Creció siendo una niña con un sistema inmune casi de cristal. Su madre intentó brindarle atenciones, no muy distintas de las que recibían sus hermanos mayores, porque procurar a los hijos en tiempos del franquismo con raciones escasas de pan remojado en vino y azúcar era como sobar estómagos para distraer al hambre. Así que Teresa Vilaplana se desarrolló sin saber de las vitaminas y los nutrientes, con una salud cuestionable que muchos años después, a sus 78, la salvaría del nuevo coronavirus.
Los hermanos Vilaplana Ballester no conocían de la añoranza porque no tenían tiempos mejores que recordar. Vivían en una casa cerca de la plaza de la Sagrada Familia y una tarde Jordi, que le llevaba 12 años, y Alfred 7, le revelaron a su hermana que ella tenía más sentidos que su vista desenfocada, entonces la llevaron al Palau de la Música, donde la fueron arropando entre notas de violoncelos, de Brahms y Bach, pero también de ideas antifranquistas, de la censura, de la tortura y los muertos de la Guerra Civil.
“Por ellos aprendí a escuchar. Tenían amigos que sacaban los temas políticos. Siempre hablábamos bajito, los padres no querían conversar de la época de la guerra. En la mayoría de las casas no se hablaba nunca de política, era un tema prohibido”, dice, y recuerda que escuchaban emisiones de onda corta que se sintonizaban en la radio, como Radio España Independiente (del partido comunista) o de emisoras de otros países, como la Radiodifusión Francesa o Radio Moscú, pero en silencio, el mayor silencio, no fuera que un vecino supiera y los denunciara.
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Desde joven conoció las formas de la clandestinidad: la suya era hablar catalán con sus compañeros de primaria, lengua prohibida en la esfera pública porque la dictadura la asociaba con un espectro llamado rojoseparatismo, o todas aquellas corrientes obreras, progresistas o nacionalistas que ponían en cuestión la sagrada unidad de la España católica y conservadora que defendía Franco. “Estaba postergado, sancionado, censurado, fue una lucha brutal. En la escuela todo se hacía en castellano, absolutamente todo, solo había algunos profesores con quienes se podía hablar en catalán a escondidas”, dice.
Con sus compañeros se entendía en ambos idiomas pero poco en los juegos infantiles. “Yo nunca supe saltar la cuerda, eso de entrar rápido y saltar, ¡yo nunca, madre mía!, era un desastre, no sabía coger la pelota, y claro estos niños que no saben jugar quedan al margen. Yo tenía mi mundo, mis agendas, yo escribía”, dice.
Sus hermanos decían en casa que había que luchar para cambiar lo que no gustaba, lo que dolía. Así que cuando tuvo la asignatura Educación del Espíritu Nacional, se negaba a hacer tarea y contestar los exámenes. Y cuando los chiquillos estaban en el patio, e izaban la bandera española y los hacían cantar el himno nacional, ella cerraba la boca para que la vieran los maestros. “Decía chistes contra Franco, para que los niños se mofaran, y cuando en clase según decían puntos históricos del régimen, yo gritaba ¡esto no es verdad, esto no es verdad!, hacía mi campaña infantil”.
“Nunca tuve miedo de morir. Lo único que me hacía sufrir era que si me moría, mis hijos que viven en el extranjero no pudieran estar a mi lado. El vacío tremendo que alguien se muera en la distancia».
“Por suerte entré en el movimiento scout a los 13 años, y esto me salvó”. No tuvo el equipo adecuado de botas, ni la mochila gigante de explorador, ni corbatín, ni nada. “Pero esto me dio mucha perspectiva”. Y cuando a los 14 sus padres la mandaron a trabajar a un laboratorio clínico cercano a su casa, en la plaza de la Sagrada familia, donde vaciaban contenedores de sangre, desechos, y limpiaba cristales todos los días durante 12 horas, empezó a tener nociones de la injusticia. “Me sentía menos valorada, me daba vergüenza. Yo quería estudiar, yo siempre quise estudiar”. No tuvo que esperar mucho, a los 17 años entró a la escuela de asistencia social.
Después vendría la Escuela de Magisterio de la Universidad Autónoma de Barcelona. Se formó como maestra de primaria y fue de esas profesoras que contagian a sus alumnos de una chispa para que ardiera el mundo. Se casó con Jesús Malló y tuvieron tres hijos: Roger, Oriol y Ermengol. A él lo había conocido en el movimiento scout y desde aquellos años de excursiones, los camaradas no se separaron jamás. Él, un romántico aguerrido a la defensa de los derechos laborales de los trabajadores cuando los sindicatos eran medio tolerados en el franquismo, y ella, una delegada estudiantil de su universidad. Juntaron sus libertades porque ambos se entendían en el deseo de una Cataluña independiente e ingresaron a la Solidaridat d’ Obrers, donde él se convirtió en delegado sindical y ella llevaba los temas de maestros y escuelas.
“Nosotros siempre dijimos que Cataluña debía de tener un sindicato propio para pedir la libertad de todos. Debía ser un sindicato catalán y sus reivindicaciones a partir de Cataluña, porque nosotros tenemos nuestra idiosincrasia, nuestra lengua”, dice.
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Todos sus hijos partieron, Roger a Torrellas, un pueblo a pocos kilómetros de Barcelona. Los otros dos, Oriol a México, y Ermengol a Argentina. Así que en noviembre de 2018 cuando murió su compañero de aventuras, Teresa se quedó sola. Aquella muerte acabó con su ánimo y ella enfermó. Una arritmia cardiaca le complicaba la movilidad de las piernas que hacían un doble esfuerzo por sostener su sobrepeso y, para enero de 2020, su rodilla derecha estaba dañada.
Cuando iban ponerle una prótesis, a inicios de enero de 2020, dejó su piso en Les Corts, un barrio de balcones floreados, para internarse en el Hospital Clinic. “Fue el principio de tres meses inesperados y totalmente desconcertantes”, dice. Aún no se reportaba ningún caso de covid-19 en España, el primero vendría el 31 de ese mes, pero sería hasta finales de febrero que el virus invadiría Cataluña, donde a la fecha ha cobrado la vida de 10 mil 785 personas de acuerdo con el nuevo cómputo del Departamente de Salut.
Una bacteria de quirófano le infectó la herida que tuvo que ser reabierta con otra operación. “Estuve 20 días en una habitación pequeña de paredes blancas, sin ver la luz de la calles”, dice. Era febrero y para ese momento el periódico La Vanguardia reportaba el primer caso de coronavirus en Catalunya: “La persona infectada se encuentra ingresada en el Hospital Clínic de Barcelona, centro de referencia de enfermedades contagiosas”, donde ella había sido intervenida.
«Crecí en la posguerra, que era una miseria total, una falta de comida impresionante. Fui una criatura que nunca tuvo salud. Mis hermanos después de la guerra sufrieron hambre, yo nunca porque nunca tuve hambre».
Luego de seis semanas en un centro sociosanitario, a donde la enviaron para su recuperación, al ser una mujer que vive sola, volvió a casa. Pero Teresa se ahogaba en sudores desbordantes y dolores de cabeza. “No se sabe qué influjo vino, llegué a los 39 grados y enseguida llame al centro del que había salido”. Una ambulancia llegó por ella para ser trasladada al hospital, ahí le sacaron unas radiografías que le revelaron neumonía y entonces le dijeron que tenía covid-19. “Así que di con este virus, mi nuevo amigo”.
“Nunca tuve miedo de morir. Lo único que me hacía sufrir era que si yo me moría mis dos hijos que viven en el extranjero, Oriol y Armengol, no pudieran estar a mi lado. Me preocupaba lo triste que podía dejar a los dos hijos lejos, por el vacío tremendo que es que alguien se muera en la distancia. Me dolía lo que sufrirían ellos, me sabía mal”, dice.
Después de siete días en que venció a la neumonía, pasó los días en un hotel que puso a su disposición sus instalaciones, como muchos hoteleros, para la recuperación de los pacientes, así que estuvo en una cama king size para ella sola. “Abría los ojos y había un paisaje precioso con vistas a Montjuic. De repente entraban las enfermeras de los sanitarios, se me figuraban como extraterrestres”, dice. La odisea de hospitales terminó a mediados de abril, cuando volvió a su hogar.
Abrió la puerta de su departamento sospechando que ahí el tiempo se había detenido. Se metió a bañar con la ropa puesta, según las recomendaciones. La dejó en la lavadora y salió al balcón a regar sus plantas.
“Una de ellas estaba florecida, se lo agradecí muchísimo porque pensé: esto es un regalo, una planta que florece ahora”, y se sentó en un columpio a mecerse por un largo rato, mientras el sol le calentaba la piel.