Desde que empezó a llamar la atención con Tangerine (2015), Sean Baker ha sido una figura contenciosa: todas sus películas a partir de Starlet (2012) se han concentrado en personas dedicadas al trabajo sexual, y eso prende alertas. ¿Se trata de un explotador que reproduce la mitología conservadora y moralista de siempre? ¿O es un soldado de la marginalidad, armado con una cámara y un deseo de captar la vastedad contradictoria de los que concebimos como otros? A raíz de que usuarios del otrora Twitter expusieron en octubre pasado algunas de sus interacciones en la red social, Baker se ganó la desconfianza de buena parte del público: el director había dado likes a publicaciones que argumentaban la inocencia de Kyle Rittenhouse —un adolescente que asesinó en 2020 a dos manifestantes durante una protesta contra la brutalidad policiaca en Kenosha, Wisconsin— y a una que acusaba a Hamás de violar a mujeres israelíes. La conclusión inevitable fue que Baker probablemente era un hombre de la derecha recalcitrante, y sus películas también. Anora (2024), estrenada en Estados Unidos alrededor de esa fecha, fue recibida con suspicacia.
Seguramente no disfrutaría una conversación con Baker si sus likes representan sus convicciones (aunque dice haber basado al despreciable protagonista de Red Rocket (2021) en Donald Trump), pero todavía no logro enemistarme con su filmografía, que me parece proyectar lo opuesto. No sería el primer caso en el cine estadounidense. Frank Capra era abiertamente conservador y fue informante del FBI durante el Temor rojo de los años cincuenta; a pesar de ello, dirigió Qué bello es vivir (It’s a Wonderful Life, 1946), un clásico socialista de Hollywood que los estadounidenses confunden con una película navideña. John Ford es acusado, con razón, de representaciones cuestionables de los pueblos indígenas en sus westerns, pero era querido por los navajo del Valle de los Monumentos, en Utah, porque les daba trabajo bien pagado, los visitaba a menudo y, durante una emergencia en 1948, les mandó abastecimiento por avión. ¡Qué fácil sería si el mundo se pareciera al clásico de Capra, donde el capitalista señor Potter (Lionel Barrymore) es irredimible! Sin embargo, la vida fuera de la pantalla rebasa el blanco y negro, incluso el gris, porque la saturan todas las tonalidades existentes.
No creo que muchos de los ataques a Baker se reduzcan a prejuicios a raíz del escándalo provocado por sus posturas públicas; la ambigüedad de su escritura se presta a lecturas opuestas y, paradójicamente, igual de válidas. Sin embargo, en lo que he visto de su filmografía, no encuentro las narrativas estigmatizantes sobre la marginalidad, la pobreza y el trabajo sexual que sí veo en otras, desde las que condenan todo lo exterior a la burguesía, hasta las que, tratando de ayudar, perjudican. Por ejemplo, aunque es claro que Buñuel admira a su protagonista en Bella de día (Belle de jour, 1967), también hay una mitología masculina involucrada en la creación del personaje: el sadomasoquismo y el trabajo sexual liberan a Séverine (Catherine Deneuve) de la hipócrita moralidad burguesa pero, ¿por qué no solo divorciarse? Buñuel reprodujo la trama de la novela homónima de 1928 porque no le encontró el problema; seguía siendo un hombre de los años veinte en 1966, cuando inició el proyecto. Ni hablemos de la reciente Poor Things (2023), de Yorgos Lanthimos, que también utiliza el trabajo sexual como metáfora de liberación femenina en la París del siglo XIX, cuando solía significar lo opuesto, bajo el control de una policía corrupta.
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Baker, en cambio, es cercano a su tema: es amigo de personas dedicadas al trabajo sexual, y ha dicho que su intención es borrar, mediante su filmografía, los estigmas a los que son sometidas cotidianamente. Por supuesto, las declaraciones pueden ser mentirosas, intentos de manipular nuestra percepción, pero nunca he visto a sus personajes como estereotipos simbólicos. Incluso desde antes de concentrarse en el tema de Anora y de tantas otras películas, Baker ya practicaba una observación casi etnográfica en sus ficciones. Take Out (2004), por ejemplo, cuenta la historia de Ming Ding (Charles Jang), un repartidor de comida china que debe pagarle a una pandilla por haberlo introducido clandestinamente a Nueva York, si no quiere que aumenten su deuda y las incapacitantes madrizas por no pagarla. Baker basó su lectura en el restaurante chino que estaba en la primera planta del edificio en que vivía en aquel entonces. La mayor parte del montaje se dedica a producir tensión observando a Ming Ding mientras va del restaurante a algún departamento donde puede encontrarse con gente que le dé la propina necesaria para cubrir su deuda, o con personas prepotentes, incluso racistas, que empeoren su situación. Los personajes jamás discuten esto ni la injusticia de las leyes migratorias estadounidenses; no hacen discursos como en el cine de las buenas causas, ni hay villanos moralizados como tales. En todo caso, hay un tema importante para la obra de Baker, y en especial para Anora: la solidaridad. Al final de su jornada, Ming Ding reúne el monto ansiado, pero lo asaltan; un colega antagónico termina reponiéndole el dinero.
Ni Take Out ni el resto de la filmografía de Baker es totalmente original o radicalmente ajena al cine narrativo convencional. Es distinta a la norma, pero sí alberga símbolos, conflictos, desenlaces, mensajes. Anora los incluye en su trama sobre una homónima bailarina erótica que prefiere ser llamada Ani (Mikey Madison). Una noche en el trabajo conoce a Iván (Mark Eydelshteyn), un muchacho ruso un poco menor que ella, cuya inmadurez se derrama en gestos excesivos y una emoción incontenible frente a todo: Iván grita, se ríe y hace maromas mientras que Ani, más madura por su trabajo, lo ve como a una mascota haciendo trucos. Esta relación se invierte cuando Iván le da 15 mil dólares por una semana de servicios sexuales.
Ani es claramente una víctima del aspiracionismo. Baker no narra mucho del porqué o de su contexto, pero no me parece una estrategia para anularla como persona, sino lo contrario: en el cine más convencional los personajes tienen biografías, amistades y familias con propósitos utilitarios, pues sirven para sugerir algo sobre su carácter y su significado. Al quitarle todo ese bagaje a sus protagonistas, Baker les reduce la carga simbólica y los ve como individuos cuyas acciones son suficientes para capturar sus ideologías y deseos. Por ello, su estilo es el del realismo que anima también las películas de los hermanos Dardenne o la dupla neo-neorrealista de Tizza Covi y Rainer Frimmel.
Ani se deslumbra con la mansión de Iván, el hijo de un oligarca ruso, y con su estilo de vida entregado al desmadre. Cuando la conocemos, al inicio, vemos su actitud profesional, fría, como una mesera obligada a sonreír para sacar propinas. No hay en ella una repulsión moral por su entorno ni autoengaños, sino un trabajo que cumple sin padecerlo mucho y sacándole lo que más desea: dinero. El suyo no es un corazón de oro, como el de tantas trabajadoras sexuales en la historia del cine, sino uno enamorado del oro. Su diminutivo, Ani, sugiere incluso un intento de asimilarse dentro del mundo anglosajón (suena a Annie), en vez de mantenerse enraizado en la comunidad migrante rusa, de donde ella viene.
A pesar de todo, la costumbre de un mundo transaccional no destierra la ingenuidad de Ani, que empieza a brotar a lo largo de la semana que pasa con Iván. De regreso, ella le cuenta a una amiga que estuvo en una suite de Cenicienta. Baker ha aludido a las fábulas —y a esta, en particular— en varias ocasiones: una protagonista de Tangerine (2015) se llama Sin-Dee Rella (de Cindy Rella, que a su vez viene de Cinderella, el nombre en inglés de Cenicienta); El proyecto Florida (The Florida Project, 2017) se sitúa en las afueras de Disneylandia, el mayor sueño de la hija de una trabajadora sexual. La inocente escondida dentro de Ani desea también que se le cumpla su fábula, y esto pasa cuando Iván, obsesionado con la ciudadanía estadounidense para evitar ser controlado por su familia, le propone casarse durante los últimos días de su semana juntos. En otras películas de Baker, los personajes se fugan a un final de fábula claramente imaginario que reniega de los momentos más crueles de sus vidas. En cambio, en Anora la fábula se cumple mucho antes del desenlace, para mezclar el realismo de Take Out con la comedia de enredo de Howard Hawks.
Una mañana, Ani e Iván son sorprendidos por Garnick (Vache Tovmasyan) e Ígor (Yura Borisov), un par de secuaces al servicio del padre de Iván. Su familia se enteró de su matrimonio y lo quieren anulado de inmediato. A partir de este momento se impone un ritmo más acelerado que el del principio, cuando solo veíamos brevísimas imágenes —una tras otra— de Ani trabajando, y tan tenso (estamos a la espera de saber si Ani logra salvar su final de Cenicienta) como humorístico (los personajes se enfrentan a situaciones cada vez más absurdas que buscan sacarnos la carcajada).
Este es el estilo de clásicos como La adorable revoltosa (Bringing Up Baby, 1938) y Ayuno de amor (His Girl Friday, 1940) —ambas dirigidas por Hawks—, que se guían por el ritmo del elenco; es decir, la duración de cada plano se basa en la velocidad de los intérpretes, a quienes la cámara observa con devoción. El gran crítico francés Serge Daney dijo por ello que Hawks era un cineasta interesado estrictamente en los cuerpos, casi ciego a los espacios. Baker, en cambio, se da la oportunidad de planos más abiertos que nos muestran los escenarios, pero su interés también está concentrado en las reacciones, los insultos, los gestos. Esto hace que Madison controle los planos en muchas ocasiones, incluso en las escenas eróticas, en las que Baker muestra pero no enfatiza su cuerpo, sino su rostro. En una escena, por ejemplo, un destello tapa el torso desnudo de Madison porque el fin no es observarla como objeto erótico, sino como heroína clásica.
Ani, entonces, no es una princesa Disney, sino una mujer como Katherine Hepburn o Rosalind Russell, que no se deja ningunear. Si bien sus captores, Ígor y Garnick, la someten, ella grita, los muerde, los patea. Toros (Karren Karagulian), el jefe de este par de brutos, intenta manipularla y llegar a un acuerdo con ella, pero Ani se niega a aceptar cualquier condición hasta hablar con Iván, que escapa de la escena, abandonando a su esposa. A partir de ese momento, el trío de sirvientes y Ani se dedican a buscar a Iván, juntos pero no revueltos. Baker expresa así la ausencia de solidaridad entre personajes sometidos por los padres multimillonarios de Iván.
Para el desenlace es inocultable que Anora acusa a los poderosos de crear un ambiente de obediencia que destroza las ambiciones de la clase trabajadora en un mundo hipercapitalista, incluso si se trata solo de amar a otra persona. Iván queda expuesto como un cobarde, pero también otro hombre mejor para Ani (dejo que cada quien descubra su identidad), ya que puede parecer decente pero ayudó a someterla. Hasta el último plano, cuando Ani finalmente llora, Baker la admira por la dignidad que le prohíbe buscar una sola vez más la aprobación de los ultrarricos o dejarse tratar como un objeto. Su trayecto va de la colaboración con el capital a una actitud de desafío y la desazón que conlleva resistir. Los símbolos no se contradicen, y Ani no es el Che Guevara, estoica, invencible, como en la fotografía clásica de Alberto Korda. La última imagen que tenemos de ella busca atormentarnos a nosotros, e incitarnos a repudiar el mundo que produce la desgracia de Ani.
En contra de Anora, puedo decir que Baker no se compromete con el realismo, como en Take Out. Los sirvientes de Iván y su familia son demasiado amables para el poder que ostentan, y Ani sí se convierte por un rato en una estampa de dignidad que coquetea con lo simbólico, pero ese plano final de ella destrozada es más intenso, ya que contradice las últimas películas de Baker, en las que los protagonistas sueñan que todo se arregla, como en una fábula. No hay respiro aquí, sino desolación, al contrario del sueño de solidaridad que cierra Qué bello es vivir, el clásico de Frank Capra en el que un hombre es salvado del suicidio por un ángel, para descubrir que su comunidad desea agradecerle por sus sacrificios en favor de ella. Si Baker es nuestro Capra, con todo y sus opiniones más inquietantes, que así sea. Como espectadores, no tratamos con él sino con sus películas, que parecen hechas por alguien más solidario.
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