Los sonideros de la CDMX contra el silencio de la gentrificación
Los sonideros han animado las calles de las colonias populares desde mediados del siglo pasado. Sus fiestas democratizan el baile, la música y el gozo público. Hoy, ante el rechazo de ciertas autoridades, en Nueva York o en la Ciudad de México, se resisten a desaparecer. Esta es su protesta alegre, colectiva, musical.
Joyce, conocida como “Sonidera mx”, nació en la colonia Los Ángeles, en Iztapalapa, en la parte oriente de la Ciudad de México. En esa alcaldía, que destaca por ser la cuna del ensamble cumbiero Los Ángeles Azules, los bailes populares eran endémicos. Desde bautizos y primeras comuniones hasta cumpleaños, los eventos estaban marcados por estas actividades de gozo colectivo. Eran sumamente habituales y no había un trazo de vigilancia. Pero, de acuerdo con Joyce, la presencia de los sonideros ha disminuido en los últimos siete u ocho años.
Joyce es aprendiz de Sonido Pato, uno de los más icónicos de la vieja guardia, y ha sido parte de la comunidad sonidera por décadas. Como novicia, aprendió a montar e instalar todo el sistema de sonido, y también dedicó tiempo a aprender a tocar viniles. Fue locutora en Río Radio Latina e invitaba a diferentes sonideros a su programa, que se llamaba “La Malquerida”. Joyce ha ido a bailes pequeños y grandes, y sus foros han sido muchos, desde la calle y los salones hasta el Carnaval de Bahidorá, en el estado de Morelos, y el interior de la Iglesia de Santo Tomás en la Ciudad de México. Sobre su pecho tiene tatuada una flor, redondeada con una frase que dice “Cumbia Poder”.
Como buena locutora, Joyce es infinitamente citable: “La música reúne masas y le da voz al pueblo”, pontifica en una panadería al ras del Ángel de la Independencia, en la delegación Cuauhtémoc, un día antes de la marcha feminista del 8 de marzo.
Recuerda la primera vez que tocó en la Merced, una de las sedes más importantes para los sonideros del país. Eso fue hace catorce años, en un aniversario de la Virgen de la Merced, que ocurre cada 24 septiembre en ese enorme mercado. Todas las calles, durante los aniversarios de la Virgen, se llenaban de sonideros que venían del Estado de México y de la capital. Las avenidas cerraban por completo para hacer espacio para el baile. Como sonidero, presentarte en la Merced era como “irte a graduar a la escuela”, dice Joyce.
Pero esta tradición cambió, particularmente durante el gobierno de Miguel Ángel Mancera, y esto constituye la trama principal del documental Yo no soy guapo. Dirigido por Joyce García (no hay que confundirla con Joyce sonidera), el documental sigue los pasos de Lupita la Cigarrita y Sonido Duende dentro del mercado de música de Tepito y en diferentes foros y pistas de baile; aparecen también los bailarines y la audiencia, que sostiene pedacitos de papel o cartulinas repletas de saludos. Yo no soy guapo acompaña a los sonideros desde la Basílica de Guadalupe hasta la Merced, en el año 2014. En un momento el baile se suspende. En una escena se escucha a Lupita dialogando con un policía, quien pretende anular la celebración. “Así como usted está haciendo su trabajo, nosotros vamos a luchar”, le dice al oficial. “No siempre el gobierno tiene la razón… el gobierno también tiene que estar ahí para lo que pida la sociedad”.
Años atrás, la presencia policial ya se había exacerbado en la Merced y en otros foros, cuenta Joyce, la sonidera. A los bailes llegaron granaderos a intimidarlos y ella pensó que todo se había acabado. El baile de la Merced, disminuido y amenazado, representaba, además, la destrucción de un medio de trabajo. “Es como si fueras indocumentado en tu propio país”, me comentó, “nos están extinguiendo”.
Pero la resistencia continuó, ya sea de manera clandestina u organizada. A finales del 2019, un año después de que se estrenara el documental, Sonido Retro convocó a la comunidad de sonideros a una marcha pacífica que comenzaría en Bellas Artes y culminaría en el Zócalo: “Hay que sumarnos todos como uno solo”. Un domingo 3 de diciembre se manifestaron alrededor de cuatrocientos sonideros, pidiéndole al gobierno que no citara razones de seguridad para prevenir los bailes populares. Buscaban, en cambio, que el gobierno propusiera una manera de hacer que las calles fueran más seguras y acogedoras para el público, ya que ellos únicamente deseaban promover un ambiente jovial y, para demostrarlo, cientos de manifestantes se dirigieron al Zócalo a bailar.
Pocos meses después, la actividad sonidera fue suspendida por completo. Los últimos bailes de la Merced, en septiembre del 2022, se llevaron a cabo en el Exbalneario Olímpico y en el estacionamiento de Calle Unión. Mientras la pandemia de covid 19 reverberaba, la gran fiesta y los esfuerzos por mantenerla viva entraron en una pausa indeterminada.
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“En el DF es ilegal hacer ruido”, escribió en 2008 Guillermo Sheridan en su columna de Letras Libres. En efecto, gracias a su investigación encontró que “quien hace ruido comete un ilícito contemplado por el Código Penal del DF” y por “la Fiscalía Especial para la Atención de los Delitos Ambientales”. El castigo en la ahora Ciudad de México es de “dos a seis años de prisión y de mil a cinco mil días de multa a quien genere emisiones de energía térmica o lumínica, olores, ruidos o vibraciones que dañen la salud pública”.
Pero los sonideros capitalinos llevan haciendo ruido desde hace casi medio siglo. Anfitriones por excelencia, adornados con un alias y un lema propio, los sonideros organizaban tardeadas pequeñas en vecindarios hasta que tomaron las colonias más musicales de la capital, entre ellas, Peñón de los Baños, Tepito y Tacubaya.
Históricamente, los sonideros surgen de manera incipiente a partir de los años cuarenta, en círculos familiares, hasta que, a partir de los cincuenta y sesenta, los habitantes de las colonias populares pudieron adquirir nuevas tecnologías, como las tornamesas, los fonógrafos y los viniles. Sin embargo, los costos de atender un salón más los gastos del equipo limitaban el acceso al baile, en particular, para las clases sociales de escasos recursos. La solución: proponer el uso comunitario de sistemas de sonido y apropiarse de espacios públicos o compartidos.
Desde ese momento, las aceras se convirtieron en ejes de diversión y convivencia, fuera de los esquemas de los antros y salones. Surge entonces lo que Marco Ramírez Cornejo llama “la generación de la gloria tropical”, marcada por una afinidad casi obsesiva: la búsqueda de joyas musicales provenientes de todas partes de Latinoamérica y, más recientemente, de Estados Unidos. Entre los géneros privilegiados destacan la salsa y la cumbia. Este último es uno de los más populares, es un tipo de poética musical panlatina. La cumbia y el baile popular negocian formas de identidad, ya sean nacionales, de clase, raza, etnia o género, en todas sus articulaciones, como ha escrito el etnomusicólogo Héctor Fernández L’Hoeste.
Por su parte, Ramírez Cornejo documentó en su ensayo, “Entre luces, cables y bocinas: el movimiento sonidero”, que este movimiento es generacional, está marcado por diferentes épocas que se encuentran en un diálogo constante. Así, el son tropical sonidero, ya como parte del léxico auditivo de la Ciudad de México, fue sucedido por otras generaciones, como la “discomóvil”, por la emergencia de dinastías sonideras (como la Perea de Peñón de los Baños) y por nuevas redes de aficionados y actores que han desarrollado plataformas alternas, como radioemisoras y canales de YouTube. Equipados con su melomanía y su predilección por la locución, los sonideros han estado transmitiendo y mutando tradiciones a través de relevos generacionales.
“Llegamos a estratos sociales que no tienen posibilidades de pagar un espectáculo en los teatros, foros o auditorios. Es gente humilde que busca salirse de sus problemas un rato y quitarse el estrés bailando”, comentó Manuel Perea, de Sonido Fascinación, en el 2008. Sin embargo, en ese año se redujeron en 40% los permisos otorgados para bailes, sobre todo a partir de la tragedia del News Divine. El 20 de junio, durante una redada en esa discoteca de la alcaldía Gustavo A. Madero, la policía utilizó gas lacrimógeno y bloqueó la salida, formando un tapón que resultó en la muerte de doce personas.
Cinco meses después, en noviembre de 2008, cuando Guillermo Sheridan publicó su columna sobre la ilegalidad del ruido en la Ciudad de México, un grupo de sonideros propuso hacer una “megatardeada” en el Zócalo como acción colectiva contra las políticas restrictivas del jefe de gobierno, Marcelo Ebrard, a quien muchos condenaban por otorgar los permisos para los bailes de manera arbitraria. En respuesta, los sonideros declararon: “¡El Zócalo se va a mover! ¡El Zócalo va a temblar!”.
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Como se ha reportado una y otra vez, la Ciudad de México está espacialmente y económicamente estratificada. De acuerdo con un estudio del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, “Cuantificando la clase media de México, 2020-2010”, las personas de clase alta en el país ganan en promedio más de 77 mil pesos mensuales —aunque pueden ganar más— y suelen destinar alrededor de ocho mil pesos al consumo recreativo fuera del hogar. En comparación, las personas de clase baja destinan alrededor de doscientos pesos mensuales a las mismas actividades. Esto crea diferentes espacios de ocio, por ejemplo, aquellos donde se baila y se oye música. Ante ello, los bailes populares han democratizado el acceso al gozo, acogiendo a personas de cualquier género y grupo social.
Sin embargo, debido a la erosión de espacios públicos que el gobierno determina aptos para estas actividades, diferentes organizaciones han surgido con el propósito de promover el baile accesible. Una de ellas es la Nueva Red de Bailadores, que se identifica como “un colectivo que crea y mantiene una comunidad que baila libre: sin costo, sin alcohol, sin acoso, sin competencia”. Encabezada por Axel Martínez, Elías Herrera Zacarías y Alejandro de la Rosa, la Nueva Red de Bailadores ha experimentado con formatos alternativos de fiestas durante los últimos siete años. Esto ha implicado cambiar los protocolos de los eventos, particularmente, removiendo el alcohol y centrándose en bailar. La red es, a final de cuentas, lo que sugiere su nombre: una comunidad.
De acuerdo con Martínez, de 31 años, uno de sus fundadores, la red no necesariamente surge como una respuesta a la eliminación de espacios públicos, sino que siempre se ha planteado como una alternativa a las dinámicas capitalistas, consumistas, discriminantes o incluso acosadoras que permean en ciertos espacios, como los antros y los bares. En ese sentido, a Martínez le llama mucho la atención la gentrificación que ha ocurrido en torno a la música. Se refiere a su consumo en lugares cerrados, por lo general de paga, y que hoy en día dan servicio, especialmente, a una clientela extranjera.
Este año la red fue anfitriona de un baile que tuvo lugar en el Antiguo Palacio de la Santa Inquisición en la Ciudad de México. El propósito: “resignificar el espacio y bailar en libertad donde antes no se pudo!!!”, declaran en su Instagram. “La gente siempre va a querer bailar”, dice Martínez, “no importa cuánto la reprimas”.
Así como lo advierte Axel Martínez en la capital de México, la escritora Xóchitl González también declaró, en un artículo para la revista estadounidense The Atlantic, que “el sonido de la gentrificación es el silencio”. González describió sus primeras experiencias navegando espacios afluentes: su primer acercamiento fue en la universidad y los subsecuentes en los barrios de Nueva York en los que creció. Pero en 1991, dice en su artículo, la policía de esa ciudad lanzó una campaña llamada “Operación trampa de sonido”, dedicada a rastrear calles a partir de niveles elevados de ruido. Se confiscaban bocinas y automóviles con sistemas de audio sofisticados.
La operación ayudó a los policías a identificar a los boom-boxers más notorios de los vecindarios, en específico, en barrios como Queens y el Bronx y en partes de Brooklyn —de los más populares en esa época—. “Los delincuentes del boom-box se han vuelto tan conscientes de las consecuencias de la operación que la mera vista del medidor de sonido, aunque fuera falso, hizo que bajaran el volumen de sus sistemas de sonido”, relata un artículo de 1995. De este modo, los alcaldes de Nueva York, durante los años noventa, incluyendo a Rudy Giuliani y Michael Bloomberg, codificaron una nueva élite auditiva que privilegiaba el silencio.
Pero en Nueva York el sonido se ha transformado. A pesar de la gentrificación espacial y auditiva a la que se ha sometido la ciudad, ciertos ejes de resistencia han emergido, en especial dentro de las comunidades de migrantes. El pasado noviembre, por ejemplo, hubo una fiesta popular por el Día de Muertos en Brooklyn, organizada por Mexicanos Unidos, un grupo cuya misión es “desarrollar una conciencia social colectiva y crítica para la comunidad mexicana, en solidaridad con todos los hermanos/hermanas oprimidos”.
Situada en la cúspide del famoso Sunset Park, la kermés tenía un sinfín de estaciones de comida y una pista de baile rodeada de bocinas que miraba hacia la isla de Manhattan. La pista también estaba cobijada por una enorme bandera con el rostro del Che Guevara y por otra más, con la figura de la Virgen de Guadalupe. La Plaza Tonatiuh, nombrada en honor a la deidad azteca, estaba a reventar. “Saaaaaluuuuuudos desde Ecatepec”, anunció una voz incorpórea y barítona. Enseguida decenas de personas crearon una pista de baile en el parque.
Esa noche, Tony, mejor conocido como Hellotones, un hombre mexicano-americano y nativo del Bronx, había logrado lo que hubiese sido imposible hace décadas: reunir a decenas de jóvenes y adultos, fuera y dentro de la comunidad de sonideros, para bailar cumbia un domingo. A más de cuatro mil kilómetros de distancia de Ecatepec, en el Estado de México, esa noche en Sunset Park tanto el baile como el gozo fueron públicos, al aire libre, como siempre debieron haber sido.
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“Mi cuerpo pide baile… ¡pero ustedes no me dejan!”, se lee en una serie de pósters impresos en cuartillas tamaño carta y pegados por toda el área que rodea el Kiosco Morisco de la colonia Santa María la Ribera. Es 26 de febrero y el colectivo mexicolombiano de Joel García, mejor conocido como Sonido Sincelejo, convocó a vecinos, bailarines y medios a asistir a una verbena popular por “el derecho ciudadano al gozo del espacio público para bailar”.
Un poco después de las doce de la tarde, elegantes pachucos y sus compañeras de baile, activistas, turistas y simpatizantes formaron una pequeña bola en la esquina de las calles Dr. Atl y Díaz Mirón. A falta de un sistema de sonido y un sonidero propio, una señora mayor levantaba una pequeña bocina, transmitiendo música tropical de manera intermitente a través de un USB. Los bailarines tomaron turnos en la pista, algunos sostenían pósters que señalaban a la alcaldesa de la delegación Cuauhtémoc, Sandra Cuevas, mientras que otros mensajes enaltecían las virtudes del baile.
“Sandra Cuevas – bailar te haría menos violenta.”
“Manifiéstate con tus pasos.”
“Bailar juntxs como pulsión de vida es URGENTE.”
Armando y Elsa Román Flores son una pareja peruana, ambos tienen alrededor de cincuenta años y se pasean por esta alameda todos los domingos. El 26 de febrero fueron a mostrar su apoyo. “Uno viene a relajarse… Viene toda la raza, no hay diferencia”, dice Armando, mientras Juanita Hernández, de la colonia Portales, sostiene una cartulina entre los bailarines. A ella y a su difunto esposo los apodaban “los abuelitos del sabor” por todas las rumbas que bailaban juntos. Para Juanita, el baile es un descanso, pero también es su comunidad.
¿Hasta dónde llega esta comunidad? Una respuesta la tiene Alfonso Ruiz, de 57 años, quien se encuentra entre la gente. Él no baila mucho, pero graba todas las verbenas dominicales y las transmite en su canal de Youtube. En una ocasión, un hombre que vive en Estados Unidos se puso en contacto con él para decirle que había visto a su padre bailando en uno de sus videos, se lo describió físicamente y le pidió que lo volviera a grabar: no lo había visto en veinte años.
Joel, de Sonido Sincelejo, resguardado por miembros del colectivo Colombia, se presentó a este baile sin equipo musical y sin sus característicos rolones que por doce años han prendido a la alameda.
Durante el “baile de resistencia” anterior, el 19 de febrero, el equipo del Sonido Sincelejo y los bailarines de la tercera edad que lo acompañaban fueron agredidos y amenazados por emisarios del gobierno de la alcaldesa. Entre presuntos golpes y manguerazos, tanto los asistentes del baile como el mismo Sonido se refugiaron en el icónico kiosco y detrás de las puertas de la librería Volcana. La dinámica fue documentada casi en su totalidad a través de redes sociales. Al día siguiente, la alcaldesa responsabilizó a la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, de “promover la alteración del orden público y la paz” y confirmó que su decisión no iba a cambiar. Para todo fin práctico, el baile dominical en la Alameda de Santa María la Ribera sería cancelado.
Diez días antes del incidente, Joel se había presentado en la oficina de la alcaldía para negociar ese baile. Pero, de acuerdo con esa autoridad, el baile ritual utiliza de manera ilegal el alumbrado público y, por años, ha alterado “la tranquilidad, seguridad y convivencia de quienes habitan en la colonia” —como alternativa, las autoridades propusieron que el colectivo Colombia se trasladara a la Casa de la Cultura o al Deportivo Cuauhtémoc—. Sin embargo, El País reveló que, en el último año, la Ciudad de México recibió tan solo tres quejas por “ruido” en Santa María la Ribera.
Para Mariana Delgado, cofundadora del Proyecto Sonidero, estos sucesos llegaron a la esfera pública porque ocurrieron en un espacio de clase media y media alta. “Nos escandaliza porque toda esa agresión sucedió en nuestras santificadas colonias”, dice Delgado. “Quizá si hubieran visto el contraste de la Merced, con cientos de miles de personas, un montón de chavos y bandas, no les habría parecido que esas personas tenían ese derecho al baile, al goce y a la convivencia”.
Los bailarines decidieron volver al Kiosco Morisco el 26 de febrero. Entre el son apagado de las agrupaciones de antaño, mientras la mayoría de la población manifestante dirigía su atención a las libertades electorales, el contingente de la Santa María de la Ribera pedía poder bailar, otro ejercicio democrático que se ha ido erosionado de la vida capitalina. “El disfrute no es solamente la prerrogativa de un grupo en un espacio así, con esta visibilidad y estas vulnerabilidades; también lo es de otros grupos en otros espacios, de grupos que a lo mejor nos parecen menos tiernos”, recalca Delgado.
Cada día se relegan más fiestas públicas a espacios cerrados, gobernados por reglas, códigos y valores diferentes. Para aminorar el conflicto, la oficina de Sandra Cuevas organizó un baile con sonideros. Sonido La Changa, que debía encabezar el cartel, declinó la invitación y comunicó su apoyo y solidaridad al movimiento. Sandra Cuevas otra vez dijo que no al baile, pero se organizó otro acto de resistencia. Esta vez La Changa y Sincelejo se presentarán en el Kiosco Morisco en defensa del espacio público, en una “expresión de justicia, paz y unidad.”
Puede que en estos días el silencio sea seductor pero, como escribió Xóchitl González, “lo que para una persona es ruido, para otra es expresión de alegría”.
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