Reforma judicial: origen y consecuencias

La reforma judicial: un reordenamiento de poderes

Una reforma busca quitar a los miembros de la Corte y reemplazarlos con nuevos integrantes votados en las urnas. Donde algunos ven soluciones a un Tribunal políticamente inclinado, otros ven intentos por cooptar un poder que ha servido como contrapeso.

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El 6 de abril de 2004 el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Mariano Azuela Güitrón, llegó a los Pinos para reunirse con Vicente Fox. Ese día discutieron el desafuero del jefe de gobierno, Andrés Manuel López Obrador. Cinco meses después, en septiembre, el vocero de la presidencia, Rubén Aguilar, confirmó la información: “que hubo una reunión, que ha habido reuniones y que han estado ministros de la Corte […] en este tipo de reuniones, absolutamente confirmado”. Rápidamente el movimiento Obradorista denunció el encuentro como parte de un “golpe de Estado anticipado”.

Un mes antes de dejar su cargo en la Corte, le preguntaron al ministro Azuela si se arrepentía de haber asistido a esa reunión. “Es que pareciera que la Corte y usted se pusieron del lado del presidente Fox”, cuestionó el entrevistador. “Esas fueron interpretaciones que se hicieron”, argumentó Azuela, “yo me puse del lado de la Constitución”.

Si algo han demostrado los estudios críticos del derecho es que la respuesta de Azuela era previsible, desde que la pregunta fue formulada. No podría responder algo distinto. Como el juez debe ser un árbitro imparcial, explica Duncan Kennedy en su libro Izquierda y Derecho, ensayos de teoría jurídica critica, “cada vez que alguien afirme que tiene un rol ideológico, o que la evidencia lo sugiera, este tiene que negarlo”. Azuela siguió esa máxima: rechazó cualquier vínculo partidista con Fox o cualquier animadversión a Obrador. Su único aliado es “la Constitución”.

Negar cualquier motivación ideológica y ligar la actuación del juez con la Constitución mantiene dos de las premisas en las que descansa la impartición de justicia. Primero, que el orden legal no tiene color ni partido, que es un sistema abstracto y neutral que regula y beneficia a todos. Segundo, que el juez encargado de interpretarlo y aplicarlo parte de una posición imparcial y apolítica, donde lo único relevante para sus decisiones son los hechos de un caso y el derecho aplicable. El juez, bajo esta idea, responde únicamente al “abstracto imperio de la Ley”.

Cualquiera que siga el funcionamiento de un Tribunal Constitucional sabe que el juez actuando desde la centralidad es, en el mejor de los casos, una linda teoría con malos ejemplos. Las Cortes —ayer y hoy, en México y el mundo— tienden a calcular extralegalmente los costos de cada decisión. En este examen importa el texto de la norma, pero también la cosmovisión ideológica de quien la interpreta, la coyuntura política, la influencia de intereses creados y las exigencias sociales.

Suelen ser factores ajenos al “imperio de la Ley” los que, en casos límite, inclinan la balanza a un lado o al otro. Paradójicamente, las democracias modernas han trabajado en la construcción de sus Tribunales asumiendo que existirán factores extralegales condicionando las decisiones de la Corte. Como el constitucionalismo entiende que el poder político presionará e intentará influir en los criterios judiciales, crea blindajes institucionales que buscan alejar y proteger a los miembros de la Corte de intereses que pueden contaminar su juicio. Si se quiere ver así, la independencia judicial y la separación de poderes asumieron que el presidente Fox invitaría al ministro Azuela a desayunar a los Pinos para influir en su criterio. Bajo esa premisa generan mecanismos que eviten que eso pase —o que pase lo menos posible—. Aunque a menudo fallan, la apuesta es impedir que el juez forme parte del interés político al que debe revisar. Particularmente cuando a ese interés se le acusa de violar derechos.

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Los fundamentos de esta idea no son nuevos. Desde Aristóteles hasta John Rawls, la imparcialidad ha sido una precondición del juicio y, al menos desde la ilustración, al Poder Judicial se le ha separado del Legislativo y del Ejecutivo. En México, la decisión de dividir el poder y buscar la imparcialidad e independencia del Judicial fue una apuesta compartida en el ideario liberal-republicano durante las pugnas políticas del siglo XIX. En lo que no hubo acuerdos fue en cómo hacerlo. La relación del Poder Judicial con los otros dos poderes soberanos y los métodos de elección en la Suprema Corte son reflejo de esta historia de prueba y error.

En los primeros años de vida independiente, la Asamblea Constituyente de 1824 otorgó el poder para nombrar a ministros de la Corte a las legislaturas locales, como un guiño a la consolidación del pacto federal. Después, durante los debates del Constituyente de 1857, Francisco Zarco pidió a sus contemporáneos “no desconfiar tanto del pueblo” y apostar por un sistema de elección popular indirecta. El método fue aprobado, pero cuando llegó la hora de revisarlo en 1917, los diputados cambiaron el rumbo.

Ese proceso constitucional justificó la modificación en el sistema de elección de ministros con cuatro argumentos, según relata el Diario de los Debates del Congreso Constituyente. Primero, que el derecho comparado o “la experiencia universal”, como la llamó el diputado Medina Hilario, marcaban un rechazo generalizado a la elección popular de las Cortes. Segundo, un eco a intelectuales críticos del método de votación popular como Justo Sierra y Emilio Rabasa, cuya influencia “se habría desfilado por el Parlamento”. Tercero, hay que decirlo, una aproximación clasista a un pueblo caricaturizado como “analfabeta” que, para algunos diputados, no estaba en condiciones de elegir a ministros de la Suprema Corte de Justicia. Finalmente, la ambición por crear un cuerpo técnico y neutral “que no estuviera manchado por las pasiones [políticas]” como argumentaba el diputado Machorro Narváez. La apuesta era que “todas las agitaciones de la revolución […] no llegaran a la Alta Corte, a la Suprema Corte, en donde los 11 ministros deben estar serenos, inconmovibles, inmóviles”.

Esa Suprema Corte nunca existió. Entre la autocracia partidista del siglo XX y un modelo de elección que privilegia la valoración presidencial por cualquier otra cosa, la historia de la Corte ha sido más la de un aliado que la de un contrapeso a los abusos del poder y el capital. Pero sería simplista creer que la Corte funciona igual que en los años 1900. Distintas reformas constitucionales han incrementado la fuerza y alcance de las decisiones del Tribunal, y un escenario político cada vez más plural ha impulsado su función como contrapeso. En los últimos años la Corte ha tenido más protagonismo, autonomía e independencia en su relación con los demás poderes. Naturalmente, también ha crecido el número de críticos y el número de cuestionamientos que recibe.

Cada vez más voces se preguntan por qué un grupo que no es democráticamente electo tiene la capacidad revertir decisiones tomadas por mayorías representadas en el Congreso. Objetan, además, que las decisiones de la Corte son esencialmente políticas e ideológicas, pues los conceptos constitucionales que interpretan los ministros son categorías abiertas donde existen fuertes disputas sociales, legales y políticas. Si “dignidad” o “democracia” significan cosas distintas para distintas personas, ¿por qué 11 personas, por las que nadie votó, deben tener la última palabra en su interpretación y aplicación?

La manera en que el derecho y la ciencia política han abordado estos cuestionamientos es un debate de años. Parte de la respuesta, explican Ziblatt y Levitsky en su obra Tyranny of the Minority: How to Reverse an Authoritarian Turn and Forge Democracy for All, se encuentra en que las democracias necesitan reglas que limiten el poder que las mayorías ejercen. De vuelta, las democracias buscan que quien tenga la facultad de revisar y controlar al poder político dominante, se encuentre alejado de las dinámicas e intereses que éste ejerce. No puede haber imparcialidad sin distancia y las democracias necesitan que alguno de sus poderes pueda apretar los frenos cuando la mayoría pisa derechos. Sea quien sea que ocupe la categoría de “mayoría” en determinado tiempo y lugar.

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Este diseño, como lo han señalado Melissa Ayala y Roberto Zedillo, es mucho más que un modelo teórico y su funcionamiento tiene verdaderas repercusiones en derechos. No es necesario ir muy lejos, en México la mayoría representada en Congresos decidió que personas del mismo sexo no pueden casarse, que las mujeres y personas gestantes no pueden abortar, y que las trabajadoras del hogar no deben ser afiliadas a la Ley de Seguro Social. En todos esos casos, donde la mayoría negó derechos, la Corte sirvió como freno contra mayoritario para asegurarlos.

En este sexenio fue esa función de “contra poder” lo que impidió que se disminuyeran las funciones del Instituto Nacional Electoral, que Arturo Zaldívar ampliara su mandato en la presidencia en el pleno de la SCJN, o que la seguridad pública fuera adscrita a los mandos militares. En cada caso el presidente López Obrador acusó a la Corte (en general) y a los ministros (en particular) de ser una élite corrompida y alejada de su causa. Pero es justamente en estos escenarios donde el diseño constitucional ordena que el Poder Judicial esté desligado de la dinámica política. Que los ministros sean distantes al proyecto del presidente no es una patología del sistema, es un síntoma de su funcionamiento.

Es quizá en las complejidades de estos mecanismos donde deben evaluarse los méritos de la reforma judicial propuesta por el Presidente. ¿Votar a los ministros fomenta que las resoluciones judiciales estén separadas de cálculos políticos e intereses extralegales?, ¿mejora los mecanismos para proteger minorías frente a impulsos inconstitucionales de las mayorías?, ¿votar a los ministros “democratiza” su función o politiza, aún más, los perfiles que componen el Tribunal?

En épocas de ruido y desconcierto Lon Fuller, siguiendo a Hobbes, aconseja recordar constantemente “lo que se busca lograr [y el] problema que se está tratando de resolver”. La reforma busca resolver los grandes problemas de la justicia en México, pero votar a ministros no soluciona la impunidad, el olvido a la justicia local, el rezago o la indiferencia. Estos problemas continuarán existiendo, aunque se depositen cientos de boletas en urnas.

Si lo que busca resolver la reforma son los dilemas de la imparcialidad, las presiones extralegales en la Corte o los cálculos políticos de sus miembros, difícilmente lo logrará quitando a 11 ministros para reemplazarlos con nuevos integrantes filtrados por el sistema de partidos, la cúpula judicial y el electorado. Lo único que conseguirá la reforma es inclinar el péndulo de esos cálculos en favor de una posición política. La propuesta de cambio es, en términos sencillos, una apuesta por reestructurar las relaciones de poder. A quién beneficia el reordenamiento en este momento está claro. A quién perjudicará y de qué forma, quedará como pregunta abierta.

*Este texto únicamente estudia la propuesta por votar a ministros de la Suprema Corte. El análisis relacionado con Jueces y Magistrados merece un estudio diferenciado con consideraciones particulares.

**Agradezco a Jorge Peniche, Sergio Delgado y Daniela Reznik por los valiosos comentarios a versiones previas de este texto. La responsabilidad de la opinión es solo mía.

 


DANIEL TORRES CHECA. Es abogado litigante en materia constitucional y candidato a maestro en derechos humanos por la London School of Economics and Political Science (LSE).


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