La sombra de Cuba opacó la historia de las revoluciones latinoamericanas
La Revolución cubana siempre ha sido un símbolo para las izquierdas latinoamericanas. Pero las nuevas coordenadas democráticas de la región hacen que sea indispensable rescatar la riqueza de otras experiencias y modelos revolucionarios. Una entrevista a Rafael Rojas, autor de El árbol de las revoluciones. Ideas y poder en América Latina (Turner, 2021).
Carlos Bravo Regidor (CBR): Tu nuevo libro no es una historia forense sobre la izquierda y las revoluciones en América Latina; es, más bien, una intervención historiográfica que busca reivindicar un legado político, intelectual y hasta constitucional para las izquierdas contemporáneas de la región. ¿Cuál es el sentido de reinterpretar la historia de esta tradición revolucionaria justo cuando sus posibilidades actuales parecen tan desdibujadas?
Rafael Rojas (RR): Lo que yo observo es que la tradición revolucionaria tiene mucho peso y relevancia en el nivel simbólico y referencial, y las demandas vinculadas a esa tradición tienen actualidad, son parte del presente político latinoamericano y caribeño: la demanda de igualdad, de justicia social, de extensión de derechos para la mayoría de la ciudadanía, etcétera. Yo diría que, desde el punto de vista de la edificación de sistemas políticos en América Latina, el horizonte revolucionario parece agotado, pero el acervo simbólico de esa tradición sigue renovándose y volviendo a ocupar un lugar protagónico en los referentes históricos, ideológicos e incluso icónicos de las izquierdas de la región. La pregunta es cómo acomodar las demandas vigentes de esa vieja tradición revolucionaria en una normatividad nueva, la de las democracias constitucionales.
CBR: En este libro rescatas personajes, programas y prácticas muy heterogéneos que no suelen pensarse como parte de una misma trama histórica o que han quedado sepultados bajo el peso de las imágenes e interpretaciones más ideologizadas y hegemónicas de las revoluciones en América Latina. ¿Cuáles serían los estereotipos, lugares comunes o distorsiones de la tradición revolucionaria contra los que escribes en este libro?, ¿qué estás tratando de corregir y por qué?
RR: Yo identifico estereotipos, clichés y lugares comunes o ideas fáciles tanto en la izquierda como en la derecha, entendiendo la diversidad de ambos campos, aunque en este libro me ocupo mucho más de la primera.
Dentro de las izquierdas latinoamericanas hay una corriente con un gran afán de hegemonía o de protagonismo, la corriente bolivariana-cubana, que es la responsable de muchos de estos estereotipos. Esa izquierda tiene la visión ideológica de que todas las revoluciones de la primera mitad del siglo XX —incluida la mexicana— han resultado fundamentalmente revoluciones no socialistas, moderadas, burguesas, reformistas, precursoras —en fin, los calificativos son múltiples—. Para esa corriente, la única revolución verdadera, digna de ese nombre, es la cubana, que hace las veces de cúspide o clímax de la tradición revolucionaria en América Latina y cree, por lo tanto, que después de transitar al socialismo o al marxismo-leninismo ésa será la culminación. Por cierto, esta corriente tiene presencia en todos los países de la región, está en las bases de todas las izquierdas, incluso en las más democráticas —como la chilena o la uruguaya— hay flancos o reservas de esta corriente, digamos, fidelista-chavista.
CBR: Es la revolución como fin de la historia, ¿no?
RR: Sí, para esa corriente, todas las revoluciones serían aproximaciones a ese paradigma final, a ese desenlace “natural”. Ese mito está muy ligado a la idea de que Cuba y Venezuela han aportado los modelos a seguir para las izquierdas de América Latina y, por lo tanto, hace una homogeneización y una simplificación de la tradición revolucionaria.
Ahora, en las derechas más protagónicamente anticomunistas —que aún cargan toda la narrativa de la Guerra Fría— y en las derechas específicamente antichavistas y anticastristas se produce un efecto muy similar. En esas derechas, sobre todo desde los años noventa, existe la noción de que el ideal de las revoluciones está ligado a la experiencia de las izquierdas socialistas y comunistas del siglo XX. Sin embargo, tras el colapso del muro de Berlín y la desintegración del bloque soviético, entramos en un periodo posrevolucionario: los últimos treinta años no serían solamente un momento poscomunista sino posrevolucionario. Entonces, para esas derechas, la tradición revolucionaria ya no existe porque se identifica directamente con las corrientes socialistas o marxistas, englobadas en el tópico del comunismo. Por lo tanto, tampoco les importa la heterogeneidad de la tradición revolucionaria, pues todo forma parte de la misma genealogía que, según su versión, habría que desechar.
CBR: En el arco histórico que traza tu libro hay tres revoluciones que funcionan como grandes marcadores cronológicos: la mexicana, la cubana y la nicaragüense. A pesar de todo lo que las separa, son casos que suelen encuadrarse conforme a la definición consagrada, digamos, de la vieja historia social de las revoluciones como levantamientos armados y violentos que transforman profundamente la estructura social de sus países. No obstante, el método que adoptas para estudiar las revoluciones es menos el de esa historia social canónica que el de la llamada “nueva historia intelectual” o “historia conceptual”. ¿Cómo describirías la diferencia entre estos distintos tipos de aproximación a las revoluciones? y ¿cuáles serían los principales aportes al conocimiento que se generan con este cambio de enfoque?
RR: Sí, yo no intenté hacer una vieja historia social de las revoluciones. Traté de hacer una amalgama entre historia intelectual, conceptual, política y constitucional. No digo que no haya un poquito de historia social en algunos momentos del libro, también hay un poco de perfiles biográficos. El libro es resultado de esa hibridación metodológica.
Ahora, ¿qué es lo que aporta? Una de sus ventajas es lo que comentábamos al principio de esta charla, la diversificación o la flexibilidad. Porque si trabajas desde la perspectiva de la historia social, tu estudio tendrá una gran profundidad, en términos de captar los cambios estructurales en diversos países que vivieron revoluciones, y también hará una delimitación más estricta del fenómeno revolucionario. Pero hay muchas experiencias que no caben dentro del arquetipo de las revoluciones como movimientos armados que derrocan a un antiguo régimen y que luego, desde el poder, transforman la sociedad y la economía.
En ese arquetipo, las revoluciones emblemáticas serían México (1910), Cuba (1959) y Nicaragua (1979), esas tres, y entonces todas las demás tendrían que tratarse como revoluciones truncas, frustradas. Ésa es la terminología que muchas veces se aplica a los casos de Guatemala o Bolivia, a las revoluciones que no llegan a consolidarse en el poder, pero que tienen un impacto enorme en la historia posterior de diversos países de América Latina. Por ejemplo, la de Augusto César Sandino en Nicaragua (1927) no cumple el arquetipo porque, en efecto, no logra un poder revolucionario, pero expulsa a Estados Unidos del país y crea un nuevo ejército y una nueva legislación militar —aunque después derive en otras cosas.
Lo mismo podría decirse de la salvadoreña de los treinta, con Farabundo Martí, o de la cubana de 1933, sin esta revolución no se entiende después el orden constitucional del cuarenta. De hecho, muchos autores de la vieja guardia, tanto liberales como socialistas, decían que en realidad eran una misma revolución ésa y la de Fidel. Entonces, yo diría que la metodología que usé, más híbrida o mestiza, ayuda a operar con una tipología más heterodoxa de las revoluciones en América Latina en el siglo XX.
CBR: Tu aproximación permite aflojar la camisa de fuerza en la que se puede convertir el concepto de revolución de la historia social más clásica. Aunque, bueno, en los estudios comparados más conocidos sobre revoluciones (los de Crane Brinton, Barrington Moore o Theda Skocpol, por ejemplo), América Latina ni siquiera figura realmente.
RR: Eso está muy conectado con la respuesta anterior. En la gran historiografía marxista sobre las revoluciones del siglo XX, América Latina queda bastante relegada. Además de los ejemplos que mencionas, en la obra de Eric Hobsbawm o la de Josep Fontana —dos historiadores marxistas que sostuvieron esta idea del siglo XX como un siglo revolucionario—, América Latina ocupa un lugar marginal, prácticamente inexistente. Las pocas valoraciones que se hacen sobre la Revolución mexicana o la cubana son muy tradicionales, muy superficiales. Yo creo que tiene que ver con el peso de la tradición marxista en la historiografía de la segunda mitad del siglo XX, con muchos de los estereotipos que mencionábamos al principio: se entienden como revoluciones modelo la mexicana y la cubana, fundamentalmente. De hecho, la sandinista pesa muy poco en esa tradición porque era un fenómeno contemporáneo a la escritura de muchos de aquellos libros. No sólo se privilegiaban la mexicana y la cubana, incluso se suscribía la idea de que la cubana había radicalizado y rebasado el paradigma de la mexicana.
Creo que ésa es una limitación de esos enfoques, aunque también tengo la impresión de que eso está cambiando. Ya cambió gracias a la reinterpretación de las revoluciones de independencia, a la nueva historiografía atlántica, al estudio de las guerras civiles. Tengo la impresión de que ahora nos estamos moviendo también hacia una reinterpretación de las revoluciones de América Latina en el siglo XX. Un ejemplo es el libro reciente de Massimo de Giuseppe y Gianni La Bella, Historia contemporánea de América Latina, que propone una nueva historia política del siglo XX latinoamericano y caribeño, en la que el fenómeno predominante son, precisamente, las revoluciones.
CBR: Tu libro comienza con una generación a la que denominas “los últimos republicanos”. Más allá de las especificidades de cada uno (Martí en Cuba, Barbosa en Brasil, Restrepo en Colombia, Madero en México o Yrigoyen en Argentina), lo que tienen en común es que encarnan el crepúsculo de un concepto decimonónico de revolución —entendida como amenaza, anarquía o como una alteración indeseable del orden— y el advenimiento de una nueva concepción revolucionaria —entendida más como una propuesta, una promesa o un proceso esperanzador de transformación social—. ¿Cómo podemos entender esa condición anfibia o esa función que cumplen como bisagras entre los conceptos de revolución del siglo XIX y el XX?
RR: Sí, tal cual, y no son solamente los líderes, también son los movimientos y procesos políticos que impulsaron una especie de cuña liberal dentro de las repúblicas conservadoras y desarrollaron sus propuestas dentro de un marco republicano oligárquico. Pero trataron de abrir el campo de la política por medio de un nuevo concepto de república, extendiendo los derechos ciudadanos, e intentaron colocar en el centro a la justicia social, específicamente desde una reconceptualización de la revolución decimonónica que estaba ligada a esta idea de revuelta, rebelión, levantamiento o pronunciamiento militar. Estos “últimos republicanos” empiezan a dotar de contenidos sociales al cambio revolucionario.
El caso mexicano, con Madero, es muy revelador: en él se ven claramente esas ambivalencias respecto al concepto de revolución. En el Plan de San Luis Potosí, por ejemplo, Madero a veces habla de la revolución como una desgracia, como una catástrofe; otras veces habla de ella como una revuelta, como algo pasajero que rápidamente tendrá un cauce democrático y constitucional. Pero dentro del maderismo también se empezaba a articular un concepto de revolución con mayúscula, que implica un cambio profundo en las estructuras de la sociedad. Al respecto, la nueva historiografía ha mostrado que había un maderismo popular y que el propio Madero no era ajeno a las demandas de reforma agraria y de transformaciones estructurales del régimen porfirista. Es ahí donde comienza a articularse —insisto— la Revolución con mayúscula que será central como concepto y metáfora en todo el siglo XX.
Otro caso muy claro es el de Martí. Él también fue un republicano revolucionario que, por un lado, habló de la Revolución con mayúscula y, por el otro, habló de una guerra breve, necesaria pero sin sangre. El suyo es un tipo de revolucionarismo pacifista: lo que intenta es encontrar rápidamente un camino hacia la reconstitución de las naciones de América Latina como repúblicas.
Hay varias condiciones que convergen y hacen esto posible. Por un lado, el agotamiento de los paradigmas constitucionales del siglo XIX y un desplazamiento muy fuerte hacia la ampliación de derechos sociales. Por el otro lado, está la consolidación de Estados Unidos como potencia hegemónica regional. Eso termina conectando la demanda de un constitucionalismo social con la demanda nacionalista o antiimperialista de ponerle un freno a la hegemonía de Estados Unidos.
CBR: ¿Cuáles son los rasgos fundamentales, las características más distintivas, de la tradición revolucionaria en América Latina?
RR: Algo que incluso es recurrente en las revoluciones menos autorizadas —como la boliviana, la guatemalteca, los populismos clásicos o la Unidad Popular de Allende en Chile— es la nacionalización de los grandes recursos naturales, mineros, energéticos.
La reforma agraria es otra constante, con sus diferencias. Hay distintas modalidades de nacionalización y esas diferencias se intensifican aún más en las reformas agrarias. Por ejemplo, hay una reforma agraria de corte comunal o ejidatario en México. En Guatemala o Bolivia, donde había una población indígena mayor que en México, hubo una reforma agraria muy distinta, en la que se privilegió la pequeña y mediana propiedad; en el caso de Bolivia, incluso, a la gran propiedad y las cooperativas. Dentro del caso cubano hay experiencias muy distintas: una en la línea de las reformas agrarias más cepalinas y reconocidas por la ONU de los años cincuenta, que buscaron recuperar las propiedades que les pertenecían a las compañías norteamericanas, a la United Fruit Company específicamente, además de una redistribución de la propiedad territorial pequeña y mediana; la otra reforma agraria en Cuba es una estatalización de la economía, parecida a la vía soviética, es una innovación dentro de la tradición de América Latina.
Otra característica son las alfabetizaciones. En todas las revoluciones tenemos campañas de alfabetización y dispositivos más ambiciosos o menos ambiciosos de políticas culturales. Eso es muy importante: desde Vasconcelos en México hasta el gran movimiento intelectual y cultural que acompañó a la Revolución sandinista.
Por último, agregaría el nacionalismo, la afirmación de la autodeterminación y la soberanía frente a la hegemonía de Estados Unidos, aunque con proyectos, digamos, de vecindad con ese país desde el punto de vista diplomático y político, que también son muy diversos entre sí.
CBR: Para continuar la metáfora de tu título (“el árbol de las revoluciones”), la Revolución mexicana sería un tronco, del que van creciendo y bifurcándose las ramas centroamericanas, caribeñas y sudamericanas. ¿Qué explica ese amplio “efecto multiplicador” que tuvo el caso mexicano? y ¿a través de qué medios terminó adquiriendo tanta centralidad e influencia?
RR: Es una pregunta difícil de responder, ¿a qué se debe la gran referencialidad de México? Yo creo, primero, que a las dimensiones del país, eso no se debe subestimar. Es el país más grande de la región que experimentó una revolución, vamos a decir, modelo. Quince millones de habitantes había en México cuando se produce la revolución y fueron más después, cuando se consolida el Estado posrevolucionario. En las otras revoluciones de América Latina hablamos de seis millones de personas para abajo. Incluso Bolivia, un país más grande que Guatemala o Cuba, estaba debajo de los cuatro millones cuando ocurrió la revolución.
A la vez, el volumen demográfico se traduce en el tamaño de la economía y el poder del Estado. Eso también es fundamental para entender la resonancia que produce a nivel ideológico la Constitución mexicana del 17, que tiene tantas réplicas, incluso en países como Argentina. En muchos niveles podemos identificar esa reverberación: lo mismo en Perú con Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, que en los populismos clásicos o los populismos cívicos o en los fidelistas y los moncadistas en Cuba, todos están marcados por la experiencia revolucionaria mexicana.
A eso habría que agregarle un aspecto que no está en mi libro, pero que han estudiado otros colegas, como Pablo Yankelevich y Cecilia Zuleta, que es el trabajo de influencia a nivel diplomático o de redes…
CBR: ¿La diplomacia ideológica del Estado posrevolucionario mexicano?
RR: Exacto, esa diplomacia que apadrina varias revoluciones y populismos en América Latina. Hay miles de ejemplos y evidencia: el respaldo de Calles en México a la revolución de Sandino en Nicaragua o a la salvadoreña de principios de los treinta; el apadrinamiento —porque es muy difícil encontrar otro nombre— de Cárdenas a Batista y a los líderes de la Revolución cubana del 33, etcétera.
También influye la función de México como país refugio de los revolucionarios y los conspiradores que salían huyendo de las dictaduras. La Legión del Caribe, aquel proyecto de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, reunió un equipo logístico de entrenamiento militar y transferencia de recursos, armas y hombres a diversos movimientos revolucionarios, sobre todo en las zonas centroamericana y caribeña, que se levantaron contra Trujillo en República Dominicana, contra Batista en Cuba, contra Rojas Pinilla en Colombia, contra Pérez Jiménez en Venezuela. En ella México es central. De algún modo, eso tiene continuidad después del triunfo de la Revolución cubana y del calentamiento de la Guerra Fría. Aunque en términos de las redes de izquierda en América Latina, de aquellas específicamente volcadas a favor de las guerrillas marxistas, es evidente que después Cuba desplazó a México como sede o plaza de la revolución continental.
CBR: Pero la cepa dominante mexicana —el nacionalismo revolucionario— convivía con otras cepas, como la socialista o la comunista. ¿Cómo se expresó esa convivencia entre distintas cepas al principio, en los años veinte o treinta?, ¿cómo fue evolucionando? y ¿qué fuerzas, autóctonas o foráneas, intervinieron en esas disputas?
RR: Es fascinante. Hay un cambio ahí, justo entre esas décadas: la reorientación de la Internacional Comunista desde Moscú respecto a las revoluciones en América Latina. En los años veinte la línea bolchevique recomendaba que los comunistas latinoamericanos se entendieran con las muy diversas corrientes de izquierda: las nacionalistas revolucionarias, las que ya empezaban a asociarse con el término “populismo”, las socialistas que no estaban claramente adscritas a la línea soviética. Había una articulación muy flexible de todas esas izquierdas en redes, como las ligas antiimperialistas y las ligas anticlericales. En el Congreso de Bruselas de 1927, por ejemplo, ahí estuvieron liberales, reformistas, socialistas, marxistas, había una gran heterogeneidad. Eso es notable también en las campañas de solidaridad o en las propias revoluciones de la primera etapa que se derivan, como dices, del tronco mexicano. Sin abusar de la metáfora, se ve clarísimo en la gran campaña de “Manos fuera de Nicaragua”, en la que la solidaridad de México con Sandino fue muy importante.
Pero en los años treinta hubo una partición de las aguas. Paradójicamente, ocurrió cuando Moscú estaba proponiendo una política de frentes del comunismo internacional, pero acompañada de una ortodoxia ideológica más rígida, acorde con la consolidación del estalinismo. Ahí se tensan las diferencias y hay choques muy profundos entre comunistas, populistas y nacionalistas revolucionarios.
Una manera de estudiar esas tensiones es a través de la relación muy tormentosa de los comunistas mexicanos con el cardenismo en los años treinta. Cárdenas hace cosas insólitas para la perspectiva del comunismo, como darle asilo a Trotski en México. Ahí se origina otro periodo de rupturas, yo diría bastante largo, hasta los años sesenta, hasta después del triunfo de la Revolución cubana, que relanza la articulación de las izquierdas de muy diversos orígenes ideológicos y políticos en la vía hacia el socialismo por medio de las guerrillas. Ahora, esto es paradójico, porque tenemos unas tres décadas ahí, de los treinta a los cincuenta, en que la iniciativa revolucionaria no les corresponde tanto a los comunistas, sino a otras izquierdas: nacionalistas revolucionarias, reformistas radicales, incluso populistas o liberales radicalizadas.
CBR: Muchos especialistas han insistido en que el populismo no es ideológico o en que la ideología tiene un papel epidérmico en su acción y retórica. Tú sostienes lo contrario, hablando en particular de los proyectos de Getúlio Vargas en Brasil y de Juan Domingo Perón en Argentina, dices que tuvieron ideólogos, que sus campos intelectuales desplegaron discursos de legitimación ideológica, en fin, que tenían un genuino espesor doctrinal. ¿A qué atribuyes ese desdén a la ideología de los populismos?
RR: Aquí podríamos volver a la pregunta sobre los estereotipos y los clichés, porque éste es otro. Yo creo que mucho de este desdén al campo ideológico —que es muy sofisticado— de los populismos clásicos de América Latina es una distorsión causada por la posguerra fría. Circuló mucho aquello del fin de las ideologías y el fin de la historia. Además, se quiso hacer una separación de las ideologías verdaderas, con mayúscula —como el marxismo y el liberalismo—, en la que el nacionalismo revolucionario, el republicanismo, las variantes del catolicismo radical o cívico no calificaban realmente. Entonces se produjo, por un lado, una subestimación de las ideologías en general y, por el otro, una caricatura o una simplificación del mapa ideológico. Fueron los neomarxistas los que dijeron no, no, cuidado, porque los mapas ideológicos fueron y siguen siendo muy heterogéneos.
Claro, cuando uno estudia esos regímenes desde la perspectiva de la historia intelectual, tiene que preguntarse si poseían una ideología de Estado o no. Lo que yo argumento es que tal vez no es una ideología de Estado…
CBR: ¿A la soviética o a la cubana?
RR: Exacto, pero esos populismos sí tienen una doctrina de régimen, con unos componentes ideológicos que venían, en algunos casos, del positivismo, del organicismo de finales del siglo XIX y del nacionalismo en cada uno de los países latinoamericanos, con un peso mayor o menor del catolicismo o del marxismo. Los dos grupos de intelectuales populistas que yo estudio, en Argentina y Brasil, son muy parecidos. Tienen una formación que se mueve muy cómodamente, por un lado, entre la antropología y la sociología de matriz positivista o evolucionista pero, por el otro lado, están leyendo las tesis marxistas y católicas, entonces producen unas mezclas de discurso de legitimación del peronismo y el varguismo que llegan a ser muy poderosas.
CBR: Otro aspecto innovador y polémico de tu libro es incluir a los populismos clásicos dentro de la tradición revolucionaria (si bien deslindas al cardenismo de esos populismos). Afirmas que, aunque no tuvieron su origen en una revolución como tal, los populismos clásicos se apropiaron del concepto revolucionario tanto en términos prácticos como ideológicos. Entonces, taxonómicamente, ¿cómo distingues al populismo del nacionalismo revolucionario? y ¿por qué, a pesar de esa diferencia, a ambos los ubicas dentro de la tradición revolucionaria latinoamericana?
RR: Yo veo al nacionalismo revolucionario muy ligado geográficamente a la experiencia mexicana y a las revoluciones centroamericanas y caribeñas, creo que ahí es donde tiene su mayor peso. Al cardenismo lo entiendo como una fase en la consolidación del Estado posrevolucionario o como la fase final de la Revolución mexicana misma.
En cuanto a los populismos clásicos, el de Vargas y el de Perón, yo cuestiono la idea de que tengan un origen revolucionario porque, tanto en el caso de Brasil en el treinta como en el de Argentina en el 43, sus líderes y movimientos fueron muy enfáticos en presentar como revoluciones lo que fueron, en realidad, golpes de Estado o cambios bruscos de gobierno que los llevaron al poder. En ese sentido, no hay manera de comparar estos populismos con la Revolución mexicana, la cubana o la sandinista. Pero se apropian de la idea revolucionaria, digamos que le ponen la mayúscula a una revolución con minúscula y así afincan un relato del origen y validan el proceso de cambio social que representan.
No es sólo que usen el concepto de revolución, también es cierto que tienen una serie de elementos propios de los cambios revolucionarios, aunque no tengan ese origen. Hay una gran dosis de nacionalismo tanto en el peronismo como en el varguismo, pero sus guiones fundamentales no son el del nacionalismo revolucionario que asociamos con México, la región centroamericana y la caribeña —donde, por cierto, no es un dato menor, pesa muchísimo más el tema de la insurrección armada.
Yo creo que lo que conecta más claramente a los populistas clásicos con la tradición revolucionaria es la destrucción del antiguo régimen, la transformación radical de un orden social, económico y político, aunque no recurran a los mismos medios que las revoluciones tradicionales.
CBR: Al enfatizar que son doctrinas de régimen y no ideologías de Estado, ¿no estás dándole prioridad a su estrategia para legitimarse antes que a su contenido sustantivo?, ¿no le abre un flanco de vulnerabilidad a tu argumento?, pues incurrirías justo en afirmar que esos populismos carecen de ideología y que sólo contienen discursos superficiales de legitimación.
RR: Entiendo lo que dices, pero es que para documentar el espesor ideológico de esos regímenes populistas, hay que ir a sus discursos de legitimación. Ahí es donde se encuentra este hecho asombroso: fenómenos que no tienen origen en una revolución se elaboran después como revolucionarios. Y en buena medida lo son, porque construyeron las bases de una política cultural o de una política educativa, por ejemplo, desde premisas doctrinales nuevas. Hay una profunda crítica e impugnación del liberalismo tanto en el peronismo como en el varguismo, que no apela al marxismo ortodoxo y mucho menos al marxismo-leninismo de corte soviético, pero sí incorpora varios elementos, como que hay que reestructurar el mundo de la propiedad, de las familias, del Estado, para crear otro orden social, político y económico. Esos elementos hacen que el varguismo y el peronismo converjan en el horizonte revolucionario, tanto en términos ideológicos como por el repertorio de medidas y reformas que llevan adelante.
CBR: Después de la Segunda Guerra Mundial, hay un periodo breve e interesantísimo en el que se manifiesta una tendencia sui géneris que denominas “populismo cívico” y que contrasta con el populismo clásico (no tiene orígenes ni alianzas militares) y con la ortodoxia comunista (rechazaba el imperialismo soviético y el terror estalinista). Sus liderazgos más ejemplares son, a tu juicio, Jorge Eliécer Gaitán en Colombia y Eduardo Chibás en Cuba, ambos dirigentes de movimientos opositores con trayectorias muy versátiles. ¿Cuáles son los rasgos más representativos de ese populismo cívico?
RR: En efecto, es una deriva efímera de la tradición revolucionaria que me pareció importante explorar por el peso que tienen esas dos experiencias para entender la siguiente ola revolucionaria, en la Guerra Fría, es decir, la Revolución cubana y las guerrillas marxistas. Un primer elemento representativo del “populismo cívico” es el patriotismo o el nacionalismo antiimperialista. Otro es la defensa de la democracia constitucional y no sólo del orden cívico, sino de la civilidad en la lucha política. En el debate y en el campo político fueron movimientos con propuestas lingüísticas muy vehementes y muy sofisticadas. También me parece que tenían algo que los conecta con los últimos republicanos que mencionábamos, esa idea un tanto mística de que hay un gen autoritario en América Latina y de que la democracia en la región se produce siempre a contracorriente, porque la tradición, el legado y las propias instituciones y prácticas políticas tienden inevitablemente al autoritarismo.
CBR: Eso también tiene una raíz católica. Me recuerda un poco a Gómez Morín y a los viejos panistas en México, que decían que su labor política era “brega de eternidad”: no lucha de un día sino labor perpetua para formar ciudadanía desde los cimientos de la conciencia y la acción cívica.
RR: Exacto, sí, hay algo ahí. Porque en los populismos cívicos de Gaitán y Chibás hay conexiones fuertes con el catolicismo. En algún flanco de lo que después sería la democracia cristiana hay también esas ideas de reapropiación del republicanismo y de la democracia, desde esta perspectiva un tanto sacrificial o, en ciertos liderazgos, hasta mesiánica.
CBR: Aunque durante la Guerra Fría el populismo cívico se volvió inviable. Era un contexto muy adverso…
RR: Sí, en buena medida por la polarización entre el liberalismo o la democracia y el comunismo. Eso tuvo un efecto simplificador en el campo ideológico y político latinoamericano que afectó tanto a las derechas católicas como a las izquierdas no comunistas. Además, en la relación macartista de Estados Unidos con América Latina se generó esta sospecha de que detrás de los nacionalistas revolucionarios o de los populistas, estaban siempre los comunistas, de que no había tantas diferencias entre aquellas izquierdas y el comunismo, por lo que todas debían ser combatidas igual. Hubo algunas posiciones intermedias, pero ese tipo de polarización fue desfavorable para el avance del populismo cívico.
CBR: ¿Consideras que el populismo cívico es una rama muerta en el árbol de la tradición o crees que, en la actualidad, su carácter híbrido (como una suerte de liberalismo social o de socialismo democrático) puede dotarlo de una vigencia renovada?
RR: No, yo creo que ha habido varios momentos en los que la persuasión del populismo cívico se reactiva. Éste, por ejemplo: me parece que puede haber un buen caldo de cultivo para que emerjan propuestas así. Aunque, claro, hay un declive del catolicismo progresista en América Latina y un ascenso del evangelismo conservador, que no creo que ayude al resurgimiento del populismo cívico.
CBR: En Guatemala (1944-1954) y Bolivia (1952-1964) hubo dos revoluciones democráticas que propones entender como “parte de la consolidación de la izquierda no comunista en América Latina”. Ambas intentaron combatir estructuras de dependencia y dominación neocoloniales o semifeudales mediante ambiciosos proyectos de nacionalización, eliminación de latifundios y reparto agrario. Y si bien en ambas se activó injustificadamente la paranoia anticomunista estadounidense, lo cierto es que fue muy distinto el papel de Estados Unidos en un caso y en otro. En Guatemala, los estadounidenses diseñaron y ejecutaron un golpe de Estado para imponer una dictadura militar y dar marcha atrás al reparto de tierras, mientras que en Bolivia negociaron programas de cooperación y brindaron asistencia financiera al punto de convertir al país andino en el principal receptor de asistencia estadounidense per cápita de todo el mundo. ¿Qué explica esa discrepancia en la política exterior de EUA a principios de la Guerra Fría?
RR: Yo creo que esa diferencia se explica por las condiciones internas, la posición geopolítica de Guatemala y Bolivia, y por el lugar de cada uno en la política hemisférica de Estados Unidos. Ninguna de las dos reformas agrarias ni los proyectos de nacionalización —del estaño en Bolivia y de la propiedad de la tierra en Guatemala— eran especialmente radicales, eran tan moderados que hasta podríamos decir que fueron reconocidos por organismos multilaterales internacionales. Defendían la pequeña y mediana propiedad privada, no eran comunistas ni comunitaristas.
Pero la amenaza a los intereses de Estados Unidos era muy distinta en un caso y en el otro. En Guatemala iba directamente contra la United Fruit Company, en una de las plazas que probablemente generaba los mayores ingresos de toda la región. Además, pesó la vecindad con México y con el Caribe, donde estaba muy activa la tradición del nacionalismo revolucionario. Encima esos años, entre 1952 y 1954, fueron los de mayor actividad de la Legión del Caribe.
Hay revoluciones en todos lados porque hay dictaduras en todos lados de Centroamérica y el Caribe. Ahí sí hay un elemento de radicalidad que contrasta con la moderación que se observa en el México posrevolucionario a partir de Ávila Camacho y de su negociación permanente en los foros hemisféricos con Estados Unidos. Todos esos factores hicieron que la revolución guatemalteca se volviera más peligrosa para Estados Unidos. En el caso de Bolivia no hubo, digamos, nada equivalente.
CBR: Estados Unidos es una presencia transversal en todo tu libro y las diferentes reacciones que tuvo ante las revoluciones de América Latina se multiplican, incluso dentro de un mismo proceso. En México está el papel golpista del embajador H. L. Wilson contra Madero, pero el embajador Josephus Daniels incluso vio con entusiasmo las reformas sociales del cardenismo. En Nicaragua el gobierno de Carter apoya la revolución sandinista, pero el de Reagan le impone un bloqueo y financia a los Contras. ¿Cómo dar cuenta de esas aparentes incongruencias?
RR: Es complejísimo. Yo diría que sólo se puede responder caso por caso porque me parece que la lógica que sigue Estados Unidos en América Latina es, en general, casuística. Una primera clave es el volumen de los intereses de EUA en cada zona del hemisferio. No es lo mismo la zona centroamericana y caribeña, que es inmediata y tiene mucho valor estratégico para su hegemonía, que la zona sudamericana. Luego están las dimensiones de cada país. Las potencias medias —tipo México, Brasil y Argentina— reciben un trato diferente al de los países pequeños. Eso es clarísimo. Lo mismo sucede con los países de la costa del Pacífico: en la política estadounidense tienen un peso menor que los de la costa Atlántica.
Además, hay casos que se llevan desde una perspectiva roosveltiana desde los años treinta, como el cardenismo en México, la revolución de Paz Estenssoro en Bolivia y el Movimiento Nacionalista Revolucionario, el MNR. Otros son hostilizados brutalmente, como en el caso guatemalteco, el cubano y el chileno. El sandinista sería como una mezcla: hay un momento, digamos, de comprensión y entendimiento con Carter, luego otro de mucha hostilidad con Reagan y luego un regreso al diálogo con Bush padre, en buena medida, resultado de las dinámicas políticas que genera la Constitución del 87 en Nicaragua. Yo creo que ahí se produjo en ese momento una articulación entre un nuevo orden constitucional que garantizó el pluralismo, elecciones libres y competidas, una oposición inteligente y propositiva y una orientación de Estados Unidos a favor de la sucesión democrática.
CBR: También desempeñan un papel los cambios de gobierno en EUA y los cambios en los cálculos que hacen respecto a sus intereses o a las consideraciones geopolíticas que mencionabas. El ángulo, digamos, de proyección exterior de la política interna.
RR: Sí, definitivamente. Por ejemplo, es evidente que hay ciertas pautas en la relación con las izquierdas de América Latina durante el periodo en que predominó el New Deal, entre los años treinta hasta principios de los cincuenta; luego hay otro periodo de políticas anticomunistas, macartistas, hasta finales de los años setenta; justo en la época de Carter hay un giro a favor de los derechos humanos, una visión distinta de las dictaduras y de los regímenes autoritarios en nuestra región; luego viene la posguerra fría. También hay que añadir las alianzas geopolíticas de las izquierdas latinoamericanas con potencias rivales de Estados Unidos, como la URSS.
CBR: Otro aspecto, más o menos transversal en tu libro, son las fuerzas armadas, que emergen como un actor diverso que desafía algunos estereotipos y cubre prácticamente la totalidad del espectro político, desde la derecha más reaccionaria hasta el “militarismo progresista”. Este último concepto parece un oxímoron, pero tiene un sentido muy específico dentro de la trayectoria de las revoluciones en la región, ¿cómo lo resumirías?, ¿cuál es su significado e importancia?
RR: Sí, es fascinante y qué bueno que lo señalas porque es algo que llamó la atención de Alain Rouquié y de algunos historiadores, pero no tiene mucho peso en los estudios y estamos en un momento que nos obliga a replantearnos la historia de los ejércitos y las historias militares de América Latina.
Yo encuentro algunos episodios de “militarismo progresista” desde antes, en los cuarenta y cincuenta, pero más consistentemente desde los sesenta: con Velasco Alvarado en Perú, con los gobiernos del MRN en Bolivia, en los Andes es muy notable, también hay algunas experiencias en Centroamérica y el Caribe, por ejemplo, con Omar Torrijos en Panamá o en una vertiente de las fuerzas armadas dominicanas con Juan Bosch. En general, son movimientos de izquierda que provienen de ejércitos reconstituidos a mediados del siglo XX bajo esta nueva perspectiva del constitucionalismo social y de la impronta de las revoluciones y los populismos. Algunos de los ejércitos reconfigurados a partir de ese cambio hacen suyas las tesis de la extensión de los derechos sociales y del combate a la injusticia, la desigualdad o la pobreza.
También está la impronta del nacionalismo revolucionario o del patriotismo en muchos de estos ejércitos, que los hace actuar como entidades que ejercen contrapeso a la hegemonía hemisférica de Estados Unidos. Yo diría que, en el caso venezolano, eso llega hasta Chávez, en los noventa. Las mejores biografías que tenemos de Hugo Chávez destacan cómo él se familiariza, ya desde las academias militares en las que se formó, con doctrinas nacionalistas, bolivarianas, de resistencia a la hegemonía de Estados Unidos.
CBR: Ahora hablemos de otra de las tres grandes revoluciones: la cubana, que constituye simultáneamente un auge y una fractura del arco histórico que trazas. En sus inicios y en su fase armada parece una revolución congruente con la tradición que se iba gestando en las décadas previas, pero triunfa, muy pronto vira y su radicalismo se vuelve de otro tipo. Introduce una disrupción tremenda, al punto de convertirse en una desviación o una ruptura, no sólo respecto a las experiencias revolucionarias previas, sino del concepto mismo de revolución. Con todo, es tan trascendental que se traga a las revoluciones latinoamericanas, las canibaliza.
RR: Exacto, las absorbe, sí.
CBR: ¿Cómo entender la paradoja de una anomalía que se vuelve canónica? Y ¿qué impacto tiene en el curso y en la tradición revolucionaria en lo sucesivo?
RR: En eso el contexto de la Guerra Fría es fundamental porque tanto la capitalización simbólica como la instrumentación política del cambio revolucionario en Cuba están marcadas por el conflicto con los Estados Unidos y la alianza con la Unión Soviética. El efecto que eso produce es, precisamente, el de una absorción: todo el legado revolucionario previo que arranca con México es incorporado a una genealogía que desactiva las premisas previas, las supera en el sentido marxista-leninista de que culmina lo anterior y lo incorpora a una fase superior.
Esa fase superior, por lo mismo, supone una discontinuidad porque una revolución que tuvo un origen nacionalista, agrarista, antiimperialista –para resumirlo, muy en el paradigma mexicano– rápidamente se convierte en otra cosa desde el poder, y no sólo resemantiza el concepto de revolución sino que lo difunde por toda América Latina, sobre todo a través de las guerrillas, pero también de las múltiples redes de conexión y solidaridad del socialismo cubano con las izquierdas de la región.
Ese proceso tiene consecuencias evidentes para la articulación de las izquierdas en América Latina. Las tensiones que habíamos visto hasta entonces —entre populistas, nacionalistas revolucionarios y comunistas— desaparecen o se reconstituyen porque a partir de ese momento es posible avanzar desde cualquiera de esas ramas en la nueva lógica revolucionaria establecida por Cuba. La insurrección armada se vuelve a colocar en el centro del cambio revolucionario y se le asigna un perfil ideológico predominante marxista, aunque con distintas modalidades dentro de él. De pronto veremos guerrillas maoístas, guerrillas trotskistas, guerrillas que venían del peronismo radical o de los liberalismos radicales del Cono Sur e incluso ya más adelante, a finales de los sesenta y setenta, guerrillas católicas también.
CBR: Sí, pero ya todas hermanadas en la sangre del Cristo cubano, por ponerlo de alguna manera.
RR: Exacto, algo así.
CBR: Otra paradoja de la Revolución cubana es su capacidad de convertirse en símbolo, de significar la revolución a un grado sin precedentes y capturar la imaginación política de las izquierdas, estableciéndose como un referente ineludible, pero a la vez sin lograr constituirse como un ejemplo que otros proyectos revolucionarios quisieran reproducir. Es la paradoja de una revolución que muchos admiran pero nadie imita. ¿Qué indica este fenómeno?, ¿qué nos dice de la Revolución cubana y de las izquierdas latinoamericanas?
RR: Ésa es una paradoja central de toda la historia intelectual y política de América Latina en la Guerra Fría. Sus diversas izquierdas consideran que es imposible adoptar el modelo cubano en sus respectivos contextos nacionales, es decir, reconocen que no pueden construir un régimen socialista basado en una alianza plena con la Unión Soviética y el campo socialista, con un régimen de partido único e ideología marxista-leninista. Específicamente en los sesenta y setenta era intransitable esa ruta. Incluso la gran figura que conectaba teóricamente a la Revolución cubana con la nueva izquierda, el Che Guevara, era un crítico explícito de los socialismos reales de la Unión Soviética y Europa del Este. Entonces, las guerrillas latinoamericanas se construyen mucho en nombre de la solidaridad con Cuba, pero toman distancia explícita del camino cubano.
Ahora, ya coronada como símbolo, Cuba sirve también como un instrumento de las izquierdas e incluso de los gobiernos más centristas en América Latina para desmarcarse de Estados Unidos, para representar la resistencia a la hegemonía de Washington. Cuba ofrece el modo más fácil de deslindarse y señalar autonomía frente a Estados Unidos: es una fórmula sencilla y poco costosa porque, dada la casuística de la política exterior de Estados Unidos hacia los países latinoamericanos, Washington estaba dispuesto a tolerar la aproximación diplomática a Cuba, siempre y cuando no hubiera una adopción del modelo político cubano.
CBR: México supo sacarle mucho provecho a esa posibilidad de triangular la relación con Cuba y Estados Unidos, es algo que describe muy detalladamente el libro de Olga Pellicer sobre México y la Revolución cubana.
RR: México lo hizo, claro, pero también lo hicieron otros: Goulart en Brasil, Frondizi en Argentina. Ahora cada vez hay más estudios sobre todos estos casos en América Latina que tuvieron buenas relaciones con Estados Unidos y buenas relaciones con Cuba.
El corto circuito ocurre cuando llega al poder Salvador Allende en Chile, quien tiene una ideología marxista, pero aún así procura una diferenciación muy explícita respecto al modelo cubano. Yo siempre cito la famosa conversación de Allende con Régis Debray: le dice que Chile está inaugurando un segundo modelo de revolución socialista en el mundo, porque el primero —el de la Revolución de Octubre, como la cubana— se basaba en la insurrección armada, mientras que la vía chilena era democrática. La diplomacia cubana y la chilena siempre buscaron ocultar esas discrepancias, poner a Allende y al Che y a Fidel en la misma línea, pero había diferencias muy notables.
Además, hay que recordar que una cosa son las izquierdas constituidas como actores o instituciones políticas, ya sea en el gobierno o en la oposición, y otra cosa son las bases sociales. Yo creo que en las bases el peso del relato de la Revolución cubana en términos icónicos, mitológicos, sentimentales, es enorme, tiene una presencia avasalladora y, naturalmente, en el lenguaje de esos afectos, las diferencias no se toman en cuenta. Se parte de la idea de que apoyar a Cuba, ser solidario con Cuba por la hostilidad de Estados Unidos o por el bloqueo contra la isla, es hacer causa común con las ideas del socialismo cubano, lo que querría implicar que se suscriben las instituciones del socialismo cubano, cuando no es así, ¿verdad?
CBR: La experiencia chilena bajo Allende representa el mayor desafío, hasta ese momento, al canon de la Revolución cubana, ¿no es así?
RR: Sí, exacto. Allende decía “vamos a llegar al socialismo por la vía democrática, pero preservando la democracia”. Esa idea de que la democracia no es sólo un medio, sino también un fin que no puede ser descartado no encajaba dentro del modelo leninista ni del fidelista. Cuando ellos hablaban de democracia, hablaban de otra cosa: la democracia obrera, la proletaria. En cambio, Allende está hablando de la democracia como forma de organización constitucional, como régimen de libertades políticas.
El reto es —un poco como con los populismos clásicos— cómo justificar que esto cabe dentro de la tradición revolucionaria. Tiene mucho peso la forma en que se autoperciben los líderes de Unidad Popular y el propio Allende: ellos dicen que van a producir una revolución por medio de las nacionalizaciones, la reforma agraria, la alfabetización, nuevas políticas culturales y una nueva manera de conducir el lugar de Chile en el mundo. Proponen la destrucción de un antiguo régimen, pero por vías democráticas. Es un fenómeno que tuvo una influencia enorme en la izquierda latinoamericana, aunque fue muy breve y por eso su impacto no pudo asentarse.
Para el gobierno cubano, implicaba un desafío enorme porque abría una vía para la izquierda de América Latina que ponía en cuestión tanto la metodología guerrillera como la metodología socialista prosoviética que se impulsaba desde La Habana.
CBR: Después de la experiencia chilena, sigue la nicaragüense. Por ser una insurrección armada, esa revolución se parece a la cubana, pero su fondo programático, escribes, “tenía mayores conexiones con el socialismo chileno, aunque los propios sandinistas no lo reconociesen”. Además, se adscribe a la tradición revolucionaria pero pertenece ya a la etapa de las transiciones a la democracia. Por lo tanto, inaugura un momento que llega hasta nuestros días, en el que las izquierdas ya no oscilan entre la vía armada o la pacífica, sino entre la institucionalización democrática o el endurecimiento autoritario. Este un buen marco para valorar un caso como el Andrés Manuel López Obrador. Llega al poder por la vía democrática, dándole voz a múltiples y muy legítimos agravios populares, fustigando al neoliberalismo y proponiendo un cambio de régimen (la llamada “Cuarta Transformación”), pero al mismo tiempo recupera varios elementos ideológicos del nacionalismo revolucionario, de la cultura de la “pax priista”, incluso de las prácticas y los rituales políticos del presidencialismo autoritario de la posrevolución, tiene un apoyo social mayoritario pero despliega una hostilidad permanente contra las instituciones electorales de la transición mexicana…
RR: Es una buena observación. Yo, la verdad, todavía me estoy planteando la pregunta de si este proceso político que estamos viviendo en México producirá un cambio de régimen o no. Hasta ahora creo que no lo ha hecho. Había una agenda muy ambiciosa, pero el argumento que más se utiliza para sostener la tesis del cambio de régimen —la alteración del sistema de partidos— no me parece suficiente. Y si no hay cambio de régimen es muy difícil inscribirlo en la tradición revolucionaria, porque una revolución se trata precisamente de eso, logre consumarse o no, como en el caso de Allende, que no llegó a consumarlo pero sí lo perfiló muy claramente. En el caso de López Obrador ni siquiera veo clara esa dimensión, digamos, de proyección de cambio de régimen. Sí recupera algunos elementos del nacionalismo revolucionario, como dices, pero no tan plenamente…
CBR: Sí, tampoco es como que esté restaurando el régimen posrevolucionario.
RR: Eso, a veces tengo la impresión de que este es otro tipo de fenómeno, de que no hay una vuelta atrás, ni al periodo cardenista ni al poscardenista, entre otras cosas por el fuerte carácter institucional que tuvo aquel modelo de la “pax priista”, como decías. Sí le veo un lado de autoritarismo, aunque tampoco veo que despliegue los niveles de represión de aquel régimen priista o pospriista. El autoritarismo lo veo muy claramente inscrito en el lenguaje político del gobierno, en sus prácticas políticas, pero no en un cambio de régimen o en una transición de la democracia previa a un nuevo régimen autoritario.
En cuanto a su relación con la tradición revolucionaria, hay elementos muy notables o muy curiosos. Por ejemplo, que en el repertorio ideológico del nuevo gobierno pesa mucho más el referente maderista que el cardenista. A mí eso siempre me ha llamado la atención, siendo Madero, como decíamos, una figura más anfibia o de transición entre el antiguo régimen y la revolución que Cárdenas, un general y presidente revolucionario en toda línea. Es cierto que Cárdenas reaparece de pronto cuando se activa el nacionalismo, como pasó con la reforma eléctrica impulsada por López Obrador, pero en general no lo veo tan presente.
CBR: Bueno, también es difícil tomarse en serio las analogías históricas que hace el lopezobradorismo, ¿no? En términos ideológicos, lo suyo es más revoltijo que densidad. Yo no veo nada equivalente a las formulaciones doctrinales, al espesor teórico del que tú te ocupas en tu libro. Lo que veo es poco rigor, mucho eslogan antineoliberal, si acaso ciertos usos estratégicos o muy coyunturales del pasado.
RR: Sí, tienes toda la razón. Aunque por ahí hay un contrapunto de obvia continuidad con el régimen neoliberal, que es la relación con Estados Unidos. Eso sí que nos coloca en una perspectiva muy diferente a la de la tradición revolucionaria latinoamericana del siglo XX. En López Obrador hay una apuesta evidente por la “integración” con Estados Unidos, un término impensable para Cárdenas o López Mateos, por ejemplo. Se vio muy claro en la reunión de cancilleres de la Celac en el Castillo de Chapultepec, en el discurso que presentó el presidente López Obrador ahí. Él dijo que había que abandonar la disyuntiva entre la subordinación o el enfrentamiento con los Estados Unidos y avanzar a una integración continental plena, de Canadá hasta la Patagonia, siguiendo el modelo de la Unión Europea. Eso no aparecería nunca en el lenguaje de un líder revolucionario del siglo XX.
CBR: Durante las últimas dos décadas hubo muchos gobiernos de inclinaciones progresistas en América Latina. Incluso se acuñaron términos como “la marea rosa” o “el giro a la izquierda” para dar cuenta de ese fenómeno. También varios países se adscribieron al llamado “socialismo del siglo XXI”. Eso ha generado la impresión de que la región experimentó una nueva etapa en la historia de su tradición revolucionaria. Pero tú afirmas que hoy crece la certidumbre de que no fue así o, al menos, no del todo, ¿por qué lo dices?
RR: Lo digo por el desenlace de muchas de esas experiencias y por el saldo de las transformaciones que introdujeron en sus países. Hubo izquierdas que ganaron, ejercieron el poder y luego tuvieron sucesiones democráticas: por ejemplo, en Ecuador, Uruguay, Chile o Argentina hubo incluso alternancias hacia la derecha tras los gobiernos de izquierda. Eso pone en entredicho la idea de que estos procesos de izquierda implicaron un cambio de régimen y apunta a que, en todo caso, se trató de una ola de gobiernos progresistas que supuso la supervivencia de los regímenes derivados de las transiciones a la democracia.
Hubo otros gobiernos de izquierda en los que no hubo alternancias, sino continuidades políticas con derivas claramente autoritarias, como en Venezuela o Nicaragua. Además, hay otro nivel de análisis para cuestionar la idea de que aquellos fueron cambios revolucionarios, como la falta de continuidad de algunas de sus políticas emblemáticas, ¿verdad? En un lugar aparte yo pondría el caso de Bolivia, donde probablemente tuvimos ambos fenómenos, supervivencia democrática y cambios revolucionarios.
Sin embargo, en general, no hay una apropiación uniforme del concepto de revolución en todas esas experiencias. Una cosa es la “revolución ciudadana” de Rafael Correa en Ecuador y otra la “revolución bolivariana” de Hugo Chávez en Venezuela. El caso de Evo Morales en Bolivia es interesante porque en él pesa más la referencia al socialismo que a la revolución, si bien el paso de un Estado nacional a uno plurinacional en Bolivia es quizá lo más cercano que hubo a un cambio democrático revolucionario en América Latina durante estos años, con una reorganización territorial y una redistribución de derechos sociales, políticos y económicos de gran calado.
CBR: Para cerrar me gustaría pedirte una pequeña digresión autoral: que elabores un poco respecto a tus vínculos biográficos con la historia que cuenta este libro. Eres un historiador de origen cubano que ha echado raíces en México y cuyo trabajo se ha desdoblado en distintas ramas del pasado de América Latina. También eres un pensador o un intelectual progresista que escribe sobre temas de actualidad en periódicos y revistas desde la perspectiva de una izquierda democrática. ¿Cómo te sitúas tú en la trama o en el horizonte que traza El árbol de las revoluciones?
RR: Bueno, yo creo que el libro capta muy bien una parte de mi biografía y de mi evolución intelectual e ideológica. Una parte del mensaje que quiere transmitir es que no hay que desentenderse o desechar a la ligera esa tradición revolucionaria del siglo XX: no hay que darla por agotada como legado intelectual para el siglo XXI. Sí está agotada como praxis política. El método revolucionario está descartado de manera generalizada en la región latinoamericana y caribeña como un método de hacer política y de conducir el cambio social. Sin embargo, la tradición está ahí y es fundamental no sólo para entender la historia reciente de América Latina y el Caribe, sino para entender el bagaje de los actores políticos que intervienen hoy en la realidad de la región. Muchos de esos actores están moldeados en ella y producen una suerte de compensación simbólica cuando participan en el ejercicio democrático: lo compensan recurriendo constantemente a los íconos y símbolos del pasado revolucionario en América Latina.
A mí me parece que eso capta bastante bien mi propia biografía. Yo me formé en un país que vivió una revolución y que introdujo el único caso de experimento marxista-leninista en la región, desde el punto de vista tanto institucional y de políticas públicas como ideológico. Mi generación, la anterior a la mía y por lo menos otras dos más fuimos formadas dentro de lo que podríamos llamar la Cuba soviética: el único país de América Latina y el Caribe que formaba parte del segundo mundo, del socialismo real de la Unión Soviética y Europa del Este. Esa formación naturalmente nos marcó. Ya no es así, pero fue así entre el año 59 y los noventa. En el siglo XXI la realidad de América Latina se está rigiendo por nuevas coordenadas, que son fundamentalmente las de la democracia, y aunque el mundo aquel queda en un pasado cada vez más lejano, sigue teniendo una presencia simbólica e icónica todavía enorme, sobre todo en sectores de la izquierda. A mí me parece que el libro da cuenta de todo esto.
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