El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

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Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de José Miguel Gómez/REUTERS. Una vista general de la ciudad de Bogotá se ve desde las montañas orientales 7 de abril de 2015.

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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Fotografía de José Miguel Gómez/REUTERS. Una vista general de la ciudad de Bogotá se ve desde las montañas orientales 7 de abril de 2015.

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

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Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

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Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Fotografía de José Miguel Gómez/REUTERS. Una vista general de la ciudad de Bogotá se ve desde las montañas orientales 7 de abril de 2015.

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

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Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de José Miguel Gómez/REUTERS. Una vista general de la ciudad de Bogotá se ve desde las montañas orientales 7 de abril de 2015.

Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

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Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

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Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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Fotografía de José Miguel Gómez/REUTERS. Una vista general de la ciudad de Bogotá se ve desde las montañas orientales 7 de abril de 2015.
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El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

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Tiempo de Lectura: 00 min

Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de José Miguel Gómez/REUTERS. Una vista general de la ciudad de Bogotá se ve desde las montañas orientales 7 de abril de 2015.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

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Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de José Miguel Gómez/REUTERS. Una vista general de la ciudad de Bogotá se ve desde las montañas orientales 7 de abril de 2015.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

09
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07
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23
2023
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Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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Fotografía de José Miguel Gómez/REUTERS. Una vista general de la ciudad de Bogotá se ve desde las montañas orientales 7 de abril de 2015.

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

El último burro en Bogotá: una excepción campesina en medio de la ciudad

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Ver un burro en Bogotá es “como encontrarse un trébol de cuatro hojas”, dice el autor de esta crónica, y es que la decidida urbanización de la ciudad ha extinguido hasta las últimas costumbres campesinas, salvo por un hombre y un burro, retratados en este texto. A la par, el gobierno declaró que los cerros orientales, contiguos a Bogotá, debían ser exclusivamente una reserva forestal, poniendo en riesgo de desalojo a los campesinos que habitan en ellos y a sus formas de vida.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Cuando la vacunación rondaba entre la mayoría de la gente y más rostros perdían el miedo a mostrarse desnudos, sin tapabocas, los volví a ver. El animal estaba quieto, manso, comiendo una mezcla colorida de residuos de frutas y verduras acumuladas dentro de un balde. El dueño estaba abriendo grandes bolsas negras a un lado del portón de un restaurante, seleccionando y trasladando a un costal residuos orgánicos. Era una pareja singular en el vaivén de la ciudad de Bogotá debido a sus rasgos campesinos. El burro tenía sobre el lomo unas angarillas pero no llevaba carga y el dueño, un señor de unos setenta y tantos años, delgado pero recio, vestía ropa de jornalero, gastada y algo sucia, complementada por un sombrero de paja y botas de caucho.

Algunas personas que pasaban caminando por el eje ambiental, donde solo se permite el transporte público, miraban al burro con un asombro instantáneo, tal vez porque su presencia, tan natural mientras se alimentaba, parecía no concordar con los edificios ni con el piso adoquinado, tampoco con la canalización del río San Francisco.

Fue un golpe de suerte haberme cruzado con ellos nuevamente. Es posible toparse con un sinnúmero de particularidades en el centro, pero un burro junto a su dueño, tan campesinos en la urbe, es una imagen en declive, casi extinta.

Me quedé imantado, acompañándolos sin ser invitado y a cierta distancia, recordando a vuelo de pájaro las historias de mi abuelo, un campesino de otra tierra —la caldense—, quien enmarcaba el uso de mulas como fuente de sustento, y a la vez generadoras de un empuje primario para el progreso del país.

“Tanto los burros como las mulas son animales resistentes, pero si quiere pasar montañas, barrizales donde se hunde la trocha o aguantar frío o calor para ir a pueblos o ciudades, vaya con una recua de mulas”, decía mi abuelo, orgulloso, refiriéndose a su niñez junto a su papá, cuando iban del Viejo Caldas a Antioquia y viceversa, llevando bultos de café, panela, carbón, víveres, correo, maquinaria o lo que se necesitara, arreando entre varios hombres jóvenes y adultos experimentados una recua con más de cincuenta mulas y ellos a lomo de caballo.

El cambio del transporte de carga dado por la proliferación de carreteras y la inclusión de camiones hizo que las recuas, los arrieros, las fondas donde pasaban la noche y recuperaban fuerzas para continuar al día siguiente empezaran a hacer parte de la nostalgia que cobija la caducidad de los oficios.

Y ese sentimiento, el nostálgico, me habita, porque continuamente evoco mis raíces familiares y rehago con preguntas la memoria de una tierra campesina que nunca conocí. Quizás era eso lo que me tenía ahí de pie, absorto en una realidad minúscula de otra época que sobrevivía nada más que en dos seres, pero no quería preservar solamente la superficie que conlleva grabarse una imagen. La oportunidad de lograr el trasfondo y conocer la voz que mantiene con vida unas costumbres distantes de la Bogotá actual estaba frente a mí.

—Buenas tardes —le dije al señor luego de haber avanzado algunos pasos sobre el mismo andén.
—Joven —respondió de forma escueta al mirarme de reojo y movió la cabeza hacia arriba para darme a entender una especie de saludo.

Aunque pensé en decirle de una vez lo extraño que me parecía ver a un burro en plena avenida Jiménez, también me recorrió una inquietud por haberlo encontrado rebuscando entre las bolsas negras que son para la basura.

—¿No le da miedo cortarse con algo metiendo las manos en esa bolsa?
—No, esto no es basura. El restaurante dos veces por semana saca las cáscaras de lo que cocinan.
—Ah… ¿y todo lo que saca es para el burro?

La embarré. El señor se reacomodó en el espacio y recobró su estatura, un metro con sesenta y cinco, más o menos, y cruzando los brazos de manera sólida me respondió con una breve argumentación que parecía haber puntualizado muchas veces.

—Si viene aquí por el decreto 595, le digo que yo al animalito no lo uso para que arrastre ninguna zorra, mire lo bien que está. También puede ir y preguntar al restaurante porque ellos sacan las cáscaras limpias cuando yo vengo.

Negué radicalmente que mi presencia al frente suyo se debiera a ser representante de alguna entidad y fui sincero, genuinamente quería escribir del burro y de él, de su persistencia y arraigo desde una perspectiva de ciudad. En cuanto traté de explicarme y le conté mis intenciones, aflojó su postura nada más que un poco, no me creía.

Su repentino cambio de actitud se debía a que ocho años atrás, desde enero de 2014, entró en vigencia el decreto 595 de 2013, mediante el cual se restringe definitivamente la circulación de vehículos de tracción animal en el Distrito Capital. Antes de ese año era frecuente encontrar en las vías bogotanas a las llamadas “zorras”, compuestas de un caballo o un burro que tiraba una carreta, pero el maltrato animal motivó la creación de leyes que evitaran esas costumbres, y aunque los burros no eran usados particularmente como animales de tracción, sí ayudaban con alguna carga, razón para que la ley y los protectores de animales también se fijaran en ellos con la intención de verificar su estado, y si encontraban algún quebranto en su salud tenían potestad para decomisar el animal.

Con el propósito de revertir mi mala entrada, decidí no hacer preguntas y empecé a hablarle de mi pasado, precisamente sobre mi abuelo. Le dije que ver un burro en Bogotá es como encontrarse un trébol de cuatro hojas y más si lleva angarillas. Marcó en su rostro una leve sonrisa y bajó nuevamente los brazos. Lo convencí al decirle el término “angarillas”, que es un armazón de madera en el que se fija la carga a ambos lados del burro y que además no es una palabra de uso común para alguien de ciudad.

—Usted parece de acá, ¿por qué sabe de angarillas?
—Porque mi abuelo era un campesino de Caldas, panelero y cafetero.

Le conté de mis recuerdos infantiles en la finca de mis abuelos. Apenas recuerdos, porque los cafetales, la molienda, los cañaduzales y el trapiche dejaron de existir, dando paso a un terreno menguado, sin gracia, donde metieron ganado para engorde. También fui más atrás y hablamos de la concluida época de la arriería, en la que mi bisabuelo encontró la forma de ganarse la vida.

Luego de haber escogido lo que le servía de las bolsas negras y llenar el costal, lo aseguró sobre el burro. Empezamos a caminar hacia el sur por la carrera Cuarta, entrando al barrio La Candelaria. El señor, aunque conservaba una actitud desconfiada y reservada, me dijo que se llamaba Antonio; me contó que vivía en los cerros orientales, pero no precisó la ubicación, señaló un lugar genérico en la parte baja del cerro de Guadalupe.

—Allá crecí, me casé y nacieron mis hijos —enfatizó la última parte mirándome fijo, orgulloso.

Quedé mudo durante más de una cuadra mientras caminaba a un lado de don Antonio; él estaba a la defensiva y me trataba como si yo estuviera ocultándole algo, carente de sinceridad. Igual creo que es un comportamiento normal y comprensible ante un desconocido que lo aborda a uno en la calle e intenta generar confianza a contrarreloj.

—Don Antonio, discúlpeme, no quería incomodarlo.
—No se preocupe, muchacho, usted sabe que aquí toca estar ojo avizor con la gente, mucha mala persona buscando el daño.
—Sí, señor. Don Antonio, y volviendo —dije entre risas mezcladas con pena—, yo quería preguntarle… aparte de su animalito, su burro, ¿siguen habiendo más por acá?
—Quedan unos, pero ya no los bajan —dijo refiriéndose al centro de la ciudad.
—Ah, pero usted sigue bajando, ¿y eso a qué se debe?
—Para no dejar morir la costumbre.

Su respuesta y la manera en que la dejó salir, como si estuviera hablando consigo mismo, fue desoladora. Tardó en continuar y sin yo pedírselo me contó parte de los oficios a los que dedicó su vida en la delgada línea existente entre los cerros orientales y Bogotá. Arriba, donde vive, tuvo una marranera y algunas vacas lecheras. Bajaba a la ciudad varias veces por semana para comprar lavaza o recibirla regalada en restaurantes. Con eso alimentaba a los cerdos que criaba; ya grandes, los vendía vivos a los mataderos. Nunca fueron muchos, diez o doce, pero daban trabajo y lo mantenían ocupado. También bajaba de forma ocasional para vender leche fresca por encargo. Ambas cosas se acabaron por disposiciones de ley, pero don Antonio enfatiza que si no sumara tantos años o tuviera quien le ayudara a continuar, no habría problema porque le ha tocado aprender de leyes y conoce los derechos que están a su favor.

Sus hijos fueron a la universidad pública. El campo no les llamó la atención y tampoco se amañaron en el inestable trabajo del camino de piedra que hay de Bogotá a la basílica de Monserrate, vendiendo comida y objetos religiosos en una caseta o un puesto improvisado. Les quedaba estudiar y salieron inteligentes, dice, cada uno ejerce e incluso le colaboran en la casa con lo necesario para vivir.

Subimos por la calle Once y dimos con la avenida Circunvalar. Adelante, pasando la doble vía, la tierra se empina hasta lograr una altura de 3,360 metros sobre el nivel del mar. El paisaje verde, talludo e inmenso pertenece a Guadalupe, uno de los cerros orientales que hacen distintivo el horizonte y a la vez imponen el inicio o el final de la ciudad en ese punto cardinal.

—Hasta aquí está bien —me dijo don Antonio, haciendo una referencia cortés a desprenderse de mi compañía.

Sin contar la desconfianza, lo que alcanzamos a hablar estuvo marcado por evocaciones y resonancias del pasado, nostalgia al fin y al cabo, y que esa nostalgia permaneciera fuera de la exclusividad de las palabras, incluyendo la terquedad de las acciones —como, por ejemplo, que siguiera bajando a la ciudad para no perder lo que considero su identidad—, me pareció admirable. Sin embargo, al rearmar brevemente segmentos de su vida también surgieron vacíos que podría llenar si tuviera la oportunidad de continuar la conversación.

—¿Y si hablamos otro rato, o tal vez otro día?, ¿puede, don Antonio?

Hizo cálculos mientras pasaban los carros de un lado para otro y me dijo que era posible. Me citó al día siguiente en el Chorro de Quevedo, cerca de ahí.

—Lo espero por los lados de la iglesia, le va a interesar —dijo a modo de despedida.

Partió sin afán, encabezando y dirigiendo al burro con la rienda, bordeando la avenida Circunvalar, despreocupado del tiempo.

Fotografía de Daniel Muñoz/REUTERS. Un campesino colombiano camina junto a su burro llevando cañas de azúcar para hacer panela en Vergara, Colombia. 17 de febrero de 2006.

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Llegué a la plazoleta del Chorro de Quevedo a las diez de la mañana, hora en la que había quedado con don Antonio. Me senté en un andén sin perder de vista la iglesia y, mientras esperaba, tanto turistas como citadinos confluían. Era sábado, un día con mucho movimiento, que empezaba a darse desde temprano. Vendedores de chicha e impulsadores de cafés y bares intentaban pescar clientela. Grupos de extranjeros se reunían para escuchar a los historiadores que reviven la cronología del lugar y luego seguían de paseo por el barrio La Candelaria. También estaban emplazados los parlantes para los cuenteros o los eventos de circo, pero esas actividades comúnmente suceden en la tarde.

Era una incógnita lo que don Antonio resaltó con “le va a interesar”. Prediciendo su desconfianza, tampoco quería desbordarlo con preguntas. Entonces enfoqué mi meta en saber los asuntos de leyes a los cuales se refirió con firmeza y en tratar de conocer la ubicación de otros campesinos dueños de burros que de alguna manera siguieran conectados con Bogotá.

Veinte minutos después de la hora pactada llegó don Antonio a la iglesia. Vestía camisa a cuadros, un saco de lana con cremallera, pantalón y botas de obrero lustradas, similar a tantos campesinos que he visto cuando van al pueblo el día de mercado y usan una ropa exclusiva para el fin de semana. Llevaba una carpeta e iba acompañado por un hombre menor que él, serio, entre cuarenta y cincuenta años, posiblemente uno de sus hijos. Me levanté del andén y lo saludé mientras caminaba.

—Don Antonio, buenos días, me alegra que haya venido.
—Joven —me respondió en la misma forma escueta de la primera vez.

Saludé al hombre que lo acompañaba. No recibí respuesta. Don Antonio abrió la carpeta y sacó unas hojas grapadas.

—Si quieren vamos a una cafetería —les dije.
—No, gracias. Tenga, esto es para usted.

Don Antonio me dio las hojas. Ya en mis manos y al reconocer la primera página supe que se trataba de un documento legal fotocopiado.

—Igual no le voy a quitar mucho tiempo, o si prefiere hablamos acá, un par de preguntas nada más, ¿le parece?
—Nos tenemos que ir. Y ¿sabe qué, joven?, dígales que no insistan, que no voy a vender —lo dijo enfatizando cada palabra.

Dieron media vuelta y empezaron a caminar espaciosos, anchos, como si acabaran de ganar un juicio.

—Pero, don Antonio, yo no sé de qué habla.
—Si nos volvemos a ver, nos saludamos —dijo al girar hacia mí brevemente.

La actitud de don Antonio me pareció paranoica o acechada, o las dos cosas, porque pueden llegar a complementarse. El hijo, amigo o lo que fuera me lanzó una última mirada que hubiese preferido esquivar.

La culpabilidad ajena que me cayó encima no pesaba en mí, de hecho, el temple que tenía para defender su patrimonio y tratar de mantener las costumbres de campo me dio nuevas aristas de ese señor, reflejaban su astucia y coraje. Mientras seguían a mi alcance le deseé buena suerte y salud.

Nada más lamenté no haber ampliado la conversación pero, seguramente, el documento legal me daría algunas respuestas. Se trataba de la resolución núm. 1141 de 2006, “por la cual se adopta el Plan de Manejo Ambiental de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá y se establecen otras determinaciones”. Pasé las hojas sin ir a los detalles, encontrando algunos rayones de esfero marcados con decisión e intensidad. Volví a sentarme en el andén pero el movimiento constante del Chorro de Quevedo me desconcentraba, no me permitía quedarme fijo en la resolución, por lo que decidí buscar otro lugar para leer.

Estando cerca de la Biblioteca Luis Ángel Arango elegí una tienda sobreviviente a la renovación del barrio La Candelaria, originada por el turismo y la gentrificación. Es una tienda sin lujos, rústica. Me gusta por los buenos precios y por el olor distintivo —un poco húmedo— que van adquiriendo las casas que fundaron el barrio.

Al entrar, las cuatro mesas estaban ocupadas, todas con clientes cerveceros. Me acerqué al mostrador y pedí un tinto. Aspiré y ahí estaba el olor, sutil, oculto entre el aroma de un limpiador floral.

La atmósfera del lugar carecía de música, pero no era exclusivamente silenciosa. Los clientes hablaban sin reservas de volumen y, debido a la proximidad de las mesas, las conversaciones se pisaban unas con otras. Me sirvieron el tinto y luego de dar el primer sorbo, una voz se dirigió a mí.

—Bien pueda, siéntese.

La voz era amable, de un señor que ya llevaba dos botellas grandes de cerveza y la tercera iba por la mitad. Me ofrecía la otra parte de la mesa, él estaba solo.

—Gracias.

Me senté y, con una luz menos intensa que la del ambiente exterior, pude identificar que la resolución estaba incompleta, la paginación se saltaba. Empecé a leer, enfocando mi atención en las partes subrayadas con esfero:

Página 7: “Las personas que estén interesadas en que se les compren los predios localizados dentro de la Reserva Forestal Bosque Oriental de Bogotá deberán solicitarlo a la Entidad, anexando todas las pruebas que los acrediten como propietarios del predio respectivo”. Además, incluía al final una frase escrita a mano: No voy a vender!! A la Entidad que hacía referencia es la CAR, Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, que tiene por objeto la ejecución de las políticas sobre medio ambiente y recursos naturales renovables conforme a las directrices expedidas por el Ministerio del Medio Ambiente.

Página 8: “Licencias previas. Que la primera condición, para el desarrollo de actividades económicas dentro de una reserva forestal, es la obtención de una licencia previa, siempre y cuando no se atente contra la conservación de la reserva y la misma no implique cambio en el uso del suelo”. Incluía al final una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 15: “Artículo 318: Urbanización ilegal. El que adelante, desarrolle, promueva, patrocine, induzca, financie, facilite, tolere, colabore o permita la división, parcelación, urbanización de inmuebles o su construcción, sin el lleno de los requisitos de ley, incurrirá, por esta sola conducta, en prisión de cuarenta y ocho a ciento veintiséis meses y multa de hasta cincuenta mil salarios mínimos legales vigentes”. Tengo mis escrituras!!

—¿Le molesta si pido música?

El señor con quien compartía la mesa me habló con un tono animado y desenvuelto, seguramente por las cervezas.

—No, para nada y ¿por qué me va a molestar?
—Como está leyendo.
—No, por mí pida la música que quiera. Antes mejor.

El señor se levantó de la silla y fue al mostrador. Yo continué leyendo las partes subrayadas. Sin que hubiera regresado a la mesa, empezó a sonar Silva y Villalba.

Página 21: “Compra de predios con vegetación nativa. Compra de predios con plantaciones forestales. Compra de predios con cultivos y pastizales”. No voy a vender!!

Página 28: “Inscripción de actividades económicas. Todas las personas naturales o jurídicas que realicen actividades porcícolas, avícolas, agrícolas, cultivos de pasto y ganadería dentro de la Zona de Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá deberán, dentro de los diez meses siguientes a la publicación del presente acto administrativo, efectuar el registro o inscripción de su actividad ante la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, CAR”. Otra vez una palabra escrita a mano: Ya!!

Página 30: “Usos prohibidos: Agropecuarios”. Incluía al final de esa palabra dos signos de interrogación: ??

Se acabaron las páginas y esbocé un conflicto todavía borroso para mí por la falta de información. Dejé las hojas sobre la mesa y me quedé mirando hacia la puerta, sin propósito, de gesto nada más porque estaba pensando en don Antonio. Imposible volver a hablar con él, pero iba a regresar a mi casa, entrar a internet y buscar la resolución completa.

—¿Le gusta esa música?

Con una cerveza recién destapada sobre la mesa, el señor volvió a hablarme. Siempre me caen en gracia los desconocidos que me hablan, porque ocasionalmente yo hago lo mismo.

—Silva y Villalba, sí.
—Ah, pero los conoce.
—Por mi papá. Me acuerdan de él.
—A mí me acuerdan del Tolima, qué tierra tan bonita.
—¿Es de allá?
—No, pero la recorrí toda. Viví en Ibagué y en un reguero de pueblos.
—¿Y eso?, ¿trabajaba allá?
—De joven me fui de hippie, pero era uno diferente, no como cualquier otro, ¡yo era un hippie con oficina! —dijo y se echó a reír, libre y orgulloso.
—¿Cómo así?

Se agachó y alzó una caja de embolar que estaba escondida en un borde del mostrador.

—Le presento mi oficina.

Era una caja negra, de madera, con varios compartimentos a los lados y una base para apoyar el zapato.

—El viejo arte de embolar zapatos.
—Embolar no. Yo he vivido la evolución de mi trabajo. Antes era un simple embolador, luego fui un lustrador de zapatos y ahora soy un embellecedor de calzado, ¿cómo la ve?

Cambié el tinto por cerveza y empezamos a conversar de otras cosas. Revivió con su voz animada los viajes que hizo por otros departamentos de Colombia, las estadías en el río La Miel, los alucinógenos naturales, el pelo largo que lo acompañó por más de medio siglo. Pidió desde la silla que cambiaran la música por Pablus Gallinazo y empezó a sonar. Al contarme que era bogotano, nacido en el centro, volví a la base de esta crónica y le dije que estaba escribiendo sobre los burros que tiempo atrás eran comunes en la ciudad y le pregunté si sabía algo del tema. Lo hice más desentendido, menos visceral. El señor tenía información y me volvió a encarrilar en mi búsqueda.

Me dijo, como exponiendo una obviedad, que los usaban en los cerros para bajar el líchigo a las plazas de mercado, era la única forma de sortear las empinadas y delgadas trochas. Por líchigo se refería a las diferentes verduras que cultivaban los campesinos. También negó que su uso haya dejado de existir y que si mi deseo era verlos en acción podía encontrarlos en la plaza de mercado Rumichaca, en el barrio Egipto. Debía ir el sábado o el domingo, mejor en la mañana, por ser días de mercado. Ya tenía plan para el otro día. Le agradecí invitándole unas cervezas que se bebió a grandes sorbos, como un sediento, sacándome botella y media de ventaja. Luego nos fuimos de la tienda y chocamos los puños amistosamente como señal de despedida. Él siguió bajando hacia la plaza de Bolívar, caminando sin monotonía, unas veces ligeramente para un lado, luego al otro, pero corregía el paso aferrado a su oficina, seguramente le daba equilibrio. Yo me fui en otra dirección, a la estación de Transmilenio de Las Aguas.

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En internet fue fácil dar con la resolución núm. 1141 de 2006, la cual plantea numerosos programas y acciones para conservar y recuperar los ecosistemas que forman parte de los cerros orientales, declarados como Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, según la resolución 076 de 1977 del Ministerio de Agricultura.

La importancia de los cerros orientales para el bienestar de Bogotá es de carácter vital. Son el pulmón verde más cercano a los capitalinos y una fuente hídrica diversa, con cuencas, microcuencas, chorros, quebradas y el significativo río Teusacá. Para blindar la sostenibilidad ecológica de los cerros orientales prohibieron la deforestación y las actividades industriales, urbanísticas, mineras y agropecuarias. Esta última me generó una pregunta a imagen y semejanza de don Antonio. Entonces ¿qué quedaba para el campesinado habitante de los cerros orientales?

La respuesta se mueve a través del tiempo, basada en leyes y en resistencia social, las dos facetas de un conflicto que, para un mejor entendimiento, vale la pena alinear por años y evitar un rompecabezas.

En el 2004, bajo el decreto 190, la alcaldía de Bogotá ratificó el Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito, POT, del año 2000, en el que se confirmaron los límites de la reserva forestal de los cerros orientales establecidos en la resolución 076 de 1977. Esto significó un impacto certero a muchas personas que vivían en los cerros por verse enfrentadas a la posibilidad de un desplazamiento forzoso y, según la ley, legítimo, debido a que muchos barrios o asentamientos dentro de los límites de la reserva forestal no eran legales, pero eran comunidades tradicionales e históricas en el territorio que a su vez padecían el desamparo gubernamental. Ante la zozobra acechante, las voces fueron efervesciendo en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal y Usme, las localidades con influencia en los cerros orientales, y empezó una lucha mancomunada por el derecho a la vida, las costumbres y el territorio.

En el año 2005 nace la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales, MACO, conformada por diferentes actores sociales con incidencia en el lugar: habitantes, juntas de acción comunal, estudiantes y líderes comunales y veredales. De esta forma se generan diferentes estrategias, como movilizaciones sociales, contestaciones legales y diálogos con entidades oficiales.

Estableciendo una primera respuesta, el entonces Ministerio del Medio Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial dicta la resolución 463 de 2005, redelimitando el área de la reserva forestal y excluyendo algunas zonas con barrios. También deja en claro que no permite la implantación de nuevas unidades de vivienda rural.

En el año 2006 se firma la resolución núm. 1141 del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. Esta fue la que me entregó don Antonio. Creo que es la raíz más gruesa de la problemática por carecer de un contexto social. Cierra las puertas de la subsistencia habitual e impone solo una alternativa en el territorio: el turismo. Pero eso cambia drásticamente los estilos de vida rurales por unos procesos nuevos, ajenos, mediante una adopción de buenas a primeras y casi a la fuerza. Y en cuanto a las licencias agrícolas, asunto subrayado en las hojas incompletas que recibí, su objetivo era registrar dichas actividades para disminuirlas a cero, estableciendo el uso principal de la reserva como forestal. Partiendo de esta resolución, al campesinado le quedaba vender si tenían tierras legales o irse si estaban en asentamientos sin escrituras, pero siguieron incansablemente haciendo movilizaciones y defendiendo sus derechos.

El tiempo salta hasta más o menos 2015. Mientras tanto la resistencia continuaba y las comunidades de los cerros marcaban socialmente su presencia como parte indivisible de la reserva forestal. También crecieron los integrantes de la Mesa Ambiental de los Cerros Orientales y entraron representantes de entidades distritales, como la Secretaría de Planeación Distrital, la Secretaría Distrital del Hábitat, CAR, alcaldías y fundaciones de protección ambiental. De esta unión resultaron conceptos más armónicos e incluyentes que no fueran a contracorriente de la continuidad de la vida y las costumbres campesinas de los cerros orientales. Al juego entraron el agroturismo y la agroecología, pensando y repensando la producción, la transformación y la comercialización de alimentos orgánicos dentro de una reserva forestal.

En el año 2016 la resolución 1766 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible incluye y legaliza la economía campesina en los cerros orientales, determinando todas aquellas actividades enmarcadas en la producción familiar rural y que buscan suplir las necesidades de subsistencia. También pone un freno y prohíbe nuevas áreas agropecuarias.

Pese a contar con la visibilización y el entendimiento gubernamental del contexto social, la brega continúa en los cerros orientales. Según datos actuales de la alcaldía de Bogotá, existen sesenta barrios de origen informal, de los cuales hay cuarenta y cuatro legalizados, tres negados y trece en trámite para definir su situación. El intento de dejar la reserva sin usos del suelo, más allá de lo netamente forestal, como lo dice la resolución núm. 1141 de 2006, podría seguir motivando la compra de predios. De ahí que don Antonio haya tenido esa actitud, recelosa y distante, que remató con la entrega del documento. Esto también explica que haya escogido y subrayado acertadamente el contenido, para que hable por sí solo, en su defensa.

Luego de comprender el entramado social y legal, basado en salvaguardar los derechos de continuar la vida rural en los cerros orientales, me levanté de la silla y estiré el cuello y los brazos hasta hacerlos traquear. Era de noche y tarde. Antes de acostarme busqué la dirección de la plaza de mercado Rumichaca. A la par que aparecía su ubicación en la pantalla, tracé un mapa mental y escogí la ruta.

Llegué al centro a las nueve de la mañana. La ruta que había armado se basaba en líneas rectas. Primero fui de largo por la carrera Séptima hasta dar con la calle Séptima y en ese cruce homónimo empecé a subir hacia los cerros orientales, con las nubes invariablemente grises y amontonadas sobre mí. Era un día clásico bogotano. Mientras subía caminando, los únicos comercios que encontré fueron de venta de antigüedades con un aire a mercado de pulgas. Los restaurantes, cafés, hostales y lugares de renovación arquitectónica iban hasta ahí, en conjunto con La Candelaria, el barrio que los contenía. Pasando la calle, hacia el sur y en orden de subida, empezaban los barrios Santa Bárbara, Las Cruces y Belén. En los límites que alcancé a ver coincidían las casas deterioradas y algunas en venta, lo que generaba un ambiente solitario y posiblemente inseguro. Yo había previsto que la subida iba a estar cargada de suspenso porque es una zona que tiene fama de peligrosa, más que todo por los atracos. Cualquiera que estuviera en esas andanzas podría verme como presa fácil por ser un desconocido e intentar robarme, razón por la cual había dejado el celular en la casa y llevaba apenas algo de dinero, una libreta y un esfero.

Di rápido con la plaza de mercado Rumichaca, la delataba un letrero grande donde sobresalía el nombre hecho con colores llamativos. Pero no había mercado ni gente ni burros. Me acerqué y me pareció pequeña, aunque con unos quioscos de teja de barro que le daban un toque particular. Las rejas que funcionaban como puerta habían sido enlazadas entre sí con candado y cadenas. Y como para señalar la importancia de no acceder vendaron las rejas con una cinta plástica que decía continuamente “Peligro”.

Una señora de mediana edad, amable, fue la primera persona que pasó cerca y a ella le pregunté por la actualidad de la plaza de mercado. Me dijo que la habían cerrado porque se estaba cayendo, pero que seguía funcionando frente a la iglesia, no muy lejos. Le agradecí y seguí las instrucciones, sin abandonar la carrera Tercera Este, una vía principal.

En once carpas plásticas dispuestas en semicírculo sobre la plazoleta de la iglesia del barrio Egipto habían resumido el mercado, porque de plaza, sin exagerar, quedaba el nombre. Mi búsqueda parecía ir tras la memoria de una realidad agotada.

Vendían empanadas, tintos, plantas aromáticas y no una gran variedad de frutas y verduras, surtidas mínimamente, quizás lo previsto para el volumen de ventas. Di una vuelta que se acabó muy rápido y repetí, tanteando lo que había en cada carpa como si fuera un comprador indeciso, girando en el semicírculo que luego se hizo mental, trillado y sin salida. Pensé en el señor que embellecía zapatos y su certeza acerca de los burros en la plaza de Rumichaca. Así que no me iba a dar por vencido.

La sonrisa contagiosa y la cordialidad para ofrecer sus productos me hizo regresar a Luz Marina, una señora de abundante pelo negro trenzado, agraciada. Unas cuantas arrugas superficiales le marcaban el rostro y se acentuaban al demostrar su carácter alegre. Ella parecía ser elocuente, sin complejos para hablar. Al azar empecé a preguntarle por la procedencia de las curubas, luego por la reubicación de la plaza de mercado y por derivación llegamos a los burros.

—Las curubas son de aquí cerca, y también esto otro —señalaba cada cosa—, las guatilas, el perejil, los ajos, el cilantro y la ruda. El resto lo traen de Choachí o de Corabastos. Todo está fresco. ¿Qué va a llevar?

Ella vendía una mezcla de verduras y plantas medicinales y aromáticas. Inicialmente escogí una libra de curubas y le pregunté por la reubicación de la plaza de mercado. No dudó en responderme. Me dijo que hacía cuatro meses la habían cerrado por unas grietas profundas en las paredes y por el techo de un quiosco, que estaba en riesgo de venirse abajo. Era por evitar accidentes, pero tampoco habían hecho nada para arreglarla. La reubicación sin una respuesta clara y pronta para regresar al sitio original de la plaza descorazonó a los vendedores y muchos decidieron irse a ofrecer sus productos a otros lados.

No le pregunté por los burros directamente sino por la forma en que transportaban el mercado hasta allá. Lo acostumbrado era alquilar camiones pequeños que llegaban desde las dos direcciones, tanto de Choachí como de Corabastos.

—¿Y los burros?, ¿ya no usan burros para bajar el mercado?
—Los burritos —lo dijo con afecto—, eso pasó hace mucho. Ahora todo se trae en camión o camioneta.

Le llegó un cliente y la conversación quedó frenada. Esa pausa me dio un poco de tiempo para organizar las ideas y decidí incluir a don Antonio.

El cliente escogió varias cosas de las canastas y cuando estuvo listo el combo de verduras, le dijo una frase que me causó gracia porque desde la articulación y las palabras parecía de pueblo o, bueno, por lo menos para mí: “Doña Luz Marina, me hace el favor y me despacha”, refiriéndose a que le hiciera la cuenta para pagar.

Finalizó la transacción y seguimos hablando. Ella fue muy atenta conmigo desde que le conté que estaba escribiendo sobre los burros que usaban los campesinos para bajar cosas a la ciudad, específicamente en esa parte tradicional de Bogotá. Volvió a reiterarme que ya no ocurría, eran actividades de un tiempo anterior.

—¿Y usted conoce a don Antonio?
—¿Quién?
—Don Antonio, un señor que sigue bajando con un burro a la ciudad, por él es que estoy aquí hablando con usted, doña Luz Marina.

Noté una sorpresa en su rostro porque levantó las cejas, movió la cabeza continuamente indicando un sí, comprendiendo parte del camino que yo había trazado en mi búsqueda y me sonrió nuevamente.

—Sí, él pasa seguido por acá, le lleva comida a los animales.
—Yo hablé con él hace poco… doña Luz Marina, y ¿usted cree que don Antonio es la única persona que sigue bajando a la ciudad con un burro?
—Sí, seguro, es que yo no he visto a nadie más —me dijo sin dudarlo y sin demora.

El campesino, el burro y la ciudad. La imagen conjunta que sigue existiendo está unida con fragilidad y fuerza porque depende de la salud y el carácter de un solo hombre, el último.

—Y aparte del burro con el que sube y baja don Antonio, ¿por aquí hay más?
—Por aquí no, los burros que quedan están arriba, siempre lejos, en el campo —se refería a la otra cara de los cerros orientales, en las veredas el Verjón Alto y el Verjón Bajo, que son parte de la reserva forestal.
—¿Y por ahí cuántos quedan?, ¿sabe?
Hizo cuentas.
—Si le digo veinte son muchos.

Le agradecí por haber conversado conmigo y pasamos al mercado. En la bolsa en la que había empacado las curubas incluí un manojo de cilantro, tallos de cebolla larga, varias cebollas cabezonas, zanahorias y flores de manzanilla y caléndula. Me despedí y le agradecí nuevamente. Caminé algunos pasos pero me detuve, realmente no quería irme de una vez y tuve la intención de caminar por el barrio. Mientras elegía hacia dónde ir, doña Luz Marina se acercó.

—Si no sabe por dónde bajar, la ruta por allá es segura —me dijo apuntando a la calle Diez que conecta con el barrio La Candelaria.
—Gracias, pero voy a caminar un rato por acá. No conozco.
—Bueno, por aquí es mejor no subir mucho ni bajar mucho, a veces son celosos con los forasteros. Para que vaya tranquilo camine por la avenida —me dijo refiriéndose a la carrera Tercera Este.

La última despedida fue más una promesa porque le dije que iba a regresar a la plaza y empecé a caminar hacia el sur. Dejé atrás el barrio Egipto y entré al barrio El Guavio. Aparecían diferentes tiendas de comestibles y comercios de variedades, y algunas personas se quedaban mirándome; estoy seguro de que es una comunidad que se reconoce, y yo era un extraño. Sin quererlo y por casualidad la bolsa con mercado se delataba por las hojas de cebolla larga que se asomaban y se mecían por un lado. Eso generó una especie de camuflaje, haciéndome percibir cercano, como si supiera hacia dónde iba.

Nota: Esta crónica, titulada originalmente “Un campesino, un burro y un forastero”, ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá en 2022, otorgado por el Instituto Distrital de las Artes de Colombia.

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