La crisis económica causada por la Covid-19 no se resolverá en poco tiempo ni por sí misma. El crecimiento económico bajo proviene de años e incluso sexenios anteriores; tampoco se han creado los empleos suficientes y la inversión pública y privada han disminuido de manera grave. Para evitar que las consecuencias de la crisis se extiendan hasta 2030, hay que poner en marcha un plan de cinco prioridades económicas.
La tercera década del siglo XXI quedará marcada por la conmoción múltiple de la Covid-19, que irrumpió al inicio de 2020 en su dimensión sanitaria y pronto derivó en una profunda crisis económica con intensas repercusiones sociales y humanitarias. Las crisis económicas tienen efectos destructores –y, a veces, deletéreos– que pueden prolongarse cuando la profundidad, la extensión y la duración de las recesiones impacta desmedidamente en los niveles de producción, inversión, empleo y otras variables clave. Para que esto no ocurra o, al menos, para que se atenúe, la política económica debe adaptarse para propiciar una recuperación sostenida y, sobre todo, para introducir correcciones de más largo alcance que favorezcan un mejor curso de desarrollo.
En sentido estricto y en su faceta propiamente económica, la segunda gran recesión económica mexicana del presente siglo se inició con el estancamiento de 2019, antes de la pandemia del coronavirus. La primera fue, por supuesto, la ocurrida entre 2008 y 2009, que dejó huellas en varios terrenos, en especial, sociales, en los que 10 años después apenas se estaban superando los daños. Pero el punto de fuga que imponen el Covid-19 y su crisis construida entre muchas dimensiones y escalas hace palidecer las experiencias anteriores y cualquier comparación, pues muestra una realidad tan inédita como sorprendente que se resiste a denominaciones y caracterizaciones.
En nuestro caso, el de México, lo que también resulta al menos sorprendente es que, ante una situación extraordinaria en todos los sentidos, las respuestas gubernamentales de política económica y social apenas hayan variado su rumbo y quedaran prácticamente inalteradas, como si se hubiera tratado de una oscilación leve y pasajera, que pronto quedaría atrás para volver a escenarios prometedores. Y no: las trayectorias previas a la pandemia no iban bien encaminadas antes de la Covid-19 y los acontecimientos de 2020 no son transitorios ni fácilmente superables.
Al contrario: la crisis múltiple de la pandemia nos colocó ante las insuficiencias y vulnerabilidades crónicas de nuestro atraso —la desigualdad y la pobreza—; nos ubicó frente a las limitaciones de las estrategias de desarrollo y sus programas para atender las necesidades inmediatas; nos confrontó con los rezagos estructurales que nos han mantenido durante más de tres décadas en un rumbo de muy bajo crecimiento y poca creación de empleos dignos y bien pagados; nos expuso a las limitaciones del diálogo público y de las relaciones y los liderazgos políticos y gubernamentales; y nos plantó con mayor crudeza de cara a las incertidumbres de un mundo conmocionado por disrupciones de todo tipo.
La pandemia develó ésas y otras realidades de golpe y de forma generalizada: mostró la cruda y desigual exposición a la enfermedad y a la muerte; la fragilidad del basamento económico que debe sostener empleos, ingresos y medios de vida de la población; el limitado alcance de las redes de seguridad para amortiguar las emergencias; y la insuficiencia y fragmentación de la oferta de bienes públicos y servicios necesarios para proteger a la sociedad y sus grupos más necesitados. Por todo ello, la crisis de 2020 nos confronta no solo con las urgencias, de por sí complejas en su entendimiento y respuesta, sino también con los modos nacionales de organización para el desarrollo y, por lo tanto, nos llama a repensar tanto la recuperación como el reordenamiento de prioridades y medios para salir de la crisis enfilados hacia rumbos más promisorios.
Antes de la pandemia
Al terminar el primer trimestre de 2020, cuando estaban recién decretadas las medidas de aislamiento y cuarentena por la Covid-19, y la movilidad y parte de las actividades económicas se desplomaban, la economía mexicana ya completaba cuatro trimestres consecutivos en decrecimiento económico. En conjunto, el producto interno bruto (PIB) de 2019 tuvo un decrecimiento de 0.3% anual,[1] pero los antecedentes inmediatos del tropiezo económico del primer año del nuevo gobierno venían desde al menos el segundo semestre de 2015. Lo muestran distintos indicadores, en especial los agregados de la producción. La caída de los precios y de los volúmenes de producción del petróleo, ocurridos a mediados de 2015 y, después, las medidas de consolidación fiscal y los recortes presupuestales de 2016 contribuyeron mucho a que la economía fuera perdiendo vigor en los siguientes años.
Pesaron también las incertidumbres que provocó el gobierno de Trump a principios de 2017 –en particular, las amenazas de suspender el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)–, entre otros aspectos que crearon un clima de desconfianza y afectaron las inversiones privadas, mientras la inversión pública se reducía año tras año. El clima de inquietud política que se generalizó en 2015, luego de los escándalos de corrupción y los hechos lamentables de Iguala, y el agravamiento de la inseguridad pública, entre otros elementos, alteraron las expectativas y las decisiones económicas.[2] A mediados de 2015 se esperaba que la economía mexicana creciera a tasas de 4% anual los siguientes años, pero, desde entonces, tal expectativa empezó a declinar, para cerrar la década en una expectativa de 2% y con una tendencia a la baja. De hecho, el último trimestre de 2018 ya tuvo un ligero decrecimiento del PIB medido con ajuste estacional.[3]
En el primer año de gobierno, buena parte de las opiniones se ocuparon de caracterizar la situación y las tendencias económicas; de tratar de esclarecer si México estaba o no en recesión, si se encontraba en estancamiento o en una desaceleración de las actividades productivas, del consumo y de los demás agregados. Éste no fue solo un intercambio de dichos técnicos, sino que tuvo un claro componente político, pues por parte de las autoridades federales hubo un empeño constante en restar importancia a los indicios o evidencias de que la actividad económica ya perdía fuelle desde principios del nuevo gobierno y, sobre todo, en eludir la discusión acerca de la necesidad de favorecer políticas que contuvieran la desaceleración y propiciaran el crecimiento económico.
En términos generales, el mal comportamiento económico de 2019 se debió a tres factores principales: primero, la caída de las inversiones privadas, que suelen ser el principal factor de dinamismo o estancamiento de mediano plazo; segundo, el débil desempeño del consumo, que es el componente más grande de la economía, con más de la mitad de la demanda; y, tercero, la reducción de los gastos gubernamentales generales, especialmente los de inversión. Si la economía no entró en una recesión o caída más significativa ese año, que habría afectado no solo al producto sino también al ingreso, al empleo y a las ventas al menudeo, fue porque el consumo nacional se sostuvo a pesar de todo, porque los salarios se recuperaron significativamente durante 2019 y porque las exportaciones mantuvieron cierto dinamismo, al menos durante una parte del año, entre otras razones.[4]
Una de las decisiones notables y positivas de 2019 fue la mejora de los salarios, y no solo de los mínimos. El salario mínimo real tuvo un aumento de casi 13%, el más elevado de las últimas cuatro décadas, tras unas alzas menores que ya se habían iniciado en 2016. Esta decisión puede considerarse como uno de los cambios más significativos y benéficos en la política económica, pues frenó la muy prolongada historia de castigo a los trabajadores asalariados de menores ingresos, y tuvo repercusiones en los salarios mayores al mínimo. De hecho, el salario promedio de los asegurados del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) aumentó en poco más de 3% en términos reales en 2019 y algo parecido ocurrió con los salarios medios en general.
La crisis de 2020 probablemente cambie la expectativa de recuperación sostenida del salario mínimo para los siguientes años, pero la experiencia inicial mostró que su supuesto efecto inflacionario era una rémora intelectual. El deterioro del salario mínimo durante décadas fue tan profundo y prolongado que recuperarlo llevará mucho tiempo. La decisión de la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos de diciembre de 2019 se adoptó en línea con el objetivo de conseguir que, hacia mediados de la década, el salario mínimo alcance el nivel equivalente al costo de lo que necesitan dos personas para superar la línea de bienestar que calcula el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), criterio con el que estaban de acuerdo incluso algunos organismos empresariales. Éste es uno de los aspectos que sería muy conveniente incluir en las discusiones sobre la recuperación económica y en la estrategia de más largo plazo, pues está vinculado íntimamente con la superación de la pobreza por ingresos.
Gracias a la política de recuperación, la masa salarial mejoró 6% en términos reales en el año transcurrido entre el tercer trimestre de 2018 y el tercero de 2019, y es uno de los elementos que mejor explica el fortalecimiento de la confianza económica de ese año (al menos, la de los consumidores). El otro elemento fue la asignación directa de más transferencias monetarias a la población de ingresos más bajos, que fue percibida como una prioridad gubernamental a favor de los pobres.
El estancamiento económico de 2019 cobró cuentas sociales con el bajo crecimiento del empleo. La tasa de desempleo no aumentó pero, si se toma en cuenta el número de asegurados en el IMSS, resulta que en 2019 sí continuaron creciendo, aunque fue el menor aumento desde 2014. No es que la tasa de desempleo haya crecido mucho, sin embargo, aumentó la población en condiciones críticas de ocupación, lo que refleja mejor los problemas en el empleo. De hecho, en 2019 se creó menos de la mitad de empleos formales que en el promedio de los años 2013-2018, lo cual refleja claramente las consecuencias de la contracción productiva.
La política presupuestal del gobierno federal en 2019 y la aprobada para 2020 fueron restrictivas en general, con algunos reacomodos internos en el destino del gasto. Por un lado, mejoraron las asignaciones en algunos programas bajo los nuevos criterios de asignación directa a la población beneficiada, aunque, en conjunto, las funciones de desarrollo social no tuvieron un incremento efectivo como proporción del PIB. Por otro lado, se mantuvo una estrategia de reducción de la inversión pública en general y en algunos sectores, especialmente, en medio ambiente y agua, comunicaciones y transportes, e incluso salud y otros destinos de alta repercusión social, además de que se ajustaron drásticamente los gastos corrientes y de operación de las actividades públicas. Solo algunos proyectos de inversión, como el del petróleo, tuvieron mejoras.
La trayectoria de contención y consolidación fiscal que se ejerció desde 2016 no cambió con el nuevo gobierno: se estableció en el contexto de la oferta política de austeridad y combate a la corrupción, sin hacer gran distinción entre una y otra, con las consecuencias económicas de los ajustes presupuestales, sobre todo de la inversión pública, y del debilitamiento de los servicios y bienes públicos o de la capacidad operativa para el ejercicio de las funciones gubernamentales. Era indispensable e impostergable impedir dispendios y cualquier signo de corrupción en el quehacer del gobierno, implantar un ejercicio del gasto honesto y riguroso y, en particular, lograr que el presupuesto favoreciera a los grupos de población de menores ingresos; sin embargo, muchas medidas se adoptaron sin estimar bien las consecuencias y en el camino se afectó a la misma población que se buscaba beneficiar. Esa línea de acción marcó también el ejercicio presupuestal de 2020, con consecuencias que más adelante se reseñan.
Es un hecho que el nuevo gobierno no intentó una política presupuestal menos restrictiva que, al tiempo de implantar nuevas prácticas de gasto, favoreciera el fortalecimiento de los servicios y las funciones sociales y, especialmente, iniciara el proceso de recuperación de las inversiones públicas (en particular, en el sur y el sureste del país). Era y sigue siendo necesario, sobre todo ante las urgencias de recuperación, distinguir entre las prácticas anticorrupción –o la llamada austeridad republicana–, y la austeridad económica. Esta última es nociva para el desarrollo social y la salud económica general, pues deprime la demanda y termina afectando la infraestructura y los servicios de educación, salud, abasto de agua, calidad ambiental, electricidad y vivienda, entre otros, tal y como viene ocurriendo desde hace años, en concreto, después de 2016.
Los damnificados de la consolidación fiscal han sido muchos sectores, programas, proyectos y áreas, pero la inversión pública se cuenta entre los más dañados. Sus niveles se encuentran entre los más reducidos de la historia contemporánea de México. Las inversiones privadas no han complementado a las públicas y menos las han sustituido y, por lo tanto, en conjunto, la capacidad y el potencial de crecimiento han resultado dañados a largo plazo. Esto se agravó entre 2019 y 2020. A fines de 2019 hubo algunos esfuerzos por articular un programa de inversiones públicas y privadas que alentara la recuperación económica y fortaleciera las capacidades productivas. El resultado fue insuficiente para cambiar el rumbo económico y para combatir la desaceleración y el estancamiento.
La pandemia encontró a México, en resumen, con una economía en decrecimiento, afectada por la contracción de la inversión y, al inicio 2020, de casi todos los agregados económicos. A fines de 2019, las exportaciones, sostén del crecimiento en los años previos, ya también estaban declinando. No todas las actividades o ramas económicas estaban claramente en crisis pero algunas, como la construcción, ya arrastraban varios años de declive, afectadas por el muy bajo nivel de la obra pública o por las elevadas tasas de interés. Las actividades petroleras, por su parte, también tenían varios años en descenso, lo que incidió en las finanzas públicas y en el ingreso de divisas, así como en la dinámica de varias entidades federativas.
En la perspectiva regional, debe recordarse que no solo los estados con mayor actividad petrolera registraban una contracción en 2019 y en años previos, aunque en el panorama de conjunto sí destaca el hecho de que algunas de las entidades del sur y el sureste cerraron la década pasada con los peores índices de desempeño económico y, de hecho, con niveles por debajo de los registrados en 2013 (exceptuando a Yucatán y Quintana Roo, por supuesto, que tienen dinámicas bien diferenciadas). La convergencia de la crisis petrolera y el desplome de la inversión pública recrudeció el rezago económico de varios estados de la República y los llevó a distanciarse aun más del resto del país y, en consecuencia, a reducir sus potenciales de crecimiento futuro.
La previsión oficial para 2020 fue que la economía mexicana crecería en 2%, una meta disminuida frente a lo que se había esperado en línea con una trayectoria de mejor desempeño hacia 2024.[5] Al iniciar el año, tal meta se consideraba excedida y las estimaciones prefiguraban otro año incierto, en el que, si acaso, se conseguiría frenar la desaceleración apenas, gracias al relajamiento de la política monetaria, la reducción de las tasas de interés, un crecimiento de la demanda de exportaciones y la entrada en vigor del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC).
En la pandemia y después
En sentido estricto –y seis meses después de iniciada la pandemia de la Covid-19–, México no tuvo una política económica nacional integrada y explícita frente a la crisis; al menos, no en lo presupuestal ni en el apoyo al empleo y al aparato productivo. El rasgo más notorio es que, desde que se reconoció la emergencia, la respuesta gubernamental se mantuvo en el marco del programa de acción definido para 2020 y, de hecho, para todo el periodo 2019-2024, con unos ligeros ajustes. Ante la nueva y extraordinaria situación, no se reconoció la necesidad de adaptar el esquema preestablecido.
Como en tantos otros países, el impacto económico fue muy intenso, sobre todo, en el segundo trimestre, con un efecto que se manifestará como la crisis más grave conocida desde la Gran Depresión de 1929-1932. Según lo estimado a principios de agosto de 2020, el PIB se reducirá un 10% durante el año.[6] Considerando las expectativas de crecimiento de 2021 en adelante, es probable que los niveles de producción de fines de 2018[7] se alcancen entre 2025 y 2026 (véase la gráfica 1.1), si no se presentan fluctuaciones a la baja una vez iniciada la trayectoria ascendente en 2021.
Las consecuencias de largo alcance de este hecho –que el restablecimiento económico lleve entre cinco y seis años– pueden ser muy costosas, no solo en términos productivos, sino sociales, por lo que exigen una reflexión colectiva y urgente sobre la necesidad de adoptar un programa de recuperación que permita acortar ese tiempo de espera para volver a los niveles productivos de 2018 y, adicionalmente, repensar la estrategia de desarrollo de largo alcance, lo que, al parecer, no se encuentra ni en el imaginario colectivo ni en las agendas políticas, ni siquiera en el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024. Y es que el efecto de fondo de esta interrupción va más allá de la simple recuperación de los niveles productivos: puede extenderse y marcar el paso generacional, principalmente, de la población joven. Como una ilustración de este efecto de fondo, considérese la estimación resumida en la gráfica 1.2, que compara los años que implicó la recuperación del producto por habitante en tres crisis previas con lo que puede suponer la crisis de 2020. Como se sabe, la medida del producto por habitante es únicamente una aproximación, que no toma en cuenta los efectos distributivos y tampoco refleja directamente los efectos en el bienestar, que pueden ser más leves o más intensos según las estrategias de compensación o reparación adoptadas. Hecho el recordatorio, obsérvese que las sucesivas crisis de los años ochenta del siglo pasado condujeron a que el producto por persona de 1982 se recuperara apenas en 1994, cuando estaba por detonarse una nueva crisis.
Mírese ahora la estimación para el producto por persona después de la crisis de 2020, que se proyecta bajo el nuevo supuesto de bajo crecimiento esperado durante toda la década de los veinte y también con el supuesto de que no habrá recaídas notables en los próximos años. De ser así, el producto por persona de 2018 podría estarse recuperando apenas en 2029 o 2030. Se insiste en que ésta es una medición típicamente aproximativa e indirecta, pero tiene implicaciones reales en ausencia de las acciones necesarias para resarcir los daños sociales vinculados al deterioro o el bajo dinamismo productivo que deja una crisis.
Las crisis y la eliminación de ingresos que representan son antes que nada una pérdida de bienestar, tanto por la vía de las estrecheces en los medios individuales o familiares como por la de los bienes y servicios públicos que acaban mermados en cobertura o en calidad por la menor disposición de recursos tributarios a ser distribuidos o invertidos en los presupuestos. Lo anterior tiene expresiones concretas: los niveles de pobreza previos a la crisis de 1995, por ejemplo, se alcanzaron realmente apenas en 2002 y eso, a pesar de que el producto por persona perdido en la crisis de 1995 se recuperó muy rápido. Por su lado, la proporción de población con ingreso laboral inferior al costo de la canasta alimentaria en el cuarto trimestre de 2019 seguía siendo superior al de los trimestres previos a la crisis de 2009.[8] Lo anterior le da sentido al comentario de que este tipo de oscilaciones económicas puede implicar alteraciones generacionales, que interrumpen expectativas de vida y frenan la movilidad social, entre otras consecuencias. Y eso es, precisamente, lo que podría estar ocurriendo de nuevo en la década de los veinte, como insinúa la perspectiva de largo plazo en el producto por persona (véase la gráfica1.3).
Toda crisis representa una interrupción –en ocasiones, una ruptura– de las trayectorias de acumulación de capacidades productivas, lo cual es propio de la condición cíclica de las economías. La crisis de 2020, como se ha repetido, es distinta: no surgió de alteraciones en las variables propias de las economías, desequilibrios atípicos o inestabilidad de los mercados, restricciones de demanda y otros factores más o menos convencionales de origen. Es, en cambio, una crisis asociada al corte de actividades intempestivo, inducido por la necesidad de frenar la expansión del coronavirus; un corte que se difundió a todo lo largo de las cadenas de producción y que implicó la suspensión de actividades productivas y el descenso abrupto de la movilidad aérea y terrestre, entre otras vías. En la mayoría de los países, además, fue una interrupción hasta obligatoria, explicada y justificada por razones sanitarias.
Por su propio origen y naturaleza, el efecto inmediato y de largo alcance de la peculiar crisis de 2020 puede ser más intenso que el de otras grandes recesiones, ya que su comportamiento no estuvo asociado exclusivamente a la situación sanitaria sino que la recuperación también dependerá de ella. Por lo mismo, restañar la economía, superar el impacto en el empleo y la pobreza, volver por lo menos a la situación preexistente, no significará una operación técnica convencional de política económica y social, sino un trabajo de reordenamiento colectivo que pondrá a prueba el orden político, las capacidades de acuerdo y reflexión, y la disposición al diálogo público, entre otras exigencias.
La recuperación no surgirá espontáneamente porque necesita ser modulada para que sea compatible con la superación de la pandemia. Tampoco surgirá por sí misma una nueva estrategia a largo plazo que encauce el desarrollo para compensar cuanto antes los efectos inmediatos y para superar los rezagos estructurales que ahí estaban antes de la pandemia y que ahora se han agravado. Hay que reconocer, primero, el paisaje social, humano y productivo que está quedando tras los trimestres más intensos de la crisis y el que resultará de la pandemia cuando ésta sea controlada aceptablemente, cuando ya se disponga de las vacunas suficientes, de posibles antivirales y otros medios para darla por contenida.
Si bien la tarea que viene es de un orden superior en términos políticos e institucionales, la política económica y social jugará un papel muy relevante en ella, sobre todo, por su posible incidencia en la recuperación de los medios de vida, el empleo y los ingresos, los recursos presupuestales, los apoyos productivos para relanzar las fuentes de trabajo, la activación de los mecanismos de financiamiento para la producción y el consumo, y los proyectos regionales para facilitar la salida de la crisis a los estados más dañados, entre otras urgencias.
En esta dirección, quizá lo primero sea dejar de subestimar el efecto de largo alcance de la crisis y admitir que los impactos ya sufridos no son menores ni de superación inmediata. Los estragos mayores en términos de contracción productiva, empleos e ingresos pudieron haber ocurrido en el segundo trimestre del año, de acuerdo con los distintos indicadores, pero el efecto diferido en la pobreza y la recuperación del empleo puede extenderse varios años, como ya se ha mencionado. Incluso en perturbaciones económicas menos intensas, el restablecimiento de los niveles de empleo ha requerido periodos largos, como ocurrió después de la atonía de 2002 a 2004, que requirió casi cuatro años para recuperarse.[9] Lo mismo puede decirse de la pobreza por ingreso, cuyo crecimiento ha sido documentado por diversas instituciones y fuentes, y con diferentes métodos.[10]
Pensar la recuperación en una perspectiva de mayor alcance exige preparar las medidas de activación inmediata, para empezar, en la producción, el empleo y la pobreza, en línea con la revisión de la estrategia de desarrollo. Aunque impliquen división de tareas y calendarios simultáneos, ambos procesos deben emprenderse a partir del reconocimiento público, es decir, político, de que se debe hacer más y con más recursos para que la reanimación económica se emprenda junto con los cambios estructurales necesarios.
En la dimensión estratégica, el fin del primer bienio del gobierno 2018-2024 es una buena oportunidad para subsanar la falta de un plan de desarrollo. Incluso si el plan vigente hubiera satisfecho los requisitos de una estrategia en toda regla, el cambio drástico de las condiciones nacionales y globales, la modificación tan intensa de las perspectivas para los años venideros, la alteración de las prioridades y las urgencias de apoyo al sistema de salud, por ejemplo, estarían haciendo indispensable convocar a la sociedad y a los poderes establecidos a revisar las nuevas circunstancias y a reformular propósitos y medios de acción. Un cambio de ese tipo no solo se justifica, sino que está previsto. Es, además, una oportunidad de diálogo y deliberación pública.
Cinco grandes prioridades de política económica
En un marco así adquiriría pleno sentido, por su lado, un acuerdo más inmediato para una recuperación, que sigue condicionada al control de la pandemia y que, por lo tanto, aún exige los apoyos necesarios para que la población pueda mantenerse en condiciones de aislamiento en los casos necesarios, sin correr más riesgos de empobrecimiento por pérdida de ingresos, lo que aún requiere apoyos directos a las empresas con el fin de que puedan recontratar trabajadores y mantener a los que han continuado laborando.
Esta fase de la emergencia no debería darse por terminada, pues, por una parte, la experiencia reciente de otros países está mostrando que las vueltas al confinamiento son necesarias ante nuevas oleadas o brotes de la Covid-19 y, por la otra, es necesario apoyar la contratación de trabajadores mientras se recupera la demanda a niveles suficientes de solvencia para las empresas. Es necesario, además, que se le dé forma y formalidad a un programa de recuperación del crecimiento económico, que sea objetivo en el diagnóstico y preciso en las acciones que se emprendan, que sea visible y tenga seguimiento, que asuma las cargas financieras y presupuestales necesarias con la participación de la Cámara de Diputados. De no ser así, queda en la discrecionalidad y en la improvisación la tarea de apoyar para que se apresure la recuperación.
Tanto un programa de recuperación inmediata como una nueva estrategia de desarrollo de mayor alcance pueden tener en el siguiente presupuesto de egresos de la federación un punto de encuentro, en el que las prioridades sean tanto el fortalecimiento de las instituciones de salud y las políticas contra la pobreza, como la inversión pública y privada, la promoción productiva y la defensa del empleo, el desarrollo regional y la reforma hacendaria. Son cinco urgencias de la jerarquía suficiente para convertirse en una convocatoria de Estado, que le otorgue densidad a la política nacional y al diálogo público, y que facilite la distensión y la interlocución.
1) En el fortalecimiento de la salud y las políticas contra la pobreza. Porque si algo revela la pandemia es que la vulnerabilidad de la salud pública significa el mayor de los riesgos ante enfermedades emergentes, pero también ante las convencionales de todo tipo, y que la inexistencia de un servicio de salud de acceso universal ha expresado las mayores de nuestras desigualdades, que son las que surgen por la enfermedad y, literalmente, por la muerte. Los gastos catastróficos, las pérdidas de empleo e ingresos y las dificultades de acceso a la alimentación están detonando mayor empobrecimiento, y los programas sociales existentes no lo están conteniendo: no fueron diseñados para estas circunstancias, por lo que se impone una revisión de la política social y de los instrumentos de apoyo al ingreso de las familias.
2) En la inversión pública y privada. Porque mientras no se aprecie un incremento sostenido de la formación de capital seguirán debilitándose la capacidad productiva, el crecimiento potencial de la economía y la generación de empleos dignos y bien pagados. El coeficiente de inversión previo a la crisis de 2009 ya no se alcanzó en los siguientes años y la crisis de 2020 está reduciéndolo todavía más. Fue principalmente un problema de inversión pública, que en la actualidad representa apenas un tercio de su nivel de 12 años atrás y cuyo desplome ha rezagado aun más la infraestructura, que está arrastrando la industria de la construcción, sobre todo la obra civil, y limitando el crecimiento y la integración de algunas regiones. Para la inversión privada, la disposición de financiamiento bancario accesible y un papel más activo de la banca de desarrollo son los elementos clave, que en una estrategia coordinada de promoción pueden ayudar a mejorar las expectativas y la disposición a invertir. Antes de la crisis se tenían ya casi a punto programas de inversión que pueden reactivarse. Para la inversión pública, la limitante central sigue estando en la política vigente de consolidación financiera, que tendría que relajarse.
3) En la promoción productiva y la defensa del empleo. Porque, como lo documentó el INEGI, tras la experiencia del segundo trimestre de 2020, la mayoría de las empresas, de todos los tamaños, careció de apoyos efectivos para sortear la suspensión de actividades,[11] situación que se continúa enfrentando y que está limitando la recuperación del empleo o la recontratación. Esto es particularmente relevante en sectores como el turismo, la construcción, los restaurantes, los establecimientos de servicios y en la propia actividad manufacturera, entre otros que han sido especialmente afectados por la crisis y que no siempre tienen acceso a financiamiento. Las medidas de política monetaria y financiera que se adoptaron principalmente en abril significaron un respiro para las empresas con acceso formal al crédito, el cual debería renovarse y, en su caso, ampliarse. Para el resto de las empresas, la situación seguirá siendo crítica, por lo que no ha pasado el momento de contar con programas más amplios que los microcréditos, que no alcanzan a resolver los apuros de la mayoría de las pequeñas y medianas empresas.
4) En el desarrollo regional. Porque, vista por estados y regiones, en muchos casos la crisis es aun más intensa que en los agregados nacionales. De acuerdo con algunas estimaciones, un grupo de entidades habrá acumulado caídas de su PIB de más del 15% entre 2019 y 2020, y no solo en aquellas donde el turismo tiene un peso determinante, como Quintana Roo o Baja California Sur, sino también en otras más diversificadas, como Puebla e Hidalgo, o algunas que ya acumulaban años de retroceso, como Tabasco. Otras, como Coahuila, sufren el impacto por la caída de la producción manufacturera. En conjunto, una respuesta con alcances regionales diferenciados tiene además la oportunidad de ser el espacio de diálogo para limar las rispideces que se están generando alrededor de la coordinación fiscal, que se perfila como uno de los grandes problemas a enfrentar en los próximos años.
5) Y en la reforma hacendaria. Porque la crisis de 2020 está agravando la insuficiencia hacendaria crónica, arraigada en la historia contemporánea e intensificada en años recientes, incluyendo ya los del actual gobierno, que hasta la fecha mantiene su postura de no incrementar impuestos y de fincar el incremento de ingresos públicos en la eficiencia recaudatoria y el combate a la corrupción. Las limitaciones de esta estrategia son evidentes y, de no enfrentarse, lo más probable es que se prolongue la ruta de estancamiento durante la década entera.
Estas cinco grandes prioridades pueden conjuntar un replanteamiento de la estrategia de desarrollo y un programa inmediato de recuperación.