Todo era nuevo. Los muebles, el lugar, la expectativa. En noviembre de 2019, The Market Line abrió sus puertas y las de treinta locales de comida —desplegados en tres cuadras — en el Lower East Side de Nueva York. Entre sus pasillos amplios de arquitectura industrial chic había puestos con grifos de cerveza artesanal, peceras con cangrejos, slices de pizza y tortillas de maíz. Leonardo Ramos trabajaba en el local que las vendía: era el cajero del turno de la tarde. Iba de lunes a sábado, de cuatro de la tarde hasta la medianoche, para cubrir sus gastos y enviar dinero a Puebla, mantener a sus padres y educar a sus tres hermanos menores. Iba para superarse. Así fue hasta que llegó marzo y se esparció el virus.
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Los domingos nadie llamaba. Ninguno de sus cientos de clientes podía interrumpir el único día que Luis Zavala tenía para desayunar en familia. Eran ocasiones especiales en las que él, su esposa, su hijo y sus sobrinos se levantaban temprano y preparaban todo entre todos: el café, los huevos, la fruta. Pero desde hace seis semanas que empezó la cuarentena, ese ritual se convirtió en rutina y empieza, casi siempre, a las once de la mañana. Después, cada uno se distrae como puede y se juntan por la noche para cenar. Han descubierto que comer solo dos veces es una forma de ahorro.
—Ya estoy cansado de estar encerrado. Para no aburrirme, mejor me pongo a soldar y a armar las piezas que antes me vendía un amigo. Ahorita estoy haciendo una de esas varillas para meter la carne al trompo, ¿las ha visto? —pregunta Luis con una tos que cada tanto corta lo que dice. Está resfriado desde hace dos semanas.
Esta es la primera vez en 29 años en que ha dejado de trabajar. No ha parado desde que dejó San Luis de la Paz, Guanajuato, a los 22, para probar suerte en Nueva York. Empezó como lavaplatos. Fue mesero y vendedor de molinos, estufas, neveras y batidoras. Aprendió también a reparar esos equipos porque se dio cuenta de que así ganaba más: 80,000 dólares al año en promedio. Por eso, Luis no descansaba ni sábados ni feriados. El fin de semana, al igual que de lunes a viernes, su sobrino manejaba la camioneta y lo llevaba desde East Elmhurst, donde vive, hasta donde lo necesitaran: Manhattan, New Jersey, Massachusetts.
—Ahora no he salido más que a pasear a mi perrito Oso y a comprarle un pastelito a mi hijo, que recién cumplió 21. Y nada más. Ni siquiera cuando pasó el 9/11 estuvo todo tan quieto.
La mañana del 11 de septiembre de 2001, Nueva York estaba en shock. La embestida de dos aviones desplomaba las Torres Gemelas y la tragedia ocurría en loop: la televisión y la radio la rebobinaban, una y otra vez, hasta el inicio. Juan Carlos Marín escuchaba las transmisiones mientras picaba vegetales en una cocina de Manhattan. La orden era seguir trabajando. Como si nada: sin detenerse. Hasta las tres de la tarde, la gente seguía llegando. Pedía comida a gritos. Un huevo, un tomate: lo que sea, lo que quedara.
—Dentro de todo, estábamos calmados porque sabíamos que al día siguiente no podían repetirse las cosas. En esto ya llevamos casi dos meses y nadie sabe bien qué va a pasar.
Juan Carlos bromea y dice que está hablando desde un búnker en Filadelfia. Se fue allá desde que dejó de trabajar en Cantina Cumbancha, un restaurante mexicano en Brooklyn donde era sous-chef y a veces tocaba música. En estos días ha estado viviendo con lo que ahorró para traer a sus padres de visita desde Azcapotzalco, en la Ciudad de México. No los ha visto desde hace 20 años y él ya cumplió 40. Abril, se suponía, iba a ser un mes feliz, primaveral. Abril, se suponía, era el mes en que Trump quería reabrir la ciudad y celebrar la Pascua.
Pero marzo y abril no han sido meses.
—Ha sido una pesadilla. Y yo no tuve miedo sino hasta el día en que se murieron dos amigos míos. Ese fue el día en que el todo se volvió más real y de veras me asusté.
Casos confirmados de COVID-19 por 10,000 habitantes por condado en Nueva York.
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“Esta enfermedad, desafortunadamente, amplifica las horribles disparidades de salud que ya existen y, en efecto, hace un corte muy claro por ingreso económico y raza. Golpea muy muy fuerte a las comunidades que no han obtenido, desde hace mucho tiempo, el cuidado médico que merecen”, dijo Bill de Blasio, alcalde de Nueva York, el 8 de abril cuando reveló que los latinos registran el porcentaje más alto de muertes por Covid-19: 34%. Los afroamericanos, con el 28%, son el segundo grupo más golpeado.
La última actualización del portal de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México es del 24 de abril e indica que 417 de los 529 mexicanos fallecidos por Covid-19 en Estados Unidos vivían en Nueva York, Connecticut y en condados de New Jersey.
El mismo 8 de abril, Andrew Cuomo, gobernador del estado de Nueva York, se preguntó: “¿Por qué los más pobres siempre pagan el precio más alto?”. Y se respondió: “es porque no tienen otra opción, francamente, que salir todos los días y terminar sometiéndose al virus”. Cuomo hablaba de quienes no tienen el privilegio de detenerse. De quienes no pueden darse el lujo de contemplar la pandemia desde ninguna ventana: ni real ni virtual. Hablaba de los indetenibles: cocineros, niñeras y repartidores; constructores, chóferes y mucamas sin quienes el pulso frenético de Nueva York estaría aún más paralizado. Aún más intermitente.
Luisa Ortiz fue una de esas personas que terminó sometiéndose al virus. Vendía camisas, pantalones, sombrillas y estuches de teléfono en la avenida Roosevelt, la más comercial de Jackson Heights, en Queens. Luisa tenía 60 años, era de Puebla y quería a Eric, su sobrino, como a un hijo. Luisa murió el 29 de marzo.
“La pandemia del coronavirus está causando estragos en nuestras comunidades. Ya nos hemos enfrentado a una crisis causada por la agenda racista de desplazamiento de la ciudad, dirigida a comunidades de color.»
—Mi tía tenía diabetes y la presión alta, pero en las últimas semanas se sentía muy enferma. Un día le empezó a faltar el aire y yo llamé a la ambulancia para llevarla al hospital, aunque ella me decía que no quería ir. Me rogaba que no la llevara. Los paramédicos me dijeron después que le dio un paro cardíaco en el camino.
Eric intentó llevar a su tía al Hospital Elmhurst. Ahí donde, desde finales de marzo, no hay suficientes mascarillas para los médicos ni suficientes ventiladores para el desborde de pacientes, según detalló la doctora Colleen Smith, de Emergencias, en un video para The New York Times. Al día siguiente de haber acompañado a su tía hasta la ambulancia, Eric empezó a toser. Fue a comprar una cerveza en lata, se la tomó y le supo a agua salada (perder el gusto es uno de los síntomas de la enfermedad). Asustado, fue a una clínica privada, pagó 850 dólares en efectivo de sus ahorros y se hizo la prueba de Covid-19.
—Hace tres días me agarró un ataque de ansiedad. No podía respirar. Vinieron los paramédicos, me revisaron y me dijeron que mis pulmones están bien y que todo fue porque me estaba aguantado mucho el dolor por la pérdida de mi tía.
Eric Ortiz nació en Estados Unidos. Su familia es de Puebla. Vive de repartir comida en bicicleta, pero no ha salido a trabajar. Está en cuarentena con sus padres y sus dos hermanos. Uno de ellos, cada tanto, tose al fondo de la llamada. Eric, hasta ahora, no ha recibido el resultado del examen. La clínica, dice, está cerrada.
Nadie contesta el teléfono.
El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, habla en una sesión informativa diaria durante el brote de la enfermedad por coronavirus en el Capitolio del Estado en Albany, Nueva York, 29 de abril de 2020. Fotografía de Mike Segar / Reuters.
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—Este virus no les va a dar solo a los que tienen documentos. Es parejo, pero nos está afectando sobre todo a los trabajadores del día a día. Si los patrones nos pagaran según la ley, en este momento tendríamos, al menos, para cubrir la renta y la comida—dice Carlos Rodríguez con voz firme, convencida.
Antes de la pandemia, su jornada se dividía entre su puesto de barista en el restaurante Tessa, en Manhattan, las entregas en bicicleta y las reuniones de la National Mobilization Against Sweatshops (Movilización Nacional de Trabajadores Contra la Explotación), de la que es miembro. En las últimas semanas, además de ir a recoger los alimentos —papas, frijoles, vegetales— que dona una iglesia del Bronx (donde vive), redactó junto con sus compañerxs una petición dirigida a Cuomo y a De Blasio. El objetivo: que los inmigrantes —que según la organización American Immigration Council representan el 25% de la fuerza laboral de Nueva York— reciban la misma ayuda económica del gobierno, tengan o no papeles.
“La pandemia del coronavirus está causando estragos en nuestras comunidades. Ya nos hemos enfrentado a una crisis causada por la agenda racista de desplazamiento de la ciudad, dirigida a comunidades de color. Los pequeños negocios ya han estado cerrando o recortando las horas de los trabajadores, mientras que los trabajadores y trabajadoras se han visto obligadas a amontonarse en espacios limitados para hacer frente al aumento de las rentas de sus viviendas”, se lee al principio de la petición.
«La última actualización del portal de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México es del 24 de abril e indica que 417 de los 529 mexicanos fallecidos por Covid-19 en Estados Unidos vivían en Nueva York, Connecticut y en condados de New Jersey.»
El 16 de abril, el alcalde De Blasio anunció una donación privada de 20 millones de dólares de la Fundación Open Society para ayudar a los “inmigrantes indocumentados, que son el corazón de esta ciudad”. Cada uno recibiría, en promedio, 400 dólares individuales o 1,000 por familia. Unas horas antes, sin embargo, el gobernador Cuomo había declarado que no hay ningún dinero estatal disponible para ninguna ayuda especial. “Sería irresponsable —dijo— hacer estas cosas cuando estás quebrado”.
Mientras ambos se ponen de acuerdo, los análisis económicos solo pronostican pérdidas: una debacle.
El Índice de Calidad de Empleo, investigado por la Facultad de Derecho de Cornell y la Coalición para una América Próspera, calcula que el sector de restaurantes será uno de los más perjudicados: solo en una primera etapa se perderían 10 millones de empleos. En Estados Unidos, hasta ahora, cerca de 22 millones de personas han solicitado el subsidio de desempleo. Y las proyecciones de la Oficina de Presupuesto Independiente de Nueva York dicen que esta será la peor crisis que enfrentará la ciudad desde los años setenta.
Esta no es la vida que Carlos se imaginaba a sus 34 años.
—Todo ha sido casi como empezar de nuevo, como llegar recién. Si en dos o tres meses la situación no se compone, pienso regresar a Oaxaca. Así no se puede vivir.
Un hombre cruza una calle casi desierta en el distrito financiero del bajo Manhattan durante el brote de la enfermedad por coronavirus, 3 de abril 2020. Fotografía de Mike Segar / Reuters.
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Los hombres siempre han sido mayoría. En las cocinas de los restaurantes neoyorquinos en los que Rosenda Mateo ha trabajado, en los últimos cuatros años, ella ha sido la única mujer. Por eso las negativas que ha escuchado en esta última semana, en su búsqueda de empleo, ni la sorprenden ni la desalientan.
—Fui a cuatro restaurantes en Queens y en uno hasta me dijeron que las mujeres no podemos hacer lo mismo que los hombres porque somos lentas. Yo dije que no era cierto, ¡que nosotras hasta tenemos mejor sazón! —dice con una risa breve, cauta.
Antes de la pandemia, nadie habría sobrevivido en Nueva York sin velocidad. Menos si se dedican a lo que Rosenda —orgullosa guerrerense— se dedicó en los últimos dos años: preparar desayunos para sibaritas del Upper West Side. En la antigua normalidad de la ciudad, nadie hubiera esperado con paciencia por una taza de café o una tostada francesa. Nadie se hubiera detenido. En la “nueva normalidad” de la ciudad, aún hay cosas que tampoco han parado: los gastos, el alto costo de la vida. Hace poco, De Blasio ordenó congelar los arriendos de los departamentos con renta estabilizada, pero lo único que se congeló, al parecer, fue su pedido. La Junta de Pautas de Alquiler, hasta ahora, no lo ha obedecido.
—La señora que me renta el cuarto ya me pidió el pago, pero yo le dije que me espere —dice Rosenda por teléfono y, enseguida, se disculpa para pedirle al menor de sus tres hijos que no haga tanto ruido—. Hasta conseguir algo, me he dedicado a hacer manualidades con hilo para vender cuando esto se acabe. Antes también vendía flores, muñecos.
«El Índice de Calidad de Empleo, investigado por la Facultad de Derecho de Cornell y la Coalición para una América Próspera, calcula que el sector de restaurantes será uno de los más perjudicados: solo en una primera etapa se perderían 10 millones de empleos.»
Y si tiene que volver a hacerlo, lo hará, porque esta no es la primera vez que Nueva York la pone a prueba.
Alonso González es coterráneo de Rosenda. Nació en Guerrero y dice que este tampoco ha sido su reto inaugural en Nueva York: lleva aquí 13 años . Él, incluso, ya pasó por la prueba que más temía: la de Covid-19. El mesero con el que había estado en contacto en los últimos días tuvo fiebre y tos seca. Alonso, apenas pudo, fue al hospital a hacerse el examen. El resultado, cinco horas después, dio negativo. Desde entonces no ha querido arriesgarse y ha estado en cuarentena con su hermano y sus dos tíos en el departamento que arriendan en Queens.
A veces, para sobrellevar el encierro, Alonso camina del cuarto a la sala, y luego del baño al comedor. A veces juega videojuegos o habla con su familia en México: lo que más le calma. Cuando se anima, también toma apuntes para mejorar sus recetas de pizza. Planeaba publicar un libro en el verano. En algún momento, cuando todo termine, preparará algunas de las 180 que tiene.
—La gente va a seguir asustada al menos otros seis meses. Pero hay que ser positivos. Uno no puede estar pensando todo el tiempo solo en cosas que le afecten. Hay que tener la cabeza en alto y, pues, una vez que todo esto pase, seguir adelante. Seguir y trabajar el doble o más del doble en los proyectos que no pudimos terminar.
Afuera de las ventanas, la primavera de Nueva York transcurre casi sola, sin agenda. Taxis, bicicletas, ladridos y ambulancias llenan el silencio de la espera. En sus cuartos, en sus caminatas o en sus cocinas, quienes pueden aún piensan en los planes, en los proyectos. En todo lo que no pudieron terminar.