final en el Congreso Nacional en Santiago. Fotografía de Lucas Aguayo Araos / REUTERS.

La percepción de que la labor de los constituyentes era desprolija cundió. Y acabó encontrando respaldo en los hechos cuando la prensa descubrió que unos de los convencionales más populares, un hombre llamado Rodrigo Rojas Vade, que trabajaba como actor, resultó ser un fraude. Rojas Vade era un desconocido hasta que cobró notoriedad durante las protestas de 2019, cuando apareció calvo y demacrado marchando y enfrentando a la policía durante las manifestaciones que siguieron al estallido. Su rostro ojeroso y su cuerpo macilento del que salían tubos plásticos adheridos con parches y gasas llamaron la atención de los medios: según él, estaba enfermo de cáncer. Eso repitió en entrevistas y en sus redes sociales, en donde mostraba una bitácora de sus padecimientos y sus sesiones de quimioterapia. Luego fue convocado por la Lista del Pueblo para participar en la elección de la constituyente y logró un cupo. Poco después, cuando la convención ya estaba trabajando, un reportaje publicado en el diario La Tercera contrastó la historia contada por Rojas Vade y encontró que había mentido. Nunca había tenido cáncer, él mismo se rapaba y se maquillaba para fingir decaimiento. Pese a que al darse a conocer el fraude abandonó la convención, antes de participar en la elaboración y la votación de las propuestas, el daño que su conducta le provocó al proceso fue profundo. La Lista del Pueblo, que sostenía un discurso que repudiaba la conducción política tradicional, acabó disolviéndose entre conflictos internos por mal manejo financiero, enturbiando la labor de los constituyentes que habían sido elegidos por su  movimiento.

Los doce meses de trabajo de la convención, instalada el 4 de julio de 2021 y disuelta el 4 de julio de 2022, cuando entregó la propuesta final del texto, estuvieron marcados por la tensión permanente entre un grupo de convencionales de izquierda, que exigían cambios radicales con declaraciones y propuestas altisonantes, como cambiar el himno nacional reemplazando la línea que dice “puro Chile es tu cielo azulado” por “pluri Chile es tu cielo azulado”, o incluir la “obligación de sororidad”, y los miembros de la derecha que desprestigiaban el proceso con críticas casi siempre  falaces, como cuando denunciaron que la propuesta acabaría con la educación privada. Lo que para unos era expresión de la diversidad social, para otros era un circo impresentable en donde imperaba el desorden y el desmadre. Los medios destacaban las propuestas y declaraciones de los convencionales más conflictivos, como Elsa Labraña, que impidió a gritos que una orquesta juvenil tocara el himno nacional durante la inauguración porque no la representaba como símbolo de unidad . El momento, transmitido en directo, pudo haber resultado bochornoso de no ser por la intervención de la abogada del Servicio Electoral, encargada del procedimiento, que calmó los ánimos alterados de los miembros constituyentes más radicales, que parecían estar atentos a interpretar cualquier señal como un gesto de desaire.

La convención careció de una conducción comunicacional clara. Lorena Penjean, la periodista encargada de llevarla a cabo, renunció en febrero de 2022 con una dura declaración que apuntaba a la mesa directiva dominada por los representantes de la izquierda: “He llegado a la conclusión de que no existe la cohesión interna ni la voluntad que se requiere para desplegar una estrategia comunicacional profesional y acorde a la magnitud del desafío. Un plan de comunicaciones a la altura de la ciudadanía”.

A esas alturas, la convención era percibida como un ente ajeno y lejano y la ciudadanía estaba ocupada con otras urgencias, agobiada por la crisis económica que había dejado la pandemia. Pero en marzo de 2022, el cambio de gobierno le dio un nuevo aire, cuando asumió como presidente Gabriel Boric, hasta ese momento diputado del Frente Amplio —partidos y movimientos de izquierda— y uno de los principales artífices del acuerdo que inició el proceso constituyente.

Pese a los pronósticos de sus detractores, la convención logró elaborar y redactar en el tiempo asignado la propuesta constitucional que fue entregada al presidente Boric el 4 de julio. Cada artículo de la nueva constitución fue aprobado con más de dos tercios de los votos, es decir que, en promedio, cada artículo fue respaldado por más del 70% de los constituyentes. Pese a todo, los sectores políticos más conservadores plantean que no es un texto representativo porque los constituyentes de la derecha fueron marginados cuando, en verdad, no lograron ni representación suficiente para obtener poder de veto, ni votos para que sus propuestas fueran aprobadas.

Si la nueva constitución entrara en vigencia tal como está, desaparecería el actual Senado y sería reemplazado por una cámara con énfasis regional; se podría modificar el sistema de pensiones, y el funcionamiento de la salud pública se extendería, reformulando la participación de los seguros privados. La noción de Estado subsidiario sería reemplazada por la de Estado social y democrático de derecho y habría reconocimiento explícito de los pueblos originarios. Todas las medidas apuntan a un cambio radical: de cumplir un rol restringido al mínimo, el Estado pasaría a garantizar derechos como la salud, la educación y el retiro, y ocuparía un rol gravitante en la protección de la población vulnerable. Aunque el texto fue entregado en tiempo y forma, y según constitucionalistas locales y extranjeros enfrenta los principales desafíos del siglo XXI (el modelo de desarrollo frente al cambio climático, el cuidado del medio ambiente, la desigualdad de género, la descentralización del sistema democrático) las dificultades no terminaron: cada día las noticias falsas sobre la nueva constitución se esparcen sin control por las redes sociales, a veces de manera anónima, otras en voz de dirigentes políticos reticentes. Esta semana, una nota de BBC Mundo citaba al profesor de comunicaciones Sebastián Valenzuela, de la Universidad Católica, la universidad privada más antigua y prestigiosa del país, quien decribía la desiformación generada en torno al texto como “brutal”. Las falsedades que más se repiten anuncian que la constitución propone el fin de la propiedad privada y de los seguros médicos pagos, la creación de una justicia paralela para los pueblos indígenas o la posibilidad de abortar hasta los nueve meses. Por cada desmentida hay una nueva mentira puesta en circulación. El gobierno intenta contrarrestar la desinformación imprimiendo miles de ejemplares del texto, que se agotan con rapidez. La oposición ha criticado la edición masiva de ejemplares bajo el argumento de que es “poco ecológica”. Aunque existen críticas desde los expertos de centroizquierda sobre la propuesta —nadie la considera perfecta—, la mayoría coincide en que se concentran en aspectos muy específicos que pueden ser modificados posteriormente con celeridad.

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El 4 de septiembre se hará el plebiscito de salida, cuando la ciudadanía deberá votar si aprueba o rechaza la propuesta de la Convención. El rechazo corre con ventaja: en la encuesta Pulso Ciudadano del 11 de julio de 2022, un 46.3% de los encuestados declaró que votaría por el rechazo, solo un 28% que aprobaría y un 15% se mostraba indeciso.

Si triunfa el rechazo, se abre otra incógnita: continuará vigente una Constitución que la mayoría de los partidos, excepto la derecha, juzgan desprestigiada. Pero no hay un acuerdo sobre el modo en que se podría reformar. El presidente Gabriel Boric anunció que si el texto no cuenta con el respaldo de la mayoría, debería iniciarse otro proceso constituyente. La oposición apuesta por volver a la antigua práctica de una comisión de expertos, es decir, una constitución sin elecciones y a puertas cerradas.

Si ganara la opción Apruebo, Chile se transformaría en el primer país del mundo en contar con una Constitución redactada por una convención paritaria.

Para muchos chilenos y chilenas significaría, además, dejar atrás por fin la larga sombra de la dictadura de Pinochet.

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La Convención Constituyente logró elaborar y redactar su propuesta de Constitución, entregada al presidente Boric el 4 de julio. El documento enfrenta los desafíos del siglo: el modelo de desarrollo frente al cambio climático, el cuidado del clima, la desigualdad de género y la descentralización del sistema democrático. Entre críticas y fake news, Chile podría ser el primer país en contar con una constitución redactada por una convención paritaria, expresión de la diversidad social. Lo sabremos el próximo mes de septiembre.

El viernes 18 de octubre de 2019, Chile, el país modelo de América Latina, dejó de serlo. Al atardecer de ese día, las protestas de los escolares por el alza del pasaje del metro, aunciada dos semanas antes, se habían extendido por Santiago de Chile, la capital de una nación considerada por muchos ejemplar debido a la estabilidad política y económica mantenida durante las tres últimas décadas. La forma que los estudiantes encontraron para llamar la atención de las autoridades y de la prensa consistía en evadir el pago saltando los torniquetes de las estaciones del tren subterráneo en trombas que bajaban corriendo las escalinatas, se escabullían de los guardias y se esparcían por escaleras y andenes. Carabineros, la policía militarizada, intentó controlar las evasiones pero no lo logró. Las protestas continuaron, desbordando los andenes, y empezaron a producirse destrozos. El viernes 18, justo antes del final de la jornada de trabajo, las autoridades decidieron cerrar toda la red de metro. El efecto inmediato fue que cientos de miles de santiaguinos acabaron deambulando por los barrios céntricos buscando la manera de trasladarse a sus casas en los suburbios. El sistema de buses colapsó, las calles se repletaron de peatones. El malestar callejero fue trepando hasta el punto de encender la noche con protestas, incendios en las estaciones del metro y saqueos, desbordando al gobierno encabezado por Sebastián Piñera.

Las protestas ya no eran sólo por el alza del metro, sino por un conjunto de cosas que iban desde la educación pública en ruinas a un sistema privado de pensiones que pagaba cifras miserables desde hacía una década; desde la crisis hídrica que vivía gran parte del territorio por una sequía extendida y agravada por la privatización de los derechos de agua, que favorece a los grandes empresarios agrícolas y mineros y perjudica a las comunidades de agricultores y pueblos rurales, hasta el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas. La imagen de bonanza y modernidad del país se lograba gracias a un modelo económico que beneficiaba a unos pocos mientras la mayor parte de la población recibía ingresos bajos: según el Instituto Nacional de Estadísticas, la mitad de los habitantes percibe ingresos mensuales de 442 dólares mensuales o menos, un monto con el que apenas se cubre el arriendo de un departamento de dos dormitorios en un barrio de clase media. Chile es uno de los países con mayores índices de desigualdad del mundo: según cifras del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, el 10% de la población más rica del país concentra el 60% de los ingresos totales, la cifra más alta de América Latina que es, a su vez, la región mas desigual del planeta. En 2018, las familias chilenas tenían una tasa de endeudamiento del 73% del ingreso disponible por hogar. Una de las principales causas era el costo de la educación superior: muchos jóvenes inician su vida laboral endeudados como consecuencia del crédito bancario que se han visto obligados a solicitar para pagar la universidad. Solo durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet se creó una política que le otorgaría gratuidad a los estudiantes de menores ingresos: en Chile, incluso las universidades públicas del Estado son pagadas, con un costo mensual que sobrepasa el ingreso medio de una familia.

En las semanas que siguieron al estallido, se realizaron protestas masivas convocadas a diario en Plaza Italia, rebautizada como Plaza Dignidad por los manifestantes, un lugar que es el corazón de Santiago. Las marchas multitudinarias eran pacíficas, pero terminaban en desórdenes violentos, con incendios y saqueos en el centro y en las periferias de la capital. Pronto comenzó a suceder lo mismo en ciudades como Valparaíso, La Serena y Concepción. La represión policial fue feroz. Hubo cientos de personas que perdieron los ojos producto de los balines disparados por Carabineros y denuncias de abusos físico, sexual, torturas y muertes. Las demandas comenzaron a encauzarse en cabildos autoconvocados en distintos barrios, reuniones vecinales. La idea de reformar la Constitución aparecía como la manera más obvia de salir de la crisis, porque era el principal obstáculo para atender a las demandas. Una propuesta que no era nueva: en su segundo gobierno Michelle Bachelet intentó lanzar un proceso constituyente adelantándose a una crisis, pero la derecha lo frenó cuando volvió al gobierno con el segundo mandato de Sebastián Piñera.

Pese a la represión, la violencia y los disturbios no se detenían, y continuaron a lo largo de todo el mes de octubre. La agitación amenazaba la democracia y el gobierno no encontraba, ni parecía buscar, una fórmula para superar la crisis, hasta que el viernes 15 de noviembre un grupo transversal de parlamentarios firmó un acuerdo, llamado Por la paz social y la nueva Constitución, abriendo las puertas para una salida a la crisis a través de un proceso que reformularía la Constitución promulgada por la dictadura de Pinochet en 1980 (que, a su vez, reemplazaba a la de 1925, nacida tras otra crisis política), y que había sentado las bases de la transición democrática, iniciada en 1990 con la elección de Patricio Aylwin.

Durante treinta años, los sectores más conservadores habían mantenido el poder gracias a la Constitución de 1980, que les aseguraba una sobre representación en el Congreso a través de senadores designados —eliminados recién en 2005—, un sistema electoral binominal —reformado en 2015—, un cuórum parlamentario altísimo para lograr reformas, y la existencia de un Tribunal Constitucional que, en los hechos, funciona como una tercera cámara impidiendo cualquier cambio profundo del texto.

Los manifestantes se reunieron cerca del antiguo congreso nacional durante el primer día de la convención constitucional. Fotografía de Felipe Figueroa / REUTERS.

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La Constitución promulgada en plena dictadura y, por tanto, sin que participaran los ciudadanos ni la oposición, aseguraba un modelo económico neoliberal y una concepción subsidiaria del Estado, es decir, un Estado restringido al mínimo que se hace presente sólo en los espacios en los que al mercado no le conviene operar, como la salud —el sistema privado solo cubre al 20% de la población, la más rica y la más joven, es decir la que tiene menos problemas sanitarios—, la educación de los más pobres y el sistema de pensiones. Hoy, según ese sistema, personas de ingresos medios o bajos, como los profesores, reciban pensiones mensuales equivalentes a 150 dólares o menos, después de más de treinta años de trabajo.

El acuerdo del 15 de noviembre, en el que el entonces diputado de izquierda Gabriel Boric y actual presidente tuvo un rol protagónico, acordó un plebiscito de entrada convocado para el 25 de octubre de 2020 que se realizó en torno a dos consultas. Una planteaba dos opciones: rechazar la creación de una convención (encargada de redactar el texto final) o aprobarla. La otra preguntaba por la conformación que debía tener ese organismo: mixta (representantes elegidos por votación y parlamentarios ya en ejercicio), o sólo representantes elegidos por votación. Se impuso esta última con casi un 80% de los votos: ningún parlamentario integraría la convención constituyente. Ninguna de las constituciones anteriores —diez, si se cuentan los primeros reglamentos constitucionales de la primera mitad del siglo XIX—, había sido redactada por representantes elegidos en sufragio universal, menos aun en un proceso que exigía paridad de género y reservaba escaños para los once pueblos originarios reconocidos oficialmente.

La elección de representantes para la convención se realizó el 15 y el 16 de mayo de 2021. El resultado fue demoledor: la derecha no consiguió asegurar el tercio de representantes que le hubiera permitido ejercer el veto sobre las propuestas que les resultaran incómodas y fue, además, una derrota para los partidos tradicionales de centro izquierda, cuyos candidatos fueron opacados por los nuevos movimientos vinculados al activismo en causas ambientales, de género e indígenas.

La primera lista más votada de la izquierda, Apruebo Dignidad, alcanzó 28 escaños, con candidaturas que reunían movimientos feministas y ecologistas, además de los partidos del Frente Amplio, al que pertenecía el entonces diputado Gabriel Boric. La segunda lista más votada, que logró 26 escaños, fue la debutante Lista del Pueblo, sin ninguna figura política conocida entre sus candidatos. La Democracia Cristiana, hasta hace dos décadas el principal partido de la Concertación, la coalación política de centroizquierda que gobernó Chile durante la década de los noventa y que eligió a dos presidentes después de la dictadura, sólo logró un escaño.

Con esos resultados, apareció un repertorio de reivindicaciones que apenas había tenido espacio en la política tradicional: demandas de las comunidades indígenas, de las disidencias sexuales , de los enfermos crónicos, de los agricultores que sufrían la sequía en el valle central, de los ambientalistas que estaban en contra de las granjas salmoneras, de quienes reclamaban el aborto legal.

La irrupción de los recién llegados produjo desconcierto: nadie sabía quiénes eran ni de dónde habían salido. Repentinamente, activistas anónimos que habían cuestionado el poder pasaban a ejercerlo, como Giovanna Grandon, una transportista escolar que había acudido a las manifestaciones, durante el estallido, disfrazada de Pikachu; la abogada Jennifer Mella, activista lesbiana de una ciudad de provincia; o Francisco Caamaño, activista medioambiental cuyo trabajo hasta ese momento era el de administrativo en una universidad. Ninguno de ellos pertenecía a los ambientes políticos habituales, pero serían los encargados de escribir el texto constitucional, mientras el establishment quedaba en minoría.

Durante la ceremonia en la que se inauguró la convención constituyente, el 4 de julio de 2020, eso quedó en evidencia: los rostros tradicionalmente vinculados al poder —hombres y mujeres blancos, vestidos formalmente y acostumbrados a los protocolos— permanecían en un rincón, mientras personas desconocidas, vestidas con trajes tradicionales indígenas o portando banderas de las disidencias sexuales, colmaban el espacio habilitado para una ceremonia caótica y emotiva a la vez. La lingüista y académica mapuche Elisa Loncon se transformó en el rostro del proceso, tras ser elegida presidenta de la convención para los primeros seis meses, el periodo en el que debían ser elaboradas las reglas que regirían el funcionamiento del organismo. Asumió con un discurso que inició en mapudungun, su primera lengua, y después, en castellano, anunció: “Hoy se funda un nuevo Chile plural, plurilingüe, con todas las culturas, con todos los pueblos, con las mujeres y con los territorios, ese es nuestro sueño para escribir una Nueva Constitución”

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Los primeros meses fueron particularmente difíciles: había que organizar una institución desde cero con un gobierno, el del saliente Sebastián Piñera, que le era hostil y que apenas colaboró con el proceso. Los constituyentes no contaban con oficinas ni instalaciones adecuadas, tampoco tenían computadores y los honorarios de los asesores —profesionales de distintas especialidades— eran pagados con retraso. Cada obstáculo debió ser subsanado por la mesa directiva presidida por Loncon, se logró con el apoyo de las universidades, que pusieron a disposición salas y especialistas.

Aunque del total de 155 miembros había 59 abogados y abogadas (entre ellos, varios especialistas en derecho constitucional), y la convención contaban con el apoyo de las universidades más prestigiosas del país —la Universidad de Chile y la Universidad Católica, pública y privada respectivamente—, quienes se oponían al proceso (desde dirigentes políticos hasta comentaristas en los medios), instalaron la idea de que los encargados de redactar la nueva constitución eran inexpertos, ignorantes o pillos, y que no estaban trabajando o a que, si lo estaban haciendo, no lo hacían con la rapidez necesaria: “El circo constituyente”, le llamó el dirigente de extrema derecha Cristián Valenzuela en una columna publicada el 22 de febrero en La Tercera. La misma idea era repetida en las notas de los matinales, los noticieros y los programas políticos de televisión.

El Presidente de Chile, Gabriel Boric, la Presidenta y Vicepresidenta de la Convención Constituyente de Chile, MarÌa Elisa Quinteros y Gaspar Domínguez, presentan el borrador final en el Congreso Nacional en Santiago. Fotografía de Lucas Aguayo Araos / REUTERS.

La percepción de que la labor de los constituyentes era desprolija cundió. Y acabó encontrando respaldo en los hechos cuando la prensa descubrió que unos de los convencionales más populares, un hombre llamado Rodrigo Rojas Vade, que trabajaba como actor, resultó ser un fraude. Rojas Vade era un desconocido hasta que cobró notoriedad durante las protestas de 2019, cuando apareció calvo y demacrado marchando y enfrentando a la policía durante las manifestaciones que siguieron al estallido. Su rostro ojeroso y su cuerpo macilento del que salían tubos plásticos adheridos con parches y gasas llamaron la atención de los medios: según él, estaba enfermo de cáncer. Eso repitió en entrevistas y en sus redes sociales, en donde mostraba una bitácora de sus padecimientos y sus sesiones de quimioterapia. Luego fue convocado por la Lista del Pueblo para participar en la elección de la constituyente y logró un cupo. Poco después, cuando la convención ya estaba trabajando, un reportaje publicado en el diario La Tercera contrastó la historia contada por Rojas Vade y encontró que había mentido. Nunca había tenido cáncer, él mismo se rapaba y se maquillaba para fingir decaimiento. Pese a que al darse a conocer el fraude abandonó la convención, antes de participar en la elaboración y la votación de las propuestas, el daño que su conducta le provocó al proceso fue profundo. La Lista del Pueblo, que sostenía un discurso que repudiaba la conducción política tradicional, acabó disolviéndose entre conflictos internos por mal manejo financiero, enturbiando la labor de los constituyentes que habían sido elegidos por su  movimiento.

Los doce meses de trabajo de la convención, instalada el 4 de julio de 2021 y disuelta el 4 de julio de 2022, cuando entregó la propuesta final del texto, estuvieron marcados por la tensión permanente entre un grupo de convencionales de izquierda, que exigían cambios radicales con declaraciones y propuestas altisonantes, como cambiar el himno nacional reemplazando la línea que dice “puro Chile es tu cielo azulado” por “pluri Chile es tu cielo azulado”, o incluir la “obligación de sororidad”, y los miembros de la derecha que desprestigiaban el proceso con críticas casi siempre  falaces, como cuando denunciaron que la propuesta acabaría con la educación privada. Lo que para unos era expresión de la diversidad social, para otros era un circo impresentable en donde imperaba el desorden y el desmadre. Los medios destacaban las propuestas y declaraciones de los convencionales más conflictivos, como Elsa Labraña, que impidió a gritos que una orquesta juvenil tocara el himno nacional durante la inauguración porque no la representaba como símbolo de unidad . El momento, transmitido en directo, pudo haber resultado bochornoso de no ser por la intervención de la abogada del Servicio Electoral, encargada del procedimiento, que calmó los ánimos alterados de los miembros constituyentes más radicales, que parecían estar atentos a interpretar cualquier señal como un gesto de desaire.

La convención careció de una conducción comunicacional clara. Lorena Penjean, la periodista encargada de llevarla a cabo, renunció en febrero de 2022 con una dura declaración que apuntaba a la mesa directiva dominada por los representantes de la izquierda: “He llegado a la conclusión de que no existe la cohesión interna ni la voluntad que se requiere para desplegar una estrategia comunicacional profesional y acorde a la magnitud del desafío. Un plan de comunicaciones a la altura de la ciudadanía”.

A esas alturas, la convención era percibida como un ente ajeno y lejano y la ciudadanía estaba ocupada con otras urgencias, agobiada por la crisis económica que había dejado la pandemia. Pero en marzo de 2022, el cambio de gobierno le dio un nuevo aire, cuando asumió como presidente Gabriel Boric, hasta ese momento diputado del Frente Amplio —partidos y movimientos de izquierda— y uno de los principales artífices del acuerdo que inició el proceso constituyente.

Pese a los pronósticos de sus detractores, la convención logró elaborar y redactar en el tiempo asignado la propuesta constitucional que fue entregada al presidente Boric el 4 de julio. Cada artículo de la nueva constitución fue aprobado con más de dos tercios de los votos, es decir que, en promedio, cada artículo fue respaldado por más del 70% de los constituyentes. Pese a todo, los sectores políticos más conservadores plantean que no es un texto representativo porque los constituyentes de la derecha fueron marginados cuando, en verdad, no lograron ni representación suficiente para obtener poder de veto, ni votos para que sus propuestas fueran aprobadas.

Si la nueva constitución entrara en vigencia tal como está, desaparecería el actual Senado y sería reemplazado por una cámara con énfasis regional; se podría modificar el sistema de pensiones, y el funcionamiento de la salud pública se extendería, reformulando la participación de los seguros privados. La noción de Estado subsidiario sería reemplazada por la de Estado social y democrático de derecho y habría reconocimiento explícito de los pueblos originarios. Todas las medidas apuntan a un cambio radical: de cumplir un rol restringido al mínimo, el Estado pasaría a garantizar derechos como la salud, la educación y el retiro, y ocuparía un rol gravitante en la protección de la población vulnerable. Aunque el texto fue entregado en tiempo y forma, y según constitucionalistas locales y extranjeros enfrenta los principales desafíos del siglo XXI (el modelo de desarrollo frente al cambio climático, el cuidado del medio ambiente, la desigualdad de género, la descentralización del sistema democrático) las dificultades no terminaron: cada día las noticias falsas sobre la nueva constitución se esparcen sin control por las redes sociales, a veces de manera anónima, otras en voz de dirigentes políticos reticentes. Esta semana, una nota de BBC Mundo citaba al profesor de comunicaciones Sebastián Valenzuela, de la Universidad Católica, la universidad privada más antigua y prestigiosa del país, quien decribía la desiformación generada en torno al texto como “brutal”. Las falsedades que más se repiten anuncian que la constitución propone el fin de la propiedad privada y de los seguros médicos pagos, la creación de una justicia paralela para los pueblos indígenas o la posibilidad de abortar hasta los nueve meses. Por cada desmentida hay una nueva mentira puesta en circulación. El gobierno intenta contrarrestar la desinformación imprimiendo miles de ejemplares del texto, que se agotan con rapidez. La oposición ha criticado la edición masiva de ejemplares bajo el argumento de que es “poco ecológica”. Aunque existen críticas desde los expertos de centroizquierda sobre la propuesta —nadie la considera perfecta—, la mayoría coincide en que se concentran en aspectos muy específicos que pueden ser modificados posteriormente con celeridad.

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El 4 de septiembre se hará el plebiscito de salida, cuando la ciudadanía deberá votar si aprueba o rechaza la propuesta de la Convención. El rechazo corre con ventaja: en la encuesta Pulso Ciudadano del 11 de julio de 2022, un 46.3% de los encuestados declaró que votaría por el rechazo, solo un 28% que aprobaría y un 15% se mostraba indeciso.

Si triunfa el rechazo, se abre otra incógnita: continuará vigente una Constitución que la mayoría de los partidos, excepto la derecha, juzgan desprestigiada. Pero no hay un acuerdo sobre el modo en que se podría reformar. El presidente Gabriel Boric anunció que si el texto no cuenta con el respaldo de la mayoría, debería iniciarse otro proceso constituyente. La oposición apuesta por volver a la antigua práctica de una comisión de expertos, es decir, una constitución sin elecciones y a puertas cerradas.

Si ganara la opción Apruebo, Chile se transformaría en el primer país del mundo en contar con una Constitución redactada por una convención paritaria.

Para muchos chilenos y chilenas significaría, además, dejar atrás por fin la larga sombra de la dictadura de Pinochet.

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Un manifestante sostiene un cartel durante una manifestación, mientras la asamblea constituyente encabeza la ceremonia de entrega del borrador final de la nueva Constitución en Santiago, Chile. Fotografía de Ivan Alvarado / REUTERS.

Plebiscito en Chile: la decisión del siglo

Plebiscito en Chile: la decisión del siglo

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La Convención Constituyente logró elaborar y redactar su propuesta de Constitución, entregada al presidente Boric el 4 de julio. El documento enfrenta los desafíos del siglo: el modelo de desarrollo frente al cambio climático, el cuidado del clima, la desigualdad de género y la descentralización del sistema democrático. Entre críticas y fake news, Chile podría ser el primer país en contar con una constitución redactada por una convención paritaria, expresión de la diversidad social. Lo sabremos el próximo mes de septiembre.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

El viernes 18 de octubre de 2019, Chile, el país modelo de América Latina, dejó de serlo. Al atardecer de ese día, las protestas de los escolares por el alza del pasaje del metro, aunciada dos semanas antes, se habían extendido por Santiago de Chile, la capital de una nación considerada por muchos ejemplar debido a la estabilidad política y económica mantenida durante las tres últimas décadas. La forma que los estudiantes encontraron para llamar la atención de las autoridades y de la prensa consistía en evadir el pago saltando los torniquetes de las estaciones del tren subterráneo en trombas que bajaban corriendo las escalinatas, se escabullían de los guardias y se esparcían por escaleras y andenes. Carabineros, la policía militarizada, intentó controlar las evasiones pero no lo logró. Las protestas continuaron, desbordando los andenes, y empezaron a producirse destrozos. El viernes 18, justo antes del final de la jornada de trabajo, las autoridades decidieron cerrar toda la red de metro. El efecto inmediato fue que cientos de miles de santiaguinos acabaron deambulando por los barrios céntricos buscando la manera de trasladarse a sus casas en los suburbios. El sistema de buses colapsó, las calles se repletaron de peatones. El malestar callejero fue trepando hasta el punto de encender la noche con protestas, incendios en las estaciones del metro y saqueos, desbordando al gobierno encabezado por Sebastián Piñera.

Las protestas ya no eran sólo por el alza del metro, sino por un conjunto de cosas que iban desde la educación pública en ruinas a un sistema privado de pensiones que pagaba cifras miserables desde hacía una década; desde la crisis hídrica que vivía gran parte del territorio por una sequía extendida y agravada por la privatización de los derechos de agua, que favorece a los grandes empresarios agrícolas y mineros y perjudica a las comunidades de agricultores y pueblos rurales, hasta el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas. La imagen de bonanza y modernidad del país se lograba gracias a un modelo económico que beneficiaba a unos pocos mientras la mayor parte de la población recibía ingresos bajos: según el Instituto Nacional de Estadísticas, la mitad de los habitantes percibe ingresos mensuales de 442 dólares mensuales o menos, un monto con el que apenas se cubre el arriendo de un departamento de dos dormitorios en un barrio de clase media. Chile es uno de los países con mayores índices de desigualdad del mundo: según cifras del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, el 10% de la población más rica del país concentra el 60% de los ingresos totales, la cifra más alta de América Latina que es, a su vez, la región mas desigual del planeta. En 2018, las familias chilenas tenían una tasa de endeudamiento del 73% del ingreso disponible por hogar. Una de las principales causas era el costo de la educación superior: muchos jóvenes inician su vida laboral endeudados como consecuencia del crédito bancario que se han visto obligados a solicitar para pagar la universidad. Solo durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet se creó una política que le otorgaría gratuidad a los estudiantes de menores ingresos: en Chile, incluso las universidades públicas del Estado son pagadas, con un costo mensual que sobrepasa el ingreso medio de una familia.

En las semanas que siguieron al estallido, se realizaron protestas masivas convocadas a diario en Plaza Italia, rebautizada como Plaza Dignidad por los manifestantes, un lugar que es el corazón de Santiago. Las marchas multitudinarias eran pacíficas, pero terminaban en desórdenes violentos, con incendios y saqueos en el centro y en las periferias de la capital. Pronto comenzó a suceder lo mismo en ciudades como Valparaíso, La Serena y Concepción. La represión policial fue feroz. Hubo cientos de personas que perdieron los ojos producto de los balines disparados por Carabineros y denuncias de abusos físico, sexual, torturas y muertes. Las demandas comenzaron a encauzarse en cabildos autoconvocados en distintos barrios, reuniones vecinales. La idea de reformar la Constitución aparecía como la manera más obvia de salir de la crisis, porque era el principal obstáculo para atender a las demandas. Una propuesta que no era nueva: en su segundo gobierno Michelle Bachelet intentó lanzar un proceso constituyente adelantándose a una crisis, pero la derecha lo frenó cuando volvió al gobierno con el segundo mandato de Sebastián Piñera.

Pese a la represión, la violencia y los disturbios no se detenían, y continuaron a lo largo de todo el mes de octubre. La agitación amenazaba la democracia y el gobierno no encontraba, ni parecía buscar, una fórmula para superar la crisis, hasta que el viernes 15 de noviembre un grupo transversal de parlamentarios firmó un acuerdo, llamado Por la paz social y la nueva Constitución, abriendo las puertas para una salida a la crisis a través de un proceso que reformularía la Constitución promulgada por la dictadura de Pinochet en 1980 (que, a su vez, reemplazaba a la de 1925, nacida tras otra crisis política), y que había sentado las bases de la transición democrática, iniciada en 1990 con la elección de Patricio Aylwin.

Durante treinta años, los sectores más conservadores habían mantenido el poder gracias a la Constitución de 1980, que les aseguraba una sobre representación en el Congreso a través de senadores designados —eliminados recién en 2005—, un sistema electoral binominal —reformado en 2015—, un cuórum parlamentario altísimo para lograr reformas, y la existencia de un Tribunal Constitucional que, en los hechos, funciona como una tercera cámara impidiendo cualquier cambio profundo del texto.

Los manifestantes se reunieron cerca del antiguo congreso nacional durante el primer día de la convención constitucional. Fotografía de Felipe Figueroa / REUTERS.

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La Constitución promulgada en plena dictadura y, por tanto, sin que participaran los ciudadanos ni la oposición, aseguraba un modelo económico neoliberal y una concepción subsidiaria del Estado, es decir, un Estado restringido al mínimo que se hace presente sólo en los espacios en los que al mercado no le conviene operar, como la salud —el sistema privado solo cubre al 20% de la población, la más rica y la más joven, es decir la que tiene menos problemas sanitarios—, la educación de los más pobres y el sistema de pensiones. Hoy, según ese sistema, personas de ingresos medios o bajos, como los profesores, reciban pensiones mensuales equivalentes a 150 dólares o menos, después de más de treinta años de trabajo.

El acuerdo del 15 de noviembre, en el que el entonces diputado de izquierda Gabriel Boric y actual presidente tuvo un rol protagónico, acordó un plebiscito de entrada convocado para el 25 de octubre de 2020 que se realizó en torno a dos consultas. Una planteaba dos opciones: rechazar la creación de una convención (encargada de redactar el texto final) o aprobarla. La otra preguntaba por la conformación que debía tener ese organismo: mixta (representantes elegidos por votación y parlamentarios ya en ejercicio), o sólo representantes elegidos por votación. Se impuso esta última con casi un 80% de los votos: ningún parlamentario integraría la convención constituyente. Ninguna de las constituciones anteriores —diez, si se cuentan los primeros reglamentos constitucionales de la primera mitad del siglo XIX—, había sido redactada por representantes elegidos en sufragio universal, menos aun en un proceso que exigía paridad de género y reservaba escaños para los once pueblos originarios reconocidos oficialmente.

La elección de representantes para la convención se realizó el 15 y el 16 de mayo de 2021. El resultado fue demoledor: la derecha no consiguió asegurar el tercio de representantes que le hubiera permitido ejercer el veto sobre las propuestas que les resultaran incómodas y fue, además, una derrota para los partidos tradicionales de centro izquierda, cuyos candidatos fueron opacados por los nuevos movimientos vinculados al activismo en causas ambientales, de género e indígenas.

La primera lista más votada de la izquierda, Apruebo Dignidad, alcanzó 28 escaños, con candidaturas que reunían movimientos feministas y ecologistas, además de los partidos del Frente Amplio, al que pertenecía el entonces diputado Gabriel Boric. La segunda lista más votada, que logró 26 escaños, fue la debutante Lista del Pueblo, sin ninguna figura política conocida entre sus candidatos. La Democracia Cristiana, hasta hace dos décadas el principal partido de la Concertación, la coalación política de centroizquierda que gobernó Chile durante la década de los noventa y que eligió a dos presidentes después de la dictadura, sólo logró un escaño.

Con esos resultados, apareció un repertorio de reivindicaciones que apenas había tenido espacio en la política tradicional: demandas de las comunidades indígenas, de las disidencias sexuales , de los enfermos crónicos, de los agricultores que sufrían la sequía en el valle central, de los ambientalistas que estaban en contra de las granjas salmoneras, de quienes reclamaban el aborto legal.

La irrupción de los recién llegados produjo desconcierto: nadie sabía quiénes eran ni de dónde habían salido. Repentinamente, activistas anónimos que habían cuestionado el poder pasaban a ejercerlo, como Giovanna Grandon, una transportista escolar que había acudido a las manifestaciones, durante el estallido, disfrazada de Pikachu; la abogada Jennifer Mella, activista lesbiana de una ciudad de provincia; o Francisco Caamaño, activista medioambiental cuyo trabajo hasta ese momento era el de administrativo en una universidad. Ninguno de ellos pertenecía a los ambientes políticos habituales, pero serían los encargados de escribir el texto constitucional, mientras el establishment quedaba en minoría.

Durante la ceremonia en la que se inauguró la convención constituyente, el 4 de julio de 2020, eso quedó en evidencia: los rostros tradicionalmente vinculados al poder —hombres y mujeres blancos, vestidos formalmente y acostumbrados a los protocolos— permanecían en un rincón, mientras personas desconocidas, vestidas con trajes tradicionales indígenas o portando banderas de las disidencias sexuales, colmaban el espacio habilitado para una ceremonia caótica y emotiva a la vez. La lingüista y académica mapuche Elisa Loncon se transformó en el rostro del proceso, tras ser elegida presidenta de la convención para los primeros seis meses, el periodo en el que debían ser elaboradas las reglas que regirían el funcionamiento del organismo. Asumió con un discurso que inició en mapudungun, su primera lengua, y después, en castellano, anunció: “Hoy se funda un nuevo Chile plural, plurilingüe, con todas las culturas, con todos los pueblos, con las mujeres y con los territorios, ese es nuestro sueño para escribir una Nueva Constitución”

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Los primeros meses fueron particularmente difíciles: había que organizar una institución desde cero con un gobierno, el del saliente Sebastián Piñera, que le era hostil y que apenas colaboró con el proceso. Los constituyentes no contaban con oficinas ni instalaciones adecuadas, tampoco tenían computadores y los honorarios de los asesores —profesionales de distintas especialidades— eran pagados con retraso. Cada obstáculo debió ser subsanado por la mesa directiva presidida por Loncon, se logró con el apoyo de las universidades, que pusieron a disposición salas y especialistas.

Aunque del total de 155 miembros había 59 abogados y abogadas (entre ellos, varios especialistas en derecho constitucional), y la convención contaban con el apoyo de las universidades más prestigiosas del país —la Universidad de Chile y la Universidad Católica, pública y privada respectivamente—, quienes se oponían al proceso (desde dirigentes políticos hasta comentaristas en los medios), instalaron la idea de que los encargados de redactar la nueva constitución eran inexpertos, ignorantes o pillos, y que no estaban trabajando o a que, si lo estaban haciendo, no lo hacían con la rapidez necesaria: “El circo constituyente”, le llamó el dirigente de extrema derecha Cristián Valenzuela en una columna publicada el 22 de febrero en La Tercera. La misma idea era repetida en las notas de los matinales, los noticieros y los programas políticos de televisión.

El Presidente de Chile, Gabriel Boric, la Presidenta y Vicepresidenta de la Convención Constituyente de Chile, MarÌa Elisa Quinteros y Gaspar Domínguez, presentan el borrador final en el Congreso Nacional en Santiago. Fotografía de Lucas Aguayo Araos / REUTERS.

La percepción de que la labor de los constituyentes era desprolija cundió. Y acabó encontrando respaldo en los hechos cuando la prensa descubrió que unos de los convencionales más populares, un hombre llamado Rodrigo Rojas Vade, que trabajaba como actor, resultó ser un fraude. Rojas Vade era un desconocido hasta que cobró notoriedad durante las protestas de 2019, cuando apareció calvo y demacrado marchando y enfrentando a la policía durante las manifestaciones que siguieron al estallido. Su rostro ojeroso y su cuerpo macilento del que salían tubos plásticos adheridos con parches y gasas llamaron la atención de los medios: según él, estaba enfermo de cáncer. Eso repitió en entrevistas y en sus redes sociales, en donde mostraba una bitácora de sus padecimientos y sus sesiones de quimioterapia. Luego fue convocado por la Lista del Pueblo para participar en la elección de la constituyente y logró un cupo. Poco después, cuando la convención ya estaba trabajando, un reportaje publicado en el diario La Tercera contrastó la historia contada por Rojas Vade y encontró que había mentido. Nunca había tenido cáncer, él mismo se rapaba y se maquillaba para fingir decaimiento. Pese a que al darse a conocer el fraude abandonó la convención, antes de participar en la elaboración y la votación de las propuestas, el daño que su conducta le provocó al proceso fue profundo. La Lista del Pueblo, que sostenía un discurso que repudiaba la conducción política tradicional, acabó disolviéndose entre conflictos internos por mal manejo financiero, enturbiando la labor de los constituyentes que habían sido elegidos por su  movimiento.

Los doce meses de trabajo de la convención, instalada el 4 de julio de 2021 y disuelta el 4 de julio de 2022, cuando entregó la propuesta final del texto, estuvieron marcados por la tensión permanente entre un grupo de convencionales de izquierda, que exigían cambios radicales con declaraciones y propuestas altisonantes, como cambiar el himno nacional reemplazando la línea que dice “puro Chile es tu cielo azulado” por “pluri Chile es tu cielo azulado”, o incluir la “obligación de sororidad”, y los miembros de la derecha que desprestigiaban el proceso con críticas casi siempre  falaces, como cuando denunciaron que la propuesta acabaría con la educación privada. Lo que para unos era expresión de la diversidad social, para otros era un circo impresentable en donde imperaba el desorden y el desmadre. Los medios destacaban las propuestas y declaraciones de los convencionales más conflictivos, como Elsa Labraña, que impidió a gritos que una orquesta juvenil tocara el himno nacional durante la inauguración porque no la representaba como símbolo de unidad . El momento, transmitido en directo, pudo haber resultado bochornoso de no ser por la intervención de la abogada del Servicio Electoral, encargada del procedimiento, que calmó los ánimos alterados de los miembros constituyentes más radicales, que parecían estar atentos a interpretar cualquier señal como un gesto de desaire.

La convención careció de una conducción comunicacional clara. Lorena Penjean, la periodista encargada de llevarla a cabo, renunció en febrero de 2022 con una dura declaración que apuntaba a la mesa directiva dominada por los representantes de la izquierda: “He llegado a la conclusión de que no existe la cohesión interna ni la voluntad que se requiere para desplegar una estrategia comunicacional profesional y acorde a la magnitud del desafío. Un plan de comunicaciones a la altura de la ciudadanía”.

A esas alturas, la convención era percibida como un ente ajeno y lejano y la ciudadanía estaba ocupada con otras urgencias, agobiada por la crisis económica que había dejado la pandemia. Pero en marzo de 2022, el cambio de gobierno le dio un nuevo aire, cuando asumió como presidente Gabriel Boric, hasta ese momento diputado del Frente Amplio —partidos y movimientos de izquierda— y uno de los principales artífices del acuerdo que inició el proceso constituyente.

Pese a los pronósticos de sus detractores, la convención logró elaborar y redactar en el tiempo asignado la propuesta constitucional que fue entregada al presidente Boric el 4 de julio. Cada artículo de la nueva constitución fue aprobado con más de dos tercios de los votos, es decir que, en promedio, cada artículo fue respaldado por más del 70% de los constituyentes. Pese a todo, los sectores políticos más conservadores plantean que no es un texto representativo porque los constituyentes de la derecha fueron marginados cuando, en verdad, no lograron ni representación suficiente para obtener poder de veto, ni votos para que sus propuestas fueran aprobadas.

Si la nueva constitución entrara en vigencia tal como está, desaparecería el actual Senado y sería reemplazado por una cámara con énfasis regional; se podría modificar el sistema de pensiones, y el funcionamiento de la salud pública se extendería, reformulando la participación de los seguros privados. La noción de Estado subsidiario sería reemplazada por la de Estado social y democrático de derecho y habría reconocimiento explícito de los pueblos originarios. Todas las medidas apuntan a un cambio radical: de cumplir un rol restringido al mínimo, el Estado pasaría a garantizar derechos como la salud, la educación y el retiro, y ocuparía un rol gravitante en la protección de la población vulnerable. Aunque el texto fue entregado en tiempo y forma, y según constitucionalistas locales y extranjeros enfrenta los principales desafíos del siglo XXI (el modelo de desarrollo frente al cambio climático, el cuidado del medio ambiente, la desigualdad de género, la descentralización del sistema democrático) las dificultades no terminaron: cada día las noticias falsas sobre la nueva constitución se esparcen sin control por las redes sociales, a veces de manera anónima, otras en voz de dirigentes políticos reticentes. Esta semana, una nota de BBC Mundo citaba al profesor de comunicaciones Sebastián Valenzuela, de la Universidad Católica, la universidad privada más antigua y prestigiosa del país, quien decribía la desiformación generada en torno al texto como “brutal”. Las falsedades que más se repiten anuncian que la constitución propone el fin de la propiedad privada y de los seguros médicos pagos, la creación de una justicia paralela para los pueblos indígenas o la posibilidad de abortar hasta los nueve meses. Por cada desmentida hay una nueva mentira puesta en circulación. El gobierno intenta contrarrestar la desinformación imprimiendo miles de ejemplares del texto, que se agotan con rapidez. La oposición ha criticado la edición masiva de ejemplares bajo el argumento de que es “poco ecológica”. Aunque existen críticas desde los expertos de centroizquierda sobre la propuesta —nadie la considera perfecta—, la mayoría coincide en que se concentran en aspectos muy específicos que pueden ser modificados posteriormente con celeridad.

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El 4 de septiembre se hará el plebiscito de salida, cuando la ciudadanía deberá votar si aprueba o rechaza la propuesta de la Convención. El rechazo corre con ventaja: en la encuesta Pulso Ciudadano del 11 de julio de 2022, un 46.3% de los encuestados declaró que votaría por el rechazo, solo un 28% que aprobaría y un 15% se mostraba indeciso.

Si triunfa el rechazo, se abre otra incógnita: continuará vigente una Constitución que la mayoría de los partidos, excepto la derecha, juzgan desprestigiada. Pero no hay un acuerdo sobre el modo en que se podría reformar. El presidente Gabriel Boric anunció que si el texto no cuenta con el respaldo de la mayoría, debería iniciarse otro proceso constituyente. La oposición apuesta por volver a la antigua práctica de una comisión de expertos, es decir, una constitución sin elecciones y a puertas cerradas.

Si ganara la opción Apruebo, Chile se transformaría en el primer país del mundo en contar con una Constitución redactada por una convención paritaria.

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