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Ilustración de Fernanda Jiménez Aguilar.
Como otras escritoras y escritores, la ensayista y poeta mexicana Karen Villeda vive con un gato. Esta vez escribe sobre su relación con Leo. Este texto explora y muestra el profundo compañerismo que hay entre ella y él, por medio de varias experiencias compartidas, como el sismo de 2017, las mudanzas, la soledad, la enfermedad, las alegrías y la vida diaria.
Siempre me han fascinado los gatos. Sus almohadillas, sus vibrisas. Su pelaje, sus ojos. Su nariz, sus garras, su cola. Su personalidad, su misterio. Su cariño y su distancia. Su libertad. Y siempre ha habido algún ejemplar de Felis silvestris catus en mi vida. Hemos compartido varias historias. Algunas han sido muy dolorosas pero, en general, los gatos también han representado muchas alegrías para mí. Y también muchos aprendizajes, empezando por enseñarme a respetar toda vida y defender a estos seres que también sienten y sufren en un país con uno de los más altos índices de abuso, abandono y crueldad animal.
1992
Cuando era niña, había una gata en la casa de mis abuelos maternos, Lourdes y Guillermo. Era bicolor: negro con blanco. Llegó solita a tomar posesión del jardín. Su casita era un macetón. No se dejaba agarrar y, en temporada, tenía a sus crías, las cuales jugaban y aprendían a ser gatos sobre el pasto. Me llamaban mucho la atención. Y solía pasar largos ratos observando sus manías: la gata bufaba cuando me acercaba y los gatitos eran muy exigentes. Querían estar con ella todo el tiempo. La gata se iba a pasear y los dejaba solos. Volvía a las pocas horas para estar con ellos y darles de comer. Ellos la amasaban con desesperación. A la familia entera le servíamos leche y pollo, el cual era degustado exclusivamente por la mamá mientras el líquido apenas era tomado en cuenta. (Muchos años más tarde, supe que la leche no es recomendable para los gatos pero, en ese entonces, era la sugerencia de una tía política, Rocío, supuesta experta en comportamiento gatuno, con un persa y una siamesa en su haber). Me hacía mucha ilusión estar con los gatos cuando salía de la escuela. Eran de colores diferentes: uno blanquito, otro como su mamá, uno más con tonalidades cercanas al sol. Doña Petra, que trabajaba como cocinera en la casa de mis abuelos, me había advertido que jamás los tocara porque la mamá ya no los iba a querer. La desobedecí. Fue demasiado tarde para contener mi egoísmo infantil. Y me robé a uno de los gatitos para introducirlo clandestinamente a la habitación de mis abuelos. Mi abuela pegó el grito en el cielo. No era una persona afecta a los animales. De hecho, mi madre y mis tíos no habían tenido mascota alguna durante su infancia. Los gatos, para mi familia materna, eran seres de un mundo muy lejano pero, en aquel momento, había un gato bebé mirando a mi abuela desde el tocador. Ella lo miró también y se dio cuenta de que no eran tan diferentes. Después, mi tío Armando llegó para sacar al invasor y devolverlo con su familia. Me metieron un fuerte regaño. Me dijeron también que la mamá ya no iba a querer a ese gatito porque ya no olía a gatito sino a personas humanas. Y que, por tanto, se iba a morir sin ella, rechazado. Me sentí muy culpable. Al poco tiempo, cuando regresé de clases, ya no estaban la gatita ni sus gatitos.
1995
Mi tía Rocío tenía dos gatos: el Güero y la Gorda. El Güero era un persa imponente, que resguardaba el mostrador de su negocio. Era malencarado y poco amigable. La Gorda era una gatita siamesa, de maneras delicadas. Mi tía decía que era una coqueta. No estaba esterilizada y solía estar preñada. Mi tía regalaba los gatitos a quien se le cruzara. Una tarde de agosto, llegó a la casa de mis papás con una caja de zapatos. Me la dio. Vi que había un gatito adentro. Era un siamés. Nos dijo que ya tenía nombre y que se llamaba “Pepito”. Mi tía no es una mujer que se caracterice por su imaginación, pero yo estaba feliz de tener un gato. ¡Mi primer gato! Le había pedido a mis padres tener uno y no me habían hecho caso. Así que me había resignado a que mi primer compañero peludo sería un perro, pues mi papá estaba muy insistente con tener uno (aunque eso nunca ocurrió porque mi madre se negó por completo). Yo pensaba que lo iba a querer, pero no tanto como a un gato. Pero mi tía se adelantó y nos trajo a Pepito. Me sentí como la niña más afortunada del mundo. Pepito era aguerrido y apenas se dejaba acariciar. Pasaba su tiempo debajo de mi cama. Creo que lo habían separado muy pronto de su mami. Un sábado no lo encontraba. Mi mamá me dijo que se había escondido debajo del refrigerador. Y que regresaría pronto. Lo busqué muchas veces sin éxito. Años después, ella me confesó que se lo había regalado a la vecina porque yo no podía cuidarlo. Todavía. Lloré mucho. A la fecha, no se lo puedo perdonar.
Gatos ilustres, de Doris Lessing
“Como más hermosa estaba era sentada en la cama mirando por la ventana. Las dos patas delanteras, ocres y un tanto rayadas, se erguían rectas a cada lado, sobre zarpas plateadas. Las orejas, levemente ribeteadas de un blanco que parecía plata, se aguzaban y se movían, hacia atrás, hacia delante, escuchando, percibiendo. Volvía un poco la cabeza después de cada nueva sensación, alerta. Meneaba la cola, en otra dimensión, como si la punta captara mensajes que a los demás órganos les pasaran inadvertidos. Serena, ingrávida, miraba, escuchaba, percibía, olía, respiraba con todo su ser: el pelo, los bigotes, las orejas, todo en delicada vibración. Si el pez encarna el movimiento del agua, le da forma, entonces el gato es el esquema y modelo de la sutileza del aire.”
2009
Cumplía veinticuatro años. Me dieron una caja que decía “Manéjese con cuidado”. Cuando la abrí, se asomó un micifuz negro. Estaba lleno de caca. El veterinario había diagnosticado que tenía bichos. Había que darle medicina y limpiarlo constantemente. Mejoró pero nunca del todo. Siempre estuvo malo de la panza. Le puse Conde Olaf en honor al villano de la saga Una serie de eventos desafortunados de Lemony Snicket. Tenía los ojos ámbar y era muy cariñoso. Cuando regresaba de trabajar, me recostaba con él y le platicaba de mi vida. Él maullaba muy agudo, como asintiendo (o juzgándome). Era la mejor de las compañías. A los siete meses, desapareció. Tengo la sospecha de que mi pareja de ese entonces se deshizo de él para castigarme porque ya había tenido comportamientos violentos hacia mí y hacia lo que yo quería. Nunca pude comprobarlo. Me había ido de vacaciones con mi familia y ella me llamó para decirme que no lo encontraba por ningún lado. Lo soñé durante varias semanas, con su maullido especial. Me despertaba muy inquieta y salía a buscarlo al estacionamiento. No lo volví a ver. Deseo que no haya terminado en malas manos, pero es un consuelo para tontos. Terminé con esa relación que era muy dañina para Conde Olaf y para mí.
2014
Te imaginé antes de que llegaras a mi vida. En mi diario, escribí que quería un gatito azul como de cuento. Y te conocí. Eras una bola de pelos con una cabezota. Y yo, aun con mi alergia, no podía apartarme de ti. La noche antes de que llegaras estaba tan emocionada que no pude dormir del todo. Recuerdo cuando te cargué por primera vez. No podía dejar de estornudar pero tampoco quería alejarme. Te puse León Tolstói por mi amor a la literatura rusa, pero se te quedó Leo, más contundente (y corto para el poco espacio de la plaquita). Como la conjugación en tiempo presente del verbo leer. Había tenido unos años difíciles y tú me hiciste sonreír. Al poco tiempo, me diagnosticaron depresión y empecé a tomar medicamento para sentirme mejor. La sertralina y tú hicieron mejores mis días. Me sentía útil porque tenía a un ser vivo bajo mi cuidado y tú eras el más amable conmigo. Me tuviste mucha paciencia porque no me fue fácil aprender a ser una persona de gatos (aunque, en mi mente e idealisticamente, lo era, no fue así en la práctica: era muy ignorante respecto a los buenos cuidados, como el entendimiento de tus necesidades, la esterilización, las visitas habituales a la veterinaria, los alimentos prohibidos, las precauciones, tus límites). Hicimos un pacto de pasar los más años posibles juntos. Y de ser lo más felices que pudiéramos. Quiero creer que no has pasado nunca un mal día y que no has sufrido como otros tantos gatos en situación de calle o gatos maltratados dentro de sus propias casas (a excepción de cuando te tragaste unos listones y casi tuvieron que abrirte… Nos asustamos mucho).
(Leo nació un 17 de mayo de 2014 en honor al Día Internacional contra la Homofobia, la Transfobia y la Bifobia. ¿Cuánto dura el amor? Tres años, dicen. El amor lésbico tiene tiempos distintos y, para lo que llevábamos juntas Ana y yo, necesitábamos un compromiso. Vivíamos en la Ciudad de México pero no podíamos casarnos en nuestros estados natales, así que Leo significó un pacto amoroso. Todo pacto es una responsabilidad y ella no cumplió con su parte, pero Leo y yo nos quedamos juntos. El amor interespecie tiene tiempos también distintos y, en mi caso, exactos).
Suki, de Suniti Namjoshi
—¡Escucha, Suki! Tuve un sueño en el que las dos éramos iguales.
—Soy tan igual como tú, al menos en mi propia mente —dijo con picardía.
—No, me refiero a realmente iguales.
—¿Qué?, ¿del mismo tamaño?
No era lo que quería decir, pero respondí: —Sí, del mismo tamaño.
—¿Y luego qué pasó?
—Bueno, ahí estábamos, mi gata y yo caminando…
—Si fuéramos iguales, entonces yo no sería tu gata —interrumpió Suki.
—Bueno, está bien. Ahí estábamos, mi hermana y yo, caminando…
—¡No soy tu hermana! —interrumpió.
—Pienso en ti como mi hermana —dije humildemente.
—Bueno, está bien —cedió Suki.
—Allí estábamos caminando por la carretera de camino a Londres para buscar nuestra fortuna.
—Si realmente hubiera sido tan grande como tú, las dos habríamos ocupado la mitad del camino —murmuró Suki—. O un entrenador de circo habría venido a intentar secuestrarme.
—Eres ridícula. Y te inventas las cosas más absurdas.
—Lo aprendí de ti —dijo ella—. Tú me dijiste que eso significaba ser escritora.
—¡Yo nunca dije eso!
—De todos modos, no quiero salir a buscar fortuna. Me gusta estar aquí abajo.
—¿Qué harías por dinero? —le pregunté con malicia.
—Los gatos no necesitamos dinero —respondió altanera.
Me sentí lo suficientemente contrariada para hacerle ver la brutal realidad. Y le dije:
—La verdad es que los gatos no tienen dinero. Tú dependes de mí para que te alimente.
—Sí —respondió ella, igual de maliciosa—, ¿y eso qué dice de la vida, la muerte y la naturaleza del universo?
No nos hablamos durante una hora entera. Después nos aburrimos y volvimos a platicar.*
2017
19 de septiembre. Nos tocó el terremoto dentro del departamento de la colonia Roma, donde vivíamos. Ese maullido tuyo no lo he vuelto a escuchar. Corriste a esconderte atrás de un librero. Se cayó. Las paredes crujieron. Y el edificio serpenteaba. Pensé que me iba a morir. Y pedí en silencio que alguien te rescatara, pues estaba casi segura de que, de los dos, tú saldrías vivo por ser gato. Yo no, por humana y por torpe. El terror terminó pero la casa quedó inhabitable. Salí contigo y mi computadora. Estaba todo colapsado. Nos fuimos a casa de Isabel. Te cargué desde la Roma hasta la Nápoles. Te confesé mis miedos durante el camino. Tú también estabas asustado. Llegamos a la casa de mi amiga. Vivimos con ella varias semanas. Una vez, su tía le preguntó con quién más estaba viviendo, además de sus compañeras de departamento y su perrita. Isabel respondió que con Leo. Y la tía, descartando a algún varón humano, añadió: “Ah, con GatoLeo”. Y se te quedó el apodo. Vivimos ahí y también alternamos con Erin, que tiene a Geri y Freki, dos hermanitos gatunos más audaces y traviesos que los lobos del dios Odín. No te cayeron bien aunque ellos solamente querían jugar contigo. Siempre has sido muy celoso y territorial. Nos fuimos, por fin, a vivir solos. Juntos cerramos ese fatídico año en que perdimos dos casas (una por ruptura y la otra por desastre natural). “Otra vez, quedamos únicamente tú y yo”, te dije cuando llegamos a la Del Valle. Me miraste como diciendo “qué exagerada”, arañaste el sillón y tomaste tu lugar en el librero vacío. Tú eres el mejor maestro para dar lecciones sobre el control.
2022
Tenemos la cita para la valoración de la profilaxis dental. El veterinario dice que escucha un soplo en tu corazón y que hay que hacer estudios. Pasan un par de semanas hasta que nos dan la cita. Te digo que me mires a mí para que te puedan hacer la revisión. Te portas muy bien. Me dicen que estás enfermo de cardiomiopatía hipertrófica y que cada seis meses deben revisarte. Cuando salgo del consultorio, me suelto a llorar. Marcia me abraza. Yo pienso en que no he notado nada anormal en ti. A mí me pareces muy sano. Es cierto que no eres el gatito de antes, pero nunca has sido muy activo. Eres un dormilón y tienes tu rutina establecida. Viejito no estás pero estás creciendo. Como tu corazón. Al lado de nuestro edificio, están construyendo. Hay un gato que cuidan los albañiles. Es naranja con blanco, muy simpático. No le gustan las croquetas pero disfruta de los sobrecitos. Varios vecinos y yo lo queremos llevar al veterinario para conocer su estado de salud y esterilizarlo. A los pocos días, bajo a darle de comer pero ya no está. Los albañiles pegan un cartelito a color con dos fotos suyas. “Se busca Gato”. Todavía lo siguen esperando pero los departamentos nuevos ya están en preventa. Te platico lo sucedido. Siento que debí resguardarlo pero es demasiado tarde. Tú ronroneas y te echas de panza. Me consuelas. Mañana será otro día. A diario debo darte un cuarto de pastilla. Ya nos acostumbramos. Antes de las diez de la mañana, te abro el hocico con cuidado, hago mis cálculos y dejo caer el pedacito del medicamento en el centro de tu lengua. Luego lo empujo con un dedo para que llegue a tu garganta. A veces te molestas pero ya te resignaste. Jugamos más y procuro estar más tiempo contigo también. “Tú eres Gato Leo en tu corazón”, me dijo mi amiga Aurelia hace unos años. Yo creo que, en efecto, lo soy. No sería quien soy ahora sin ti. ¿Tú qué piensas, Leo? Estamos creciendo juntos. Desde tu diagnóstico he pensado en algunas cosas como el amor y la muerte. ¿A dónde se irá lo que siento por ti? ¿Cuánto tiempo dura la felicidad? Más que un corazón enfermo, pienso en que tienes un corazón más completo, más lleno, más tuyo. Eres mi compañero, el más leal y el más amado. Deseo que seas feliz y que solamente conozcas lo bello (o al menos, lo bueno) del mundo. Eso has sido tú para mí: lo bello y lo bueno, de una manera tan sencilla como profunda. Desde hace varios años que quiero escribirte un poemario. Solo para ti. Lo titularé Leo y yo. Lo he intentado y han salido algunos versos muy cursis inspirados en tu mirada. No son nada del otro mundo, al contrario. Son bastante básicos. Ya sabes que cuando escribo de ti lo primero que se me viene a la mente es que tus ojos son como el sol. Tus ojos luz. Pero siempre puedo parafrasear ese pasaje literario que tanto nos gusta. Leíto, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Le-í-to: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Le. Í. To.
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*La traducción es mía.
Como otras escritoras y escritores, la ensayista y poeta mexicana Karen Villeda vive con un gato. Esta vez escribe sobre su relación con Leo. Este texto explora y muestra el profundo compañerismo que hay entre ella y él, por medio de varias experiencias compartidas, como el sismo de 2017, las mudanzas, la soledad, la enfermedad, las alegrías y la vida diaria.
Siempre me han fascinado los gatos. Sus almohadillas, sus vibrisas. Su pelaje, sus ojos. Su nariz, sus garras, su cola. Su personalidad, su misterio. Su cariño y su distancia. Su libertad. Y siempre ha habido algún ejemplar de Felis silvestris catus en mi vida. Hemos compartido varias historias. Algunas han sido muy dolorosas pero, en general, los gatos también han representado muchas alegrías para mí. Y también muchos aprendizajes, empezando por enseñarme a respetar toda vida y defender a estos seres que también sienten y sufren en un país con uno de los más altos índices de abuso, abandono y crueldad animal.
1992
Cuando era niña, había una gata en la casa de mis abuelos maternos, Lourdes y Guillermo. Era bicolor: negro con blanco. Llegó solita a tomar posesión del jardín. Su casita era un macetón. No se dejaba agarrar y, en temporada, tenía a sus crías, las cuales jugaban y aprendían a ser gatos sobre el pasto. Me llamaban mucho la atención. Y solía pasar largos ratos observando sus manías: la gata bufaba cuando me acercaba y los gatitos eran muy exigentes. Querían estar con ella todo el tiempo. La gata se iba a pasear y los dejaba solos. Volvía a las pocas horas para estar con ellos y darles de comer. Ellos la amasaban con desesperación. A la familia entera le servíamos leche y pollo, el cual era degustado exclusivamente por la mamá mientras el líquido apenas era tomado en cuenta. (Muchos años más tarde, supe que la leche no es recomendable para los gatos pero, en ese entonces, era la sugerencia de una tía política, Rocío, supuesta experta en comportamiento gatuno, con un persa y una siamesa en su haber). Me hacía mucha ilusión estar con los gatos cuando salía de la escuela. Eran de colores diferentes: uno blanquito, otro como su mamá, uno más con tonalidades cercanas al sol. Doña Petra, que trabajaba como cocinera en la casa de mis abuelos, me había advertido que jamás los tocara porque la mamá ya no los iba a querer. La desobedecí. Fue demasiado tarde para contener mi egoísmo infantil. Y me robé a uno de los gatitos para introducirlo clandestinamente a la habitación de mis abuelos. Mi abuela pegó el grito en el cielo. No era una persona afecta a los animales. De hecho, mi madre y mis tíos no habían tenido mascota alguna durante su infancia. Los gatos, para mi familia materna, eran seres de un mundo muy lejano pero, en aquel momento, había un gato bebé mirando a mi abuela desde el tocador. Ella lo miró también y se dio cuenta de que no eran tan diferentes. Después, mi tío Armando llegó para sacar al invasor y devolverlo con su familia. Me metieron un fuerte regaño. Me dijeron también que la mamá ya no iba a querer a ese gatito porque ya no olía a gatito sino a personas humanas. Y que, por tanto, se iba a morir sin ella, rechazado. Me sentí muy culpable. Al poco tiempo, cuando regresé de clases, ya no estaban la gatita ni sus gatitos.
1995
Mi tía Rocío tenía dos gatos: el Güero y la Gorda. El Güero era un persa imponente, que resguardaba el mostrador de su negocio. Era malencarado y poco amigable. La Gorda era una gatita siamesa, de maneras delicadas. Mi tía decía que era una coqueta. No estaba esterilizada y solía estar preñada. Mi tía regalaba los gatitos a quien se le cruzara. Una tarde de agosto, llegó a la casa de mis papás con una caja de zapatos. Me la dio. Vi que había un gatito adentro. Era un siamés. Nos dijo que ya tenía nombre y que se llamaba “Pepito”. Mi tía no es una mujer que se caracterice por su imaginación, pero yo estaba feliz de tener un gato. ¡Mi primer gato! Le había pedido a mis padres tener uno y no me habían hecho caso. Así que me había resignado a que mi primer compañero peludo sería un perro, pues mi papá estaba muy insistente con tener uno (aunque eso nunca ocurrió porque mi madre se negó por completo). Yo pensaba que lo iba a querer, pero no tanto como a un gato. Pero mi tía se adelantó y nos trajo a Pepito. Me sentí como la niña más afortunada del mundo. Pepito era aguerrido y apenas se dejaba acariciar. Pasaba su tiempo debajo de mi cama. Creo que lo habían separado muy pronto de su mami. Un sábado no lo encontraba. Mi mamá me dijo que se había escondido debajo del refrigerador. Y que regresaría pronto. Lo busqué muchas veces sin éxito. Años después, ella me confesó que se lo había regalado a la vecina porque yo no podía cuidarlo. Todavía. Lloré mucho. A la fecha, no se lo puedo perdonar.
Gatos ilustres, de Doris Lessing
“Como más hermosa estaba era sentada en la cama mirando por la ventana. Las dos patas delanteras, ocres y un tanto rayadas, se erguían rectas a cada lado, sobre zarpas plateadas. Las orejas, levemente ribeteadas de un blanco que parecía plata, se aguzaban y se movían, hacia atrás, hacia delante, escuchando, percibiendo. Volvía un poco la cabeza después de cada nueva sensación, alerta. Meneaba la cola, en otra dimensión, como si la punta captara mensajes que a los demás órganos les pasaran inadvertidos. Serena, ingrávida, miraba, escuchaba, percibía, olía, respiraba con todo su ser: el pelo, los bigotes, las orejas, todo en delicada vibración. Si el pez encarna el movimiento del agua, le da forma, entonces el gato es el esquema y modelo de la sutileza del aire.”
2009
Cumplía veinticuatro años. Me dieron una caja que decía “Manéjese con cuidado”. Cuando la abrí, se asomó un micifuz negro. Estaba lleno de caca. El veterinario había diagnosticado que tenía bichos. Había que darle medicina y limpiarlo constantemente. Mejoró pero nunca del todo. Siempre estuvo malo de la panza. Le puse Conde Olaf en honor al villano de la saga Una serie de eventos desafortunados de Lemony Snicket. Tenía los ojos ámbar y era muy cariñoso. Cuando regresaba de trabajar, me recostaba con él y le platicaba de mi vida. Él maullaba muy agudo, como asintiendo (o juzgándome). Era la mejor de las compañías. A los siete meses, desapareció. Tengo la sospecha de que mi pareja de ese entonces se deshizo de él para castigarme porque ya había tenido comportamientos violentos hacia mí y hacia lo que yo quería. Nunca pude comprobarlo. Me había ido de vacaciones con mi familia y ella me llamó para decirme que no lo encontraba por ningún lado. Lo soñé durante varias semanas, con su maullido especial. Me despertaba muy inquieta y salía a buscarlo al estacionamiento. No lo volví a ver. Deseo que no haya terminado en malas manos, pero es un consuelo para tontos. Terminé con esa relación que era muy dañina para Conde Olaf y para mí.
2014
Te imaginé antes de que llegaras a mi vida. En mi diario, escribí que quería un gatito azul como de cuento. Y te conocí. Eras una bola de pelos con una cabezota. Y yo, aun con mi alergia, no podía apartarme de ti. La noche antes de que llegaras estaba tan emocionada que no pude dormir del todo. Recuerdo cuando te cargué por primera vez. No podía dejar de estornudar pero tampoco quería alejarme. Te puse León Tolstói por mi amor a la literatura rusa, pero se te quedó Leo, más contundente (y corto para el poco espacio de la plaquita). Como la conjugación en tiempo presente del verbo leer. Había tenido unos años difíciles y tú me hiciste sonreír. Al poco tiempo, me diagnosticaron depresión y empecé a tomar medicamento para sentirme mejor. La sertralina y tú hicieron mejores mis días. Me sentía útil porque tenía a un ser vivo bajo mi cuidado y tú eras el más amable conmigo. Me tuviste mucha paciencia porque no me fue fácil aprender a ser una persona de gatos (aunque, en mi mente e idealisticamente, lo era, no fue así en la práctica: era muy ignorante respecto a los buenos cuidados, como el entendimiento de tus necesidades, la esterilización, las visitas habituales a la veterinaria, los alimentos prohibidos, las precauciones, tus límites). Hicimos un pacto de pasar los más años posibles juntos. Y de ser lo más felices que pudiéramos. Quiero creer que no has pasado nunca un mal día y que no has sufrido como otros tantos gatos en situación de calle o gatos maltratados dentro de sus propias casas (a excepción de cuando te tragaste unos listones y casi tuvieron que abrirte… Nos asustamos mucho).
(Leo nació un 17 de mayo de 2014 en honor al Día Internacional contra la Homofobia, la Transfobia y la Bifobia. ¿Cuánto dura el amor? Tres años, dicen. El amor lésbico tiene tiempos distintos y, para lo que llevábamos juntas Ana y yo, necesitábamos un compromiso. Vivíamos en la Ciudad de México pero no podíamos casarnos en nuestros estados natales, así que Leo significó un pacto amoroso. Todo pacto es una responsabilidad y ella no cumplió con su parte, pero Leo y yo nos quedamos juntos. El amor interespecie tiene tiempos también distintos y, en mi caso, exactos).
Suki, de Suniti Namjoshi
—¡Escucha, Suki! Tuve un sueño en el que las dos éramos iguales.
—Soy tan igual como tú, al menos en mi propia mente —dijo con picardía.
—No, me refiero a realmente iguales.
—¿Qué?, ¿del mismo tamaño?
No era lo que quería decir, pero respondí: —Sí, del mismo tamaño.
—¿Y luego qué pasó?
—Bueno, ahí estábamos, mi gata y yo caminando…
—Si fuéramos iguales, entonces yo no sería tu gata —interrumpió Suki.
—Bueno, está bien. Ahí estábamos, mi hermana y yo, caminando…
—¡No soy tu hermana! —interrumpió.
—Pienso en ti como mi hermana —dije humildemente.
—Bueno, está bien —cedió Suki.
—Allí estábamos caminando por la carretera de camino a Londres para buscar nuestra fortuna.
—Si realmente hubiera sido tan grande como tú, las dos habríamos ocupado la mitad del camino —murmuró Suki—. O un entrenador de circo habría venido a intentar secuestrarme.
—Eres ridícula. Y te inventas las cosas más absurdas.
—Lo aprendí de ti —dijo ella—. Tú me dijiste que eso significaba ser escritora.
—¡Yo nunca dije eso!
—De todos modos, no quiero salir a buscar fortuna. Me gusta estar aquí abajo.
—¿Qué harías por dinero? —le pregunté con malicia.
—Los gatos no necesitamos dinero —respondió altanera.
Me sentí lo suficientemente contrariada para hacerle ver la brutal realidad. Y le dije:
—La verdad es que los gatos no tienen dinero. Tú dependes de mí para que te alimente.
—Sí —respondió ella, igual de maliciosa—, ¿y eso qué dice de la vida, la muerte y la naturaleza del universo?
No nos hablamos durante una hora entera. Después nos aburrimos y volvimos a platicar.*
2017
19 de septiembre. Nos tocó el terremoto dentro del departamento de la colonia Roma, donde vivíamos. Ese maullido tuyo no lo he vuelto a escuchar. Corriste a esconderte atrás de un librero. Se cayó. Las paredes crujieron. Y el edificio serpenteaba. Pensé que me iba a morir. Y pedí en silencio que alguien te rescatara, pues estaba casi segura de que, de los dos, tú saldrías vivo por ser gato. Yo no, por humana y por torpe. El terror terminó pero la casa quedó inhabitable. Salí contigo y mi computadora. Estaba todo colapsado. Nos fuimos a casa de Isabel. Te cargué desde la Roma hasta la Nápoles. Te confesé mis miedos durante el camino. Tú también estabas asustado. Llegamos a la casa de mi amiga. Vivimos con ella varias semanas. Una vez, su tía le preguntó con quién más estaba viviendo, además de sus compañeras de departamento y su perrita. Isabel respondió que con Leo. Y la tía, descartando a algún varón humano, añadió: “Ah, con GatoLeo”. Y se te quedó el apodo. Vivimos ahí y también alternamos con Erin, que tiene a Geri y Freki, dos hermanitos gatunos más audaces y traviesos que los lobos del dios Odín. No te cayeron bien aunque ellos solamente querían jugar contigo. Siempre has sido muy celoso y territorial. Nos fuimos, por fin, a vivir solos. Juntos cerramos ese fatídico año en que perdimos dos casas (una por ruptura y la otra por desastre natural). “Otra vez, quedamos únicamente tú y yo”, te dije cuando llegamos a la Del Valle. Me miraste como diciendo “qué exagerada”, arañaste el sillón y tomaste tu lugar en el librero vacío. Tú eres el mejor maestro para dar lecciones sobre el control.
2022
Tenemos la cita para la valoración de la profilaxis dental. El veterinario dice que escucha un soplo en tu corazón y que hay que hacer estudios. Pasan un par de semanas hasta que nos dan la cita. Te digo que me mires a mí para que te puedan hacer la revisión. Te portas muy bien. Me dicen que estás enfermo de cardiomiopatía hipertrófica y que cada seis meses deben revisarte. Cuando salgo del consultorio, me suelto a llorar. Marcia me abraza. Yo pienso en que no he notado nada anormal en ti. A mí me pareces muy sano. Es cierto que no eres el gatito de antes, pero nunca has sido muy activo. Eres un dormilón y tienes tu rutina establecida. Viejito no estás pero estás creciendo. Como tu corazón. Al lado de nuestro edificio, están construyendo. Hay un gato que cuidan los albañiles. Es naranja con blanco, muy simpático. No le gustan las croquetas pero disfruta de los sobrecitos. Varios vecinos y yo lo queremos llevar al veterinario para conocer su estado de salud y esterilizarlo. A los pocos días, bajo a darle de comer pero ya no está. Los albañiles pegan un cartelito a color con dos fotos suyas. “Se busca Gato”. Todavía lo siguen esperando pero los departamentos nuevos ya están en preventa. Te platico lo sucedido. Siento que debí resguardarlo pero es demasiado tarde. Tú ronroneas y te echas de panza. Me consuelas. Mañana será otro día. A diario debo darte un cuarto de pastilla. Ya nos acostumbramos. Antes de las diez de la mañana, te abro el hocico con cuidado, hago mis cálculos y dejo caer el pedacito del medicamento en el centro de tu lengua. Luego lo empujo con un dedo para que llegue a tu garganta. A veces te molestas pero ya te resignaste. Jugamos más y procuro estar más tiempo contigo también. “Tú eres Gato Leo en tu corazón”, me dijo mi amiga Aurelia hace unos años. Yo creo que, en efecto, lo soy. No sería quien soy ahora sin ti. ¿Tú qué piensas, Leo? Estamos creciendo juntos. Desde tu diagnóstico he pensado en algunas cosas como el amor y la muerte. ¿A dónde se irá lo que siento por ti? ¿Cuánto tiempo dura la felicidad? Más que un corazón enfermo, pienso en que tienes un corazón más completo, más lleno, más tuyo. Eres mi compañero, el más leal y el más amado. Deseo que seas feliz y que solamente conozcas lo bello (o al menos, lo bueno) del mundo. Eso has sido tú para mí: lo bello y lo bueno, de una manera tan sencilla como profunda. Desde hace varios años que quiero escribirte un poemario. Solo para ti. Lo titularé Leo y yo. Lo he intentado y han salido algunos versos muy cursis inspirados en tu mirada. No son nada del otro mundo, al contrario. Son bastante básicos. Ya sabes que cuando escribo de ti lo primero que se me viene a la mente es que tus ojos son como el sol. Tus ojos luz. Pero siempre puedo parafrasear ese pasaje literario que tanto nos gusta. Leíto, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Le-í-to: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Le. Í. To.
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*La traducción es mía.
Ilustración de Fernanda Jiménez Aguilar.
Como otras escritoras y escritores, la ensayista y poeta mexicana Karen Villeda vive con un gato. Esta vez escribe sobre su relación con Leo. Este texto explora y muestra el profundo compañerismo que hay entre ella y él, por medio de varias experiencias compartidas, como el sismo de 2017, las mudanzas, la soledad, la enfermedad, las alegrías y la vida diaria.
Siempre me han fascinado los gatos. Sus almohadillas, sus vibrisas. Su pelaje, sus ojos. Su nariz, sus garras, su cola. Su personalidad, su misterio. Su cariño y su distancia. Su libertad. Y siempre ha habido algún ejemplar de Felis silvestris catus en mi vida. Hemos compartido varias historias. Algunas han sido muy dolorosas pero, en general, los gatos también han representado muchas alegrías para mí. Y también muchos aprendizajes, empezando por enseñarme a respetar toda vida y defender a estos seres que también sienten y sufren en un país con uno de los más altos índices de abuso, abandono y crueldad animal.
1992
Cuando era niña, había una gata en la casa de mis abuelos maternos, Lourdes y Guillermo. Era bicolor: negro con blanco. Llegó solita a tomar posesión del jardín. Su casita era un macetón. No se dejaba agarrar y, en temporada, tenía a sus crías, las cuales jugaban y aprendían a ser gatos sobre el pasto. Me llamaban mucho la atención. Y solía pasar largos ratos observando sus manías: la gata bufaba cuando me acercaba y los gatitos eran muy exigentes. Querían estar con ella todo el tiempo. La gata se iba a pasear y los dejaba solos. Volvía a las pocas horas para estar con ellos y darles de comer. Ellos la amasaban con desesperación. A la familia entera le servíamos leche y pollo, el cual era degustado exclusivamente por la mamá mientras el líquido apenas era tomado en cuenta. (Muchos años más tarde, supe que la leche no es recomendable para los gatos pero, en ese entonces, era la sugerencia de una tía política, Rocío, supuesta experta en comportamiento gatuno, con un persa y una siamesa en su haber). Me hacía mucha ilusión estar con los gatos cuando salía de la escuela. Eran de colores diferentes: uno blanquito, otro como su mamá, uno más con tonalidades cercanas al sol. Doña Petra, que trabajaba como cocinera en la casa de mis abuelos, me había advertido que jamás los tocara porque la mamá ya no los iba a querer. La desobedecí. Fue demasiado tarde para contener mi egoísmo infantil. Y me robé a uno de los gatitos para introducirlo clandestinamente a la habitación de mis abuelos. Mi abuela pegó el grito en el cielo. No era una persona afecta a los animales. De hecho, mi madre y mis tíos no habían tenido mascota alguna durante su infancia. Los gatos, para mi familia materna, eran seres de un mundo muy lejano pero, en aquel momento, había un gato bebé mirando a mi abuela desde el tocador. Ella lo miró también y se dio cuenta de que no eran tan diferentes. Después, mi tío Armando llegó para sacar al invasor y devolverlo con su familia. Me metieron un fuerte regaño. Me dijeron también que la mamá ya no iba a querer a ese gatito porque ya no olía a gatito sino a personas humanas. Y que, por tanto, se iba a morir sin ella, rechazado. Me sentí muy culpable. Al poco tiempo, cuando regresé de clases, ya no estaban la gatita ni sus gatitos.
1995
Mi tía Rocío tenía dos gatos: el Güero y la Gorda. El Güero era un persa imponente, que resguardaba el mostrador de su negocio. Era malencarado y poco amigable. La Gorda era una gatita siamesa, de maneras delicadas. Mi tía decía que era una coqueta. No estaba esterilizada y solía estar preñada. Mi tía regalaba los gatitos a quien se le cruzara. Una tarde de agosto, llegó a la casa de mis papás con una caja de zapatos. Me la dio. Vi que había un gatito adentro. Era un siamés. Nos dijo que ya tenía nombre y que se llamaba “Pepito”. Mi tía no es una mujer que se caracterice por su imaginación, pero yo estaba feliz de tener un gato. ¡Mi primer gato! Le había pedido a mis padres tener uno y no me habían hecho caso. Así que me había resignado a que mi primer compañero peludo sería un perro, pues mi papá estaba muy insistente con tener uno (aunque eso nunca ocurrió porque mi madre se negó por completo). Yo pensaba que lo iba a querer, pero no tanto como a un gato. Pero mi tía se adelantó y nos trajo a Pepito. Me sentí como la niña más afortunada del mundo. Pepito era aguerrido y apenas se dejaba acariciar. Pasaba su tiempo debajo de mi cama. Creo que lo habían separado muy pronto de su mami. Un sábado no lo encontraba. Mi mamá me dijo que se había escondido debajo del refrigerador. Y que regresaría pronto. Lo busqué muchas veces sin éxito. Años después, ella me confesó que se lo había regalado a la vecina porque yo no podía cuidarlo. Todavía. Lloré mucho. A la fecha, no se lo puedo perdonar.
Gatos ilustres, de Doris Lessing
“Como más hermosa estaba era sentada en la cama mirando por la ventana. Las dos patas delanteras, ocres y un tanto rayadas, se erguían rectas a cada lado, sobre zarpas plateadas. Las orejas, levemente ribeteadas de un blanco que parecía plata, se aguzaban y se movían, hacia atrás, hacia delante, escuchando, percibiendo. Volvía un poco la cabeza después de cada nueva sensación, alerta. Meneaba la cola, en otra dimensión, como si la punta captara mensajes que a los demás órganos les pasaran inadvertidos. Serena, ingrávida, miraba, escuchaba, percibía, olía, respiraba con todo su ser: el pelo, los bigotes, las orejas, todo en delicada vibración. Si el pez encarna el movimiento del agua, le da forma, entonces el gato es el esquema y modelo de la sutileza del aire.”
2009
Cumplía veinticuatro años. Me dieron una caja que decía “Manéjese con cuidado”. Cuando la abrí, se asomó un micifuz negro. Estaba lleno de caca. El veterinario había diagnosticado que tenía bichos. Había que darle medicina y limpiarlo constantemente. Mejoró pero nunca del todo. Siempre estuvo malo de la panza. Le puse Conde Olaf en honor al villano de la saga Una serie de eventos desafortunados de Lemony Snicket. Tenía los ojos ámbar y era muy cariñoso. Cuando regresaba de trabajar, me recostaba con él y le platicaba de mi vida. Él maullaba muy agudo, como asintiendo (o juzgándome). Era la mejor de las compañías. A los siete meses, desapareció. Tengo la sospecha de que mi pareja de ese entonces se deshizo de él para castigarme porque ya había tenido comportamientos violentos hacia mí y hacia lo que yo quería. Nunca pude comprobarlo. Me había ido de vacaciones con mi familia y ella me llamó para decirme que no lo encontraba por ningún lado. Lo soñé durante varias semanas, con su maullido especial. Me despertaba muy inquieta y salía a buscarlo al estacionamiento. No lo volví a ver. Deseo que no haya terminado en malas manos, pero es un consuelo para tontos. Terminé con esa relación que era muy dañina para Conde Olaf y para mí.
2014
Te imaginé antes de que llegaras a mi vida. En mi diario, escribí que quería un gatito azul como de cuento. Y te conocí. Eras una bola de pelos con una cabezota. Y yo, aun con mi alergia, no podía apartarme de ti. La noche antes de que llegaras estaba tan emocionada que no pude dormir del todo. Recuerdo cuando te cargué por primera vez. No podía dejar de estornudar pero tampoco quería alejarme. Te puse León Tolstói por mi amor a la literatura rusa, pero se te quedó Leo, más contundente (y corto para el poco espacio de la plaquita). Como la conjugación en tiempo presente del verbo leer. Había tenido unos años difíciles y tú me hiciste sonreír. Al poco tiempo, me diagnosticaron depresión y empecé a tomar medicamento para sentirme mejor. La sertralina y tú hicieron mejores mis días. Me sentía útil porque tenía a un ser vivo bajo mi cuidado y tú eras el más amable conmigo. Me tuviste mucha paciencia porque no me fue fácil aprender a ser una persona de gatos (aunque, en mi mente e idealisticamente, lo era, no fue así en la práctica: era muy ignorante respecto a los buenos cuidados, como el entendimiento de tus necesidades, la esterilización, las visitas habituales a la veterinaria, los alimentos prohibidos, las precauciones, tus límites). Hicimos un pacto de pasar los más años posibles juntos. Y de ser lo más felices que pudiéramos. Quiero creer que no has pasado nunca un mal día y que no has sufrido como otros tantos gatos en situación de calle o gatos maltratados dentro de sus propias casas (a excepción de cuando te tragaste unos listones y casi tuvieron que abrirte… Nos asustamos mucho).
(Leo nació un 17 de mayo de 2014 en honor al Día Internacional contra la Homofobia, la Transfobia y la Bifobia. ¿Cuánto dura el amor? Tres años, dicen. El amor lésbico tiene tiempos distintos y, para lo que llevábamos juntas Ana y yo, necesitábamos un compromiso. Vivíamos en la Ciudad de México pero no podíamos casarnos en nuestros estados natales, así que Leo significó un pacto amoroso. Todo pacto es una responsabilidad y ella no cumplió con su parte, pero Leo y yo nos quedamos juntos. El amor interespecie tiene tiempos también distintos y, en mi caso, exactos).
Suki, de Suniti Namjoshi
—¡Escucha, Suki! Tuve un sueño en el que las dos éramos iguales.
—Soy tan igual como tú, al menos en mi propia mente —dijo con picardía.
—No, me refiero a realmente iguales.
—¿Qué?, ¿del mismo tamaño?
No era lo que quería decir, pero respondí: —Sí, del mismo tamaño.
—¿Y luego qué pasó?
—Bueno, ahí estábamos, mi gata y yo caminando…
—Si fuéramos iguales, entonces yo no sería tu gata —interrumpió Suki.
—Bueno, está bien. Ahí estábamos, mi hermana y yo, caminando…
—¡No soy tu hermana! —interrumpió.
—Pienso en ti como mi hermana —dije humildemente.
—Bueno, está bien —cedió Suki.
—Allí estábamos caminando por la carretera de camino a Londres para buscar nuestra fortuna.
—Si realmente hubiera sido tan grande como tú, las dos habríamos ocupado la mitad del camino —murmuró Suki—. O un entrenador de circo habría venido a intentar secuestrarme.
—Eres ridícula. Y te inventas las cosas más absurdas.
—Lo aprendí de ti —dijo ella—. Tú me dijiste que eso significaba ser escritora.
—¡Yo nunca dije eso!
—De todos modos, no quiero salir a buscar fortuna. Me gusta estar aquí abajo.
—¿Qué harías por dinero? —le pregunté con malicia.
—Los gatos no necesitamos dinero —respondió altanera.
Me sentí lo suficientemente contrariada para hacerle ver la brutal realidad. Y le dije:
—La verdad es que los gatos no tienen dinero. Tú dependes de mí para que te alimente.
—Sí —respondió ella, igual de maliciosa—, ¿y eso qué dice de la vida, la muerte y la naturaleza del universo?
No nos hablamos durante una hora entera. Después nos aburrimos y volvimos a platicar.*
2017
19 de septiembre. Nos tocó el terremoto dentro del departamento de la colonia Roma, donde vivíamos. Ese maullido tuyo no lo he vuelto a escuchar. Corriste a esconderte atrás de un librero. Se cayó. Las paredes crujieron. Y el edificio serpenteaba. Pensé que me iba a morir. Y pedí en silencio que alguien te rescatara, pues estaba casi segura de que, de los dos, tú saldrías vivo por ser gato. Yo no, por humana y por torpe. El terror terminó pero la casa quedó inhabitable. Salí contigo y mi computadora. Estaba todo colapsado. Nos fuimos a casa de Isabel. Te cargué desde la Roma hasta la Nápoles. Te confesé mis miedos durante el camino. Tú también estabas asustado. Llegamos a la casa de mi amiga. Vivimos con ella varias semanas. Una vez, su tía le preguntó con quién más estaba viviendo, además de sus compañeras de departamento y su perrita. Isabel respondió que con Leo. Y la tía, descartando a algún varón humano, añadió: “Ah, con GatoLeo”. Y se te quedó el apodo. Vivimos ahí y también alternamos con Erin, que tiene a Geri y Freki, dos hermanitos gatunos más audaces y traviesos que los lobos del dios Odín. No te cayeron bien aunque ellos solamente querían jugar contigo. Siempre has sido muy celoso y territorial. Nos fuimos, por fin, a vivir solos. Juntos cerramos ese fatídico año en que perdimos dos casas (una por ruptura y la otra por desastre natural). “Otra vez, quedamos únicamente tú y yo”, te dije cuando llegamos a la Del Valle. Me miraste como diciendo “qué exagerada”, arañaste el sillón y tomaste tu lugar en el librero vacío. Tú eres el mejor maestro para dar lecciones sobre el control.
2022
Tenemos la cita para la valoración de la profilaxis dental. El veterinario dice que escucha un soplo en tu corazón y que hay que hacer estudios. Pasan un par de semanas hasta que nos dan la cita. Te digo que me mires a mí para que te puedan hacer la revisión. Te portas muy bien. Me dicen que estás enfermo de cardiomiopatía hipertrófica y que cada seis meses deben revisarte. Cuando salgo del consultorio, me suelto a llorar. Marcia me abraza. Yo pienso en que no he notado nada anormal en ti. A mí me pareces muy sano. Es cierto que no eres el gatito de antes, pero nunca has sido muy activo. Eres un dormilón y tienes tu rutina establecida. Viejito no estás pero estás creciendo. Como tu corazón. Al lado de nuestro edificio, están construyendo. Hay un gato que cuidan los albañiles. Es naranja con blanco, muy simpático. No le gustan las croquetas pero disfruta de los sobrecitos. Varios vecinos y yo lo queremos llevar al veterinario para conocer su estado de salud y esterilizarlo. A los pocos días, bajo a darle de comer pero ya no está. Los albañiles pegan un cartelito a color con dos fotos suyas. “Se busca Gato”. Todavía lo siguen esperando pero los departamentos nuevos ya están en preventa. Te platico lo sucedido. Siento que debí resguardarlo pero es demasiado tarde. Tú ronroneas y te echas de panza. Me consuelas. Mañana será otro día. A diario debo darte un cuarto de pastilla. Ya nos acostumbramos. Antes de las diez de la mañana, te abro el hocico con cuidado, hago mis cálculos y dejo caer el pedacito del medicamento en el centro de tu lengua. Luego lo empujo con un dedo para que llegue a tu garganta. A veces te molestas pero ya te resignaste. Jugamos más y procuro estar más tiempo contigo también. “Tú eres Gato Leo en tu corazón”, me dijo mi amiga Aurelia hace unos años. Yo creo que, en efecto, lo soy. No sería quien soy ahora sin ti. ¿Tú qué piensas, Leo? Estamos creciendo juntos. Desde tu diagnóstico he pensado en algunas cosas como el amor y la muerte. ¿A dónde se irá lo que siento por ti? ¿Cuánto tiempo dura la felicidad? Más que un corazón enfermo, pienso en que tienes un corazón más completo, más lleno, más tuyo. Eres mi compañero, el más leal y el más amado. Deseo que seas feliz y que solamente conozcas lo bello (o al menos, lo bueno) del mundo. Eso has sido tú para mí: lo bello y lo bueno, de una manera tan sencilla como profunda. Desde hace varios años que quiero escribirte un poemario. Solo para ti. Lo titularé Leo y yo. Lo he intentado y han salido algunos versos muy cursis inspirados en tu mirada. No son nada del otro mundo, al contrario. Son bastante básicos. Ya sabes que cuando escribo de ti lo primero que se me viene a la mente es que tus ojos son como el sol. Tus ojos luz. Pero siempre puedo parafrasear ese pasaje literario que tanto nos gusta. Leíto, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Le-í-to: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Le. Í. To.
{{ linea }}
*La traducción es mía.
Como otras escritoras y escritores, la ensayista y poeta mexicana Karen Villeda vive con un gato. Esta vez escribe sobre su relación con Leo. Este texto explora y muestra el profundo compañerismo que hay entre ella y él, por medio de varias experiencias compartidas, como el sismo de 2017, las mudanzas, la soledad, la enfermedad, las alegrías y la vida diaria.
Siempre me han fascinado los gatos. Sus almohadillas, sus vibrisas. Su pelaje, sus ojos. Su nariz, sus garras, su cola. Su personalidad, su misterio. Su cariño y su distancia. Su libertad. Y siempre ha habido algún ejemplar de Felis silvestris catus en mi vida. Hemos compartido varias historias. Algunas han sido muy dolorosas pero, en general, los gatos también han representado muchas alegrías para mí. Y también muchos aprendizajes, empezando por enseñarme a respetar toda vida y defender a estos seres que también sienten y sufren en un país con uno de los más altos índices de abuso, abandono y crueldad animal.
1992
Cuando era niña, había una gata en la casa de mis abuelos maternos, Lourdes y Guillermo. Era bicolor: negro con blanco. Llegó solita a tomar posesión del jardín. Su casita era un macetón. No se dejaba agarrar y, en temporada, tenía a sus crías, las cuales jugaban y aprendían a ser gatos sobre el pasto. Me llamaban mucho la atención. Y solía pasar largos ratos observando sus manías: la gata bufaba cuando me acercaba y los gatitos eran muy exigentes. Querían estar con ella todo el tiempo. La gata se iba a pasear y los dejaba solos. Volvía a las pocas horas para estar con ellos y darles de comer. Ellos la amasaban con desesperación. A la familia entera le servíamos leche y pollo, el cual era degustado exclusivamente por la mamá mientras el líquido apenas era tomado en cuenta. (Muchos años más tarde, supe que la leche no es recomendable para los gatos pero, en ese entonces, era la sugerencia de una tía política, Rocío, supuesta experta en comportamiento gatuno, con un persa y una siamesa en su haber). Me hacía mucha ilusión estar con los gatos cuando salía de la escuela. Eran de colores diferentes: uno blanquito, otro como su mamá, uno más con tonalidades cercanas al sol. Doña Petra, que trabajaba como cocinera en la casa de mis abuelos, me había advertido que jamás los tocara porque la mamá ya no los iba a querer. La desobedecí. Fue demasiado tarde para contener mi egoísmo infantil. Y me robé a uno de los gatitos para introducirlo clandestinamente a la habitación de mis abuelos. Mi abuela pegó el grito en el cielo. No era una persona afecta a los animales. De hecho, mi madre y mis tíos no habían tenido mascota alguna durante su infancia. Los gatos, para mi familia materna, eran seres de un mundo muy lejano pero, en aquel momento, había un gato bebé mirando a mi abuela desde el tocador. Ella lo miró también y se dio cuenta de que no eran tan diferentes. Después, mi tío Armando llegó para sacar al invasor y devolverlo con su familia. Me metieron un fuerte regaño. Me dijeron también que la mamá ya no iba a querer a ese gatito porque ya no olía a gatito sino a personas humanas. Y que, por tanto, se iba a morir sin ella, rechazado. Me sentí muy culpable. Al poco tiempo, cuando regresé de clases, ya no estaban la gatita ni sus gatitos.
1995
Mi tía Rocío tenía dos gatos: el Güero y la Gorda. El Güero era un persa imponente, que resguardaba el mostrador de su negocio. Era malencarado y poco amigable. La Gorda era una gatita siamesa, de maneras delicadas. Mi tía decía que era una coqueta. No estaba esterilizada y solía estar preñada. Mi tía regalaba los gatitos a quien se le cruzara. Una tarde de agosto, llegó a la casa de mis papás con una caja de zapatos. Me la dio. Vi que había un gatito adentro. Era un siamés. Nos dijo que ya tenía nombre y que se llamaba “Pepito”. Mi tía no es una mujer que se caracterice por su imaginación, pero yo estaba feliz de tener un gato. ¡Mi primer gato! Le había pedido a mis padres tener uno y no me habían hecho caso. Así que me había resignado a que mi primer compañero peludo sería un perro, pues mi papá estaba muy insistente con tener uno (aunque eso nunca ocurrió porque mi madre se negó por completo). Yo pensaba que lo iba a querer, pero no tanto como a un gato. Pero mi tía se adelantó y nos trajo a Pepito. Me sentí como la niña más afortunada del mundo. Pepito era aguerrido y apenas se dejaba acariciar. Pasaba su tiempo debajo de mi cama. Creo que lo habían separado muy pronto de su mami. Un sábado no lo encontraba. Mi mamá me dijo que se había escondido debajo del refrigerador. Y que regresaría pronto. Lo busqué muchas veces sin éxito. Años después, ella me confesó que se lo había regalado a la vecina porque yo no podía cuidarlo. Todavía. Lloré mucho. A la fecha, no se lo puedo perdonar.
Gatos ilustres, de Doris Lessing
“Como más hermosa estaba era sentada en la cama mirando por la ventana. Las dos patas delanteras, ocres y un tanto rayadas, se erguían rectas a cada lado, sobre zarpas plateadas. Las orejas, levemente ribeteadas de un blanco que parecía plata, se aguzaban y se movían, hacia atrás, hacia delante, escuchando, percibiendo. Volvía un poco la cabeza después de cada nueva sensación, alerta. Meneaba la cola, en otra dimensión, como si la punta captara mensajes que a los demás órganos les pasaran inadvertidos. Serena, ingrávida, miraba, escuchaba, percibía, olía, respiraba con todo su ser: el pelo, los bigotes, las orejas, todo en delicada vibración. Si el pez encarna el movimiento del agua, le da forma, entonces el gato es el esquema y modelo de la sutileza del aire.”
2009
Cumplía veinticuatro años. Me dieron una caja que decía “Manéjese con cuidado”. Cuando la abrí, se asomó un micifuz negro. Estaba lleno de caca. El veterinario había diagnosticado que tenía bichos. Había que darle medicina y limpiarlo constantemente. Mejoró pero nunca del todo. Siempre estuvo malo de la panza. Le puse Conde Olaf en honor al villano de la saga Una serie de eventos desafortunados de Lemony Snicket. Tenía los ojos ámbar y era muy cariñoso. Cuando regresaba de trabajar, me recostaba con él y le platicaba de mi vida. Él maullaba muy agudo, como asintiendo (o juzgándome). Era la mejor de las compañías. A los siete meses, desapareció. Tengo la sospecha de que mi pareja de ese entonces se deshizo de él para castigarme porque ya había tenido comportamientos violentos hacia mí y hacia lo que yo quería. Nunca pude comprobarlo. Me había ido de vacaciones con mi familia y ella me llamó para decirme que no lo encontraba por ningún lado. Lo soñé durante varias semanas, con su maullido especial. Me despertaba muy inquieta y salía a buscarlo al estacionamiento. No lo volví a ver. Deseo que no haya terminado en malas manos, pero es un consuelo para tontos. Terminé con esa relación que era muy dañina para Conde Olaf y para mí.
2014
Te imaginé antes de que llegaras a mi vida. En mi diario, escribí que quería un gatito azul como de cuento. Y te conocí. Eras una bola de pelos con una cabezota. Y yo, aun con mi alergia, no podía apartarme de ti. La noche antes de que llegaras estaba tan emocionada que no pude dormir del todo. Recuerdo cuando te cargué por primera vez. No podía dejar de estornudar pero tampoco quería alejarme. Te puse León Tolstói por mi amor a la literatura rusa, pero se te quedó Leo, más contundente (y corto para el poco espacio de la plaquita). Como la conjugación en tiempo presente del verbo leer. Había tenido unos años difíciles y tú me hiciste sonreír. Al poco tiempo, me diagnosticaron depresión y empecé a tomar medicamento para sentirme mejor. La sertralina y tú hicieron mejores mis días. Me sentía útil porque tenía a un ser vivo bajo mi cuidado y tú eras el más amable conmigo. Me tuviste mucha paciencia porque no me fue fácil aprender a ser una persona de gatos (aunque, en mi mente e idealisticamente, lo era, no fue así en la práctica: era muy ignorante respecto a los buenos cuidados, como el entendimiento de tus necesidades, la esterilización, las visitas habituales a la veterinaria, los alimentos prohibidos, las precauciones, tus límites). Hicimos un pacto de pasar los más años posibles juntos. Y de ser lo más felices que pudiéramos. Quiero creer que no has pasado nunca un mal día y que no has sufrido como otros tantos gatos en situación de calle o gatos maltratados dentro de sus propias casas (a excepción de cuando te tragaste unos listones y casi tuvieron que abrirte… Nos asustamos mucho).
(Leo nació un 17 de mayo de 2014 en honor al Día Internacional contra la Homofobia, la Transfobia y la Bifobia. ¿Cuánto dura el amor? Tres años, dicen. El amor lésbico tiene tiempos distintos y, para lo que llevábamos juntas Ana y yo, necesitábamos un compromiso. Vivíamos en la Ciudad de México pero no podíamos casarnos en nuestros estados natales, así que Leo significó un pacto amoroso. Todo pacto es una responsabilidad y ella no cumplió con su parte, pero Leo y yo nos quedamos juntos. El amor interespecie tiene tiempos también distintos y, en mi caso, exactos).
Suki, de Suniti Namjoshi
—¡Escucha, Suki! Tuve un sueño en el que las dos éramos iguales.
—Soy tan igual como tú, al menos en mi propia mente —dijo con picardía.
—No, me refiero a realmente iguales.
—¿Qué?, ¿del mismo tamaño?
No era lo que quería decir, pero respondí: —Sí, del mismo tamaño.
—¿Y luego qué pasó?
—Bueno, ahí estábamos, mi gata y yo caminando…
—Si fuéramos iguales, entonces yo no sería tu gata —interrumpió Suki.
—Bueno, está bien. Ahí estábamos, mi hermana y yo, caminando…
—¡No soy tu hermana! —interrumpió.
—Pienso en ti como mi hermana —dije humildemente.
—Bueno, está bien —cedió Suki.
—Allí estábamos caminando por la carretera de camino a Londres para buscar nuestra fortuna.
—Si realmente hubiera sido tan grande como tú, las dos habríamos ocupado la mitad del camino —murmuró Suki—. O un entrenador de circo habría venido a intentar secuestrarme.
—Eres ridícula. Y te inventas las cosas más absurdas.
—Lo aprendí de ti —dijo ella—. Tú me dijiste que eso significaba ser escritora.
—¡Yo nunca dije eso!
—De todos modos, no quiero salir a buscar fortuna. Me gusta estar aquí abajo.
—¿Qué harías por dinero? —le pregunté con malicia.
—Los gatos no necesitamos dinero —respondió altanera.
Me sentí lo suficientemente contrariada para hacerle ver la brutal realidad. Y le dije:
—La verdad es que los gatos no tienen dinero. Tú dependes de mí para que te alimente.
—Sí —respondió ella, igual de maliciosa—, ¿y eso qué dice de la vida, la muerte y la naturaleza del universo?
No nos hablamos durante una hora entera. Después nos aburrimos y volvimos a platicar.*
2017
19 de septiembre. Nos tocó el terremoto dentro del departamento de la colonia Roma, donde vivíamos. Ese maullido tuyo no lo he vuelto a escuchar. Corriste a esconderte atrás de un librero. Se cayó. Las paredes crujieron. Y el edificio serpenteaba. Pensé que me iba a morir. Y pedí en silencio que alguien te rescatara, pues estaba casi segura de que, de los dos, tú saldrías vivo por ser gato. Yo no, por humana y por torpe. El terror terminó pero la casa quedó inhabitable. Salí contigo y mi computadora. Estaba todo colapsado. Nos fuimos a casa de Isabel. Te cargué desde la Roma hasta la Nápoles. Te confesé mis miedos durante el camino. Tú también estabas asustado. Llegamos a la casa de mi amiga. Vivimos con ella varias semanas. Una vez, su tía le preguntó con quién más estaba viviendo, además de sus compañeras de departamento y su perrita. Isabel respondió que con Leo. Y la tía, descartando a algún varón humano, añadió: “Ah, con GatoLeo”. Y se te quedó el apodo. Vivimos ahí y también alternamos con Erin, que tiene a Geri y Freki, dos hermanitos gatunos más audaces y traviesos que los lobos del dios Odín. No te cayeron bien aunque ellos solamente querían jugar contigo. Siempre has sido muy celoso y territorial. Nos fuimos, por fin, a vivir solos. Juntos cerramos ese fatídico año en que perdimos dos casas (una por ruptura y la otra por desastre natural). “Otra vez, quedamos únicamente tú y yo”, te dije cuando llegamos a la Del Valle. Me miraste como diciendo “qué exagerada”, arañaste el sillón y tomaste tu lugar en el librero vacío. Tú eres el mejor maestro para dar lecciones sobre el control.
2022
Tenemos la cita para la valoración de la profilaxis dental. El veterinario dice que escucha un soplo en tu corazón y que hay que hacer estudios. Pasan un par de semanas hasta que nos dan la cita. Te digo que me mires a mí para que te puedan hacer la revisión. Te portas muy bien. Me dicen que estás enfermo de cardiomiopatía hipertrófica y que cada seis meses deben revisarte. Cuando salgo del consultorio, me suelto a llorar. Marcia me abraza. Yo pienso en que no he notado nada anormal en ti. A mí me pareces muy sano. Es cierto que no eres el gatito de antes, pero nunca has sido muy activo. Eres un dormilón y tienes tu rutina establecida. Viejito no estás pero estás creciendo. Como tu corazón. Al lado de nuestro edificio, están construyendo. Hay un gato que cuidan los albañiles. Es naranja con blanco, muy simpático. No le gustan las croquetas pero disfruta de los sobrecitos. Varios vecinos y yo lo queremos llevar al veterinario para conocer su estado de salud y esterilizarlo. A los pocos días, bajo a darle de comer pero ya no está. Los albañiles pegan un cartelito a color con dos fotos suyas. “Se busca Gato”. Todavía lo siguen esperando pero los departamentos nuevos ya están en preventa. Te platico lo sucedido. Siento que debí resguardarlo pero es demasiado tarde. Tú ronroneas y te echas de panza. Me consuelas. Mañana será otro día. A diario debo darte un cuarto de pastilla. Ya nos acostumbramos. Antes de las diez de la mañana, te abro el hocico con cuidado, hago mis cálculos y dejo caer el pedacito del medicamento en el centro de tu lengua. Luego lo empujo con un dedo para que llegue a tu garganta. A veces te molestas pero ya te resignaste. Jugamos más y procuro estar más tiempo contigo también. “Tú eres Gato Leo en tu corazón”, me dijo mi amiga Aurelia hace unos años. Yo creo que, en efecto, lo soy. No sería quien soy ahora sin ti. ¿Tú qué piensas, Leo? Estamos creciendo juntos. Desde tu diagnóstico he pensado en algunas cosas como el amor y la muerte. ¿A dónde se irá lo que siento por ti? ¿Cuánto tiempo dura la felicidad? Más que un corazón enfermo, pienso en que tienes un corazón más completo, más lleno, más tuyo. Eres mi compañero, el más leal y el más amado. Deseo que seas feliz y que solamente conozcas lo bello (o al menos, lo bueno) del mundo. Eso has sido tú para mí: lo bello y lo bueno, de una manera tan sencilla como profunda. Desde hace varios años que quiero escribirte un poemario. Solo para ti. Lo titularé Leo y yo. Lo he intentado y han salido algunos versos muy cursis inspirados en tu mirada. No son nada del otro mundo, al contrario. Son bastante básicos. Ya sabes que cuando escribo de ti lo primero que se me viene a la mente es que tus ojos son como el sol. Tus ojos luz. Pero siempre puedo parafrasear ese pasaje literario que tanto nos gusta. Leíto, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Le-í-to: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Le. Í. To.
{{ linea }}
*La traducción es mía.
Ilustración de Fernanda Jiménez Aguilar.
Como otras escritoras y escritores, la ensayista y poeta mexicana Karen Villeda vive con un gato. Esta vez escribe sobre su relación con Leo. Este texto explora y muestra el profundo compañerismo que hay entre ella y él, por medio de varias experiencias compartidas, como el sismo de 2017, las mudanzas, la soledad, la enfermedad, las alegrías y la vida diaria.
Siempre me han fascinado los gatos. Sus almohadillas, sus vibrisas. Su pelaje, sus ojos. Su nariz, sus garras, su cola. Su personalidad, su misterio. Su cariño y su distancia. Su libertad. Y siempre ha habido algún ejemplar de Felis silvestris catus en mi vida. Hemos compartido varias historias. Algunas han sido muy dolorosas pero, en general, los gatos también han representado muchas alegrías para mí. Y también muchos aprendizajes, empezando por enseñarme a respetar toda vida y defender a estos seres que también sienten y sufren en un país con uno de los más altos índices de abuso, abandono y crueldad animal.
1992
Cuando era niña, había una gata en la casa de mis abuelos maternos, Lourdes y Guillermo. Era bicolor: negro con blanco. Llegó solita a tomar posesión del jardín. Su casita era un macetón. No se dejaba agarrar y, en temporada, tenía a sus crías, las cuales jugaban y aprendían a ser gatos sobre el pasto. Me llamaban mucho la atención. Y solía pasar largos ratos observando sus manías: la gata bufaba cuando me acercaba y los gatitos eran muy exigentes. Querían estar con ella todo el tiempo. La gata se iba a pasear y los dejaba solos. Volvía a las pocas horas para estar con ellos y darles de comer. Ellos la amasaban con desesperación. A la familia entera le servíamos leche y pollo, el cual era degustado exclusivamente por la mamá mientras el líquido apenas era tomado en cuenta. (Muchos años más tarde, supe que la leche no es recomendable para los gatos pero, en ese entonces, era la sugerencia de una tía política, Rocío, supuesta experta en comportamiento gatuno, con un persa y una siamesa en su haber). Me hacía mucha ilusión estar con los gatos cuando salía de la escuela. Eran de colores diferentes: uno blanquito, otro como su mamá, uno más con tonalidades cercanas al sol. Doña Petra, que trabajaba como cocinera en la casa de mis abuelos, me había advertido que jamás los tocara porque la mamá ya no los iba a querer. La desobedecí. Fue demasiado tarde para contener mi egoísmo infantil. Y me robé a uno de los gatitos para introducirlo clandestinamente a la habitación de mis abuelos. Mi abuela pegó el grito en el cielo. No era una persona afecta a los animales. De hecho, mi madre y mis tíos no habían tenido mascota alguna durante su infancia. Los gatos, para mi familia materna, eran seres de un mundo muy lejano pero, en aquel momento, había un gato bebé mirando a mi abuela desde el tocador. Ella lo miró también y se dio cuenta de que no eran tan diferentes. Después, mi tío Armando llegó para sacar al invasor y devolverlo con su familia. Me metieron un fuerte regaño. Me dijeron también que la mamá ya no iba a querer a ese gatito porque ya no olía a gatito sino a personas humanas. Y que, por tanto, se iba a morir sin ella, rechazado. Me sentí muy culpable. Al poco tiempo, cuando regresé de clases, ya no estaban la gatita ni sus gatitos.
1995
Mi tía Rocío tenía dos gatos: el Güero y la Gorda. El Güero era un persa imponente, que resguardaba el mostrador de su negocio. Era malencarado y poco amigable. La Gorda era una gatita siamesa, de maneras delicadas. Mi tía decía que era una coqueta. No estaba esterilizada y solía estar preñada. Mi tía regalaba los gatitos a quien se le cruzara. Una tarde de agosto, llegó a la casa de mis papás con una caja de zapatos. Me la dio. Vi que había un gatito adentro. Era un siamés. Nos dijo que ya tenía nombre y que se llamaba “Pepito”. Mi tía no es una mujer que se caracterice por su imaginación, pero yo estaba feliz de tener un gato. ¡Mi primer gato! Le había pedido a mis padres tener uno y no me habían hecho caso. Así que me había resignado a que mi primer compañero peludo sería un perro, pues mi papá estaba muy insistente con tener uno (aunque eso nunca ocurrió porque mi madre se negó por completo). Yo pensaba que lo iba a querer, pero no tanto como a un gato. Pero mi tía se adelantó y nos trajo a Pepito. Me sentí como la niña más afortunada del mundo. Pepito era aguerrido y apenas se dejaba acariciar. Pasaba su tiempo debajo de mi cama. Creo que lo habían separado muy pronto de su mami. Un sábado no lo encontraba. Mi mamá me dijo que se había escondido debajo del refrigerador. Y que regresaría pronto. Lo busqué muchas veces sin éxito. Años después, ella me confesó que se lo había regalado a la vecina porque yo no podía cuidarlo. Todavía. Lloré mucho. A la fecha, no se lo puedo perdonar.
Gatos ilustres, de Doris Lessing
“Como más hermosa estaba era sentada en la cama mirando por la ventana. Las dos patas delanteras, ocres y un tanto rayadas, se erguían rectas a cada lado, sobre zarpas plateadas. Las orejas, levemente ribeteadas de un blanco que parecía plata, se aguzaban y se movían, hacia atrás, hacia delante, escuchando, percibiendo. Volvía un poco la cabeza después de cada nueva sensación, alerta. Meneaba la cola, en otra dimensión, como si la punta captara mensajes que a los demás órganos les pasaran inadvertidos. Serena, ingrávida, miraba, escuchaba, percibía, olía, respiraba con todo su ser: el pelo, los bigotes, las orejas, todo en delicada vibración. Si el pez encarna el movimiento del agua, le da forma, entonces el gato es el esquema y modelo de la sutileza del aire.”
2009
Cumplía veinticuatro años. Me dieron una caja que decía “Manéjese con cuidado”. Cuando la abrí, se asomó un micifuz negro. Estaba lleno de caca. El veterinario había diagnosticado que tenía bichos. Había que darle medicina y limpiarlo constantemente. Mejoró pero nunca del todo. Siempre estuvo malo de la panza. Le puse Conde Olaf en honor al villano de la saga Una serie de eventos desafortunados de Lemony Snicket. Tenía los ojos ámbar y era muy cariñoso. Cuando regresaba de trabajar, me recostaba con él y le platicaba de mi vida. Él maullaba muy agudo, como asintiendo (o juzgándome). Era la mejor de las compañías. A los siete meses, desapareció. Tengo la sospecha de que mi pareja de ese entonces se deshizo de él para castigarme porque ya había tenido comportamientos violentos hacia mí y hacia lo que yo quería. Nunca pude comprobarlo. Me había ido de vacaciones con mi familia y ella me llamó para decirme que no lo encontraba por ningún lado. Lo soñé durante varias semanas, con su maullido especial. Me despertaba muy inquieta y salía a buscarlo al estacionamiento. No lo volví a ver. Deseo que no haya terminado en malas manos, pero es un consuelo para tontos. Terminé con esa relación que era muy dañina para Conde Olaf y para mí.
2014
Te imaginé antes de que llegaras a mi vida. En mi diario, escribí que quería un gatito azul como de cuento. Y te conocí. Eras una bola de pelos con una cabezota. Y yo, aun con mi alergia, no podía apartarme de ti. La noche antes de que llegaras estaba tan emocionada que no pude dormir del todo. Recuerdo cuando te cargué por primera vez. No podía dejar de estornudar pero tampoco quería alejarme. Te puse León Tolstói por mi amor a la literatura rusa, pero se te quedó Leo, más contundente (y corto para el poco espacio de la plaquita). Como la conjugación en tiempo presente del verbo leer. Había tenido unos años difíciles y tú me hiciste sonreír. Al poco tiempo, me diagnosticaron depresión y empecé a tomar medicamento para sentirme mejor. La sertralina y tú hicieron mejores mis días. Me sentía útil porque tenía a un ser vivo bajo mi cuidado y tú eras el más amable conmigo. Me tuviste mucha paciencia porque no me fue fácil aprender a ser una persona de gatos (aunque, en mi mente e idealisticamente, lo era, no fue así en la práctica: era muy ignorante respecto a los buenos cuidados, como el entendimiento de tus necesidades, la esterilización, las visitas habituales a la veterinaria, los alimentos prohibidos, las precauciones, tus límites). Hicimos un pacto de pasar los más años posibles juntos. Y de ser lo más felices que pudiéramos. Quiero creer que no has pasado nunca un mal día y que no has sufrido como otros tantos gatos en situación de calle o gatos maltratados dentro de sus propias casas (a excepción de cuando te tragaste unos listones y casi tuvieron que abrirte… Nos asustamos mucho).
(Leo nació un 17 de mayo de 2014 en honor al Día Internacional contra la Homofobia, la Transfobia y la Bifobia. ¿Cuánto dura el amor? Tres años, dicen. El amor lésbico tiene tiempos distintos y, para lo que llevábamos juntas Ana y yo, necesitábamos un compromiso. Vivíamos en la Ciudad de México pero no podíamos casarnos en nuestros estados natales, así que Leo significó un pacto amoroso. Todo pacto es una responsabilidad y ella no cumplió con su parte, pero Leo y yo nos quedamos juntos. El amor interespecie tiene tiempos también distintos y, en mi caso, exactos).
Suki, de Suniti Namjoshi
—¡Escucha, Suki! Tuve un sueño en el que las dos éramos iguales.
—Soy tan igual como tú, al menos en mi propia mente —dijo con picardía.
—No, me refiero a realmente iguales.
—¿Qué?, ¿del mismo tamaño?
No era lo que quería decir, pero respondí: —Sí, del mismo tamaño.
—¿Y luego qué pasó?
—Bueno, ahí estábamos, mi gata y yo caminando…
—Si fuéramos iguales, entonces yo no sería tu gata —interrumpió Suki.
—Bueno, está bien. Ahí estábamos, mi hermana y yo, caminando…
—¡No soy tu hermana! —interrumpió.
—Pienso en ti como mi hermana —dije humildemente.
—Bueno, está bien —cedió Suki.
—Allí estábamos caminando por la carretera de camino a Londres para buscar nuestra fortuna.
—Si realmente hubiera sido tan grande como tú, las dos habríamos ocupado la mitad del camino —murmuró Suki—. O un entrenador de circo habría venido a intentar secuestrarme.
—Eres ridícula. Y te inventas las cosas más absurdas.
—Lo aprendí de ti —dijo ella—. Tú me dijiste que eso significaba ser escritora.
—¡Yo nunca dije eso!
—De todos modos, no quiero salir a buscar fortuna. Me gusta estar aquí abajo.
—¿Qué harías por dinero? —le pregunté con malicia.
—Los gatos no necesitamos dinero —respondió altanera.
Me sentí lo suficientemente contrariada para hacerle ver la brutal realidad. Y le dije:
—La verdad es que los gatos no tienen dinero. Tú dependes de mí para que te alimente.
—Sí —respondió ella, igual de maliciosa—, ¿y eso qué dice de la vida, la muerte y la naturaleza del universo?
No nos hablamos durante una hora entera. Después nos aburrimos y volvimos a platicar.*
2017
19 de septiembre. Nos tocó el terremoto dentro del departamento de la colonia Roma, donde vivíamos. Ese maullido tuyo no lo he vuelto a escuchar. Corriste a esconderte atrás de un librero. Se cayó. Las paredes crujieron. Y el edificio serpenteaba. Pensé que me iba a morir. Y pedí en silencio que alguien te rescatara, pues estaba casi segura de que, de los dos, tú saldrías vivo por ser gato. Yo no, por humana y por torpe. El terror terminó pero la casa quedó inhabitable. Salí contigo y mi computadora. Estaba todo colapsado. Nos fuimos a casa de Isabel. Te cargué desde la Roma hasta la Nápoles. Te confesé mis miedos durante el camino. Tú también estabas asustado. Llegamos a la casa de mi amiga. Vivimos con ella varias semanas. Una vez, su tía le preguntó con quién más estaba viviendo, además de sus compañeras de departamento y su perrita. Isabel respondió que con Leo. Y la tía, descartando a algún varón humano, añadió: “Ah, con GatoLeo”. Y se te quedó el apodo. Vivimos ahí y también alternamos con Erin, que tiene a Geri y Freki, dos hermanitos gatunos más audaces y traviesos que los lobos del dios Odín. No te cayeron bien aunque ellos solamente querían jugar contigo. Siempre has sido muy celoso y territorial. Nos fuimos, por fin, a vivir solos. Juntos cerramos ese fatídico año en que perdimos dos casas (una por ruptura y la otra por desastre natural). “Otra vez, quedamos únicamente tú y yo”, te dije cuando llegamos a la Del Valle. Me miraste como diciendo “qué exagerada”, arañaste el sillón y tomaste tu lugar en el librero vacío. Tú eres el mejor maestro para dar lecciones sobre el control.
2022
Tenemos la cita para la valoración de la profilaxis dental. El veterinario dice que escucha un soplo en tu corazón y que hay que hacer estudios. Pasan un par de semanas hasta que nos dan la cita. Te digo que me mires a mí para que te puedan hacer la revisión. Te portas muy bien. Me dicen que estás enfermo de cardiomiopatía hipertrófica y que cada seis meses deben revisarte. Cuando salgo del consultorio, me suelto a llorar. Marcia me abraza. Yo pienso en que no he notado nada anormal en ti. A mí me pareces muy sano. Es cierto que no eres el gatito de antes, pero nunca has sido muy activo. Eres un dormilón y tienes tu rutina establecida. Viejito no estás pero estás creciendo. Como tu corazón. Al lado de nuestro edificio, están construyendo. Hay un gato que cuidan los albañiles. Es naranja con blanco, muy simpático. No le gustan las croquetas pero disfruta de los sobrecitos. Varios vecinos y yo lo queremos llevar al veterinario para conocer su estado de salud y esterilizarlo. A los pocos días, bajo a darle de comer pero ya no está. Los albañiles pegan un cartelito a color con dos fotos suyas. “Se busca Gato”. Todavía lo siguen esperando pero los departamentos nuevos ya están en preventa. Te platico lo sucedido. Siento que debí resguardarlo pero es demasiado tarde. Tú ronroneas y te echas de panza. Me consuelas. Mañana será otro día. A diario debo darte un cuarto de pastilla. Ya nos acostumbramos. Antes de las diez de la mañana, te abro el hocico con cuidado, hago mis cálculos y dejo caer el pedacito del medicamento en el centro de tu lengua. Luego lo empujo con un dedo para que llegue a tu garganta. A veces te molestas pero ya te resignaste. Jugamos más y procuro estar más tiempo contigo también. “Tú eres Gato Leo en tu corazón”, me dijo mi amiga Aurelia hace unos años. Yo creo que, en efecto, lo soy. No sería quien soy ahora sin ti. ¿Tú qué piensas, Leo? Estamos creciendo juntos. Desde tu diagnóstico he pensado en algunas cosas como el amor y la muerte. ¿A dónde se irá lo que siento por ti? ¿Cuánto tiempo dura la felicidad? Más que un corazón enfermo, pienso en que tienes un corazón más completo, más lleno, más tuyo. Eres mi compañero, el más leal y el más amado. Deseo que seas feliz y que solamente conozcas lo bello (o al menos, lo bueno) del mundo. Eso has sido tú para mí: lo bello y lo bueno, de una manera tan sencilla como profunda. Desde hace varios años que quiero escribirte un poemario. Solo para ti. Lo titularé Leo y yo. Lo he intentado y han salido algunos versos muy cursis inspirados en tu mirada. No son nada del otro mundo, al contrario. Son bastante básicos. Ya sabes que cuando escribo de ti lo primero que se me viene a la mente es que tus ojos son como el sol. Tus ojos luz. Pero siempre puedo parafrasear ese pasaje literario que tanto nos gusta. Leíto, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Le-í-to: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Le. Í. To.
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*La traducción es mía.
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