Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

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El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

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Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

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Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

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“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Tiempo de Lectura: 00 min

Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

***

Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

***

Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

***

“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

***

Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

***

Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

***

“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

***

Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

***

Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

***

“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

***

Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

***

Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

***

“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

***

Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

***

Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

***

“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

***

Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

***

Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

***

“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Tiempo de Lectura: 00 min

Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

***

Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

***

Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

***

“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

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Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

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Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

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“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

***

Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

***

Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

***

“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

***

Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

***

Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

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“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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2022
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Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

***

Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

***

Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

***

“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

Boxear en la oscuridad. La rehabilitación en el cuadrilátero

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Tiempo de Lectura: 00 min

Una mirada al mundo del box semiprofesional y amateur. Ésta es la crónica de un gimnasio municipal en el norte mexicano, en Saltillo, Coahuila, donde se practica la vocación inquebrantable de controlarse a sí mismo y dominar al otro. Un territorio quizás oscuro, el de la mente, de personas con depresión, adicciones y estrés postraumático, entre otros trastornos, que utilizan la disciplina para superar una herida más allá del dolor físico.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

El primero de enero de 2019, cerca de las dos de la tarde, en la colonia Federico Berrueto, al sureste de Saltillo, Jesús Guadalupe Núñez, de veintitrés años, asesinó a puñaladas a Juan Antonio Casas Cárdenas, un policía jubilado de 65. Las causas del crimen no son claras: pudo tratarse de una confusión de identidad o una venganza. Aunque la historia se publicó en los periódicos locales de Coahuila, no supe de ella sino hasta dos años más tarde, cuando asistí a la clase de box donde conocí a José Antonio Casas Tobías, hijo de la víctima. 

Él recuerda: “Me habló mi hermano: ‘Vete allá con papá porque lo acaban de asaltar y lo picaron’. Me agarró todavía de fiesta. ‘Vístete y vámonos directo al hospital’. Y ahí nos dan la noticia de que ya falleció. Fue algo muy duro: ima­gínate pasar el primer día del año haciendo un acta de denuncia, ir al Semefo, llevar a la funeraria el cuerpo de tu padre. El muchacho andaba drogado y ya había dicho que quería matar a alguien, tengo entendido que al señor que le cobraba la renta. Ve pasar a papá, lo confunde, lo agarra por atrás y lo pica aquí por la axila, afectándole una arteria principal. Papá era segundo comandante de la policía estatal, sabía defenderse. Pero cuando te agarran por atrás, tú bien sabes que no hay modo”.

Tras la desgracia, José Antonio, de 43 años, entró en un estado que la psiquiatría describe como “indefensión aprendida”, cuando se ha aprendido a comportarse de forma pasiva ante todo tipo de problemas, y que la mayoría podríamos confundir con depresión. Abandonó su empleo. Fumaba desesperadamente. Aunque procuró mantener a flote a su familia, conduciendo un taxi, zozobraba en una crisis profunda. Ante las señales de alarma, su esposa lo convenció de inscribirse —en compañía de su hija y su hijo adolescentes— en las clases gratuitas de box que imparten Óscar Soberón Nakasima y su pupila, la excampeona mundial, Mayela “Cobrita” Pérez, en el Gimnasio Municipal. 

“El primer día dije: ‘Ay cabrón, ¿a poco éste es el entrenamiento para principiantes?’ Dos, tres personas se rieron: ‘Aquí el profe agarra parejo, seas nuevo o seas profesional’. Sentí que me iba a morir por tanto cigarro. Pero después llegué al costal. Me vendo y, como traía mucho coraje, me pongo los guantes y empiezo a tirarle. Fueron cuatro rounds. Al final estaba totalmente agotado. Nos fuimos a la casa y, cuando me quité las vendas, veo los nudillos llenos de sangre. Fue cuando decidí seguir viniendo”.

José Antonio mide más de 1.90 y pesa 110 kilos. Si se dedicara profesionalmente al boxeo en México, le sería difícil encontrar rivales de su división. Por eso “esparrea” (pelea rounds de entrenamiento) con chicos más jóvenes y ligeros. “Dejé de fumar. Ahorita puedo aguantar hasta dos clases seguidas y hasta tres rounds esparreando. Al principio uno cree que es muy fácil pero es una friega. No cualquiera resiste. La primera vez, me bajé al medio round. Hay dos, tres chavos que se animan a subirse conmigo. Ob­viamente no suelto toda mi fuerza, pero a mí me sirve de experiencia y a ellos, que ya son avanzados, también: sienten el golpe por encima de su peso. Es una cadenita. No soy el único aquí que ha tenido una situación. Pero aquí estamos”.

Cuando el profe pasa junto a nosotros en busca de un trapeador (escrupuloso con la limpieza de las áreas de entrenamiento), me susurra: “Este muchacho es tremendo. Si lo hubiera encontrado más joven, lo hubiera debutado”.

Óscar Soberón Nakasima tiene 63 años y una prótesis de titanio en la pelvis. Es descendiente de migrantes ja­poneses que se especializaron en el arte floral. Fue pícher profesional con los Acereros de Monclova en los años ochenta. Ha practicado a lo largo de su vida una amplia gama de deportes, entre ellos, el pugilismo, disciplina que le valió un título de Guantes de Oro. Desde hace veinte años se dedica a entrenar y a formar boxeadores amateurs y profesionales. A todo el que llega a entrenar le pone el primer apodo que se le ocurre (y todos lo usamos, es parte del ritual de sus clases). Ha estado en la esquina de Francisco “El Chihuas” Rodríguez, entre otros peleadores de talla nacional e internacional. Tiene tres hijos adultos, dos de los cuales, Óscar y Nolan, se dedican al ámbito deportivo, y un cuarto hijo de un año y diez meses al que por las tardes vemos rondar el gimnasio calzando unos pequeños guantes de box color verde: Ichiro. 

Ha trabajado durante más de veinticinco años en el servicio público. En 2007 fundó la Escuela de Boxeo del Gimnasio Municipal de Saltillo, a la que acuden cada semana alrededor de quinientos alumnos: jóvenes, niños, adultos; hombres y mujeres. Uno pensaría que se trata de un recinto sombrío, con olor a sudor y sangre, como los que aparecen en las películas. Pero no: es un segundo piso amplio y aseado, tiene techos altos y un muro de ventanales por donde todas las mañanas entra de lleno la hermosa luz de la Sierra de Zapalinamé. Los aditamentos, eso sí, lucen viejos y gastados, especialmente, los costales de cuero des­teñido y las cuerdas para saltar, algunas de las cuales han perdido sus empuñaduras. Junto al ring hay una pared de espejo; el resto de los muros ostenta una capa de pintura verde, grandes pósters de boxeadores y uno que otro recorte de periódico. Aunque el horario oficial es de ocho de la mañana a tres de la tarde, Soberón Nakasima imparte entre tres y cuatro clases diarias de dos horas, de lunes a vier-nes, entre las diez de la mañana y hasta las diez u once de la noche. Incluso en días festivos, cuando las instalaciones municipales cierran, él cita a sus pupilos en un parque cercano para no perder el ritmo. Algunos sábados por la mañana organiza sesiones de esparreo en Round Cero, el gimnasio particular que es propiedad de su hijo Óscar. 

“No lo hacemos aquí porque el ring no tiene las medidas —me explica—, es demasiado corto. Luego se acostumbran y cuando los subes a un encordado de verdad andan echando el bofe”.

El profe tiene una regla estricta: no acepta dinero de los boxeadores.

“Se lo prometí a mi padre, el licenciado Benito Soberón, en su lecho de muerte. Él fue agente del Ministerio Público, le tocó ver cómo se explotaba a estos muchachos. Cuando supo en qué andaba, me dijo que no podía ganarme la vida recibiendo dinero de quienes reciben golpes. Yo aquí no les paso ni siquiera un bote al final de la clase, como hacen otros maestros. Les he dado segundos, minutos, horas, días, meses, años de mi vida. Por eso me enchincha que, al primer halago, a la primera promesa, a la primera calentura, me boten de una patada y se larguen”.

No son pocas las historias de contrariedad que ha co­nocido en el cuadrilátero. La de Incómodo, un chavo de buena técnica y pegada formidable que falló en dos oca­siones consecutivas a su debut por causa de su adicción a la piedra. La de Linda “Dinamita” Contreras, quien desde los catorce años demostró habilidades boxísticas pero que, luego de diez peleas profesionales, entró en un semirretiro, cursó dos embarazos y ahora, con diecinueve y muy por encima de su peso ideal, intenta regresar al encordado tras una ruptura sentimental y la pérdida de su empleo en una taquería. 

Tampoco le faltan historias de éxito. En 2003 se encontró con una adolescente adicta al billar a la que aceptó entrenar bajo la condición de que aprobara sus clases pendientes del bachillerato y se inscribiera a la licenciatura en Educación Física. Esa muchacha era la Cobrita Pérez, quien llegaría a ser campeona Mundial Paja de la UIBC en 2013, campeona Mundial Plata del CMB en 2014 y campeona Átomo de la Federación Mundial de Boxeo en 2017. En época reciente, Soberón Nakasima ha entrenado también a Mónica Trejo, boxeadora saltillense que obtuvo la presea de plata en el Campeonato Nacional Universitario de 2016 y cuenta con cinco peleas registradas en el circuito profesional desde 2018.

Sin embargo, la mayoría de las historias que rodean al profe tienen poco que ver con el triunfo o el fracaso dentro del ámbito boxístico. “Prefiero tener un amigo profesionista que un amigo boxeador”, repite obsesivamente en sus clases. Fieles a este mantra, sus alumnos utilizan la disciplina deportiva como pretexto para desarrollarse en terrenos escolares, sociales y laborales. También como herramienta de regeneración. Depresión, adicción, divorcio, estrés postraumático, duelo: muchos de quienes asistimos al Gimnasio Municipal venimos de una herida física o emocional que está más allá de nuestros puños.

“Me llamo Eduardo Axel Tapia. Tengo dieciocho años y aquí en el box me dicen el Suavecito. Así me apodó el profe. Voy a cumplir dos años de entrenar y esparrear. Lo que me pasó fue muy feo. Mi familia y yo trabajábamos en un depósito Six. Un día llegaron dos señores y uno le apuntó con una pistola a mi mamá, el otro se fue al almacén con mi papá y mi hermano. ‘Dame tu dinero’, dijeron, y mi mamá: ‘Sí te lo doy, nomás no me hagas nada’. A mi papá también le apuntaron con una pistola, le dieron toques eléctricos, trataron de encerrarlos en un baño. Yo no lo viví porque estaba enfrente de la tienda, había salido a dormir en el carro. De pronto me despierto atarantado, veo luces, patrullas, doctores, y a mi papá ahí, que están midiéndole el azúcar. ¿Qué pasó? Se llevaron cuatro mil pesos y un montón de cigarros. Me asusté mucho. En ese tiempo el profe era cliente del Six. Me vio cómo estaba, que no podía ni hablar. Temblaba. Les dijo a mis papás que por qué no me dejaban entrenar box. Así llegué aquí”.

Mony Trejo cayó en el gimnasio luego de que un error burocrático borrara parte de sus registros escolares en una preparatoria técnica, lo que la sumió en una depresión que la llevó a aumentar de peso. Christian es un vendedor de autopartes que viene a la clase en compañía de su hijo Quique, de unos diez años, para mejorar la relación entre ambos, luego del estrés que ocasionó el confinamiento pandémico. La Italianita se unió al grupo por motivos disciplinarios dictados por su hermana mayor, una lideresa de colonia popular. Yo entré en esta corriente en agosto de 2021. Para entonces llevaba tres años corriendo esca­leras de arriba abajo, levantando pesas, a dieta. Tomé mis primeras lecciones con Nolan, quien me refirió a su padre, el profe Óscar, para que me ayudara a entender mejor las dinámicas que conectan el boxeo con la búsqueda de la salud mental. Mi razón personal para estar aquí y escribir este relato es que soy alcohólico y cocainómano en rehabilitación. 

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Ilustración de María Conejo

***

Para indagar en el impacto del box en los procesos men­tales y conductuales, más allá de lo que sucede en el cua­drilátero, entrevisto al psiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Conversamos sobre esas pequeñas partículas que han dominado en años recientes las portadas de muchas publicaciones científicas: los neurotransmisores. “Las moléculas neurotransmisoras más conocidas son las aminas biógenas —me explica—: la famosa dopamina y la serotonina. Hay otras que funcionan como opiáceos en­dógenos. Todos los que hemos transitado por escenarios de adicción estamos familiarizados con estas moléculas, porque tienen que ver con las drogas más consumidas. La anandamida tiene efectos similares a la mariguana; la cocaína se asemeja a la dopamina; los antidepresivos, como el Prozac, utilizan el sistema de la serotonina; la histamina tiene que ver con los procesos del sueño y el apetito, etcétera. Los neurotransmisores se relacionan con la conciencia en dos sentidos. Primero, conectan al tallo con la corteza cerebral y producen el fenómeno de alertamiento. Segundo, le dan a la conciencia su cualidad afectiva, ese carácter emocional que poseen las experiencias en primera persona. 

”La actividad del cuerpo echa a andar esos sistemas en un entorno ecológico. El individuo mapea su entorno; lo ‘muestrea’, diríamos científicamente. Entras a un bosque, ves un árbol que te gusta, te aproximas... Esa relación entre lo que percibes y tu conducta motora es el mecanismo fisiológico esencial para poner en marcha los neurotrans­misores. Y lo más importante —y aquí es donde creo que deportes como el box pueden llegar a ser terapéuticos—, al acercarse y alejarse de los objetos, al bailar con ellos, al construir o imaginar esa coreografía, el organismo juega y, cada vez que acierta (cada vez que se produce el objetivo cifrado por las reglas del juego), viene la acción reforzadora de la dopamina. La dopamina ‘marca’, por decirlo de algún modo, los aprendizajes del sujeto. Le trasmite la satisfacción —estoy usando una metáfora— de morder al mundo como se muerde una manzana”. 

Lo primero que acude a mi cabeza mientras escucho al doctor Ramírez es la imagen de la Cobrita Pérez en los últimos asaltos de su combate frente a Alejandra “Finita” López en el campeonato interino Paja del CMB: había arrancado con desconcierto ante la técnica de su rival, pero poco a poco fue recuperándose en los cartones y terminó por imponerse y ganar por decisión. Hay un momento en el video, en el décimo round, en el que el rostro casi limpio de Mayela y su guardia en alto frente a la faz ensangrentada de su opositora denotan quién se ha comido la manzana de la noche.

“Todo el tiempo estamos en combate —añade Jesús—. Lo que hace el box es traducir este estado permanente a condiciones de literalidad. Uno de los campos donde la retórica de lucha es más evidente es el de las adicciones. La psiquiatra Nora Volkow plantea un concepto interesante: el ‘lado oscuro del cerebro’. Las personas se meten en las adicciones precisamente para evitar emociones sobrecogedoras que ya traían desde antes. Las drogas te ayudan a superar eso; el problema es la farmacología de la sustancia como tal. Te da un pico, pero se va perdiendo y cada vez se vuelve más difícil volver a alcanzarlo. Cuando sentimos que no tenemos agencia sobre lo que sucede, cuando perdemos el control sobre los juegos de acercamiento y alejamiento, la percepción es que el mundo se nos echa encima. El organismo deja de producir señales dopami­nérgicas. Se sabe que la terapia de activación conductual es uno de los mecanismos fisiológicos más útiles para afrontar tal situación”. 

Le cuento a Jesús la historia de José Antonio Casas, el hombre cuyo padre fue asesinado. Encuentra excepcional la decisión de la esposa de mandarlo de vuelta al ruedo, devolverlo a un laboratorio donde se puede recobrar agencia de lo que sucede y trabajar el sufrimiento emocional desde el dolor físico. Le parece significativo el nivel de la representación: la mayoría de los machos no habría per­mitido una intervención así, pero el box va muy de acuerdo con los valores masculinos.

Más tarde converso con Francisco Martínez, quien ha trabajado por años en el ámbito de la educación física y la rehabilitación de lesiones deportivas. Francisco fue asesor conductual de Mónica Trejo para la pelea que la saltillense sostuvo en junio de 2021 contra la australiana Avril Mathie en Miami, Florida. Recurrir a un asesor conductual es algo que está empezando a suceder en el boxeo moderno. Mony llegó con Martínez para prepararse mentalmente.

“Lo preparamos todo: cómo iba a atender a la prensa, cómo iba a subir al ring, cómo iba a chocar los guantes, pa-ra que su cerebro no tuviera ningún imprevisto dentro de la pelea. La capacidad de un deportista es igual a la suma sus conocimientos, entrenamientos, planeaciones, etcé­tera, menos sus interferencias y éstas pueden ser físicas, mentales o de postura cerebro-mental. Las neurociencias te ayudan a automatizar los movimientos, regular las emociones o aceptar la dureza del entrenamiento. Claro que hay que ayudarle al organismo para que vaya al boxeo con entusiasmo. Los gustos son aquello en lo que me puedo enfocar por programación cerebral y cualquier cosa que yo decida es buena para entretener a mi cerebro.

”Durante mucho tiempo me dediqué a la rehabilitación de lesiones en deportistas y me topé con personas que no se la creían: aunque les hicieras todas las pruebas y análisis y le mostraras que ya estaban bien, el sujeto —ya sea un pícher, un corredor— no tenía confianza. Empecé a inte­resarme en la psicología del alto rendimiento, pero no me llenó. Hasta que di con la neurociencia, hice una maestría en la disciplina y empecé a hacer mis propios experimentos. Hoy en día atiendo de todo, no sólo deportistas. Trabajo depresiones, tendencias suicidas, adicciones, baja autoestima”, dice Martínez.

***

Una clase típica de box consta de varias fases, aunque puede parecer monótona desde la óptica de alguien poco familiarizado con este deporte.

Lo primero, mientras esperas la llegada de los maestros, es vendarte: cuatro o cinco vueltas, pliegas, doblez sobre los nudillos, otra vuelta, bajas por la palma hacia la mu­ñeca, vuelta, regresas sobre cada uno de los dedos, abres y cierras el puño a cada nuevo giro, y terminas enredando el cabo de la venda por abajo, en la palma. Ahora, la otra mano. Entonces empieza la música: Chicos de Barrio, “El baile del gavilán”.

Lo segundo es calentar bajo la dirección de la Cobrita, todos en línea entre los costales del gimnasio. Repite el movimiento de arriba abajo, de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha: la cabeza, el cuello, los brazos, las manos, el torso, las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Lo tercero es hacer sombra: un jab, no hay nada; un-dos, perilla, sombra girando a la derecha; combinación recto-recto-volado-izquierda-gancho-recto; te mueves, perilla, pivoteando con doble engaño, upper, upper, bloqueo, metralletas, recto-gancho-recto, bending; bending, perilla, sombra girando a la izquierda. La música continúa: la Sonora Dinamita. Después, cuarto, viene el cardio bajo las indicaciones del maestro Soberón: a lo largo del gimnasio en filas de dos, correr; corrida lateral, salto, balón de básquet con una mano, con la otra. Coordinación: pasar dos balones en grupos de tres, sombra entre conos rojos sin que se te junten los pies, cambio de guardia. Quinto, el guante: sentadilla con salto para atrapar el guante en el aire, sombra y giras 180° para evitar que el guante te gol-pee en la cara cuando tu compañero lo lance; corre y recógelo del suelo y vuelve caminado hacia atrás en posición de guardia, mientras la música explota en electrosalsa obs­cena y viejos reguetones.

“Cuando uno aprende un nuevo movimiento —explica el doctor Jesús Ramírez— suele realizarlo por debajo o por arriba del objetivo. Eso, en neurología, se llama ‘hipermetría’ o ‘hipometría’. La gente en la calle le llama simplemente torpeza. La repetición va generando un engrama, es decir, la formación de conexiones sinápticas y musculares, el acoplamiento entre respiración y movimiento, memorias visuales, movimientos de cuerpo entero, etcétera: son muchas acciones las que realizas cuando en apariencia sólo estás tirando un golpe. Cuando por fin acoplas todas estas sensaciones, empiezas a generar un mapa estadístico: a veces lo harás muy mal; a veces, por encima de tus estándares. Pero, en última instancia, alcanzarás un desempeño evaluable y, con ello, una sensación de certeza”.

Sexto, fuerza y coordinación: la mitad de la clase hacemos sombra con mancuernas hasta que se nos entumecen los hombros; la otra mitad va a cuerda. Salta, salta, golpea, golpea. Mientras la Cobrita muestra cómo hacer cada ejercicio, Óscar Soberón marca los tiempos aplaudiendo con las palmas. De pronto, de la nada, el profe se pone a bailar. Reímos porque lo hace chistoso, exagerando los pasos. Luego para la música y nos regaña a gritos: “¿¡Para qué crees que está la cumbia de fondo!?: ¿para que te pongas a ligar? ¡Escúchala! ¡Paf, paf, paf! Si no aprendes a bailar, menos vas a aprender a pelear. ¡Cambio!: los de mancuernas a cuerda, los de cuerdas a sombra. ¡Rápido!”.

Vuelve a encender la música. Corrige la postura de una. Manoplea a otra. Se acerca conmigo. Por un momento temo que vaya a regañarme. “Escucha la cuerda cuando golpea el piso. Ésa es tu marca para saltar”. Me da una palmada y se va. Pienso en la entrada de Facebook en la que un pequeño ejército de estudiantes de posgrado se quejaba esta mañana de los maltratos de sus maestros. Pienso que ojalá la liga de la decencia de las redes sociales no llegue nunca a las puertas de este gimnasio de box.

“El cerebro sólo puede aprender por repeticiones —explica Francisco Martínez—. Es una entidad que se programa. Con un primer aprendizaje gasta mucha energía, pero a medida que hace una segunda, tercera, décima repetición, empieza a economizar. Todo lo que repites, tu cerebro lo aprende: las tablas de multiplicar, el camino entre tu casa y tu lugar de trabajo. Automatiza y programa tus rutinas porque no distingue entre lo bueno y lo malo. Cuando el cerebro se impone por su programación nos está dominando y esa dominación es la que nos hace continuar en adicciones o conductas depresivas. Nuestro cerebro tiene una cierta autonomía y si yo no estoy consciente de eso, creo que soy yo el que no puede cambiar. Reprogramarse sig­nifica gastar energía y el cerebro prefiere mantenerse en modo ahorro. Tienes que avisarle que vas a cambiar algo. Él se va a resistir: tú tienes que comprender que eso es normal pero, con insistencia, llega un momento en el que empiezas a reprogramarte. Sólo podemos cruzar ese umbral de dolor cerebral a base de repeticiones. De todo lo que he aprendido de la neurociencia, las dos mejores noticias son que te puedes reprogramar y que es gratis”.

Luego de más de una hora de repeticiones, con el cuerpo vagamente adolorido, pero también exultante, llegamos al postre de la clase. El maestro tiene su rutina para introducirnos: baja un poco el volumen de la música y se planta unos segundos frente a nosotros con la mirada perdida, como si fuera un loco o un monje zen. Empieza a señalarnos: “¡Tú, al trece! ¡Tú, al ocho! ¡Tú, al cuatro!”. Nos re­parte un costal a cada quien. Nos ponemos los guantes y vamos al lugar que nos tocó. Un round por costal, dos minutos por round, seis o siete rounds en total. Nos vamos rotando: del trece al catorce, del ocho al nueve. Son varios los cuidados que debes aplicar en esta fase de la dan-za: alrededor del costal, de tus compañeros y en función de la secuencia. Tienes que estar al alba, porque en cualquier momento los maestros pueden interrumpirte para man­darte a manoplear, subirte a hacer metralletas sobre una llanta de tractor, ponerte a perseguir un balón de básquet o pedirte que asistas a un compañero. Tienes que ir des­cifrando para qué funciona mejor cada costal: el que está fijo al muro es para rectos, los de bola ayudan a controlar el upper, los más vivos activan naturalmente tu defensa, los más densos te obligan a subir un poco el ángulo de los volados. Ahora entiendes por qué a este deporte lo llaman “dulce ciencia”. 

En los costales sueltas todo: el conductor que casi te atropella esta mañana luego de saltarse un rojo, los veinte días de retraso de tus honorarios, el escritorcillo fantoche al que no pudiste partirle la madre por no arruinar la fiesta, la vez que te partieron la madre en una cantina por fantoche, la vez que tu mamá te abofeteó delante de tu novia, los 141 kilos de peso que diste en una báscula en 2018, la culpa de haber abandonado a tus hijos, la humillación de ser atrapado robando un mazapán. En los costales sueltas todo.

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Ilustración de María Conejo

***

“Si tú te le pegas a un boxeador —me dice Diego Medellín— lo más probable es que te aburras. Hacen lo mismo todos los días, una y otra vez. Tienen rutinas muy estrictas. Así vencieron su dolor”. Diego es especialista en marketing deportivo. Inició su carrera construyendo la marca y negociando patrocinios para la leyenda del boxeo Juan Manuel Márquez. Acompañó a Dinamita por varios países, entre ellos, Filipinas, y fue productor ejecutivo en 2012 del do­cumental Libra × libra en torno al tercer combate entre el campeón mexicano y Manny Pacquiao. Diego trabajó después buscando patrocinios para algunas de las primeras peleas del Canelo Álvarez, para finalmente enfocar su negocio en el futbol mexicano. Empezó a boxear de manera amateur hace más de una década y todavía sigue poniéndose los guantes algunos fines de semana. Lo contacté para pedirle orientación y platicamos un rato.

“Si a ti te cuentan los orígenes de un boxeador, es como si te hubieran contado los de todos. No te vas a encontrar al hijo de un magnate subiéndose a los madrazos, es muy raro. Casi todas las historias se parecen más bien a la de Mike Tyson, a quien de niño su madre le daba alcohol y mariguana para dormirlo y poder dedicarse a la prosti­tución en el mismo cuarto. La clave para entender cualquier historia relacionada con el box es entender cómo funciona el sufrimiento para cada uno de nosotros”. 

Inspirado en esta idea —y con la convicción de que el box guarda miles de tragedias por cada historia de éxito—, Diego se involucró en 2018 en la producción de Golpes duros, un documental de José Luis Palma que sigue la trayectoria del Pollo, el Panda y el Barbas, tres reos del sistema penitenciario mexicano con condenas de entre cuatro y veintidós años —por delitos como asalto y hasta homicidio calificado— que participan en el Torneo Interreclusorios de Box Guadalupano. 

“La cárcel es un lugar muy cabrón, te drena la energía con sólo ir de visita: imagínate vivir ahí. Pero, al mismo tiempo, es un lugar donde la vida sigue y puedes dedicarte a hacer cualquier cosa: puedes drogarte, puedes enrolarte en la delincuencia, puedes seguir siendo una víctima, puedes encontrar a Dios. Estos ‘manes’ decidieron canalizar su temperamento a través de una disciplina. Así que juntan la arena que dejan las hormigas en el patio y la usan para llenar sus costales o reciclan migajón de bolillo y con eso reparan sus guantes o hacen tiras de ropa vieja para tener con qué vendarse. Un campeón mundial puede meterse a la cámara hiperbárica, contratar un nutriólogo, rentar una villa de entrenamiento. Pero, al final del día, lo que mueve a un atleta de alto rendimiento y a un fajador de reclusorio es más o menos lo mismo: el corazón de gue­rrero, la vocación por controlarse a sí mismo y dominar
al otro”.

Si en los costales sueltas todo, supongo que donde te reconectas con el dolor es subiéndote al cuadrilátero a esparrear. Yo aún no lo sé. 

“A veces sí te pegan feo —cuenta el Suavecito—. Al principio no se siente tanto; luego amaneces con el cuello trabado y con cansancio en los brazos y la espalda. Otras veces terminas y ya sabes que no vas a poder dormir del dolor. A veces duele el estómago, si te metieron unos ganchos. Pero también es muy emocionante. Por eso, a la siguiente, te subes otra vez, te tomas una pastilla, te mentalizas: no me va a pasar nada. Con tus compas es mejor, porque no te da tanta culpa pegarles”. 

Aunque no es algo que rehúya, mi experiencia personal del dolor físico depende en gran medida de la ilusión de control. Tengo microfracturas por estrés de la tibia debido a la práctica diaria de zazen, heridas en los nudillos por el golpeo de box, lesiones en la muñeca izquierda, ambos pies, ambas rodillas, y dolores constantes en la región lumbar y los huesos cervicales debido al entrenamiento. Sin embargo, me he mantenido en los límites del maltrato autoinfligido. Realizo actividades que me lesionan porque tengo el convencimiento espiritual de que debo ser físicamente castigado. Pero no he alcanzado todavía la humildad necesaria para transferir esa función a otra persona.

La última vez que participé en un combate de box fue a mediados de los ochenta. Mi rival era Victoriano, un compañero de la secundaria. Jamás lo descifré. La siguiente ocasión que me calcé unos guantes y entré al ring fue en un gimnasio de Tijuana, con el actor Diego Luna. Habíamos tomado un trago, nos hicimos una foto para el recuerdo y, de inmediato, nuestros acompañantes nos bajaron, no fuera a ser que alguno de los dos se emocionara. No estoy listo para esparrear y no sé si alguna vez podré es­tarlo: soy demasiado viejo para empezar. Tal vez lo intente la próxima semana. Por ahora, me conformo con mi condición de aprendiz de una rutina grupal y, sin embargo, solitaria.

“Los boxeadores vienen de un territorio muy oscuro —la voz de Jesús Ramírez Bermúdez interrumpe mis pensamientos—, que es el de su propia mente. Aquí hay dos temas. Por una parte, el box funciona como un laboratorio para el control del dolor. Naomi Eisenberger, investigadora californiana, ha demostrado con imágenes tomográficas que las experiencias de dolor físico, las de dolor emocional y las de dolor social reclutan redes neuronales muy semejantes: casi se localizan en el mismo sitio del cerebro. Por otra parte, y aunque el dolor es inevitable, tiene niveles de significación: tu papá te agarra a chingadazos o creces entre la negligencia y el abandono. Ese dolor primordial escapa a tu control. En cambio, el dolor que te inflige un contrincante es distinto: tal vez te supere, pero lo que logras predecir es mucho más. Te puedes defender. Y vas subiendo de rango: tu capacidad de controlar el dolor aumenta, no sólo porque te hayas hecho insensible, sino porque te has vuelto resistente, que es un concepto distinto. En un duelo entre iguales siempre hay ganancia ética. Vas dejando atrás la norma del maltrato abusivo y el dolor se ve resignificado. Como cada vez lo predices más y lo evitas mejor, lo que se está fortaleciendo no es solamente el aparato cognitivo; también tu cuerpo. Porque, a final de cuentas, ¿qué es lo que somos? Somos un cuerpo que está ahí puesto en el mundo para que lo agarren a chingadazos y, a veces, te defiendas un poco”.

***

Al final de cada clase, Soberón Nakasima nos imparte una charla cuya incorrección política me parece antológica. Habla del principio de autoridad, despotrica contra la que­jumbre, alaba la resistencia, abomina de la falta de lealtad. “¡Esto! —clama sosteniendo en alto su smartphone como si fuera una biblia—. Estos aparatos del demonio son los que te entumen el hombro, no boxear. ‘Ay, me duele’. A ver, ¿cómo cuando te fuiste hace rato al rincón con esta muchacha no te estaba doliendo? Ahí sí, ¿verdad?: ‘¡Mira nomás qué músculo!’ No, oigan: el gimnasio no es para eso”. De vez en cuando improvisa, con el auxilio de pupilos de la mayor confianza, breves y cómicas funciones de teatro del absurdo cuyos temas son el exceso de tolerancia de los padres contemporáneos, la falta de disciplina escolar entre los jóvenes, la lujuria como fuente inagotable de embarazos no deseados, la pereza de quienes prefieren tener una chamba eventual que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a una fábrica. Mientras el profe monologa, Mayela “Cobrita” Pérez va y viene por el gimnasio detrás de Ichiro, su hijo de un año y diez meses que, con sus pequeños guantes color verde, imita todo lo que ve durante los entrenamientos.

“Me llamo Mayela Pérez Duarte. Me apodan la ‘Cobrita’. Tengo 36 años de edad y casi dieciocho de boxear. Mi primer combate fue en 2003 contra Carolina Harris, en Nuevo Laredo. Tengo más de sesenta peleas profesionales. Fui la primera boxeadora profesional de Saltillo, así que me tocó hacer esparring con puros hombres hasta que empezaron a interesarse otras mujeres. Ahorita somos varias”.

Mayela se refiere a Mónica Trejo y Linda Contreras, sus colegas. Hay más aficionadas y amateurs que acuden al Gimnasio Municipal: Italianita, Pera, Ariel Guagnelli, las otras jóvenes y adolescentes que he visto en la clase vespertina y cuyos nombres o apodos desconozco. Algunas se cuentan entre las más avanzadas de la clase. El box dista de ser la única actividad de sus vidas: además de tener como meta ser campeona mundial, Mony Trejo practica danza moderna, es vocalista de una banda de ska, coordina de­portes en el Instituto Estatal de la Juventud y se mantiene activa en las redes sociales. En el cuadrilátero todo eso significa, mas no importa: la práctica está por encima de preferencia, clase o género. Como cualquier buena utopía, la Escuela de Box del Gimnasio Municipal tiene su aspecto autoritario y naïf, pero también una visión: una paideia.

“Hay ciertas reglas cuando se esparrea hombre con mujer: que no te peguen abajo, nomás tocar y medir fuerza, buscar la rapidez. Mis compañeros se manejan con mucho respeto, nos cobijan. Que vamos con equis rival, que sa­bemos que pelea a distancia: pues ellos tratan de hacer ese estilo para que nos acostumbremos. Siempre he buscado perfeccionar mi técnica: cambios de guardia, desplazamientos. Me considero una boxeadora completa. Me sé fajar y sé boxear, cambiarme a lo zurdo, hacer pasos laterales para conectar a la boca del estómago. Ya es muy común que te tiren gancho y lo bloquees, pero un gancho a la boca del estómago es más difícil”.

En medio de la clase, uno la reconoce no tanto porque lidere el entrenamiento, sino más bien por la elegancia grácil con la que practica cada ejercicio, como si le costara menos esfuerzo que a los demás y, sin embargo, lo hiciera con una devoción más profunda. Es una mujer menuda, de belleza melancólica y marcial. Aunque habla poco, la media sonrisa y las respuestas en susurros con que acompaña las bromas del maestro y los alumnos denotan su sentido del humor.

“Estuve inactiva tres años. Me malacostumbré. El 31 de octubre pasado volví a subirme al ring y, gracias a Dios, gané. Lo extrañaba. Casi no dejé de entrenar, pero lo que quería era boxear. Algo pasa con las mujeres, que se alarga un poquito la carrera. La Barbie y Jackie Nava andan alrededor de los cuarenta. Naoko Fujioka es una de las campeonas actuales y tiene 46 años. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?”.

La paternidad de Ichiro no es un tabú para el maestro Soberón Nakasima, aunque tampoco es algo de lo que se hable en clase. A veces, cuando recién lo conoces, lo carga en brazos y lo presenta como su hijo.

“Al principio me lo quise llevar a entrenar —concluye Mayela—, pero es complicado. Mi mamá falleció cuando él tenía cuatro meses. Yo veía que otras chicas con bebés se incorporaban de inmediato, pero ellas tienen a sus mamás que los cuiden. No quería meterlo a guardería, por la pandemia. Luego me animé y lo mandé. Fue como pude volver a enfocarme en mi carrera. Fui mamá grande, por lo mis-mo de que me esperé y me esperé. Lo tuve porque quería ser mamá. Dije: ‘Si me espero más, a lo mejor ya no voy a poder’. Yo pensaba tenerlo y retirarme, pero el box es una droga: no me hallé. Me deprimí un poco. Ni modo, dije: ‘Tengo que volver’. Ahorita ya nos adaptamos. En las mañanas él se va a la guardería y yo me enfoco en entrenar;
en las tardes me lo traigo. Se aclimató pronto al gimnasio, él también se envició: todo el día anda golpeando cosas o gente con sus guantes”.

Hace quince días que no asisto a las clases del maestro Soberón Nakasima. El segundo sábado de enero íbamos a reunirnos para una sesión de esparring, pero la cita se canceló: la variante Ómicron de covid-19 cobró fuerza en la ciudad y empezaron a menudear los problemas de agenda y de salud. Intenté regresar la semana pasada pero el virus del que había logrado escapar, por casi dos años, me tumbó en cama y me mantuvo al margen del gimnasio durante el tiempo que dediqué a escribir esta narración. No es la peor derrota que recuerdo: me levanté a cocinar al tercer día. En parte gracias, quizás, a las lecciones de box.

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Ilustración de María Conejo

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